Por entonces, a Millás se le habían podrido dos novelas, una detrás de otra, apenas comenzadas. Dos abortos que le habían dejado sin ganas de iniciar la gestación de una tercera, pese a que, al revisar sus cuadernos de apuntes, tropezó con alguna anotación sugestiva. No es problema de las ideas, se dijo al fin, es problema del aparato reproductor, que está viejo, ya no soporto más ficción. Aun felicitándose por el coraje del diagnóstico, que le ponía a salvo de acometer sin ganas un tercer proyecto narrativo condenado al fracaso, cayó en una apatía creadora que contaminó enseguida los demás aspectos de su existencia. No hallaba placer en nada, ni siquiera en la lectura. Los libros se le caían de las manos como las hojas de los árboles. Los libros seguramente estaban vivos; sus manos, tal vez, no. Dejó de madrugar, de dar sus paseos matinales, de controlar lo que comía, y al poco había engordado siete u ocho quilos. Ocho quilos, dice él, de carne podrida, como las novelas a cuya escritura había renunciado.
Para aliviar el desasosiego consecuente y ocupar los espacios que le dejaban libre los afanes del día a día, comenzó la escritura de un Diario de la vejez, pues habiendo cumplido ya la edad en la que los otros se jubilan, tanto su cuerpo como su cabeza sufrían los quebrantos propios de la edad madura. Quizá la observación de esos desórdenes, pensó, tuviera algún valor retórico. El diario, lejos de atenerse a la literalidad de los hechos, mezclaba lo que le ocurría con lo que se le ocurría, otorgando a aquello y esto el mismo rango, igual que cuando se describe un sueño como si hubiera sucedido o un hecho como si se hubiera soñado.
También retomó su terapia, abandonada hacía veinte años, aunque con una psicoanalista distinta a la de entonces. Una psicoanalista nueva, de casi ochenta años, de la que había obtenido buenas referencias. La anciana, de nombre sonoro (Micaela), pasaba consulta en un desangelado apartamento de la calle Espronceda en el que, evidentemente, no vivía. Atendía muy arreglada, protegida casi siempre por un chal de uno u otro color, en función de lo que llevara puesto. El pelo, completamente blanco, formaba sobre su cabeza una arquitectura invariable, a base de ondas que despedían un halo hipnótico. Dice Millás que al desenfocar la mirada sobre esas ondas, devenían en una aureola, como si la base del cráneo de la terapeuta despidiera una fosforescencia leve que se filtrara a través del cabello. Se maquillaba discretamente el rostro, se perfilaba con moderación los labios y usaba un perfume que, sin invadir, se hacía notar. Sorprendía, por el contraste con la distinción del conjunto, que calzara siempre unas aparatosas deportivas, con cámara de aire, seguramente por un problema de tobillos.
Para llegar a la habitación donde pasaba consulta había que atravesar una pequeña e inhóspita sala con cocina americana, cuya ventana daba a un patio interior por el que parecía que llovía todo el tiempo, como si tuviera un clima propio. La consulta, que daba a la calle, era rectangular y, además del diván, disponía de un cómodo sillón para las sesiones cara a cara.
En el primer encuentro, Millás explicó que había decidido retomar la terapia para ver cómo era cuando no hacía falta.
—¿Qué quiere decir? —preguntó ella.
—Bueno, en la otra ocasión, hace veinte o veinticinco años, estaba hecho polvo, lleno de síntomas que me hacían sufrir lo indecible. Ahora no me pasa nada, nada especialmente patológico al menos, y me apetece disfrutar de un análisis en estas condiciones. Es un regalo que me hago.
Frente al silencio de la analista, Millás siguió hablando, dijo que tras pronunciar la palabra «regalo» le habían dado ganas de añadir el adjetivo «envenenado», «regalo envenenado».
—No porque se trate de un regalo envenenado —aclaró—, sino por una cuestión de orden mecánico. Ya sabe, hay palabras que llaman a otras.
—¿Por ejemplo? —preguntó ella.
—No sé, si dices «electricidad», te dan ganas de añadir «estática», ¿no?, «electricidad estática».
Calló. La analista también callaba, aunque con gesto de prestarle una atención formidable, de modo que Millás continuó hablando y se metió en un jardín.
