—¿Por qué se dice «condujo» en vez de «condució»? —pregunta Julia a Millás.
—Porque el verbo «conducir» es irregular.
—Eso es como decir que porque sí.
Millás conduce su coche con Julia en el asiento del copiloto. Van a encontrarse con Roberto, el filólogo y novio de la chica, en una cafetería del centro.
—Para mi padre —continúa Julia— todo era porque sí. La gente nacía porque sí y se moría porque sí y las guerras estallaban porque sí y el hambre en el mundo era porque sí y las desgracias siempre venían juntas porque sí. ¿A ti te parece una buena explicación?
—No es mala —apunta Millás con prudencia.
—Para mí, en cambio, todo era porque no. Mi madre nos llamaba el señor Porquesí y la señorita Porquenó. Hizo un guion para la tele con dos personajes que se llamaban así, pero se lo devolvieron porque parecía una copia de Epi y Blas, je, je.
Dice Millás que la chica había incorporado desde hacía poco a sus frases el «je, je», que a veces era «ja, ja», y a veces las dos expresiones juntas, «je, je, ja, ja».
—¿Por qué dices «je, je» o «ja, ja» en vez de reírte como todo el mundo? —pregunta Millás.
—Prefiero reírme como se escribe —responde ella—, aunque ya sé que se pronuncia de otro modo. Si fuera gallo, diría «quiquiriquí», y si fuera gato diría «miau». Si fuera pistola, al ser disparada, diría «bum», je, je, bum, bum, estás muerto.
—Háblame de tu padre —dice entonces Millás, pues hasta el momento no tiene más que datos sueltos de la chica y esa no es su forma de trabajar cuando prepara un reportaje, tampoco cuando prepara una novela. Ha decidido que va a afrontar cada tramo de la novela falsa como un reportaje verdadero.
—Mi padre era pintor. Bueno, no era pintor, tenía pintura como otros tienen autismo. Se lo escuché a una señora en la radio el otro día. Decía, corrigiendo a la locutora, que su hijo no era autista, sino que tenía autismo. ¿Ves la diferencia?
—Creo que sí —dice Millás.
—Pues mi padre tenía pintura.
—¿Y qué pintaba?
—Lo que la pintura le mandaba pintar: bodegones, naturalezas muertas, paisajes…
—¿Él, por sí mismo, no tenía una inclinación pictórica?
—No. Si le preguntabas por qué pintaba esas cosas decía que porque sí. Mi madre juraba que si hubiera pintado porque no, habría sido un pintor excelente. ¿Tú escribes porque sí o porque no?
—La verdad, no me lo había planteado.
—¿Pero eres escritor o tienes escritura?
—Es que no sé si he entendido bien la diferencia.
—Pues antes me has dicho que sí.
—Bueno, lo he dicho por decir, el tráfico este de los cojones no me deja pensar.
Dice Millás que exageraba las dificultades circulatorias para no mostrar el desconcierto que le provocaban el diálogo con la chica. Temía perderla si decía algo muy alejado de su lógica.
—Si lo has dicho por decir, es que no eres escritor, sino que tienes escritura, je, je. A ver, ¿tú escribes lo que quiere la escritura o lo que quieres tú?
—Yo…, bueno, no sé, intento pactar con la escritura para que no sea ni lo que ella quiere ni lo que quiero yo. Una cosa intermedia, ¿comprendes?
—Yo es que no leo nada, bueno, libros de gramática y de aprendizaje del español para extranjeros, pero a mi novio le gusta mucho lo que escribes.
—Ya.
—Es un gilipollas, je, je, ja, ja.
—¿Y eso?
—Ya te lo dije: salió en una conversación que te conocía y no se lo cree, le parece mentira que una persona como yo pueda relacionarse con gente como tú. Lo salva que es filólogo. Él sí sabe por qué se dice «condujo» y no «condució», me lo explicó un día. Por cierto, ¿tú sabes lo que es una conjugación heteróclita?
—Me suena, pero ahora no caigo.
