Tumbado boca arriba en el diván de la consulta de su psicoanalista, con las manos cruzadas sobre el pecho, Millás observa el mapa del país imaginario. A medida que lo estudia, sesión tras sesión, le va pareciendo más realista y más complejo. Reúne las condiciones de un mapa físico y de un mapa político. Así, las irregularidades de la pintura, un poco abombada, dibujan las cordilleras y las depresiones, delimitan las llanuras y señalan los ríos del territorio, que parece fértil a juzgar por unas viejas manchas de humedad que representan la masa forestal. De otro lado, se aprecian también las carreteras, las vías de ferrocarril y las líneas fronterizas que parecen separar unos departamentos administrativos de otros.
—Es increíble —dice— lo del mapa falso que tiene usted ahí, en el techo. Cada día me parece más verosímil.
—¿Verosímil? —pregunta la psicoterapeuta—. ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que tiene apariencia de verdadero. La verosimilitud es también una categoría literaria. De una historia decimos que es verosímil cuando resulta creíble, con independencia de que se acerque o se aleje de la realidad.
—¿La realidad no actúa como parámetro?
—Qué va, de hecho la realidad no tiene la obligación de ser verosímil porque cuenta a su favor con el hecho de haber sucedido. La selva amazónica es inverosímil, pero ahí la tiene usted.
Millás dice que no estaba pensando en la selva amazónica, sino en la familia artificial que Emérita había construido involuntariamente en torno a sí misma y en la que él había caído de forma inadvertida. Una familia que, como el mapa del techo, era producto de la tenacidad, del tiempo, del empeño, de la casualidad. Pensó en una bola de billar lanzada a ciegas por una mano firme contra cualquiera de las bandas de la mesa. Imaginó los movimientos erráticos de la bola sobre el tablero, modificando la posición de las otras bolas y desviando el curso propio hasta que, perdido el impulso inicial, se detenía. Le contó la imagen a la psicoanalista, para añadir:
—Diríamos que la bola se ha movido al azar. Pero un matemático que conociera los datos del primer impulso (velocidad, fuerza, dirección, estado del tablero…), un matemático que hubiera presenciado el golpe fundacional, podría deducir seguramente toda la geometría resultante.
—Seguramente —aceptó la psicoanalista detrás de él.
—¿Cuál fue el golpe inicial que puso en marcha la narrativa en la que he caído? ¿Qué o quién hizo el primer movimiento que me condujo a la casa de Emérita, la misma casa en la que viví de estudiante, para coincidir con todos los que ahora nos reunimos en ella?: Julia, esa chica medio loca; el cura Camilo; Carlos Lobón, el de DMD; Serafín, el marido…
—¿Qué tiene más importancia de cara a sus intereses, quién puso en marcha la maquinaria o si el resultado es tan verosímil como el mapa del techo?
—Si pretendo escribir una novela falsa que podamos vender como verdadera, preferiría que la realidad me ayudara un poco. A veces, la realidad produce novelas de manera espontánea.
—¿Y no le está ayudando?
—No mucho, creo que no mucho. Yo había puesto toda mi atención novelesca en Julia, relegando el asunto de Emérita a la categoría de un reportaje periodístico. Y ahora, de súbito, advierto que en Emérita podría haber otra novela, vaya a saber si también en Carlos Lobón, si en Camilo, si en el mismo Serafín. He sido muy insensible con esta Emérita, muy salvaje al actuar con ella de oficio. Hablando de oficio, mi padre era partidario de que sus hijos tuvieran un oficio y una carrera. Había heredado esta idea de su propio padre, mi abuelo, al que no conocí. Decía que si uno era zapatero y médico o abogado y electricista o albañil y filósofo, tendría más posibilidades de salir adelante, cualesquiera que fueran las circunstancias de la vida. Aunque mis hermanos y yo solíamos comentar irónicamente esta manía, creo que yo, finalmente, me plegué a ella.
—¿De qué modo?
—Bueno, soy periodista y escritor. Digamos que el periodismo sería el oficio y la novela, la carrera.
—¿Lo vive usted así?
