Tal como le había anunciado Roberto, Julia perdió al poco su trabajo. No por robar langostinos, pues la empresa, en lo que el jefe de Recursos Humanos calificó de un ejercicio de generosidad, decidió no manchar su currículo con un despido por «causas objetivas», tal como las llamaban. Decidieron simplemente no renovarle el contrato de seis meses con el que la chica había accedido por primera vez al mundo del trabajo. Dice que pasó unos días saliendo de casa por las mañanas y regresando por las tardes en una suerte de movimiento inercial que fue perdiendo fuerza de manera paulatina: cada día salía más tarde y regresaba antes, como el péndulo que tiende a inmovilizarse en el centro de su recorrido. Finalmente, un lunes se quedó en casa, y cuando a media mañana abandonó la habitación para echar una mano con la enferma a Serafín, y este le preguntó por qué no había ido a trabajar, Julia dijo:
—Porque lo dicen las palabras.
—¿Qué palabras?
—La palabra «No», la palabra «Renovación», la palabra «Contrato». «No renovación contrato».
—Ya —dijo él—, pareces india. ¿Y el dinero qué dice?
—Tengo unos ahorros —dijo ella.
Serafín la observó unos instantes con la misma expresión de aturdimiento con la que observaba las cosas al abrir los ojos, tras una hora u hora y media de meditación. Luego preguntó:
—¿Qué piensas hacer?
—Lo que digan las palabras.
Y lo que dijeron en ese mismo instante las palabras, a través de la boca de Serafín, fue lo siguiente:
—De momento, te puedes quedar aquí sin problemas. Me ayudas con Emérita y con la casa y ya iremos viendo.
No fue preciso entrar en detalles. Julia comenzó a intervenir más de lo que ya venía siendo habitual en el cuidado de la enferma y tomó a su cargo las cuestiones relacionadas con la limpieza doméstica. Serafín continuó yendo al mercado, preparando la comida y meditando entre horas. En apenas cuatro días, sin esfuerzo visible, sin necesidad de establecer pactos de naturaleza alguna, lograron crear unas rutinas nuevas que mejoraron el funcionamiento familiar.
Una tarde, a mediados de ese invierno, Carlos Lobón, voluntario de la Asociación DMD (Derecho a Morir Dignamente), que solía acudir un día o dos a la semana para charlar con la enferma, apareció en la casa acompañado de Juan José Millás, que fue presentado a Serafín y a Julia como escritor y periodista.
—Le comenté a Emérita lo de Millás —dijo Carlos Lobón dirigiéndose a Serafín— y le pareció bien que viniera. Ya sabes que siempre habla de dejar testimonio…
Serafín y Julia recibieron a Millás con una mezcla de respeto y desconfianza que desapareció cuando, llegados a la habitación de la enferma, esta dio grandes muestras de alegría.
—Te descubrí por la radio —le dijo—. Me gusta mucho lo que haces.
—Gracias —dijo Millás.
—Y leí un libro tuyo antes de la enfermedad. Ahora me gustaría haber leído más, pero es que con la medicación no me concentro. Cuando llego a la segunda línea, no me acuerdo de lo que ponía en la primera.
—Da lo mismo, Emérita —dijo Millás.
Hacía algún tiempo, el escritor había publicado en el diario El País un reportaje sobre la eutanasia en el que contaba la historia de un tal Carlos Santos que, decidido a quitarse de en medio, había llamado a DMD para solicitar su ayuda. Como era habitual en estos casos, un miembro de la asociación mantuvo varias entrevistas con él a fin de comprobar que su decisión era sólida, y que estaba bien fundamentada. Carlos Santos tenía sesenta y seis años (dos más que Millás) y un quiste radicular, situado entre la S2 y la S3, cuya evolución, en unos meses, acabaría afectando al control de los esfínteres. Enseguida reduciría al enfermo a una silla de ruedas y finalmente le produciría la muerte, todo ello, según le contó a Millás, acompañado de dolores intensísimos.
Santos vivía solo en una pensión de Málaga y carecía de lazos familiares. Los de DMD, calculando que podría ser una oportunidad para abrir el debate público sobre la eutanasia, le preguntaron si le importaría dejar testimonio de su decisión para allanar el camino a los que vinieran detrás de él. Al hombre le pareció bien y la gente de DMD se puso en contacto con Millás, socio de la entidad, que aceptó verle.