—En realidad, quizá sí se trate de un regalo envenenado, ¿cómo saberlo? Dicen que cuando Freud fue a América, al divisar desde la cubierta del barco la estatua de la Libertad, se volvió a Jung para decirle: «No saben que les traemos la peste». Luego he leído en algún sitio que se trata de una leyenda, que nunca pronunció esa frase, aunque para su reputación, creo yo, hubiera sido mejor que sí. El psicoanálisis tiene algo de peste, ¿no?
—Me dijo usted —intervino entonces la mujer— que había dudado si acudir a su antigua psicoanalista. Parece que le fue bien con ella. ¿Por qué no lo hizo?
—Lo pensé, pero sentí que era como volver a casa. Como volver a la casa de mis padres para preguntarle a mi madre si lo había hecho bien.
—Si había hecho bien qué.
—La vida, si había hecho bien la vida.
—¿En qué consistiría una vida bien hecha?
Millás permaneció pensativo unos segundos. Luego le vino a la cabeza la imagen tópica de un pan de leña.
—No sé, una vida pacientemente amasada, con la cantidad de levadura justa y las horas de reposo precisas, una vida bien horneada, ¿no?
—Supongamos que sí. ¿Pero no le importaba la opinión de su padre?
—Mi padre no tenía opinión.
—¿Viven sus padres?
—No, claro, serían matusalenes.
—¿Se ha preguntado alguna vez si su madre, de vivir, estaría orgullosa de usted?
—Quizá sí, pero he evitado la tentación de la respuesta. Resulta algo infantil esa necesidad de reconocimiento.
—Respóndase ahora. ¿Cree que su madre estaría orgullosa de usted?
—Preferiría no hablar de mi madre. Ya le he dicho que es una de las razones por las que no llamé a mi antigua analista.
—Decía también que ahora no le pasaba nada.
—Nada grave al menos. Atravieso un periodo de sequía creativa que tal vez sea definitivo. Todo se acaba, ¿no? He abortado un par de novelas.
—¿Abortado?
—Es un modo de decirlo. El espermatozoide llega al óvulo, lo fecunda, la placenta se agarra al útero, comienza la división celular, aparecen los primeros órganos del relato y a los dos meses comienzo a manchar, a tener pérdidas…, ya sabe.
—No, no sé, no soy novelista.
—Pero es mujer, quizá sepa lo que es un aborto.
—Perdone que vuelva un momento a su madre. ¿Tuvo ella alguno?
Millás palideció.
—¿Mi madre?
—Su madre.
—Dos —dijo Millás.
—Curioso, los mismos que usted.
—Sí…
Dice Millás que aquella primera sesión se le hizo larga y que ni le gustó ni se gustó, quizá por esa insistencia en comparar el proceso de construcción de una novela con el proceso de construcción de un individuo. Aunque se sentía seguro en ese tipo de asociaciones, le fatigaban en la medida en que había abusado de ellas. Soy un gilipollas sin remedio, se dijo mientras esperaba el ascensor.
La segunda sesión eligió el diván y, mientras hablaba de cualquier cosa que no fuera su madre, descubrió en las irregularidades de la pintura del techo el mapa de un país imaginario. Se lo dijo a la psicoanalista:
—Usted, desde su posición, no puede verlo sin levantar la cabeza, pero tiene en el techo el mapa de un país imaginario.
—¿Por qué de un país imaginario? ¿Qué es lo que lo hace distinto del mapa de un país real?
Millás recibió la pregunta como un golpe en el pecho, aunque también como una revelación.
—¿Qué piensa? —insistió ella al cabo de unos minutos de silencio.
—Me preguntaba —dijo él— cómo distinguir una novela verdadera de una falsa.
—¿Una novela es como un mapa?
—Sí y no. Por un lado, es un territorio autónomo, pero por otro es una representación. En lo que tiene de representación, la novela tiene también algo de mapa.
—¿Y todo esto adónde le lleva?
—Aún no lo sé. Pero de repente se me ocurrió la idea de que si estoy incapacitado para escribir una novela de verdad, quizá pudiera escribir una falsa.
—¿Una copia, quiere decir?
—Una copia, sí, una copia que fuera a la novela de verdad…, no sé, lo que la metadona a la heroína.
—La metadona también crea adicción.
