15

Dice Millás que ha dudado si acudir a terapia. Excitado como está con el asunto de la pistola de Emérita, teme caer en la tentación de contárselo a Micaela. Confía, desde luego, en la discreción de la analista y conoce el significado del secreto profesional en este ámbito. No es por eso, dirá, sino por el miedo a que la historia se estropee al compartirla. Jamás debió hablar de Emérita ni de los personajes reunidos en torno a ella.

—Se trata —añade— de un movimiento supersticioso, muy común entre los escritores.

Finalmente, ahí está de nuevo, en el diván, con la mirada clavada en el mapa que una mancha antigua de humedad ha dibujado en el techo. Tras dar las buenas tardes a la analista, ha permanecido en silencio, mordiéndose la lengua. Si hablo, piensa, se me escapará lo de la pistola, y, si se me escapa, me pondré sensato y haré lo que haría cualquier persona con dos dedos de frente: acudir a la policía y entregar el arma, contando su procedencia. Millás alberga hacia la ley un miedo desmedido que suele justificar con la excusa de haber leído a Kafka. Estaría bueno, se dice, que haya logrado llegar hasta aquí sin pasar por la cárcel y que vaya a caer ahora por culpa de una novela falsa, o de un reportaje verdadero, aún no sabe hacia dónde va todo esto. En cuanto al revólver, dice que lo ha escondido en el armario empotrado de su dormitorio, en un hueco muy parecido al del armario de Emérita, dentro de una bota que hace mil años que no utiliza.

—¿No va a decir nada? —pregunta la psicoanalista a sus espaldas.

—Estaba pensando —dice él— en una noticia que escuché ayer en el telediario. Hablaban del rodaje de una película de bajo presupuesto, en Ecuador. Una historia de sicarios en la que habían tenido que utilizar balas de verdad porque las de fogueo eran más caras.

—¿Y?

—Bueno, llama la atención que lo falso cueste más que lo real.

—¿Y qué diferencia habría entre unas balas y otras?

—A efectos de la película, ninguna.

—Pero usted y yo sabemos que las balas de fogueo no matan.

—Bueno, en la noticia decían que ha habido casos en que sí, depende de la distancia a la que te disparen, y de dónde te den.

—Me refería a la regla general.

—Ya —dice Millás, y regresa al silencio para evitar comprometerse.

—Por cierto —añade al fin—, hablando de Ecuador, ¿conoce usted Quito?

—No —dice la terapeuta.

—Pues tiene un casco histórico extraordinario, quizá el más impresionante de América Latina.

—He oído hablar de él.

—Cuando viajo a Latinoamérica y contemplo esos conjuntos de arquitectura colonial, siempre me pregunto lo mismo: ¿cómo lograron los conquistadores reproducir, a miles de quilómetros de su país, una España tan idéntica a aquella de la que habían salido?

—¿Una España falsa? —apunta la psicoanalista.

—Una España falsa —enfatiza Millás— que en algunos casos, como el del casco histórico de Quito, ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad.

—No lo sabía —escucha decir a la terapeuta.

—Pues sí, Patrimonio de la Humanidad, fíjese, y es una imitación.

—¿Algo así como recibir un premio de novela verdadera por una novela falsa, quizá como matar a alguien con una bala de fogueo o como colocarse con metadona?

—Quizá —responde Millás—. La falsa España tiene además el valor añadido de que su contemplación produce una extrañeza que no proporciona la verdadera.

—¿Y eso?

—El hecho de que esas edificaciones estuvieran diseñadas por cabezas españolas, aunque construidas por manos indígenas, les proporciona un toque algo siniestro.

—¿Siniestro en qué sentido?

—En el sentido freudiano: aquello que nos resulta simultáneamente familiar y ajeno, cuanto más familiar, más ajeno. Sucede también con el español de allí. Lo reconocemos, pero nos extraña.

—¿Se refiere al idioma? —pregunta ella.

—Claro —dice él—, a qué si no.

—Le entiendo. Creo que le gustaría escribir una novela que el lector reconociera como novela, pero que al mismo tiempo le produjera extrañeza.

—Extrañeza, precisamente, por su condición de novela. ¿Le he hablado del Millás de acá y del Millás de allá?

—Sí, y no hace mucho.

