En lugar de matar a Roberto, se acostó con él. Dice que justo al tiempo en que el filólogo la penetraba por detrás, ella vio que el despertador de la mesilla de noche se colocaba en las 00.00 horas. Acababan de atravesar la frontera entre un lunes y un martes. Julia sintió que los días estaban separados por una especie de ranura en la que se perdían cosas, como entre los cojines del sofá. Y se lo contó luego a Roberto, mientras ambos miraban al techo y él daba cuenta pausadamente de un canuto.
—Acabo de descubrir que entre el lunes y el martes hay una ranura.
—Vale, tía —dijo él—, me fumo yo el canuto y te hace efecto a ti.
Eran ya las cero diez del martes. Dice que Roberto le había hecho el amor con la polla, pero que la había violado con las palabras.
—¿Con qué palabras? —le pregunta Millás.
Julia prefiere no reproducirlas, y menos con la grabadora del iPhone en funcionamiento, porque todavía le hacen daño, como si la volvieran a penetrar. De modo que tuvo un buen orgasmo con el cuerpo, aunque un antiorgasmo con la mente. El antiorgasmo, dice, no anuló el placer del orgasmo, sino que cada uno fue paralelo al otro, coexistieron a la fuerza, como una cucaracha y una mariposa de colores dentro de una jaula.
Millás escucha casi sin respirar el relato de ese primer encuentro sexual con Roberto. Tiene miedo de que ella se reprima si observa en él algún gesto de extrañeza o rechazo. Pero le asombra la inclemencia con la que la joven se refiere a cuestiones tan íntimas. Piensa que tal vez follar ha dejado de ser, en el mundo contemporáneo, un asunto personal. En cualquier caso, al reportaje le vendría bien ese tono un poco trasgresor, así que, para que ella no se asuste de lo que dice ni de cómo lo dice, procura componer un gesto de indiferencia, de aburrimiento casi.
Julia no se asusta. Ahora está explicando que se hallaban los dos, Roberto y ella, en la habitación de matrimonio de la casa de él, cuya familia estaba fuera, de viaje, visitando a la madre de ella en algún pueblo de los alrededores. Aprovechando la ausencia de la esposa y del hijo, ese día, al salir del trabajo, Roberto la había invitado a tomar una copa en un bar. Cuando terminaron la copa, le propuso ir a su casa.
—¿Vives solo? —preguntó Julia como si no supiera.
—No, con mi mujer y mi hijo, pero están fuera, han ido a visitar a mi suegra.
A Julia le sorprendió la sencillez con la que él aceptó estar casado y también la naturalidad con la que le propuso ir a su casa. Pero pensó que quizá ese tipo de comportamiento era normal entre los filólogos, de modo que aceptó la invitación para mostrar que estaba a la altura de las circunstancias. Y dice que llegaron a la casa de él, que tenía dos habitaciones y un baño, además de la cocina y el salón, y que todo era muy pequeño pero muy nuevo, y que había muchos espejos, según le explicó el propio Roberto, para «agrandar la casa». Y dice que el filólogo le preparó unos espaguetis con berberechos, aunque los berberechos, pese a trabajar los dos en una pescadería, eran de lata. Y añade que le extrañó que Roberto, siendo uno de los jefes, no hubiera podido sacar un poco de género a escondidas. Ella misma, cuando atendía en la sección de marisco, se introducía en el bolsillo un par de langostinos cocidos que se tomaba luego en cualquier parte. Entonces él, como si le hubiera leído el pensamiento, sacó el asunto a colación:
—¿Sabes ya que te van a echar por robar langostinos?
Julia permaneció unos instantes en silencio, pues se trataba de un cambio de conversación muy violento. Le vino a la memoria el hambre con la que él se había comido los espaguetis con berberechos en la minúscula cocina (Julia los había probado por cortesía), advirtiendo que no los había cocinado para ella, sino para sí mismo. Recordó también que no le había permitido que se duchara antes de que se metieran en la cama, pese a venir del trabajo. Al fin y al cabo, pensó resignada, los dos olemos a pescado.
—¿Qué dices de los langostinos? —preguntó finalmente.
—Mujer, que los robas a pares y eso está muy mal visto en la empresa. Los de personal tienen grabaciones.
—¿A pares, así, en plural? Nunca he cogido más de un par.
—Pero un par hoy y otro mañana hacen varios pares.
Entonces, a Julia se le ocurrió que lo mejor para salir de la situación era hablar de la invención del plural.
—Pues mira —dijo—, si no se hubiera inventado el plural no habrías dicho «a pares».
No lo dijo como un reproche a los filólogos, pero por lo visto sonó así. Quizá por eso él se vio obligado a defender la invención de esa categoría lingüística:
—Si no se hubiera inventado el plural —repuso apagando el canuto sobre el cenicero que apoyaba en el estómago—, para hacer un cocido habría que ir al mercado doscientas veces, pues la gente sabría decir «garbanzo», en singular, pero no «garbanzos», en plural.
