14

En el siguiente encuentro con Emérita, Millás trata de disculpar su frialdad anterior.

—Déjalo —interviene ella—, vas a acabar diciendo que era un modo de defenderte.

Y sí, dice Millás que sí, que el objeto de la coraza de frialdad era protegerse de los sentimientos, una explicación que se le ocurre a cualquiera, por lo que quizá, piensa, no fuera una idea suya, sino del guion o, lo que viene a ser lo mismo, del lenguaje.

—Bien —responde al fin decidido a abandonar los lugares comunes de la autocompasión y la piedad, que evidentemente no funcionan, ya no, con Emérita—, bien, vayamos al grano. No he sido bueno.

—Lo peor es que ni siquiera has sido práctico.

Millás piensa en las energías invertidas en este reportaje o en esta novela, no sabe lo que es, y considera con fastidio la posibilidad de que Emérita se le escape ahora, cuando comienza a descubrirla. Millás es muy mezquino en estas situaciones, muy miserable, daría un dedo de la mano izquierda (el pequeño, se dice, comenzando ya a negociar imaginariamente) por una buena historia. Y esta empieza a serlo. ¿Qué tiene el lenguaje previsto para estas situaciones?, se pregunta. La sinceridad, se responde, o su apariencia, pues tanto la real como la falsa funcionan con idéntica eficacia.

—De acuerdo —dice—, no he sido bueno ni práctico. ¿Podemos, pese a ello, continuar hablando?

—Podemos —responde Emérita con un matiz de resignación.

—El otro día, justo antes de que te durmieras, me dijiste que si hubiera otra vida y alguien te preguntara en qué consistía esta, le darías la respuesta de un turista.

—Excepto si me lo preguntara alguien con la sensibilidad y la capacidad de escucha que se le suponen a un escritor.

—Otórgame provisionalmente esas capacidades. Supongamos que has llegado a la otra vida y que yo estoy allí y que nos encontramos y que te pregunto en qué consiste esta.

—Bueno, te diría que se trata de un paquete turístico barato, aunque muy bien organizado, de modo que donde el contrato te garantiza que vas a dormir en un hotel de dos estrellas con cucarachas, duermes en un hotel de dos estrellas con cucarachas. Todo muy insignificante, desde luego, tanto si te toca lo bueno como si te toca lo malo. A mí, al final, me ha tocado lo malo.

—No me parece —corrigió Millás— que tu relación con la enfermedad sea precisamente de carácter turístico.

—En el fondo, sí, desengáñate. Desde fuera mi situación parece muy especial, muy dramática, también lo parece desde dentro, te lo juro, pero el drama es una forma de turismo, y de las más asequibles para la clase media. ¿En qué época del año estamos?

—En primavera.

—Las orugas están a punto de encerrarse en un capullo dentro del que pierden la estructura anterior y adquieren la del insecto adulto, la de la mariposa. Si te fijas en todo el proceso con detenimiento, como lo vi yo en un documental de la tele después de un chute de morfina, se te ponen los pelos de punta. Ahí sí que aparecen cosas que no están incluidas en el paquete turístico. No sabemos cuántas larvas se malogran, cuántas se quedan dentro del capullo para siempre, cuántas mariposas nacen con malformaciones. ¿Lo sabías? Hay mariposas minusválidas, mariposas que salen con una pata de menos o con el orificio del ano obturado, hay mariposas a las que a lo mejor les falta un ojo. En las pequeñas ni lo aprecias, pero una discapacidad de este tipo en una mariposa del tamaño de una rata, como algunas de las tropicales, da que pensar.