Millás pasó con Santos el día anterior a su muerte, y de lo ocurrido durante esa jornada trataba su reportaje, pero le faltó valor para acompañarlo en el momento decisivo, aunque el suicida, de manera sutil, se lo había solicitado. Se suicidó al día siguiente, en compañía de dos voluntarios de DMD, que luego relatarían al escritor cómo se sucedieron los hechos. Según ellos, Carlos decidió ponerse para morir el pijama y unas zapatillas de andar por casa, aunque no se quitó los calcetines. Dicen que se sentó en el sofá de la habitación del hotel (un hotel del centro de Madrid cercano a la sede de DMD) y deshizo las pastillas del llamado «cóctel de autoliberación» en un yogur de fresa hasta lograr una pasta homogénea que se tomó a cucharadas, casi con avaricia, haciendo bromas acerca de su sabor. El yogur, dijo uno de los voluntarios a Millás, se volvió azul debido a la reacción química. Luego, el suicida colocó los pies sobre la mesa baja situada delante del sofá, apoyó la cabeza en el respaldo y comenzó a contar su vida a los voluntarios. Poco a poco, a medida que hablaba, se fue quedando dormido. Media hora más tarde, dentro del sueño, se murió.
Meses después de la publicación del trabajo sobre Carlos Santos, Carlos Lobón telefoneó un día a Millás para contarle el caso de Emérita.
—Lleva cinco años en la cama —le dijo—, ha ido perdiendo autonomía de forma paulatina y tiene ya problemas cognitivos y de juicio, además de los de percepción. Está decidida a quitarse de en medio, te admira y le encantaría dejar testimonio de su caso.
Millás se defendió. Estaba a favor de la eutanasia, pero no era cuestión de especializarse en un asunto de esa naturaleza, sobre todo porque, pese al tiempo transcurrido, convalecía aún del reportaje anterior. Lobón iba a lo suyo:
—No escribas sobre ella si no quieres, pero ven un día a conocerla. Te admira mucho y le aliviaría de sus padecimientos charlar contigo un rato.
En el transcurso de la conversación telefónica, Lobón mencionó el barrio de la enferma, La Concepción, donde Millás había vivido una temporada de joven, tras independizarse de sus padres. Preguntó por el nombre de la calle, que resultó ser Virgen de Moliner, casualmente también la suya de entonces.
—¿Qué número? —insistió, como el que escucha la retransmisión del sorteo de la lotería con el décimo delante, comprobando, alarmado, la coincidencia sucesiva de cada uno de los dígitos.
A punto ya de obtener el premio gordo, porque también el número del portal coincidía con el de su memoria, preguntó por el piso, que resultó ser el tercero izquierda, el mismo en el que había vivido él. Laminado por aquel cúmulo de coincidencias, del que no comentó nada a su interlocutor, dijo que sí, claro, que iría a conocer a Emérita, aunque sin compromiso alguno de escribir sobre el caso.
Como cada vez que en la vida de alguien sucede una casualidad con probabilidades estadísticas tan escasas, Millás fue atacado por la idea del sentido. ¿Tendría algún significado que de entre todos los pisos de Madrid, millones, la tal Emérita viviera (y se dispusiera a morir) en aquel en el que había vivido él de joven?
Nada más colgar el teléfono, y como en un teatro donde se acabara de descorrer el telón, apareció en su cabeza el escenario de la vivienda de la calle Virgen de Moliner (todas las calles de aquel barrio tenían nombres de vírgenes), perteneciente entonces a los padres de uno de los estudiantes con los que lo compartía y que vivían en un pueblo de Zamora. Millás, que trabajaba en la Caja Postal de Ahorros y estudiaba Filosofía y Letras en un grupo nocturno de la Universidad Complutense, disfrutaba de este primer paso hacia la libertad personal cuando sucedió un hecho que lo puso todo patas arriba.
Un sábado, el hijo de los dueños del piso dio una fiesta en el transcurso de la cual alguien invitó a los demás a colocarse con LSD, droga que, sin ser todavía común, empezaba a introducirse ya en algunos ambientes. Ávidos de experiencias alucinógenas en aquel mundo de carácter costumbrista con olor a repollo, la mayoría aceptó. Millás, igual que en ocasiones semejantes, se quedó fuera por puro pánico, aunque la lucha entre su deseo y su miedo le dejó casi desfallecido, sobre el sofá, encendiendo un cigarrillo con otro y odiándose de forma minuciosa. Se sentía un pequeñoburgués entre aquel grupo de disidentes de la realidad que, al reaccionar colectivamente a la ingesta del ácido, logró transmitirle sin embargo la impresión de que el colocado era él.
En esto, María, la única chica de la reunión, y que era también compañera de piso, comenzó a agitarse y a gritar. Tanto los que se habían drogado, que eran cuatro, como los que se habían quedado fuera, Millás y otro, permanecieron un rato observándola de forma pasiva. Uno de los colocados dijo que podía ver los gritos y que eran como pequeñas golondrinas metálicas que daban vueltas alrededor de la habitación antes de atravesar las paredes como cuerpos sutiles para continuar su vuelo fuera de la casa. Al tiempo de hablar, señalaba la trayectoria de los alaridos como quien en el campo sigue con el dedo el vuelo de un grupo de aves poco común. El resto de los colocados se unió enseguida a la alucinación ornitológica, ajeno a la inquietud de Millás, preocupado por que el volumen de las voces alertara a los vecinos, que ya en otras ocasiones habían amenazado con avisar a la policía. Su temor devino en pánico al ver que el único compañero que, junto a él, permanecía lúcido, cogía insolidariamente la puerta y escapaba escaleras abajo.