—A veces sí, no siempre, no lo tengo muy claro. El Millás de allá no opina lo del de acá. Cuando me preguntan sobre este asunto, suelo decir que no hay frontera entre una cosa y otra, pero con frecuencia la hay. A Emérita me había enfrentado como el que se enfrenta a un reportaje, mientras que a Julia me acerqué como el que se acerca a una novela.
—¿Qué diferencia habría entre una cosa y otra?
—En el reportaje los materiales vienen de fuera. No tienes otra responsabilidad que la de articularlos. En la novela vienen de dentro, todo lo que viene de dentro es peligroso.
—¿Todo lo que viene de dentro es ilegal?
—No volvamos a eso.
—En todo caso, ¿Julia viene de dentro?
—Viene de fuera, pero evoca algo que está dentro.
—¿Y ahora las dos cosas, el oficio y la carrera, lo de dentro y lo de fuera, se están confundiendo?
—Un poco, sí. Ya llevaban tiempo confundiéndose.
—¿Qué pasa con los dos Millás?
—También el de acá se ha confundido con el de allá. El de allá ha desaparecido como alucinación, pero ha desaparecido dentro del de acá, podríamos decir que se ha diluido en él como la sal en el guiso, cambiando su sabor.
—Todo está confundido, el oficio con la carrera, la novela con el reportaje, el Millás de acá con el Millás de allá… ¿Hay más?
—Quizá sí. Creo que he perdido la distancia entre el narrador y el personaje, tal vez entre el narrador y el escritor. Se han mezclado también.
—Explíqueme eso.
—Bueno, por decirlo rápido, y como usted seguramente sabe, el narrador y el escritor son instancias distintas. El narrador representa el lugar desde el que se cuenta una historia y encarna el punto de vista de esa historia. No se debe confundir con el escritor ni siquiera en el caso de la autobiografía, donde aparentemente las dos voces deberían coincidir. Cuando apareció el Millás de allá, pensé que él podría encarnar la voz narrativa, mientras que el de acá representaría al personaje. Y aún habría un tercer Millás: el firmante de la novela. Al haberse diluido el Millás de allá en el de acá, todas las voces están ahora enredadas. Nunca sé quién habla, ni quién actúa, ni quién firma.
—Y a todo ello —añade la psicoanalista— habría que agregar el problema de lo legal y lo ilegal. La novela verdadera es ilegal; la falsa, no. Pero por el modo en que se manifiesta hoy, da la impresión de que la falsa podría devenir en verdadera.
—He de insistir en que lo de la ilegalidad de la novela verdadera lo dijo usted.
—A partir de una comparación suya de la heroína con la metadona.
—Dígame, ¿qué puede haber de ilegal en una novela?
—Usted ha escrito algunas, debería saberlo.
Millás calla perdiéndose en el mapa falso, aunque verosímil, dibujado en el techo. Durante unos minutos, terapeuta y paciente permanecen en silencio. Finalmente, rompe el fuego Millás:
—Hay otra cosa —dice—. Me refiero al asunto de Julia, que, como vengo explicándole, creo que está completamente loca.
—Loca, en qué sentido.
—Vamos a ver, no me atrevería a calificarla delante de usted, sería como hablar de leyes delante de un jurista. Pero, por entendernos, digo loca en el sentido de brotada. Como cuando se dice de alguien que ha tenido un brote psicótico.
—Un brote es lo que tuvo aquella chica de su juventud…
—María, sí. Pero incluso antes de tenerlo, daba un poco de miedo. Era un miedo que entonces nos excitaba porque teníamos una idea muy literaria de la locura, qué desastre.
—¿Por qué cree que aquel miedo les producía excitación?
—Porque María hablaba como si fuera el instrumento de otro, no como si estuviera poseída, tampoco es eso, pero como si fuera dueña de una sabiduría que no le pertenecía.
—¿De quién podría ser?
—Quizá del lenguaje.
—¿…?