—El Millás de allá, como la España de allá, es idéntico al Millás de acá, pero produce una extrañeza que no provoca el de acá. Estaría bien escribir una novela de allá.

—Quizá —opina la psicoanalista—, ya se haya escrito. No entiendo nada de esto, pero la conocida como literatura del Boom en cierto modo fue eso, ¿no?, la novela de allá.

—Lo decía en un sentido más general —replica Millás con evidente tono de fastidio.

—Perdone, no pretendía estropearle la idea.

Millás se hunde en un silencio rencoroso.

—En todo caso —añade la terapeuta al cabo de unos minutos—, da la impresión de que usted sueña con escribir una novela de allá porque hay algo que le impide escribir una novela de acá.

—No volvamos a eso.

—¿A qué?

—A lo de la famosa ecuación.

—Me estaba acordando de que hace, no sé, tres o cuatro sesiones, me contó usted que su última novela la había escrito prácticamente en hoteles porque en casa no podía trabajar.

—Así es.

—¿Por qué los hoteles le ayudan a desinhibirse?, ¿qué sucede en ellos?

—No sé, se folla —dice Millás un poco agresivo.

—¿Quién folla con quién?

—Todo el mundo con todo el mundo.

—¿…?

—Quería decir que el hotel es el espacio natural del adúltero.

—¿Y de quién se escondería el adúltero? —pregunta Micaela.

—Depende de con quién se acueste.

—¿Y con quién se acuesta?

—Con su amante.

—No se ponga obvio, Millás. ¿Con quién se acuesta el adúltero cuando se acuesta con su amante?

—No sé, dígamelo usted.

—De acuerdo, supongamos que se acuesta, aunque no sea consciente de ello, con su madre. ¿De quién se escondería entonces?

—De su padre, claro.

—¿Por qué alguien —concluye la psicoanalista— solo podría escribir novelas en un hotel? ¿De quién se esconde, con quién folla cuando escribe una novela?

—Me voy.

—¿Perdón?

—Que me voy —repite Millás incorporándose y abandonando violentamente la consulta.

Dice Millás que al alcanzar la calle le asalta un sentimiento de desorientación. Por unos instantes no sabe si deber ir hacia la derecha o la izquierda. Le ocurre a veces en los pasillos de los hoteles. Una vez recompuesta la realidad, decide, antes de meterse en el coche, dar una vuelta a la manzana. Son las cinco y media de la tarde. En condiciones normales, la sesión habría durado hasta las seis menos diez. A las siete debe estar en un colegio mayor, para participar en una mesa redonda sobre literatura y periodismo. Mientras camina, decide que necesita ver inmediatamente a Emérita para que acabe de contarle la historia del revólver, necesita saber en qué se está metiendo. Un poco agitado por la decisión, pues jamás ha faltado a sus compromisos profesionales, se detiene, saca el móvil del bolsillo y busca el número de teléfono de su contacto en el colegio mayor.

—Perdona —dice cuando le contestan—, soy Millás. Verás, me ha surgido de súbito un problema familiar y me resulta completamente imposible acudir hoy a las jornadas de periodismo y literatura.

Su voz, debido a la incomodidad que le produce la mentira, suena angustiada, de modo que el interlocutor, lejos de aludir a su propio daño, se interesa discretamente por el del escritor y le desea que el problema familiar, sea cual sea, se arregle de la mejor manera posible.

Millás guarda el teléfono y continúa caminando con la respiración alterada. En esto, se detiene porque ha visto algo que le resulta familiar. Se trata del escaparate de la tienda de chinos del padrastro de Julia. Entonces, como le ocurre de forma espontánea en algunas ocasiones, sufre lo que él llama un ataque de relevancia, consistente en que un pedazo de la realidad, por banal que resulte objetivamente, adquiere un grado de notabilidad desconcertante. La tienda de chinos atrae, pues, su atención como si en la trastienda de sus ojos hubiera estallado una vena de luz, como si en lugar de una tienda de chinos, dice Millás, fuera la imitación de una tienda de chinos, al modo en que la reproducción de una joya puede resultar más llamativa que el original. Atrapado por esa sugestión, entra en la tienda y da una vuelta por ella observando los objetos expuestos en un estado de enajenación extática que al Millás de acá, pues acaba de sufrir también una disociación, le parece impropio. No obstante, se deja arrastrar y nota que algo de la fascinación de su doble le llega a través de los tabiques que separan a uno de otro. El desdoblamiento dura muy poco, quizá menos de un minuto. Al desaparecer, desaparece también el ataque de relevancia y la realidad recupera la grosería que le es propia. Millás se encuentra en ese instante frente a un conjunto de velas de diversos colores de las que toma una roja y otra azul con las que se dirige a la caja, donde le atiende una mujer occidental que a todas luces, por el parecido que tiene con ella, se trata de la madre de Julia, la esposa del chino.

