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Dice Millás que los encuentros con Emérita comenzaron a resultar penosos. Dado que la vida del escritor resultaba más interesante para la enferma que la de la enferma para el escritor, los papeles se invirtieron y la que preguntaba era ella. Millás respondía con desgana, ciñéndose a los lugares comunes con los que creía satisfacer su curiosidad, siempre a la espera de que se cansara o se durmiera para encontrarse con Julia. No sin repugnancia, le corroboró el mito de la angustia ante la página en blanco, le confirmó también que sí, que los personajes se revelaban con frecuencia y hacían lo que les convenía a ellos y no lo que le venía bien a la novela, que la inspiración atacaba en los momentos más inesperados, a veces cuando uno estaba en la cola de la pescadería o en mitad de la noche, por lo que convenía llevar siempre un cuaderno en el que anotar estas ráfagas…

Millás sentía asco de sí. Pensaba que si Emérita, al llegar al infierno, decidiera publicar un libro sobre escritores basado en las idioteces que él le proporcionaba, devendría en un best seller de humor negro entre los condenados. Pero, junto al asco, aparecía el cálculo de lo que aquella relación podía reportarle, no por el material que obtenía de la enferma, que le aburría, sino por aquel otro que, si su olfato no fallaba, podía llegar a obtener de Julia. El Millás de acá se hacía cargo del asco y el de allá de los beneficios, aunque a veces, no resultando fácil distinguir los beneficios del asco, tampoco era sencillo diferenciar a un Millás del otro.

—Creo —dijo un día Emérita— que me entretienes para que no me mate.

—Entonces soy un Sherezade al revés —agregó Millás con una sonrisa autosatisfecha, idiota, suponiendo que en esa clase de sherezadismo podría haber algo de generosidad altruista.

—Sí —dijo ella—, pero lo haces también por egoísmo, como el personaje de Las mil y una noches.

Millás notó un cambio brusco. Había, en el modo con el que Emérita acababa de pronunciar aquella frase, una dureza inédita, una determinación que contrastaba con el tono habitualmente admirativo con el que se dirigía a él. Me ha cazado, se dijo. Nos ha cazado, se oyó repetir, ya que, de tratarse de una trampa, los dos Millás habían caído en ella.

—¿Por egoísmo? —repitió.

—Sí, porque quizá cuando yo muera no tengas excusa para continuar viniendo a esta casa. Hay algo aquí que podrías perder si me pierdes a mí. Y no solo tú. También Julia, y el cura Camilo y Carlos Lobón, todos, incluido Serafín. Parece que me paso el día adormilada, ida, pero le doy muchas vueltas a la cabeza y, ¿sabes qué?, he llegado a la conclusión de que, sin darme cuenta, desde la cama, he construido una familia, una familia falsa mucho más sólida que la mayoría de las verdaderas. ¿Me escuchas o no?

—Sí.

—¿Y esa cara?

—Pensaba en lo falso y lo verdadero. Hay reportajes falsos mejores que los verdaderos.