—A veces, daba miedo mirarla, el miedo del que se asoma a un pozo, a un agujero negro a cuyos bordes debes sujetarte para que no te trague. Como si donde los demás tenemos la personalidad o la identidad, ella tuviera una brecha con una capacidad de succión aterradora. Algo de eso advierto también en Julia.
—Ya —dice la psicoanalista, un «ya» que funciona como un punto de articulación entre una cosa y otra, un gozne que, según Millás, le permite continuar hablando:
—De la locura de Julia lo que me interesa es su cordura. Esas alucinaciones que tiene, o que dice tener con las palabras…, esa necesidad, en apariencia ingenua, por ejemplo, de entender lo que es un sustantivo, un adjetivo… Todo ese modo inocente de acercarse a la lengua para comprenderla es como observar a un niño manipulando una bomba. Tiene uno todo el rato la impresión de que le va a estallar en la cara.
—¿De que le va a estallar la lengua en la cara? ¿Cómo?
—Julia siempre se encuentra al borde, esa es al menos mi impresión, de descubrir que no es más que un instrumento del lenguaje.
—Todos somos sujetos del lenguaje.
—Objetos más bien, si me lo permite. Y lo sabemos, pero lo sabemos de un modo teórico, de un modo que no nos afecta en la vida diaria porque en la vida diaria actuamos como si el lenguaje estuviera a nuestro servicio en vez de nosotros al suyo. Julia, en cambio, podría hacer este descubrimiento de un modo que informara cada minuto de su existencia, descubrirlo de un modo real y por lo tanto enloquecedor. Porque si entiendes en lo profundo eso, que estás colonizado por la lengua, hablar y escribir, y pensar por tanto, constituyen formas de sumisión diabólicas.
—Usted habla como si lo hubiera entendido en ese nivel y sin embargo no está loco.
—Es que no lo he entendido en ese nivel, no lo he entendido en ese grado. De ser así, no sería un puto servidor del lenguaje, sería su enemigo. Cuando se entiende lo que le estoy diciendo con la profundidad que trato de transmitirle, el lenguaje se da cuenta de que le has descubierto y te vuelve loco para que tu descubrimiento no tenga efecto alguno en la gramática. Mire, el lenguaje me está escuchando ahora, en estos momentos, siempre está a la escucha, pero no me fulmina con un rayo porque sabe que no soy peligroso para él. ¿Por qué? Porque en el fondo no entiendo lo que digo. Y de eso se trata. Julia, en cambio, se acerca a las palabras como el que maneja sin guantes ni mascarilla protectora un bote de ácido. Y las palabras se dan cuenta de que está a punto de descubrir que ellas son nuestras dueñas. Las palabras te hacen conservador o revolucionario o terapeuta o paciente o ingeniero de caminos, pero cuando no pueden hacer nada de eso contigo, cuando agotan el catálogo, que es extensísimo, y no entras en ninguna categoría por las razones que sean, porque eres un ángel, por ejemplo, entonces, te vuelven loco. Te pasan al otro lado, al lado donde dejamos de escucharlas porque le lengua dice que allí, en ese espacio, no hay sentido. Todo esto significa que los locos saben de las palabras, y de la gramática y de la lengua cosas que nosotros ignoramos. Y esas cosas que nosotros ignoramos y que Julia sabe, aunque quizá no sepa que las sabe, son las que me interesan de ella porque representan su lado cuerdo y el lado cuerdo del mundo, si el mundo tiene un lado cuerdo. No sé si he logrado explicarme.
—¿Dice usted que Julia es un ángel?
—Ella lo cree al menos.
—¿Y usted?
—¿Sinceramente?
—Claro.
—Sinceramente, yo también. Pero no me pida que le explique qué es un ángel.
—No se lo pediré.
—Otra cosa acerca de las palabras: ellas son las responsables de la ecuación que usted intenta que yo formule por mí mismo desde hace tiempo.
—¿Qué ecuación es esa?
—Escribir es igual a placer. Escribir una novela es igual a un placer intensísimo. Placer intensísimo es igual a incesto.
—Lo ha dicho usted.
—No, lo han dicho las palabras; yo soy su objeto.
—Tenemos que terminar por hoy —dice la psicoanalista.