Millás, con su cuaderno de periodista en la mano izquierda y el bolígrafo en la derecha, toma notas. Ha conectado también la grabadora del iPhone, pero siempre toma notas, por seguridad y porque es un buen recurso para desviar la vista, cuando conviene, del entrevistado. Y mientras escribe e imagina una mariposa tuerta o coja, viene también a su cabeza la imagen de Julia como un ángel mal formado, un ángel sin alas, feo, como si algo hubiera fallado en la fase de pupa. Por otro lado, el cuerpo de la misma Emérita ha adquirido con los años de reposo obligado algo de oruga, de gusano, algo de larva. Ese encogimiento permanente, esa blancura escamada de la piel…

—Por eso digo —continúa la enferma— que incluso mi situación, con lo dramática que parece, es un grano de arena en la playa. Te puedes imaginar que llevo años dándole vueltas a estas cosas. Los días y las noches son muy largos y las ideas van y vuelven y siempre vuelven con algo nuevo, con algo que se les queda pegado a las patas, como el polen a las abejas. Las ideas, tal y como me atacan a mí, no forman parte del paquete turístico, tampoco están incluidas en la gira, pero en los grupos turísticos siempre hay alguien un poco raro, alguien que nadie se explica qué hace allí y que molesta mucho a los guías, pues aunque no abra la boca, parece que están poniendo en cuestión todo el rato lo que estos dicen sobre las pinturas del Greco o de Velázquez. Son gente molesta. Yo soy molesta, todos los enfermos crónicos lo somos. Soy la turista rara, la que ha tenido tiempo para pensar, para observar más allá de lo que dicen las guías. ¿Y qué he visto?

—¿Qué has visto? —pregunta Millás convencido de que va a escuchar una respuesta interesante.

—Ja, ja —se ríe Emérita al ver su expresión—, te voy a decepcionar tanto que casi no te lo digo.

—No, ¿por qué?

—Porque sí, porque es decepcionante.

—Bueno, déjame que lo decida yo.

—Está bien, he visto el amor.

La jodimos, se dice el Millás de acá. Espera un poco, dice el de allá, que ahora es un Millás de allá artificial, pues funciona solo a efectos metodológicos.

—¿El amor? —replica al fin en tono neutro—. Me dijiste que te habías casado por casarte.

—Yo sí, yo me casé un poco porque sí, pero Serafín se casó conmigo porque no. ¿Te ha contado Julia lo del señor Porquesí y la señorita Porquenó?

—Sí.

—¿Comprendes la diferencia?

—Mm, más o menos.

—Por cierto, hablando de Julia, ¿qué pasa con ella?

—No sé, ¿qué pasa?

Emérita mira a Millás con expresión de no me hagas esforzarme.

—Bueno —continúa Millás acusando la recepción del mensaje—, me recuerda a una chica que conocí de joven en esta misma casa.

—¿He oído bien?

—Aquí, sí, esta casa era de los padres de un compañero de la facultad que vivían fuera de Madrid, y la compartíamos con él.

—¿Un matrimonio de Zamora?

—Sí.

—A ellos se la compraron mis padres, joder, qué casualidad. A veces no hay más que seguir la línea de puntos para llegar a destino.

—El caso es que esa chica, María, se volvió loca, se marchó a su pueblo y no volví a saber nada de ella. El día que vine a conocerte, a la impresión de entrar en el mismo piso de entonces se sumó la de tropezarme con Julia, que me la recuerda bastante.

—Si sigues la línea de puntos, igual descubres que Julia es hija de la tal María.

—Eso sería demasiado novelesco, y en el peor de los sentidos. Las coincidencias son callejones sin salida, se detienen siempre en un punto, como el culo de un saco, no van a ningún sitio.

—A menos que hagas un agujero en el saco.

—Creo que no hay nada al otro lado.

—Quizá no —sonríe Emérita—, pero esta chiflada de Julia está dándonos mucho juego a todos. Serafín se ha enamorado de ella.

—¿…?

—No en el sentido que piensas. Quiero decir que se ha hecho cargo de la chica por amor, hay algo en ella que le conmueve hasta el tuétano. Quizá le recuerde a nuestra hija, no sé, de hecho le deja que se ponga sus vestidos. Pero creo que va más allá. Yo a veces finjo confundirla con nuestra hija porque sé que a Serafín le gusta, cree que es un consuelo para mí en estos últimos días y yo le sigo la corriente para devolverle algo de lo que le debo.

—¿A ti no te conmueve Julia?