—Del verbo «ir», por ejemplo, tú dices «voy», o sea que es irregular de la hostia, desde la raíz misma. ¿En qué se parece «ir» a «voy»? En nada. Esta rareza también se llama «supletismo». Son verbos que tienen más de una raíz, como esos huevos que tienen dos yemas. O varias personalidades. El pasado del verbo «ser», por ejemplo, ¿cómo se dice?: «fui», a ver cómo adivina uno que «ser» y «fui» vienen del mismo sitio. Se parecen lo que un lunes a un viernes.
—Y «fui» es también el pasado de «ir». De «ser» y de «ir».
—Además eso, no había caído, de modo que te encuentras un «fui» suelto y no sabes si viene de aquí o de allá, como algunas personas.
Millás decide lanzar una pregunta arriesgada:
—Me dijiste que ibas a matarlo, a Roberto, por lo de que estaba casado y tenía un niño.
—Y lo iba a matar, pero resulta que luego leí una cosa sobre el sentido figurado, que es una desviación del literal. ¿Conoces esa diferencia o te la tengo que explicar, je, je, como lo del supletismo?
—El sentido literal y el figurado, no; sé lo que son.
—¿Y tú entendiste que lo iba a matar en el sentido literal?
—Bueno, me pareció que lo decías en ese sentido.
—Yo también, je, je, pero luego tropecé con el sentido figurado y pensé que a lo mejor lo había dicho por decir. Vete a saber.
—¿Y si no hubieras tropezado con esa lección lo habrías matado?
—Si lo decían las palabras…
—¿Tú haces mucho caso a las palabras?
—Qué remedio, como mi padre a la pintura, solo que la pintura habla más claro, me parece.
Millás piensa que desde el punto de vista de sus intereses habría sido mejor que Julia hubiera interpretado el «te voy a matar» en su sentido literal. Están entrando en un parquin en el que todos los pisos se encuentran llenos, de manera que Millás baja y baja, como si descendiera a los infiernos, y a medida que desciende calcula las toneladas de cemento que van quedando por encima de su coche y siente un poco de claustrofobia, no demasiada, pero la suficiente como para que se manifiesten en su rostro unas gotas de sudor. Entonces Julia acerca su mano, armada con un pañuelo de papel, para quitárselas, y él, asustado, retira la cara bruscamente golpeándose la cabeza contra el borde de la ventanilla.
—¿Qué haces? —dice deteniendo el coche en medio de la rampa, llevándose la mano a la parte dolorida.
—Te iba a limpiar el sudor, como las enfermeras a los cirujanos.
—Ah, perdona.
Roberto está esperándolos al fondo de la cafetería. Es, a primera vista, lo que suele describirse como un tipo jovial. Al ver a Millás, se levanta y le estrecha la mano con enorme respeto.
—No me podía creer que fueras amigo de Julia —dice.
—¿Y eso? —pregunta Millás.
—No sé, Julia…
Parece evidente que va a hacer un comentario despectivo sobre la chica, pero se detiene a tiempo.
—Somos muy amigos —dice Millás—. Estoy preparando un reportaje sobre ella.
—¿Un reportaje sobre Julia? —pregunta Roberto entre el desconcierto evidente y la envidia mal disimulada.
—Me gusta escribir sobre la gente normal —insiste Millás para marcar distancias—, gente que va y viene de trabajar, gente que se queda en el paro, que ha de buscar una habitación para vivir, que se enamora de quien no le conviene o se desenamora de quien le vendría bien, en fin, gente como la mayoría de la gente.
Julia permanece absorta en la carta de tapas, como si no escuchara la conversación, de la que ella es el centro, entre los dos hombres.
—Bueno —dice Roberto—, si te viene bien acercarte a la pescadería donde ha trabajado hasta hace poco, para ver el ambiente, puedo arreglarlo. ¿Te ha dicho que yo fui su jefe?
Según Millás, Roberto se ha dado cuenta de la falta de empatía que se ha establecido entre ambos, pero se muere por aparecer en el reportaje, de modo que extrema su amabilidad. Es él quien se ocupa de que les sirvan las tapas que ha elegido Julia mientras ellos hablaban, él quien se levanta en un par de ocasiones para advertir al camarero de que falta esto o lo otro, él quien dirige la conversación.
—Yo no he leído ningún libro tuyo —dice—, me gustan más tus artículos. Quienes te admiran mucho son mi madre y mi hermana. Gustas mucho a las mujeres, ¿verdad?