—Pero es legal. Se la dan en las cárceles a la gente enganchada.
—Entonces —intervino la psicoanalista tras unos instantes de silencio— es un problema de legalidad. Usted no puede escribir novelas porque lo considera ilegal.
—¿Qué dice? ¿Por qué habría de considerarlo ilegal?
—No sé, ha dicho que estaba dándole vueltas a la idea de escribir una novela falsa porque sería la versión legal de la novela verdadera al modo en que la metadona es la versión autorizada de la heroína.
—Estoy confundido —dijo Millás—. Creo que prefiero dejarlo.
Callaron los dos. Millás, que tenía las manos sobre el pecho, como los muertos en la capilla ardiente, cerró los ojos, y se hundió espontáneamente en una forma de ensimismamiento que, sin resultarle ajena, tampoco le atacaba con frecuencia. Durante ese estado, se sucedían manifestaciones anormales que él interpretaba como delirios pasajeros, espejismos de carácter interno que, sin hacerle daño, o poco daño, le empujaban a la creación. Delirios narrativos, decía él a veces. Lo que ocurrió aquel día, en el diván, después de que cerrara los ojos, fue que a su lado, y en una posición idéntica a la de él, se manifestó otro Millás. Otro Millás al que habría podido tocar solo con desplazar el brazo derecho. Era la tercera ocasión de su vida en la que sentía aquel desdoblamiento. La primera había sido en la infancia, en la cama de sus padres. Enfermo de anginas y atacado por una fiebre alta, al extender un brazo para hacerse una idea del tamaño de la cama, había tocado la mano de otro Millás situado junto a él, que desapareció cuando volvió la cabeza para verlo. La segunda, en la juventud, en el metro, de camino a la universidad. De súbito, al levantar los ojos, había visto a otro Millás en el asiento de enfrente, sentado en idéntica posición a la de él y mirándole con la misma expresión de perplejidad que debía de haber en sus ojos. La alucinación duró el tiempo de un parpadeo, pues al abrir los ojos, el otro Millás había sido sustituido por un tipo cualquiera.
Ahora estaba allí de nuevo, con una presencia categórica, incontestable, igual que en las ocasiones anteriores. ¿Quién sería ese Millás al que había espantado ya dos veces? ¿Lo espantaría una tercera? ¿Habría acudido este gemelo al reclamo de la novela falsa sugiriendo quizá que él sería capaz de escribirla si se le proporcionaba un estatus, si se le hacía un hueco? Millás permaneció con los ojos cerrados, aparentando tranquilidad. Tenía la sospecha de que en las ocasiones anteriores había hecho desaparecer a su gemelo con su pánico. Piensa en otra cosa, se dijo, recordando el patio interior que se veía desde el salón-cocina de la psicoanalista. Sin levantar aún los párpados, dijo:
—El patio interior de la habitación de al lado parece tener un clima propio, como si fuera el patio interior de una ciudad del norte, muy lluviosa, y lo hubieran trasplantado a este edificio de Madrid.
—¿Trasplantado al modo en que se trasplanta un órgano? —dijo ella.
—Algo así —dijo él.
Y mientras hablaba del patio interior como de un hígado que pasa de un cuerpo a otro, continuaba percibiendo al otro Millás, cuya presencia permanecía durante más tiempo que en las ocasiones anteriores gracias, interpretó el Millás de aquí, a que no había dado muestras de pánico. Sigue así, se decía, sigue así, mientras enumeraba para la psicoanalista los patios interiores de su vida, asociando unos con otros, señalando las diferencias y las semejanzas entre estos y aquellos. Y el otro Millás continuaba allí, a su lado, de modo que cuando la mujer dijo que ya era la hora, Millás abrió los ojos con cuidado para no asustar a la alucinación y comprobó que el otro Millás seguía junto a él. No es que lo viera con los ojos, no era preciso, pero lo sentía como se siente un vacío allí donde debería haber un volumen. Y ese Millás se incorporó al mismo tiempo que él y se despidió de la psicoanalista a la vez que él y salió del piso y tomó el ascensor con el Millás de aquí, y juntos llegaron a la calle, y a Millás le parecía un prodigio caminar junto a él porque, aunque no se hablaban (por alguna razón, no podían), había algo del espíritu del Millás de allá que llegaba al de acá como a través de los tabiques se cuela la música de la casa de al lado. Y lo que se colaba era una sensación de euforia, una sensación de poder, una sensación de que por fin las cosas empezarían a arreglarse.