Viéndose solo frente a aquel cuadro que a medida que pasaban los minutos, lejos de ir a menos, crecía, Millás encerró a los drogados en una de las habitaciones, solicitándoles que siguieran desde allí el vuelo de los aullidos y advirtiéndoles, sin muchas esperanzas de ser comprendido, del peligro de que apareciera la policía. Luego regresó al salón para aplicarse a calmar a la chica, primero suplicándole, con las manos sobre sus hombros, que dejara de chillar, y luego abofeteándola, como había visto en las películas frente a los ataques de histeria. Pero aquello no era un ataque de histeria, no uno común al menos. La chica parecía una bacante en pleno éxtasis. Los alaridos que salían intermitentemente de su boca con el esfuerzo de quien expulsara algo sólido (¿las golondrinas?) parecían proceder de una dimensión invisible que había logrado introducirse en aquel cuerpo menudo y frágil para manifestarse.
Entonces, llamaron a la puerta y era la policía de la época (de qué otra época, si no). Dos grises, como se les conocía, debido al color de su indumentaria.
Millás, pálido, les franqueó la entrada y señaló a la chica al tiempo que decía:
—Creo que es un ataque de epilepsia.
—Epilepsia le voy a dar yo —dijo el que parecía llevar la voz cantante.
Dicho esto, sacó la porra y empezó a golpear a María sin que los golpes surtieran efecto alguno. Era como si golpeara en una instancia ajena a la que ella se encontraba. Cuando se detuvo para tomar aire, y al observarla más detenidamente, tuvo miedo. Millás vio el miedo en la cara del policía golpeador y luego en la del otro y supo que era un reflejo de su propio espanto. El rostro de la chica, no ya desencajado, como suele decirse, sino completamente desarticulado, como el de una pintura cubista, infundía una suerte de horror físico y metafísico que ninguno de los presentes había sentido antes.
En esto, Millás, que intentaba no perder el control, al comprobar que en la entrada del piso, que daba directamente al salón, se congregaba un grupo de vecinos atraídos por el escándalo, se acercó y les dio con la puerta en las narices. Luego volvió donde los policías para advertirles del peligro de que la chica, si no era atendida pronto, se tragara la lengua. Lo había escuchado poco antes en un reportaje de la televisión sobre la epilepsia y confió en que la imagen de tragarse, no ya ese órgano musculado que habita en la caverna de la boca, sino la lengua en el sentido del idioma produjera en los grises el mismo efecto devastador que en él.
Pero no había terminado su alocución cuando cesaron los gritos y las convulsiones y María cayó de rodillas, con las manos cruzadas a la altura del pecho, repitiendo, sin puntos ni comas, estas palabras: «Lo que he visto Dios mío lo que he visto lo que he visto Dios mío lo que he visto lo que he visto Dios mío lo que he visto…». Tenía el pelo pegado a la cara, como si acabara de salir de la ducha, y el vestido empapado, como si se hubiera duchado con él. Si el ataque hubiera durado medio minuto más, se habría diluido en el espanto como un hielo en el whisky, quedando de ella un charco de sudor sobre el parqué.
En cuanto al rostro, aunque cada una de sus partes tendía a regresar a su sitio para amoldarse de nuevo a los rasgos de un cuadro realista, todavía aparecía lleno de disimetrías: las cejas, cada una por un lado; la mandíbula inferior, fuera de quicio, como una puerta que no encajara en su marco; los labios, exangües y reducidos, por la ausencia de fluido, al espesor de un papel de fumar. Lo que he visto Dios mío lo que he visto…
Al poco, aparecieron dos enfermeros, a los que alguien, quizá la misma policía, había llamado, que preguntaron a Millás qué clase de mierda se había metido la chica.
—No sé, estábamos estudiando, por los exámenes —dijo señalando ambiguamente hacia la habitación de los colocados, de donde procedía algún ruido—, cuando escuché gritos aquí, en el salón, y al llegar…
Los enfermeros, quizá en un gesto de solidaridad, renunciaron a continuar indagando y se llevaron a María escaleras abajo para meterla en una ambulancia cuya sirena escuchó Millás alejarse en compañía de los grises, que, disimulando su alarma, le pidieron el carné de identidad exigiéndole que, para recuperarlo, se presentara al día siguiente, a primera hora, en comisaría.