—No como a vosotros. Soy una porquesí nata, hay que serlo para montar una ferretería. La gente aficionada a las herramientas, como los fanáticos del bricolaje, son gente porquesí. Serafín, en cambio, es completamente porquenó. Los porquenó tienen una amputación afectiva que suplen a base de amor, el amor es la prótesis más espectacular inventada por el ser humano. Serafín ha cubierto su amputación queriéndome. Yo no he visto el amor en mí, lo he visto en los demás, y te aseguro que observado desde fuera, con la curiosidad de un…, ¿cómo se llaman estos de los insectos?

—Entomólogos.

—… de un entomólogo; si observas el amor así, con lupa, incluso al microscopio, te juro que se trata de un mecanismo perfecto y sólido, como el acero inoxidable. El amor tiene la precisión de una balanza de laboratorio. No hay herramienta tan exacta como él.

—Pero si has necesitado verlo en los demás, la amputada serías tú.

—Olvídate de los razonamientos. Yo no estaba amputada porque el amor no formaba parte de mi proyecto mental como no formaba parte de mi constitución física un tercer brazo. Nuestra hija es también una porquesí sin fisuras, por eso apenas sabemos nada de ella, de modo que mi pobre marido, rodeado de porquesíes, cuanto más amor daba, menos recibía. Esa es la condición de los porquenó. Y bien, Serafín es hombre de pocas palabras, ya lo habrás notado, jamás me dijo «te quiero». Afortunadamente, pues no habría sabido qué contestarle. Me quiso hasta en eso, hasta en darse cuenta de lo que yo podía escuchar y lo que no. Si te soy sincera, siempre fui consciente de ese amor como eres consciente de un bulto que tienes, no sé, en las ingles, pero fue al caer enferma cuando el bulto se me reveló en toda su plenitud, cuando lo tomé en mis manos y lo abrí como una esfera y contemplé con fascinación todas sus partes. ¿Estoy siendo muy cursi?

—Todavía no —dijo Millás, calculando que era lo que Emérita quería escuchar—, pero te acercas.

—Voy allá: fue como si se hubiera abierto en mi vida una puerta de cuya existencia ni tenía noticia. Y detrás de esa puerta estaba ese pobre tipo, mi marido, dispuesto a cargar conmigo, a sacarme de la cama para colocarme dos horas en la silla de ruedas y volverme a acostar, estaba ese pobre tipo que, cuando yo aún podía colaborar un poco, me llevaba al retrete y después a la trona y que me limpiaba el culo, y que me bañaba mientras era posible, y que ahora me limpia todo el cuerpo con toallas húmedas empapadas en esto o en lo otro, ungüentos que busca no sé dónde para que la piel me dure más, para que no se agriete, para evitar las llagas. El tipo que escuchaba a los médicos y que me escuchaba a mí y que tomaba, sin apenas hablar, decisiones que solo podían estar dictadas por el amor. El tipo que buscó al cura que me provee, a buen precio, de marihuana. El pobre tipo que cuando le dije que no podía más, que me quería ir, fue a DMD y habló con ellos y les contó mi caso e hizo que Carlos Lobón viniera a casa y que se sentara ahí para que yo pudiera hablar con él tranquilamente de la muerte. Yo no habría hecho por Serafín ni la mitad de lo que él ha hecho por mí, porque yo no dispongo de esa capacidad para el amor como no dispongo de un tercer brazo. Pero es admirable, créeme, lo que es capaz de hacer con ese tercer brazo que llamamos amor la gente que lo tiene.

—¿Mover montañas?

—Dilo como quieras. En todo caso, no encontrarás el amor en los circuitos habituales de este viaje turístico que decíamos que era la vida. Tienes que separarte del grupo, con el riesgo de perderte en algún callejón. El amor es un callejón. ¿Tú estás enamorado de tu mujer?

A Millás le incomoda esta incursión en su vida personal, aunque comprende que, si Emérita le pide algo a cambio de lo que le está dando, tiene que dárselo.

—No es que esté enamorado o deje de estarlo, es que sé que ella es mi destino.

—Desde luego a los escritores, si os dejan hablar, no os cuelgan. Pues bien, yo he sido el destino de Serafín.