—Me llevo estas dos velas —dice.

—Dan muy buen olor —informa amablemente la madre de Julia.

—Son para la habitación de una enferma —dice Millás.

—Ah, vaya, espero que no sea nada grave —dice la mujer.

—Una enferma crónica —añade Millás, que suelta frases al azar, como el que arroja los dados sobre el tapete, por si le cae un premio. Se trata de una práctica que lleva a cabo en los taxis, en el autobús a veces y, en fin, cuando tiene la oportunidad de entablar conversación con un extraño. De esa especie de juego de azar surgen en ocasiones diálogos interesantes, de los que toma nota para utilizarlos luego en los cuentos o en los artículos. En el fondo, dice, lo que busca es un diálogo de una perfección platónica, pero aún no ha dado con él.

—¿Un familiar quizá? —pregunta ahora la mujer.

—Una amiga —dice Millás, añadiendo enseguida—: Por cierto, llama la atención que una mujer occidental atienda en un establecimiento de chinos.

—Ja, ja —responde la mujer pronunciando la onomatopeya igual que su hija, como si, más que reírse, se limitara a reproducir los sonidos que imitan la risa—, el chino es mi marido.

—¡Qué bien! —añade Millás tratando de mostrarse partidario del mestizaje—, no es muy normal esta mezcla de culturas. Lo habitual es que los chinos se casen entre sí. Suele decirse que es una comunidad muy cerrada, ¿no?

—Bueno —dice ella envolviendo las velas en un papel de regalo que es en realidad la imitación de un papel de regalo—, mezcla, lo que se dice mezcla, no hay, ja, ja, porque mi marido apenas habla español y yo no hablo chino.

—¿Entonces?

—No sé, misterios de la vida, estamos a gusto. Yo siempre he estado muy marcada por la chinez, no sé si se dice así, chinez. De niña, leía las historietas de Fu Manchú, aunque el personaje me daba mucho miedo. Y a mi hija, de pequeña, la perseguía un chino, algo así como el amigo invisible, pero en chino. Ella cree que aquel chino es con el que me casé luego. Eso ha dificultado un poco nuestra relación.

La mujer entrega el paquete a Millás y permanece observándolo, absorta, más tiempo del apropiado. Millás dice que se estremece porque reconoce en esa mirada la de la locura. Una mujer loca. La mujer loca. Mujer loca. La expresión «mujer loca» le inquieta y le gusta a la vez, como si, más que un sintagma, fuera un cofre cerrado en cuyo interior se ocultara un mensaje.

Ya en el coche, dirigiéndose a la casa de Serafín y Emérita, tiene por un momento la impresión de encontrarse en el interior de una novela policiaca, aunque ignora en calidad de qué. Hubo una época de su vida en la que frecuentó mucho, como lector, este género, de modo que conoce sus características.

Cuando le abren la puerta, percibe enseguida una agitación desusada en la casa de Emérita. Hay en el pasillo dos hombres con chalecos reflectantes, de los que usan los sanitarios del 112. Hablan con Serafín, dándole instrucciones acerca de algo. En el salón, donde permanecen Julia y el cura Camilo, averigua que Emérita ha sufrido una crisis pulmonar, un broncoespasmo, y ha sido preciso aplicarle oxígeno y broncodilatadores. Millás se sienta, saca el móvil, y busca en internet la palabra «broncoespasmo». Según la Wikipedia, se trata de un estrechamiento de la luz bronquial. Fascinado por la expresión «luz bronquial», detiene ahí la lectura. El ataque, le dicen, ha sido moderado y no requiere el traslado al hospital. Cuando los sanitarios desaparecen, Serafín acude al salón e informa de que la enferma, superada la crisis, ha caído, rendida, en un sueño de plomo.