La recuperación del carné constituyó en sí misma una aventura en la que Millás prefiere no extenderse, pues dice que fue una gilipollez en comparación con el asunto de María, de la que enseguida supieron que había sufrido un «brote». Era la primera vez que Millás escuchaba este término, brote, referido a un problema mental. De pequeño, enterraba una alubia en un trozo de algodón empapado en alcohol y esperaba, ansioso, a que «brotara». La extrañeza sin límites que le producía el término «brotar», asociado a la aparición de aquel tallo surgido de las entrañas de la legumbre, regresaba ahora al descubrir que se aplicaba también para nombrar la aparición de la locura. «Se ha brotado», dijeron de María, o «ha tenido un brote». Al término «brote» se añadía a veces la palabra «psicótico»: «Ha tenido un brote psicótico».
Era también la primera vez que Millás oía hablar de la psicosis, vocablo amenazador sobre el que se apresuró a investigar con las herramientas que entonces tenía a mano. Una de ellas era la enciclopedia de más de cien tomos que, a modo de un animal prehistórico, permanecía aletargada en el salón de la casa de sus padres a la espera de que alguien abriera alguno de sus pesados tomos para hundirse en él como el que se adentra, para suicidarse, en las aguas del océano. Millás buscó el artículo Psicosis, tan largo como ininteligible, aunque tan inquietante como ininteligible y largo. Psicosis, decía la vieja enciclopedia, era el nombre que se aplicaba a los «procesos morbosos mentales». Esa frase, con buena voluntad, se podía comprender. Del resto no se entendía nada, porque se trataba de un artículo —lo comprendería años más tarde— claramente psicótico, aunque salpicado de palabras y expresiones que daba miedo leer, por ejemplo, «locuras lúcidas», «ilusiones sensoriales», «perturbaciones de conciencia», «estados crepusculares», «delirios megalomaníacos», «indiferencia moral», «malestar», «sudores», «palpitaciones», «insomnio», «arrobamiento y éxtasis», «desesperación y abatimiento», «despersonalización», «micromanía», «excitación catatónica…».
La verdad, añade Millás, es que nunca llegó a entender, en lo más profundo, en qué consistía la psicosis, que tanto le atraía y le turbaba, aunque intuyó que se trataba de un agujero abierto en la personalidad como un roto en un calcetín. Ese agujero, que era un agujero del yo, devoraba todo lo que se acercaba a sus bordes en un esfuerzo inútil de sustituir la ausencia de calidad por toneladas de cantidad.
Tras pronunciar estas palabras, Millás medita unos instantes y añade, preocupado, que lo del «agujero de la personalidad» podría ser un lugar común. Aunque un lugar común eficaz, como el descansillo de las escaleras antiguas, ese tópico en el que los pulmones del fumador tenían la oportunidad de reflexionar acerca de sí mismos. En cuanto a la imagen del calcetín, dice que le viene a la memoria el gesto de las madres al zurcirlos con la ayuda de aquel misterioso huevo de madera que había en todas las casas. El zurcido era un arte de la costura consistente en arreglar un roto de tal modo que no se notara la reparación. Se requerían para ello dotes enormes de paciencia, de conocimiento del tejido sobre el que se operaba, pero también de amor por la prenda, por su dueño y por el trabajo bien hecho. El zurcido tenía algo de microcirugía en la medida en que había que tapar el agujero uniendo los hilos sueltos del roto como el cirujano ensambla los capilares deshilachados de una herida.
Aun y con todo, dice Millás, no hay personalidad ni calcetín zurcidos en los que no se aprecie, si se observa con atención, la línea de la herida o la señal del extravío originales.
El caso es que María, aquella compañera de la facultad y de piso, se había brotado. Pasada la crisis, la chica regresó a Galicia, de donde procedía, y jamás volvieron a saber nada de ella. Pero cuando Millás, antes de dormirse o al viajar en el metro, evocaba su rostro, le parecía descubrir en él, especialmente en su mirada, las señales de un zurcido, de un zurcido de la personalidad, de un remiendo del yo, que finalmente había saltado. Miles de veces se preguntó qué había visto, y quizá oído, la chica durante su viaje, y también si aquello, se tratara de lo que se tratara, estaba dentro o fuera de su cabeza.
Clausurado por la fuerza de los acontecimientos aquel primer intento de emancipación, Millás regresó temporalmente a la casa de sus padres, de donde no tardaría en huir de nuevo, esta vez de forma más juiciosa, si el miedo a la vida y a uno mismo constituyen alguna forma de cordura.