—A las mujeres y a los buzos —dice Millás.
—¿A los buzos?
—Sí, hay escuelas de buceo en las que son de lectura obligatoria.
Roberto da muestras de desconcierto, no logra averiguar si Millás habla en serio o en broma. Cuando Julia se va un momento al servicio, acerca su rostro al del escritor, con expresión de complicidad, y le dice que si lo saca en el reportaje no puede decir que Julia y él son novios, porque él está casado, tiene una familia.
—Puedes decir que he sido su jefe.
—Vale —dice Millás—. ¿Y por qué estás con Julia?
—¿Por qué no? —dice él—. Me hace gracia y folla raro.
—Raro cómo.
—Como habla. También como un pájaro grande.
—¿Habla como un pájaro grande?
—No, no, que folla como un pájaro grande.
—¿Has follado alguna vez con un pájaro grande?
—No, pero me lo imagino.
—Pues a mí me parece muy normal —dice Millás con expresión neutral.
—Por eso eres escritor —concluye Roberto—, porque las cosas raras te parecen normales y las normales, raras.
Julia vuelve de los lavabos y dice que están que dan asco y que se tienen que ir porque ha quedado con Serafín para meditar juntos una hora. Roberto hace intención de pagar, pero Millás lo desautoriza con un gesto.
—Se lo cargas todo al periódico, ¿no? —dice Roberto guiñándole un ojo.
—A lo mejor —dice Millás.
—Oye, si quieres que me saquen alguna foto en la pescadería, avísame con tiempo.
—De acuerdo, adiós.
Ya en el coche, Julia pregunta a Millás qué le ha parecido su novio.
—Creo —dice Millás— que no es filólogo. Tiene filología.
—¡Qué cabrón eres! —dice Julia—. Lo voy a dejar, de hecho acabo de dejarlo, aunque no se lo he dicho.
—¿Y eso?
—¿Es que no te has dado cuenta?
—¿De qué? —pregunta Millás volviendo la cabeza.
—De que es un enviado de la Lengua. Un agente secreto de la gramática.
—Según eso, yo, que soy escritor…
—Tú no eres un agente secreto de la Lengua, tú eres una de sus víctimas.
Millás conduce en silencio, impresionado por las revelaciones de la chica. En esto, al atravesar Modesto Lafuente, muy cerca, por cierto, de la consulta de su psicoanalista, Julia dice:
—Párate aquí un momento.
Millás detiene el coche en doble fila, sin afectar a la circulación, que es escasa.
—Mira, ¿ves esa tienda de chinos?
—Sí.
—Pues es de mi padrastro, el marido de mi madre. Tiene otras tres, pero le gusta estar en esta.
Ya es de noche, de modo que la tienda está iluminada por dentro. A través del escaparate se ve a un chino alto y delgado moviéndose entre los pasillos formados por las estanterías con un cuaderno y un bolígrafo entre las manos, como si realizara un inventario.
—Mi madre lo conoció gracias a mí —dice Julia—. ¿Te conté lo del chino que me perseguía de pequeña y de cómo me lo encontré en la primera tienda de chinos de mi barrio y de cómo cuando volví con mi madre ya no era él?
—Sí.
—Pues era este, pero con otra cara. Cambió de cara cuando conoció a mi madre. Es como la conjugación heteróclita. El infinitivo es «ir»; el presente, «voy»; el pasado, «fui». Puede cambiar de aspecto a su gusto.
—¿Son felices tu madre y él?
—Más que felices, son cómplices de algo.
—Cómplices de qué.
—No sé de qué, pero traman algo. Eso no lo anotes, por si acaso.