—Pero Serafín no era el tuyo.

—Yo no tenía destino, yo era ferretera.

Millás suelta una carcajada.

—Me recuerda —dice— el diálogo de aquella película: «¿Has estado alguna vez enamorado?». «No, sheriff, yo he sido siempre camarero».

Pasión de los fuertes.

—Sí.

Emérita y Millás se quedan callados, cada uno pensando en sus cosas. Luego Millás se levanta y cambia de postura el cuerpo de Emérita, desnudo como siempre debajo de la cama. La intimidad no le produce a él la aprensión del principio ni a ella el pudor de entonces.

—Llama a Serafín para que me dé un poco de crema en la espalda —dice ella.

—Ya te la doy yo —dice Millás.

—Si no te importa…

Millás vuelve a manipular el cuerpo de la enferma para colocarla boca abajo, retira un poco la sábana, toma de un bote una porción de crema y comienza a aplicarla sobre su piel. Los dos siguen en silencio. Dice Millás que le viene a la memoria El banquete, el diálogo de Platón en el que una serie de comensales hablan de Eros. Cuando le llega el turno a Sócrates, el filósofo afirma que Eros no es bueno ni bello porque en tal caso no aspiraría a la bondad ni a la belleza. No se desea lo que ya se posee. De ahí deduce que Eros no puede ser un dios, puesto que los dioses son bellos y buenos. Pero tampoco puede ser un hombre. Eros, concluye Sócrates, es un daimon que hace de puente entre los dioses y los hombres, que pone en contacto lo invisible con lo visible.

—¿Qué piensas? —dice Emérita.

Millás le resume El banquete y lo que en él se dice sobre el amor.

—Sócrates —dice Emérita— debió de hacer poco turismo. Es el de la cicuta, ¿no?

—Sí —dice Millás.

—La cicuta de entonces era como el cóctel de autoliberación de ahora.

—Bueno, no sé.

Ha transcurrido casi una hora durante la que Emérita ha permanecido dormida sin que Millás se moviera de su lado, absorto, dice, en pensamientos enormemente volátiles, como los valores de la bolsa. En un momento determinado, Serafín ha abierto la puerta y ha asomado la cabeza para ver la situación.

—¿Está bien? —pregunta señalando a Emérita.

—Sí, se ha dormido.

—Si no te importa, Julia y yo vamos a meditar un rato.

—No te apures, no tengo prisa.

Emérita despierta de súbito, un poco agitada. Millás la acomoda de nuevo e incorporándola le ofrece un suero que ella toma despacio, como con miedo a atragantarse, a través de una pajita que se articula como un codo. Luego permanecen mirándose unos instantes, calibrando cada uno la actitud del otro, su sinceridad tal vez, su entrega.

—Me dijiste que en un momento dado ocurrió entre Serafín y tú algo. Y no era que hubiera otra mujer.

—No, era que no estaba yo. En realidad, nunca tuve mucha presencia, pero acabé de irme al poco de que naciera nuestra hija, no por ella, sino por un suceso que me arrancó de mi condición de turista de la existencia para siempre jamás. He dudado mucho si contártelo o no, pero al fin voy a hacerlo. ¿Sabes por qué?

—¿Por qué?

—Porque necesito que alguien herede ese suceso y no he encontrado a nadie mejor que tú. ¿Quién hay en casa?

—Serafín y Julia. Están meditando.

—¿Llevan mucho tiempo?

—No, un rato.

—Pues vamos allá. Levántame un poco la cama y prepárame una pipa de maría, por favor.

Millás, inquieto, hace cuanto le pide Emérita y luego, cuando va a sentarse a su lado, ella le dice:

—No te sientes aún. Abre el armario, el lado izquierdo, y agáchate para ver ahí, donde están los zapatos.