Y ahora, después de cuarenta años, quizá más, allí estaba de nuevo, frente al mismo portal, subiendo trabajosamente las mismas escaleras de entonces, llamando al timbre del tercero izquierda, preguntándose si saldría a abrirle su antiguo compañero, que quizá hubiera heredado el piso de sus padres. Dice que abrió la puerta un tipo más o menos de su edad, en el que no reconoció al viejo amigo. Que la casa no había cambiado, no al menos los tabiques, cada uno en su sitio, aunque las ventanas parecían nuevas, de aluminio. Dice también que nada más poner el pie en el pasillo percibió el olor de la enfermedad mezclado con el de los fármacos, las cremas, las verduras y, en general, los olores domésticos de cualquier casa poco ventilada: los de la comida, los del café y las infusiones, los de los detergentes y jabones, los de la ropa sucia… Distinguió asimismo un tufo penetrante a ambientador de pino, que, en efecto, Serafín traía del supermercado y que colocaba en los lugares estratégicos de la vivienda con la ilusión de que esta oliera a bosque.
Dice Millás que aquel conjunto de olores, todos familiares, sumados al recuerdo del brote de María, produjeron en su estado de ánimo un hundimiento tal que llegó a la habitación de la enferma en unas condiciones desastrosas de las que los demás no se percataron o no dijeron nada. Tras las primeras palabras, y haciéndolo pasar por un gesto de cercanía, se sentó en el borde de la cama de Emérita para no caer desmayado. Carlos Lobón, el representante de DMD, sugirió entonces que los dejaran solos un rato, abandonando, en compañía de Serafín y de Julia, la habitación.
Emérita, la enferma, observó de nuevo a Millás con una expresión de auténtica alegría y volvió a repetirle que lo escuchaba siempre por la radio. La radio, decía Emérita, era, en su situación, una compañera inestimable, mucho mejor que la tele, que le producía atontamiento.
—Deben de ser los rayos que salen de la pantalla —añadió.
Emérita tenía un ataque de locuacidad que Millás atribuyó a los fármacos. Hablaba despacio, pero sin pausa, sin comas ni puntos, sin inflexiones. La lengua no paraba de moverse dentro de su boca, yendo arriba y abajo y de un lado a otro como si tuviera que buscar cada palabra en un extremo de su cavidad bucal, desusadamente grande. La dentadura, pensó Millás, debía de ser postiza, de otro modo resultarían inexplicables su perfección y su blancura. Desnuda bajo una sábana muy ligera, por la que asomaban los brazos, su piel recordaba la de un pez sin escamas. En un momento dado, la enferma desplazó su brazo, sin que ese movimiento implicara al resto del cuerpo, hacia la mano que Millás mantenía apoyada en la cama, para tomársela. Fue el escritor, al advertir la intención del gesto, quien la tomó entre las suyas.
—No sé si te molestará que te lo diga —apuntó Emérita—, pero tienes la voz más joven que el cuerpo. Por la voz, pareces un chico.
—No me molesta —respondió Millás—. La voz envejece muy despacio, por eso las estrellas de la radio se jubilan tan tarde.
Pese a que no hacía frío, pues se encontraban en las postrimerías del invierno, la ventana permanecía cerrada. Millás sintió un calor sofocante.
—¿No te importa que me quite la chaqueta? —preguntó.
—Por favor —dijo Emérita—, yo es que casi siempre tengo frío. Pero el frío, en mí, es una forma de anticipo.
Millás hizo como que no había escuchado la frase precadavérica y continuó enunciando lugares comunes sobre la situación. A cada lugar común, ella respondía con otro, solo que los lugares comunes de ella, inexplicablemente, parecían islotes de sentido. Tras mencionar algunas cuestiones de orden íntimo, relacionadas con su aseo personal, sobre las que hizo prometer a Millás que no mencionaría en su «reportaje», criticó, también a base de lugares comunes, la crueldad de aquel sistema que no ayudaba a morir con dignidad a quienes decidían libremente acabar con sus sufrimientos.
Millás volvió a reparar en la locuacidad de la mujer preguntándose si era la de quien está a punto de marcharse o la de quien no quiere irse. Y aunque Emérita le dijo que lo de su suicidio era cuestión de días, no la creyó, pensando ingenuamente que la conversación con él podía obrar algún efecto terapéutico.
—Yo tenía una ferretería —le dijo—, en Alcobendas, pero me jubilé y nos vinimos a vivir a este piso que heredé de mis padres porque es más céntrico y está todo más a mano.
—Perdona —interrumpió Millás—, ¿a quién le compraron tus padres este piso?
—A un matrimonio de Zamora. Lo tenían para un hijo que estudiaba en Madrid y cuando el chico acabó los estudios decidieron deshacerse de él.
Ahí terminaba, pues, la sucesión de casualidades, ahí, quizá, se interrumpía el sentido, como cuando un tren entra en vía muerta. No obstante, el hecho de encontrarse en aquella vía muerta, la misma en la que habían transcurrido algunos días decisivos de su juventud, continuaba alentando en Millás la idea de alguna forma de trascendencia. Las casualidades, había leído en un libro de marxismo, son en realidad necesidades de carácter histórico.