Al día siguiente, recibió la llamada de Carlos Lobón, el representante de DMD, invitándole a conocer a Emérita. Dice el Millás de acá que mientras hablaba con Lobón por teléfono, resistiéndose a su propuesta de escribir un nuevo reportaje sobre la eutanasia, el Millás del otro lado, que continuaba junto a él, lo alentó de algún modo a aceptar. Y fue cuando sucedió toda aquella catarata de coincidencias: que la tal Emérita viviera en la misma calle, en la misma casa y en el mismo piso donde había sufrido aquella experiencia de juventud. Aceptó, pues, y así conoció a Julia y comprendió que algo de lo que le ocurría a esa chica le concernía misteriosamente a él. Y entonces, con la coartada de escribir un reportaje sobre Emérita, empezó a visitar con cierta asiduidad la casa de Serafín y cada día, luego de que Emérita se durmiera, aceptaba un café de Julia y trababa conversación con ella. No siempre estaban solos. Con frecuencia aparecían por allí el cura que proporcionaba a Emérita la marihuana y Carlos Lobón u otro voluntario de DMD. El cura, de nombre Camilo, era un pariente lejano de Serafín y estaba adscrito a una parroquia del extrarradio. A veces llevaba una sotana sobre la que él mismo hacía ironías, aunque por lo general vestía como un jefe de negociado.
Julia servía los cafés y hablaban de cualquier cosa, retrasando el momento de disolverse, como si cada uno por sus propias razones hubiera encontrado un hogar en aquella casa en la que rondaba la muerte. Un día en el que se quedaron solos, Millás le confesó a Julia que le gustaría escribir algo sobre ella.
—Pues piensa antes de empezar a escribir —respondió la chica—, escribe con orden, elige las palabras con cuidado, evita las repeticiones innecesarias y las muletillas, escribe con naturalidad, relee lo que has escrito y corrige si es necesario.
Frente a la expresión asombrada de Millás, la chica fue a su cuarto y regresó con un cuaderno escolar, de los de vacaciones, en el que se daban al alumno estas recomendaciones de cara a un ejercicio de redacción.
—Procuraré hacerlo —aceptó Millás—, pero necesitaría que me contaras cosas sobre ti.
—Pues te voy a contar lo de Pobrema, por ejemplo, una palabra que jamás había sido escrita ni pronunciada, que no estaba en ningún libro ni en ningún periódico, que no formaba parte de ninguna canción, de ningún verso, ni de manual alguno de instrucciones…
El Millás de acá la escuchaba atónito, como si la chica, sin ser consciente de ello, estuviera a punto de revelarle un secreto fundamental, aunque posiblemente terrorífico, acerca de la lengua y, en consecuencia, acerca de la vida. En cuanto al Millás de allá, que era el que tomaba las notas y se encargaba de ordenarlas, asistía a la escena haciendo cálculos mezquinos acerca de si con aquel material desquiciado se podría escribir una novela falsa. El Millás de allá y el de acá ya no mantenían, como al principio, posiciones claramente diferenciadas, sino que el de acá era a veces el de allá y el de allá era a veces el de acá. Se alternaban en la tarea de escuchar y de tomar notas, pues la alucinación se había estabilizado sin que ello afectara a la vida cotidiana del escritor, que continuaba haciendo las cosas de siempre, aunque a veces no estuviera claro quién las hiciera. El Millás de acá notaba, por ejemplo, las intromisiones del de allá al leer, ya publicados, los artículos que enviaba a los periódicos. Este no lo he escrito yo, se decía, lo ha escrito él. Y no solo se lo decía él a sí mismo, también los lectores comentaban con desconcierto en internet las apariciones del Millás de allá. Un día, decidió hablar de este desdoblamiento en la terapia:
—Verá —dijo mientras contemplaba el mapa del país imaginario dibujado en el techo de la consulta—, no se lo había comentado hasta ahora, pero en una de las primeras sesiones estaba como ahora mismo, tumbado en el diván, con los ojos cerrados, cuando sentí que otro Millás permanecía acostado junto a mí. Fue una sensación muy intensa, juraría que, de haber extendido la mano, lo habría tocado. Era la tercera vez en mi vida que sufría esta especie de desdoblamiento, pero en las dos anteriores el otro Millás desapareció enseguida, creo que espantado por mi pánico. En esta ocasión, sin embargo, permaneció; de hecho, abandoné la consulta en su compañía. Y desde entonces no se ha ido.