Millás abre el armario, que es casi como abrir un cuerpo, pues de su interior escapa enseguida un olor ligeramente agrio, de ropa que ha visitado poco el tinte. La experiencia resulta casi como oler el cuerpo de alguien. Ahí permanece la Emérita de antes de la enfermedad, con toda su ropa archivada y clasificada, más que colgada, por colores y tamaños. Millás desvía la mirada para no parecer indiscreto, y se agacha hasta dar con la zona de los zapatos, ordenados, como la ropa, de acuerdo a unos criterios que en este caso no acaba de entender. La mayoría, muy gastados, evocan la piel antigua de un reptil que hubiera hecho la muda. Y conservan también un porcentaje de la identidad de su dueña.

—A la izquierda, si te fijas, hay un hueco bastante profundo. Mete el brazo hasta que des con una caja de zapatos.

Millás se agacha todavía más e introduce, no sin reservas, el brazo. Tras superar diversos obstáculos que dificultan el acceso, logra llevar su mano hasta el fondo de esa especie de pozo horizontal donde sus dedos, tanteando en la oscuridad, tropiezan con la caja.

—Aquí está —dice incorporándose al tiempo que se lleva una mano a los riñones, para amortiguar el dolor lumbar que le ha producido la postura.

—Cierra el armario y ven aquí, a mi lado.

Millás se sienta junto a Emérita y abre, por indicaciones de la enferma, la caja de zapatos. Dentro, aparece un envoltorio de tela, que tiene algo de sudario, en cuyo interior se percibe un objeto duro que, una vez a la luz, resulta ser un revólver.

—¡Hostias! —dice Millás sosteniéndolo con aprensión como si sangrara.

—Mira —dice Emérita—, la maría me está dando sueño. Además, estoy agotada. Hoy hemos hablado demasiado. Llévate el revólver, guárdalo bien, sin hacer tonterías, que está cargado, y mañana, si vienes, te acabo de contar la historia. Antes de irte, deja la caja de zapatos donde estaba y cierra bien el armario.

—Mañana no puedo venir, y pasado creo que tampoco —dice un Millás cobarde, atrapado en sus rutinas como en una cárcel.

—Pues cuando vengas, no te apures, no me voy a quitar de en medio todavía, no hasta que arreglemos este asunto.

Dicho esto, Emérita cierra los ojos y se hunde de inmediato en un sueño profundo acompañado de una respiración ronca, que recuerda al estertor característico de la agonía. Millás, todavía desconcertado y temeroso, se mete el revólver en el bolsillo de la chaqueta y devuelve la caja de zapatos, con el sudario dentro, a su lugar. Al moverse, nota el peso del arma, que desplaza el faldón de la prenda de un lado a otro.

Dice que de repente el bolsillo no le parece un lugar seguro. Se trata de una chaqueta ligera y el bulto llama demasiado la atención. Además, quizá se pueda disparar, ignora si tiene seguro y, de tenerlo, si está puesto. Lo saca y lo sostiene en la mano, por la culata. Pesa más de lo que haría sospechar su tamaño, pero se trata de un peso que proporciona placer. Dice Millás que le recuerda a un revólver de juguete que tuvo de pequeño, aunque aquel, según le oyó a su padre, era de calamina. Este es de acero o hierro, no sabe de qué, y tiene también el cañón mucho más corto.

Entonces, escucha movimiento en el pasillo y como no puede guardarlo en el bolsillo de los pantalones, pues lleva unos vaqueros algo estrechos, se lo pone, como ha visto en las películas, en la espalda, sujeto por el cinturón y oculto por el faldón de la chaqueta. Se abre la puerta y aparece Serafín.

—¿Cómo va todo?

—Bien, se ha fumado una pipa y se ha quedado frita.

—Gracias por todo, Millás.

—No te apures.

Millás dice que se le ha hecho tarde y abandona la casa sin despedirse de Julia. Baja las escaleras despacio, consciente del bulto de metal de la cintura, al que acerca con frecuencia la mano para cerciorarse de que sigue ahí. Como el que se acaba de descubrir en el paladar un bulto al que lleva continuamente la punta de la lengua. Decide que es de acero, pues le ha venido a la memoria un diálogo cinematográfico en el que, para aludir a una pistola, se nombra este metal. La materia por el objeto, se dice, una metonimia. Al alcanzar la calle, sin embargo, duda entre el hierro y el acero. También se dice hierro: «Pásame el hierro, Joe».