—Siempre —decía en ese instante Emérita— he sido de moverme mucho, de ir de acá para allá, y el mostrador de la ferretería tenía veinte metros de largo, qué sé yo la de quilómetros que podías hacerte en una jornada. Yo no he sido de las de estar sentada delante de la tele. Solo me sentaba para leer. Me gustaban, como a mi padre, los libros de historia, los ensayos más que la novela, pero ahora, con las medicinas y la enfermedad, he perdido concentración, no puedo. Cuando traspasamos la ferretería me hice, por primera vez en mi vida, ama de casa. Pero iba al gimnasio y a jugar al tenis, para encontrar sitios donde moverme porque, si no, me volvía loca.
Millás, repuesto ya de la caída inicial, empieza a escuchar con interés aquella vida que era como una gota de agua en el océano del resto de las vidas. Del mismo modo, piensa, que hay hombres perdidos y mujeres perdidas y hasta niños perdidos, hay habitaciones perdidas y esta en la que ahora se encuentra es una de ellas, una habitación más entre las miles y millones de habitaciones que hay a lo largo y a lo ancho del mundo, cada una con su familia perdida dentro.
Mientras atiende a la enferma, piensa en Julia, la chica que los ha recibido, junto a Serafín, y que al principio tomó por una hija del matrimonio. Sin dejar de escuchar a Emérita, porque el cerebro, dice, es prodigioso y puede efectuar varias operaciones a la vez, «edita» mentalmente la escena de la entrada como un montador de cine edita una película. Selecciona unas escenas y desprecia otras, y luego vuelve a tomar algunas de las que ha despreciado o a destomar algunas de las que ha preciado, todo ello al servicio de construir un relato en el que Julia, la joven, no encaja en el papel de hija.
—Soy extremeña —continúa Emérita mientras Millás piensa en Julia—, pero mis padres emigraron a Madrid, donde mi padre puso un negocio de churrería y patatas fritas que le fue bien. Tenía instinto de empresario. Yo no he pasado penas ni recuerdo necesidades, así que todo esto me ha venido muy grande. La cosa empezó hace seis años, cuando al salir de una clase de yoga físico (intenté el mental, pero me volvía loca) me empezaron a pesar las piernas. Fui al de medicina general y de él al traumatólogo, que dijo que había que hacer una resonancia. Póngamela urgente, le dije, porque estoy muy malita, mire cómo vengo de asfixiada. Total, que me dan hora para dentro de cinco o seis meses. Claro, que como yo siempre he parecido más joven de lo que soy, atribuyeron todo a los últimos coletazos de la menopausia. Pero no era eso, claro, y yo lo sabía. ¡Era una falta de fuerza en las piernas y en las manos…! No podía ni subir a casa las bolsas de la compra, tenía que dejarlas en el portal hasta que bajara Serafín o me ayudara alguien. Total, que un día —habían pasado ya cinco o seis meses—, le dije a Serafín:
—Serafín, vámonos a urgencias.
Mientras Emérita y Serafín cogen el coche para ir a urgencias, Millás continúa montando y desmontando la escena de la entrada, abusando ahora de los primeros planos que ha tomado de Julia. Algo en ese rostro, en todo su cuerpo en general, le ha llamado la atención. Está preguntándose si la chica es fea. Guapa a primera vista no es, pero podría tratarse de una de esas bellezas ocultas que, al ser descubiertas, te dejan deslumbrado. Veamos, se dice mientras Serafín y Emérita atraviesan Madrid en dirección al hospital, lo que me ha llamado la atención de ella es un tipo de asimetría corporal que, a poco que te fijes, no es solo falsa sino que disimula una forma de asimetría mental. Por un instante se queda enganchado a la expresión «asimetría mental», preguntándose qué significa sin dejar por eso de reconstruir internamente, a base de unir con cuidado los hilos sueltos de su memoria, el rostro de la chica: su nariz afilada, sus ojos pequeños, y redondos, como de pájaro, uno de ellos ligeramente descentrado, no tanto como para decir que es bizca, pero lo suficiente como para sugerir que detrás de ellos late una inteligencia disidente, cismática, por decirlo en términos religiosos. La boca, también pequeña, y picuda por efecto de una quijada en forma de quilla, hace juego con los ojos. Cuando abre la boca, parece que va a piar, aunque, sorprendentemente, habla.