—A Serafín y a mí no nos salió bien la familia verdadera —continuó Emérita—. Prácticamente, hemos perdido el contacto con nuestra hija. Mira, yo me casé un poco por casarme. Tenía un temperamento práctico, es imposible montar una ferretería si no tienes los pies en el suelo. Date cuenta de que despachábamos herramientas con nombres terribles, como mordaza o sacabocados. Serafín era más soñador. En la agencia de viajes, realizaba sus sueños al cumplir los de los demás. Ya sabes qué clase de sueños: hoteles, ciudades, países, calles, museos… Durante años, se traía a casa los manuales de tarifas aéreas y terrestres y marítimas y se pasaba las horas ahí, en la cocina, consultando los libros y construyendo viajes imaginarios a precios inigualables. Le dieron varios premios porque no había nadie que supiera combinar como él las tarifas. Se asomaba al salón y me decía: «Imagina un viaje cualquiera». «Media vuelta al mundo», le decía yo. «¿Parando en hoteles de tres estrellas?», preguntaba. «Mejor de cuatro», decía yo. Y a la media hora aparecía con una propuesta de ruta que era imposible rechazar por su diseño y por su precio. Resolvía itinerarios como otros resuelven crucigramas. A mi hija le encantaba el juego, quizá por eso salió tan viajera. Pero en un momento determinado algo me ocurrió a mí que lo transformó a él. Cambió de carácter, de hábitos, se volvió otro. Desde afuera, se podría haber pensado que había otra mujer, pero no había nadie, era imposible que hubiera alguien o algo con la vida que llevaba, una vida perfectamente controlable y económica, parecía una vida diseñada también por un experto en tarifas aéreas, una vida chárter podríamos decir, en la que ibas en grupo a todas partes, viendo las cosas a toda prisa y comiendo en restaurantes típicos. Un cuarto de vuelta al mundo volando en seis o siete compañías distintas, algunas con azafatas muy exóticas, y parando de dos a tres noches en hoteles de tres o cuatro estrellas…

Emérita intentó cambiar de postura:

—Ayúdame un poco —dijo.

Millás, que ya había adquirido cierta práctica en la manipulación de su cuerpo, la tomó del hombro y de la cadera por encima de la sábana para evitar el contacto directo con la piel y la colocó de costado, mirando hacia él. La enferma lo observó desde la nueva postura.

—Ahora la Sherezade soy yo, ¿verdad?

—Sí —dijo él avergonzado.

—Pues eso son la mayoría de las vidas, un cuarto de vuelta al mundo visitando a la carrera los museos más importantes de cada sitio. Como para poder decir a los vecinos que has estado allí. Yo no creo que haya nada después de la muerte, ya lo sabes, pero si hubiera algo y me preguntaran, como cuando vuelves de un viaje, qué he visto, diría lo que dicen los turistas y con sus mismas palabras. Pero si me lo preguntara alguien con verdadero interés, alguien con sensibilidad, pongamos que una especie de escritor como el que me gustaría suponer que eres tú, entonces le contaría que en esa visita por la vida, pese a su carácter eminentemente turístico, había apreciado alguna cosa rara, alguna cosa fuera de lo común, algún prodigio.

