Aunque el supermercado abría también los fines de semana, aquel sábado, dice Julia, le tocó librar, de modo que el viernes por la noche se tomó dos ansiolíticos, en vez de uno, y se levantó tarde y algo torpe. Tras calzarse las zapatillas y colocarse sobre el pijama una bata gruesa, adquirida al poco de alquilar la habitación, hizo una breve visita al cuarto de baño y se dirigió luego a la cocina, a cuya mesa permanecía sentado Serafín, el dueño del piso.
—Buenos días —saludó Julia.
—Hola —dijo él, y continuó recorriendo con el dedo, como si estableciera una ruta, el mantel de hule, en el que había impreso un gran mapa de la India. Jubilado desde hacía algunos años, su vida laboral había transcurrido en una agencia de viajes, lo que, además de proporcionarle una considerable cultura geográfica, le había permitido viajar por todo el mundo. Delgado y fibroso, llevaba puesto el chándal con el que andaba por la casa y que le estaba grande, pues era partidario de las prendas muy anchas, especialmente aptas para la postura en la que solía meditar.
Julia le contó a Millás que había dado con la habitación de Serafín Marbas a través de un anuncio, en internet. Le pareció que en aquella combinación de nombre y apellido se ocultaba un mensaje encriptado, ya que Serafín era el nombre de un ángel y Marbas el de un diablo. La chica sabía bastante de ángeles y de diablos porque había dedicado muchas horas a su estudio después de que un día, en el metro, alguien le hubiera dicho que era un ángel. Se trataba de una mujer que al dirigirse a la puerta del vagón, dispuesta a abandonarlo, y aprovechándose de las estrecheces de la hora punta, había acercado sus labios a uno de los oídos de Julia, casi como si fuera a besarla, para susurrarle:
—Chica, eres un ángel.
Paralizada por la impresión, Julia había visto cómo la mujer alcanzaba el andén, cómo las puertas se cerraban a su espalda y cómo el tren las alejaba luego mientras cada una de ellas mantenía su mirada en la de la otra. Por la noche, en la cama, cuando cerró los ojos, la vio de nuevo flotando, más que caminando, sobre unas botas de color amarillo dotadas de unas plataformas formidables. Sus labios, cuyos límites estaban marcados por una línea negra, como dibujada con un lápiz de ojos, componían una sonrisa irónica dedicada a una Julia perpleja.
Ni por su forma de vestir ni por sus actitudes, la mujer formaba parte del mundo que a esas horas viajaba en el metro. Desde que ingresara en el vagón, abriéndose paso entre la muchedumbre con las maneras de una diosa (o de una puta, puntualizó Julia dirigiéndose a Millás) para instalarse junto a una de las puertas del fondo, no había dejado de observarla. Cuando la mujer le devolvía la mirada, y se la devolvía con frecuencia, Julia, sofocada, desviaba la suya. No obstante, realizó un inventario completo de su atuendo, consistente en una blusa amarilla, a juego con las botas, que se amoldaba con una perfección anormal a su cuerpo, como si poseyera una flexibilidad líquida que le traía a la memoria el anuncio de un perfume caro. Debajo de la blusa, vestía unos pantalones negros muy ajustados, también muy líquidos, cuyas perneras se perdían en el interior de las botas. Y en vez de una prenda de abrigo, como correspondía a la época, llevaba sobre los hombros, a modo de capa, una gabardina cuyo tejido membranoso, de tonos suaves, evocaba el de las alas de las mariposas. En cuanto al pelo, tan negro y tan brillante como la seda de los pantalones, iba recogido en una cola de caballo que dejaba al descubierto la perfección de los rasgos de la cara, apenas maquillada.
—Chica, eres un ángel —le había dicho aquella especie de fantasma que se parecía más a los seres imaginarios que a los reales.
Tras una jornada laboral a la que sobrevivió con la ansiedad del que atraviesa un túnel cuya salida se retrasa eternamente, en la habitación de la casa de su madre, donde vivía entonces, se había desnudado delante del espejo para revisar su cuerpo en busca de las trazas de ángel, que no halló. Percibió, en cambio, el olor a pescado que penetraba todas las defensas y se depositaba obstinadamente en los poros de la piel.
Durante los siguientes días, además de esperar sin resultados que la mujer del metro volviera a manifestarse, pasó varias horas delante del ordenador, buscando información acerca de los ángeles. Así acabó cayendo en un foro donde Anauel, uno de los participantes, que se manifestaba como un experto, le explicó, al contar Julia lo sucedido en el metro, que el mundo estaba lleno de ángeles a medio hacer.
—Cuando algo falla en el transcurso de formación de estos seres —añadió Anauel—, en vez de ser desechados, como en los controles de calidad habituales, son arrojados a la vida en forma de seres humanos, aunque nunca llegan, debido a su naturaleza, a encajar del todo en este mundo.
A preguntas de Julia, el tal Anauel añadió que estos ángeles inacabados, no siendo conscientes de sus orígenes ni de su verdadera naturaleza, erraban entre los seres humanos sin adaptarse a ellos, evolucionando con frecuencia, debido a las agresiones del medio, a la condición de diablos, aunque a diablos imperfectos también.