—El neurorradiólogo —continuaba Emérita— dijo que tenía un meningioma, que es el más benigno de los tumores, pues no se reproduce. Además, estaba en la segunda vertebral dorsal, lo que era una suerte porque se operaba fácil. Así que me asignaron una cama y el médico que tenía que operarme me dijo lo mismo: que era una intervención que hacía a diario y que no tuviera miedo. Me preguntó el anestesista si estaba tranquila y le dije que sí, y era verdad, no tenía ningún miedo. Eso era un martes, me parece, porque con las medicinas pierdo la memoria. Entonces resulta que viene el médico y me dice que tengo que esperar una semana, y que si quiero irme a casa y volver en unos días. Pero una médica joven, de prácticas, me aconsejó que no me fuera porque luego, a veces, había problemas de cama. Decidí quedarme porque apenas podía andar ni hacer nada y así quedó la cosa. Entonces un viernes o un sábado, no sé, se asoma el doctor por la puerta y me dice: Emérita, mañana tengo dos horas; si quieres, te opero. Pero no fueron dos horas, sino cinco. Salí del quirófano sin moverme, con morfina, veía el techo y el suelo raros. Pero dije: bueno, ya se me pasará. Lo que pasa es que al día siguiente, al quitarme la morfina, ya me noté como tullida. Y el médico no iba a la habitación. Habló en cambio con Serafín y le dijo que no movía los dedos de las manos ni de los pies, pero que había salido moviéndolos del quirófano, de modo que los recuperaría. Yo ya ese día vi que aquello era para siempre. Llamamos a un amigo enfermero y dijo que me habían tocado un poco la médula y que por eso estaba así. El médico mandó que me hicieran otra resonancia y me llevaron a no sé dónde en una ambulancia. Se vino mi amigo enfermero conmigo y volvimos con la resonancia. Después de que el médico la viera, entró demacrado en la habitación y dijo: Ya no puedo hacer nada, Emérita. De eso, hace cinco años y pico. Cuando llegue mayo, serán seis.
Sin dejar de prestar atención a Emérita, cuyo relato le conmueve, Millás continúa pensando en Julia porque reconoce en esa chica algo familiar que permanece suelto, pero que de súbito, gratuitamente, o quizá como premio al esfuerzo que viene realizando desde que se sentara en el borde de la cama, se acaba de abrochar. Lo familiar es el zurcido que acaba de advertir en la personalidad de Julia, y que se expresa sobre todo a través de su mirada, porque es del mismo tipo del que advirtió en la personalidad de María cuando, tras el «brote», ató cabos. Eso es lo que le había llamado la atención de la chica nada más verla. Cuando desarrollas, dice Millás, cierta sensibilidad para descubrir determinado tipo de agujeros abiertos en el yo, por bien zurcidos que estén, se te revelan.
Esta coincidencia, añadida a las demás, parecía otorgar de nuevo algún significado a su presencia en aquella casa.
—Quizá no lo tuviera —añade Millás—, pero no he logrado desembarazarme de un costado medio religioso, quizá medio marxista, según el cual bajo el azar se oculta algún tipo de necesidad.
El descubrimiento le hace perder por unos instantes el hilo del discurso de Emérita. Cuando lo retoma, ella dice:
—Me mandan entonces a un centro de rehabilitación de parapléjicos, un hospital tristísimo, frío, en Toledo. Allí me trata un fisio, uno de los mejores, que me ayudó mucho. Yo ponía el alma. Como he sido tan deportista… Pero cuando la médula está dañada, llegas hasta donde llegas. De hecho, desde hace año y medio he ido para atrás. Ahora viene un fisio a casa para mantenerme, y doblo un poco las articulaciones para colaborar a ponerme en pie cuando me llevan a hacer pipí. Estuve allí diez meses y los dolores, ya desde antes de ir, eran espantosos. Ahora solo puedo incorporarme así, un poquito, ¿ves?, y cuando me ponen en la silla de ruedas intento colaborar, pero al final me tienen que llevar en brazos, lo mismo que a la trona, para hacer mis cosas. No hay ninguna máquina para medir el dolor, pero yo ya no puedo más. Siento en todas las articulaciones, sobre todo en las de las manos y en las de los pies, un dolor que es como si me quemaran, como el de una persona que se ha quemado, es un dolor que llaman neuropático. Si me aumentan la medicación, no me va bien; si me la quitan, tampoco. Ya no pueden bajarme la morfina porque si te la quitan tienes mono. Es una situación muy complicada. Tomo doscientos cincuenta miligramos, creo que son miligramos, de morfina diarios, administrados en varias tomas. A la tarde tomo más porque es cuando más duele. A la noche, menos, porque tomo las pastillas para dormir y tengo menos dolor. Cada seis meses me llevan en ambulancia a la unidad de dolor de no sé qué hospital, me estoy quedando sin memoria, no sé, uno de los grandes. Me revisan la medicación