Millás observa el rostro de Julia y le da miedo porque es el rostro de una loca. Entonces se dice que todo aquello es un disparate. Mientras se lo dice, siente el desdoblamiento que sintió en el diván de la psicoanalista y aparece el Millás de allá, cuya presencia, pese a ser invisible e intangible, resulta sin embargo palmaria. El Millás de allá se coloca entre el Millás de acá y Julia, que realiza en ese instante un movimiento corporal de ajuste, como si le estuviera haciendo sitio a alguien. Con el paso del tiempo, dice Millás, había descubierto que a la manifestación del Millás de allá le precedía siempre un sabor raro en la boca al Millás de acá, como si le cambiara de súbito la composición de la saliva. Le recuerda al sabor de unas barras de regaliz que compraba a veces (cuando lograba sisarle a su madre unos céntimos) de pequeño, al salir del colegio, en un puesto de chucherías que había cerca de su casa. El Millás de allá y el de acá continúan sin poder comunicarse, no se hablan; pese a ello, el de allá logra de algún modo misterioso transmitir su opinión y su opinión es que el Millás de acá es un gilipollas si deja pasar esta oportunidad. Haz lo que quieras, un reportaje, una novela falsa o una verdadera, haz un guion de cine o una obra de teatro, haz lo que te dé la gana con todo este material, pero no lo dejes pasar porque quizá sea el último material interesante que pase por tu vida. El último, como el último autobús, el último tren, la última copa de vino, la última tormenta, el último polvo, el último poema, la última bala, el último suspiro.
La presencia del Millás de allá dura unos segundos, en el caso de que, en el transcurso de estas manifestaciones, el tiempo siguiera su curso normal, que quizá no, quizá el tiempo se detenía o se doblaba o se arrugaba, dice Millás que no habría sabido describir lo que ocurría con el tiempo, aunque algo ligeramente anormal ocurría con él. Pero bueno, desde la lógica convencional lo más rápido era decir que duraba unos segundos y ya está. Después de esos segundos, el Millás de allá vuelve a entrar en el cuerpo del Millás de acá diluyéndose en sus órganos, perdiéndose entre las junturas de sus vísceras, devolviéndole a su saliva el sabor habitual.
—¿Por qué no entramos y me lo presentas? —propone Millás.
—¿Al chino? Ni hablar —dice Julia—, vámonos, ya te he dicho que he quedado con Serafín para meditar.
Millás pone en marcha el coche y pregunta a Julia cómo meditan.
—El que medita bien es Serafín, yo estoy aprendiendo y no consigo dejar la mente en silencio. Mi mente está llena de ruido todo el rato, sabes. Cuando medito, las personas imaginarias aprovechan para visitarme y no logro echarlas de la cabeza.
—¿Pero cuál es el objetivo de la meditación?
—Según Serafín, mi maestro, ninguno. No puedes sentarte a meditar con un fin determinado, pero yo creo que en eso miente. El fin de la meditación es la conquista del silencio. El silencio es el único fenómeno de este mundo que carece de gramática. No hay una sintaxis del silencio ni una morfología del silencio. El silencio no es un cuerpo, no está dividido en partes que se articulan como las partes de un cuerpo o de un razonamiento. Si logras conquistar el silencio, las palabras dejan de ser tus dueñas. Pero yo estoy muy lejos de lograrlo. ¿Te acuerdas del cartero analfabeto que te conté?
—No —miente Millás para escuchar de nuevo la historia.
—Es un cartero imaginario que no sabe leer y que pasa por mi cabeza casi todos los días para que le lea las direcciones de los sobres. Él las memoriza y se va a repartirlas. Pues el otro día, estaba meditando y apareció y empezó a sacar sobres de la cartera y yo se los iba leyendo como siempre, cuando en esto saca un sobre un poco más grande de lo normal, como los de las invitaciones para las bodas, de ese tipo, y a quién crees que iba dirigido.
—Ni idea.
—Pues a mí. Allí venía mi nombre, mi dirección, el piso, todo, je, je. Desde entonces miro todos los días el buzón, ja, ja, estaría bueno que me llegara.
Dice Millás que no pareciéndole prudente insistir en ese asunto, pregunta dónde suele meditar con Serafín.
—Normalmente, en su dormitorio, sobre un par de esterillas y frente a un vaso de agua, pero también nos gusta la cocina.
—¿Por qué un vaso de agua?
—Eso es cosa de Serafín, pero creo que tiene que ver con el silencio. Si durante la meditación logras convertirte en un recipiente de agua, y nuestro cuerpo es eso, un vaso lleno de agua, si consigues no pensar, las palabras no pueden nada contra ti. Los libros de Lengua tienen pánico a la meditación. Busca en internet «gramática de la meditación» y no encontrarás nada.