Dice Millás que en ese momento se encontraba francamente conmovido y que la conmoción provenía de la culpa de haber tratado tan mal a Emérita, de haber sido tan duro con ella. Dice Millás que él podía ser muy duro en ocasiones, sobre todo cuando de lo que se trataba era de defenderse de los afectos. Y que jamás se daba cuenta de que había sido duro sino a posteriori, después, cuando la situación había pasado o la persona de la que se había defendido estaba muerta o lejos. En ese instante, dice, y como si se le hubiera desprendido una venda de los ojos, cayó en la cuenta de que se encontraba en la habitación de alguien que había decidido quitarse la vida, que quizá se la quitara esa misma noche, y dice que advirtió que la habitación olía a vómito y a medicinas fermentadas por los jugos gástricos, y a marihuana y a jarabes y a cremas para la piel y a piel, y que la habitación olía a cerrado también porque la enferma siempre tenía frío y olía como huele el cabello cuando se lava muy de tarde en tarde, y olía a alcohol y a desinfectantes varios y también a climatizadores y a velas y olía a almendras amargas y olía como debe de oler la muerte cuando la muerte está doblando la esquina de tu casa, y dice que él había cerrado sus sentidos a aquel cóctel, que cuando llegaba a la habitación de la enferma, todos sus sentidos entraban en suspensión y no olía nada, pero tampoco sentía nada. Emérita había comenzado a parecerle una pesada y para defenderse del hecho de que era una pesada enferma, una pesada que se iba a suicidar, se endurecía y se endurecía y no sentía nada. Pero sin darse cuenta de que no sentía nada de lo que debía sentir. Por eso, cuando la enferma le habló a su vez con aquella dureza, reparó en el lugar en el que se encontraba y vio de nuevo, como la primera vez, aquella habitación ocupada por una cama enorme, una cama de hospital de segunda mano, con manivelas para mantener el cuerpo en una u otra posición, aunque ya ninguna la calmara, y vio la silla de ruedas en la que hasta hacía poco todavía era posible sentar a la enferma un rato por las tardes, y vio la trona donde aún lograban colocarla para que hiciera sus deposiciones, y vio el televisor de plasma y el aparato de DVD sobre un mueble con ruedas que permitía llevarlo de acá para allá, y vio la mesilla de noche colonizada por una legión de medicinas y vio dos sillas que nada tenían que ver con el conjunto y un pequeño sillón de orejas donde Serafín pasaba alguna noche, dando cabezadas. Advirtió entonces que la habitación, con el paso del tiempo, se había convertido en un trastero en el que uno de los trastos era la enferma. Y supo que ella sabía que era un trasto y que así la había venido tratando Millás, con buena educación, pero finalmente como un objeto inservible, inservible incluso desde el punto de vista del periodismo o la literatura. Y comprendió lo que Emérita había dicho acerca de aquella extraña familia que se había congregado en torno a ella. Una fuerza centrífuga le había hecho perder a la suya cuando estaba sana, y una fuerza centrípeta le había traído a esta otra después de que enfermara. Y temió, sí, que se muriera o se matara, como estaba previsto, porque quizá al morir ella el resto de la familia se disolviera y adónde iría él los martes y los jueves, aunque también los otros días de la semana en los que se dejaba caer por allí a veces, como el que pasaba por el barrio, adónde iría, a qué clase de club, a qué curso de inglés, a qué tertulia capaz de sustituir aquel espacio tan protector y tan enfermo. Y en ese instante también se dio cuenta de que la habitación en la que se encontraba era la sala de máquinas del resto de la casa. Si en el salón charlaban tranquilamente Serafín y Julia y quizá el cura Camilo y tal vez Carlos Lobón, el voluntario de DMD, era gracias a que había una sala de máquinas: la habitación de la enferma que se ocupaba de mantener toda aquella complejidad en movimiento. Y entonces tuvo dudas sobre si se había equivocado acerca de la protagonista del reportaje o de la falsa novela, aún ignoraba qué tenía entre manos. Todo esto pasó por su cabeza en un instante, que fue también el instante durante el que Emérita se quedó dormida, aunque era la hora de la marihuana.

Millás permaneció todavía un rato junto a la enferma y luego se levantó despacio y salió al pasillo y desde él dirigió sus pasos al salón, donde tomó asiento junto a Serafín y al cura Camilo justo en el momento en el que Julia les decía:

—Tú dices «bocadillo» y todo el mundo entiende que quieres un bocadillo. Dices «chocolate» y todo el mundo entiende que quieres chocolate. Dices «agua» y todo el mundo entiende que quieres un vaso de agua. Aunque lo correcto es pronunciar la frase entera: «Quiero mortadela», «quiero chocolate» o «quiero agua». Pero hay personas, los niños pequeños, por ejemplo, que no saben construir frases y se las arreglan a base de lanzar al aire sustantivos sueltos: «galleta», «leche», «yogur», «caca», «pis», «daño», «sueño», «coche», «lluvia», etc. El sustantivo es tan importante que si coges una frase cualquiera y le quitas todos los sustantivos se queda muerta, sin significado, plaf. Esta, por ejemplo: «La cocina no tiene luz porque se ha fundido la bombilla». Quitamos «cocina», quitamos «luz» y quitamos «bombilla». ¿En qué queda la frase? En esto: «La no tiene porque se ha fundido la». Le dice un niño a su madre que «la no tiene porque se ha fundido la» y sale corriendo al médico con él. Otra frase cualquiera: «Me he pillado los dedos con la puerta». Quitamos el sustantivo «dedos» y quitamos el sustantivo «puerta», porque no hay más, y queda así: «Me he pillado los con la».