y me dicen: Pues ponte esta aquí o esta allá, pero siempre es lo mismo. Como no hay solución, todo es lo mismo. Cada semana llama el médico. Si me encuentro peor, viene. Y siempre es lo mismo: subir la morfina. A mí la morfina no me quita el dolor, me adormece un poco. He tenido que echar mano de la marihuana que es lo que mejor me va. Eso lo hago sin receta, claro, la conseguimos por un cura de una iglesia que tiene mucho contacto con chicos jóvenes. Y los médicos lo saben. Sacaron una medicina de marihuana, pero no hacía nada porque solo tenía uno de sus componentes. La marihuana me duerme mucho, más que la morfina. El dolor sigue ahí pero no lo noto. Todas las tardes fumo un poco con una pipa de agua. Al tomar la morfina, no sé por qué, me da un pico de dolor y entonces tengo que fumar. Pero si me quitaran la morfina, no podría vivir. La marihuana, para mí, no es ningún placer. Me atonta y digo cosas raras o veo a un cartero atravesar la habitación, un cartero de los de antes, con la saca de cuero en bandolera. Tomo otros opiáceos legales, que son otros seiscientos miligramos, creo. Eso me obliga a tomar laxantes porque la morfina da un estreñimiento mortal y, si no, no puedo ir al baño. Aun así, de vez en cuando tengo que ponerme un enema. Tomo también nolotiles y buscapina para los dolores de vejiga, porque me he hecho resistente a los antibióticos y no se me quitan las infecciones. Lo malo de esta enfermedad es que no sabes si vas a durar cinco años o veinte. Yo tengo una serie de pastillas de varios tipos que hay que machacar y deshacer en agua o en un yogur, por el sabor. Supongo que cuando llegue el momento lo haré bien, pero son cuatro cajas de pastillas, algunas para la malaria, ya lo tengo todo preparado. He escrito una carta al presidente del Gobierno solicitando una ley que defienda los derechos de quienes quieren morir. Y estoy decidida. También he escrito al defensor del pueblo y al fiscal general del Estado. Fui al notario a entregar la carta que dejo a mi hija y que dejo al juez, para que quede claro que nadie ha intervenido. Es muy triste, pero no puedo más, no puedo más. Tengo plena conciencia, todavía, porque noto que la voy perdiendo. A mí me gustaría que esto se pudiera hacer en un hospital, bien atendida, sedada. Y lo tengo bien pensado porque en cinco años, casi seis, hay tiempo para pensarlo y repensarlo, en cinco años hay tiempo para todo. Si dijeras que hay un futuro, pero es que no hay futuro. La médula se rompe y está rota. Además, ahora tampoco dan dinero para investigar. Cada vez como menos, no me apetece nada, ni el mejor de los manjares. Ni el pan con tomate que tanto me gustaba para desayunar. Me entretienen mucho el cine y las series. ¿Sabes qué pasa? Que tengo que volver atrás porque me duermo, pero bueno, si tengo que volver atrás, vuelvo.
Las últimas palabras, más que pronunciarlas, las ha arrastrado, mientras caía y caía en el sueño en el que Millás la observa hundirse contra su voluntad, pues a medida que se duerme aprieta la mano del visitante como si de ese modo se aferrara a la vigilia. El primer ronquido, que tiene la calidad de un estertor, sobresalta a Millás. Luego, al comprobar que todos son idénticos y, en esa medida, normales, se libera de la mano de Emérita, se pone de pie y tras observar el caos de aquella habitación, donde la enferma parece un trasto más, sale al pasillo y desde él llega al salón, donde Serafín, Carlos Lobón y Julia permanecen sentados, hablando de cualquier cosa.
—Se ha dormido —dice Millás.
Serafín mira el reloj y compone un gesto de extrañeza.
—Pues ahora le tocaba la marihuana. Se ve que la conversación le ha hecho bien.
Millás toma asiento y piensa que, observados desde fuera, habría sido imposible deducir la relación que les une. Acepta un té que le prepara Julia y se incorpora mecánicamente a la conversación. Dice que no puede dejar de observar a la chica, por su fealdad rara, casi en la frontera de lo sublime. Y dice que de repente, interrumpiendo la conversación general, la joven se dirige a él para preguntarle:
—Usted es escritor, ¿verdad?
—Sí —dice Millás intimidado.
—¿Sabría decirme por qué la frase «soy una frase incorrecta» es correcta, mientras que «soy un frase correcto» es incorrecta?
Millás ríe buscando la complicidad de Serafín y de Lobón, que permanecen serios, como Julia, atentos a su respuesta. Dice:
—Bueno, «soy una frase incorrecta» es correcta, formalmente hablando, porque todos sus elementos concuerdan. Otra cosa es que mienta acerca de sí misma. En «soy un frase correcto», en cambio, hay problemas de concordancia. «Un» debería ser «una» y «correcto» debería ser «correcta».
—Pero también miente —dice Julia.
—También miente —acepta Millás.
Y eso fue todo.