—¿Puedo verla? —pregunta.

—Asómate si quieres —dice Serafín.

Millás se acerca a la habitación, abre la puerta y ve a Emérita boca arriba, los brazos desnudos fuera de la sábana, con una mascarilla que tapa su nariz y su boca. En efecto, está profundamente dormida, de modo que regresa enseguida al salón, a cuya mesa camilla Serafín y el cura Camilo, con expresión de circunstancias, se disponen a jugar una partida de ajedrez.

—¿Habéis avisado a Carlos Lobón? —pregunta Millás.

—Está fuera de Madrid —dice el cura Camilo.

Julia se encuentra en el sofá, leyendo el cuaderno escolar de vacaciones al que parece atada en los últimos tiempos. Cuando Millás se sienta junto a ella, le dice que hay en el libro un ejercicio consistente en reflexionar sobre el «hecho gramatical».

—Interesante —dice Millás.

—Pero expresado así, «hecho gramatical», suena como a suceso, ¿no?, como si el hecho gramatical fuera un accidente de coche, un incendio, no sé, un crimen.

Millás trata de pensar a qué otras palabras suele asociarse el término «hecho». Le vienen a la cabeza «hecho criminal», «hecho abominable», «hecho accidental», «hecho intolerable», «hecho llamativo», «hecho delictivo»…

—Llevas razón, suena a suceso.

—Lo mejor no es eso, lo mejor es que me pongo a investigar en internet sobre el hecho gramatical, para ver qué escribo, y averiguo que las primeras gramáticas, sin excepción, son muy tardías.

—¿Tardías en relación con qué?

—En relación con el hecho de hablar y de escribir.

—¿Y?

—Está claro, hombre, el lenguaje consiguió pasar inadvertido durante siglos, como si no existiera, para que no lo viéramos, al modo en el que los peces no ven el agua.

—No sé —dice Millás inquieto.

—Todavía más, la lingüística no aparece hasta el siglo XIX. Ayer mismo, como el que dice.

—Ya.

—¿Te imaginas que no hubiéramos reparado en la existencia del elefante, por hablar de un animal enorme, hasta el siglo pasado? ¿O que nadie hubiera mencionado el hígado hasta el siglo XV, que es cuando apareció la primera gramática española?

—Bueno, ya antes había habido algunas cosas.

—¿Pero tú por qué te pones siempre del lado del lenguaje, Millás? —dice Julia irritada—. ¿No te das cuenta de la gravedad de lo que he averiguado?

—¿Qué gravedad?

—Pues esa, joder, que primero no nos damos cuenta de que el lenguaje existe y, segundo, que cuando nos damos cuenta lo confundimos con una herramienta. La herramienta somos nosotros.

—Herramienta en qué sentido.

—Joder, en el sentido de que el lenguaje no está en nuestra mano, sino nosotros en la suya. Y nos usa para apretar o aflojar los tornillos de la realidad, para cortar los cables del mundo, para serrar las cañerías del universo. ¿Pero cómo es posible que no te des cuenta?

Julia habla en voz baja, lanzando miradas de inquietud al pasillo, como si tuviera en cuenta el sueño de Emérita. Se trata de una voz baja pero llena de furia, que a Millás, dice, le estremece. En esto, Serafín, que ha advertido la tensión reinante en la zona del sofá, dice sin dejar de mirar el tablero de ajedrez:

—Julia, ¿por qué no te tomas uno de esos ansiolíticos?

—¿Por qué? —pregunta ella.

—Porque es lo que dicen las palabras, que te lo tomes. Y medita un rato en mi cuarto, anda, luego te acompaño yo.

Julia, como si hubiera recibido órdenes de una instancia superior, se levanta y desaparece en dirección a su dormitorio. Serafín vuelve el rostro y dirige a Millás una expresión ambigua.

—Le altera lo de Emérita —apunta—. Esta mañana ha visto a una oración copulativa follando con una adversativa, eso dice, pobre.

—Si la frase era copulativa, tiene cierta lógica —dice Millás intentando hacer una gracia que ni Serafín ni el cura Camilo dan la impresión de captar.