A Julia le pareció bien este cambio que desviaba la conversación del asunto de sus pequeños hurtos, de modo que preguntó si el singular y el plural aparecieron juntos o se inventó primero el singular.
—Supongamos —dijo él atrayéndola hacia sí y buscando su boca— que apareció primero el singular. ¿Qué pasaría?
—Pues no sé —dijo ella respondiendo sin muchas ganas al beso de él—, supongo que durante el reinado del singular la gente no tendría un solo ojo o una sola pierna o una sola mano, pero tampoco caerían en la cuenta de que tenían dos. Creerían que tenían un ojo y otro ojo, pero no ojos en general. Ni dedos. No dirían «voy a cortarme las uñas de los dedos», sino «voy a cortarme la uña». Se cortaban la del dedo gordo y al día siguiente o al cabo del rato la del índice porque no veían dedos, sino un dedo y otro dedo y otro dedo…
—Claro —añadió él francamente divertido, mientras exploraba con su mano el sexo de ella—, en un mundo donde solo existiera el singular no habría pantalones, ni gafas, ni prismáticos, ni coños, ni narices. No se podrían hacer las cosas por narices. Además, como los prismáticos son necesariamente plurales, no pudieron aparecer hasta que apareció el plural gramatical. Cuanto más lo pienso, más terrible se me antoja un mundo sin plural.
Julia abrió las piernas debajo de las sábanas, para facilitar la entrada de los dedos de Roberto. Lo hizo para devolverle la admiración que sentía por él en ese instante debido a lo de los prismáticos y los pantalones y las gafas y las narices… En esa sabiduría, claro, se notaba que era filólogo. Ahora bien, pensó con orgullo, el asunto del plural ha salido en la conversación gracias a mí.
—Un mundo sin plural sería terrible, sí —confirmó entonces excitándose, como si la filología contuviera componentes afrodisiacos.
—La madre —dijo él entre beso y beso, al tiempo que parecía medir las dimensiones de su clítoris— no podría decir a su hijo «cómete las lentejas». Le diría «cómete la lenteja» y cuando se la comiera, le volvería a decir «cómete la lenteja» y así, una a una, hasta que el niño terminara el plato.
—Y solo habría hijos únicos —dijo ella dejándose hacer, aunque haciendo también a su manera—. Habría matrimonios con seis o siete hijos únicos.
Tras soltar una carcajada por esta ocurrencia, juguetearon con sus lenguas, cada uno con la suya, aunque en algún momento Julia perdió la pista de la propia, así como la noción de los límites de su cuerpo. La pérdida coincidió con el segundo orgasmo de su vida, un orgasmo que en esta ocasión se manifestó solo, sin el antiorgasmo que había acompañado al anterior. Dice que se hundía en un pozo sin fondo ni paredes, en un pozo que no era un pozo porque caía, extrañamente, hacia arriba. Al preguntarle Millás cómo se cae hacia arriba dice que es lo que ocurre en los antipozos, y que eso es lo que le sucedió y que así lo cuenta, y que mientras caía hacia arriba con la calidad sideral con la que los astros van de un lado a otro del universo, supo que acababa de descubrir que su droga era el orgasmo. Interrogada, por fin, pese a los peligros de la pregunta, acerca de si no le da vergüenza relatar estas cuestiones íntimas, asegura que las considera tan íntimas como la Luna o el planeta Marte, situados ambos en los intestinos del cosmos, pero vigilados de continuo por nuestros telescopios.
—¿Y te habías acostado ya con alguien antes? —insiste Millás.
—Sí —dice—, pero sin que se produjera la conexión cósmica.
Tras la conmoción planetaria, volvió cada uno a la posición anterior y Roberto encendió otro canuto. El olor dulzón de la marihuana formaba una burbuja en la que ambos permanecían atrapados. Le ofreció a Julia, que dijo que no, como en la ocasión anterior, y los dos volvieron a ensimismarse en las profundidades del hondo techo. A la tercera calada, él dijo:
—Pero, si te fijas, el plural no se inventó a gusto de todos. Nada sucede a gusto de todos. Piensa, por ejemplo, en el sustantivo «sed», que carece de plural. La gente dice «tengo sed», pero nunca habrás escuchado decir a nadie que «tiene sedes».
—Llevas razón —dijo ella rendida—. ¿Es importante?
—Depende —dijo él—, los insectos tienen seis extremidades y nosotros solo tenemos cuatro. ¿Deberíamos envidiarles?
—¿A ti te gustaría tener seis piernas?
—Creo que no.
—Pues a mí me gustaría tener plural, pero nadie me llama Julias.
—Todo se andará. Hablando en términos históricos, el plural se inventó ayer. Todavía está en fase de explosión.