La chica soltó una carcajada que los demás corearon brevemente. Dice Millás que en la carcajada de ella había algo extraño, como si se tratara de una carcajada sintética, obtenida en un laboratorio de Silicon Valley, una carcajada sin alma.

—Aquí —continuó Julia señalando a Millás— tenemos un escritor que puede decir si es verdad o no lo que he dicho. —Millás asintió con gravedad—. Sin el sustantivo, las frases no irían a ningún sitio. Es preferible tener un sustantivo sin frase que una frase sin sustantivo. Hagamos, si no, el juego al revés. Buscamos una frase sin sustantivos e intentemos ponérselos: «Nos sentamos a la… y nos comimos un… de mi…». Perfecto, he aquí una frase que no tiene significado porque no tiene sustantivos. A ver si la podemos arreglar. «Nos sentamos a la mesa y nos comimos un pollo de mi granja». ¿Es o no es importante el sustantivo?

El cura Camilo intercambió una sonrisa irónica con Serafín y luego guiñó un ojo de complicidad a Millás.

—El sustantivo —continuó Julia—, fue el primer colonizador de los cerebros como los peces fueron los primeros colonizadores de la Tierra. Supo que sin él no habría lenguaje, que sin él no habría oraciones gramaticales, y esa importancia se le subió a la cabeza. Así, el sustantivo «mesa», por poner un ejemplo, no se conformó con provocar en nuestra mente la imagen de ese objeto formado por un tablero y cuatro patas. Quiso más, quiso ser una mesa «grande», una mesa «redonda» o una mesa «rectangular» o una mesa «amarilla» o «roja» o «baja» o «alta». Las palabras que dicen algo del sustantivo se llaman adjetivos, ¿sí o no, Millás?

Millás asintió.

—Podríamos decir —continuó Julia— que los adjetivos son añadidos o adornos que le ponemos al sustantivo para decir algo de él. El adjetivo es para el sustantivo lo que la ropa para un actor. Como los actores van a muchas fiestas, a muchas cenas, a muchas entregas de premios, necesitan muchas camisas, muchas chaquetas, muchas faldas y pantalones, muchos zapatos. Se les ha subido la fama a la cabeza y no pueden ponerse dos días seguidos el mismo traje. Hay sustantivos sencillos, que van a cuerpo, pero a la mayoría les gusta llevar encima un adjetivo. Cada sustantivo tiene a su disposición un número incalculable de adjetivos. A veces son útiles, no digo que no. Si digo que quiero doce huevos, gracias al adjetivo «doce» me llevo una docena y no cinco o seis o los que sean. Del mismo modo que hay diferentes clases de frases, hay diferentes clases de adjetivos. Están los calificativos, que nombran alguna cualidad del sustantivo (bondadoso, cotilla, agresivo, maduro…), y los determinativos, que concretan la situación del sustantivo en el mundo. Si yo digo «mi mesa», no nombro ninguna cualidad de la mesa, pero estoy señalando que no es la tuya ni la de aquel ni la de todos, sino la mía. «Mi» es entonces un adjetivo determinativo. Si digo «siete sillas», estoy diciendo que no eran una ni dos ni siete ni quince ni veinte. Eran siete. Estamos hablando de un adjetivo numeral. Ahora bien, el adjetivo tiene que ser flexible para adaptarse al género y al número del sustantivo al que viste. No se puede decir «bocadillos buena», porque «bocadillos» es de género masculino y de número plural. Hay que decir «bocadillos buenos». Cuando un adjetivo no tiene esa capacidad de adaptarse a las necesidades del sustantivo al que acompaña, es mejor arrojarlo al retrete y tirar de la cadena.