—¿Ahora mismo está? —preguntó la psicoanalista.
—No de una manera tan patente como usted sugiere. Quiero decir que el desdoblamiento ha ido sufriendo modificaciones. Ahora, más que coincidir, nos alternamos.
—¿Significa que no siempre viene a la consulta el mismo Millás?
—Eso es, quizá usted lo haya notado. Unas veces viene el de allá y otras el de acá.
—¿Usted los distingue?
—La verdad, no del todo.
—¿Hoy ha venido el de allá o el de acá?
—Creo que el de acá. En estos momentos al menos le habla el de acá. El de allá seguramente no le haría esta confesión.
—¿Por qué?
—Porque sus intereses están más claros que los míos. Y no tiene, como yo, miedo a la locura.
—¿Por qué no tiene miedo?
—No sé. ¿Quizá porque ya está loco?
En ese instante, el Millás de acá sintió que estaba traicionando al Millás de allá y supo que el Millás de allá le estaba escuchando.
—Nos está escuchando —dijo revolviéndose, incómodo, en el diván.
—¿Quién? —dijo ella.
—El Millás de allá. No debía haber hablado de él. Aunque quizá sea él quien está hablando de mí.
Millás se calló y la psicoanalista tampoco dijo nada. Pasados unos minutos, Millás se incorporó y solicitó que le dejara utilizar el lavabo. La psicoanalista le señaló la puerta, adonde se dirigió conteniendo un furor intestinal que le impelía a vaciarse. Apenas tuvo tiempo de bajarse los pantalones y de sentarse en el retrete antes de que se produjera una explosión corporal seguida de una pérdida de aire que lo dejó exhausto, como un globo al deshincharse. Avergonzado por el estallido fecal, que sin duda se había escuchado al otro lado de la puerta, Millás, el Millás de acá, pensó que aquella descomposición súbita había sido obra del Millás de allá. ¿Se trataba de un aviso, de una amenaza, para que dejara de hablar?
De regreso al diván, aturdido como un desenterrado, intervino la psicoanalista.
—Verá —dijo—, por lo poco que le conozco, y le aseguro que es mucho dada mi experiencia, es usted una persona sugestionable y autosugestionable. Nunca, a lo largo de mi carrera, he utilizado el argumento de autoridad con mis pacientes, pero le veo a usted tan asustado y es tal la desproporción entre su susto y sus causas, que me veo obligada a decirle que no está usted loco, créame, no es ese su problema. Quizá sea un neurótico, incluso un neurótico grave, pero un neurótico siempre vuelve. No es que vuelva, es que ni siquiera se va. No hace mucho me habló usted de María, la compañera de su juventud que sufrió un brote psicótico en el mismo piso donde ahora ha conocido a la tal Julia. Es evidente que Julia, por algunas características que señala de ella, le ha recordado a María. Ha enlazado usted las dos situaciones, la de entonces y la de ahora, y ese enlace ha reeditado algo que permanecía sin resolver en su conciencia. Con todo esto no digo que no haya algo de cierto en el desdoblamiento del que habla, pero es más retórico, más novelesco, si no le molesta el término, que real.
—¿Y por qué necesitaría de ese Millás retórico?
—Dígamelo usted.
—No tengo ni idea.
—Habíamos quedado en que iba a escribir una novela falsa porque le daba pánico escribir una verdadera.
—No dije que me diera pánico.
—Bueno, comparó la novela verdadera con la heroína y la falsa con la metadona. Luego dijimos que la metadona, pese a tratarse de una droga legal, también tenía sus peligros: creaba adicción, por ejemplo. ¿Por qué no encargarle esa novela falsa a un Millás también falso? De ese modo usted, el Millás de acá, si es el que me escucha ahora mismo, queda a salvo de todo.
—Pero escribe una novela.
—En todo caso, la firma.
Millás no añadió nada más y la psicoanalista dio por terminada la sesión a los pocos minutos.