—En realidad —concluyó Anauel—, el proceso de producción de un ángel y el de un diablo son idénticos. Solo al final de la cadena de montaje, si se pudiera emplear esta comparación, se les otorga a unos el certificado de una cosa o la otra. ¿Cómo? De un modo aleatorio.
La información de Anauel le recordó a Julia un documental de la televisión acerca de los pantalones vaqueros de marca falsificados. Al parecer, los auténticos solo se distinguían de los falsos en la etiqueta que les colocaban al final del proceso de confección, pues tanto los unos como los otros estaban hechos por las mismas personas y con materiales idénticos.
En todo caso, la idea de ser un ángel, si bien un ángel inacabado o minusválido, además de producirle una sugestión poderosísima, vino a explicarle las dificultades de su relación con el mundo, al que era evidente que había sido arrojada sin las dotaciones precisas para abrirse camino en él. Durante algún tiempo, y guiada por el tal Anauel, con quien comenzó a mantener una correspondencia fluida, continuó investigando acerca de la naturaleza de los ángeles y los demonios, asombrándose de pertenecer, si bien en calidad de miembro deteriorado o bastardo, a una familia tan extensa. Para cuando tropezó en internet con el anuncio de Serafín Marbas, sabía ya perfectamente el lugar que ocupaban los serafines en la angelología y el significado de Marbas en la demonología.
Así que llamó por teléfono a Serafín dando por hecho que la habitación en alquiler, aunque se encontraba muy lejos del trabajo al que se acababa de incorporar, en la pescadería del supermercado, le estaba destinada.
La casa tenía tres habitaciones, de las que el dueño había decidido alquilar una. El precio era muy bueno y aunque se trataba de un tercer piso, sin ascensor, se encontraba a diez minutos de una boca de metro, y muy lejos de la casa de su madre, de quien había decidido emanciparse al poco de obtener el trabajo en la pescadería de la gran superficie.
Para el primer encuentro con Serafín Marbas, Julia se había dado un baño de agua con abundantes dosis de vinagre, limón y vino blanco, tal como le habían aconsejado en un foro de internet para quitarse el olor a pescado que, según uno de los participantes, provenía de la acción de las enzimas y bacterias sobre el cadáver del animal.
—La función —añadía el internauta— de los pulverizadores de agua sobre los mostradores de las pescaderías no es otra que la de tapar ese olor.
También se había puesto la sonrisa de bricolaje utilizada con los clientes y con el mundo en general y que quizá, pensó a la vista de los resultados que obtenía de ella, se trataba realmente de la sonrisa de un ángel.
En aquel primer encuentro, Serafín Marbas le explicó que él y su mujer tenían una hija médica que ejercía en Australia, y que tenía a su vez una niña que había perdido un dedo —el corazón de la mano derecha— al pillárselo con la puerta de hierro de una bodega doméstica.
—Así que tengo una nieta australiana —concluyó atónito, como si no hubiera contado la historia el número de veces suficiente como para creérsela o para hacerla suya.
—Hay mucha gente con nietas australianas —dijo Julia de manera algo mecánica, al modo en que después de escuchar un tres pronunciamos mentalmente un cuatro.
—En cuanto a mi mujer —continuó Serafín—, lleva cinco años en la cama, y por eso no ha salido a saludarte. Un día, al terminar la clase de yoga, le empezaron a pesar los pies, a pesar los pies, como si los zapatos fueran de plomo, la llevamos al hospital y salió en silla de ruedas porque le tocaron la médula al intentar arreglarle una vértebra que guardaba relación con lo del peso de los pies. Tiene muchos dolores y los médicos me la han hecho morfinómana.
—Vaya —dijo Julia atenuando un poco su sonrisa de corte y confección.
—A veces ve cosas que no son. Ayer mismo vio a un cartero atravesando el dormitorio.
—¿Era un cartero analfabeto?
—No sé si era analfabeto, ¿por qué?
Julia respondió que por nada, aunque era por algo, pues de vez en cuando un cartero analfabeto aparecía dentro de su cabeza, mostrándole las cartas que debía entregar para que ella le leyera las direcciones. Pensó que podía tratarse del mismo.
Serafín Marbas informó a Julia de que había recibido muchas llamadas de gente interesada por la habitación, pero que ella le había gustado desde el primer momento como huésped, asunto en el que prefería dejarse llevar por la intuición (se fiaba mucho de su «olfato»), ya que carecía de experiencia como casero.
—De modo que ocuparás la habitación de mi hija australiana. Ya comprenderás que es para ayudarnos un poco, pues la enfermedad de mi mujer conlleva muchos gastos.
—Claro —dijo Julia.
—Aquí, si eres tranquila, puedes llevar una vida tranquila. Mi mujer no sale de la habitación, no puede, la pobre, y se pasa la mitad del día durmiendo o dormitando, por las drogas. Ya os presentaré en cualquier momento, no te apures por ella. Luego, verás que esta casa tiene mucho tráfico, es muy animada también. Hay días en los que coinciden aquí el médico, el fisioterapeuta, el practicante, el cura, el de la muerte digna… Mucho movimiento.
Se instaló al día siguiente en la habitación de la hija australiana de Serafín, quien dormía en otra habitación porque en la de matrimonio, además de una cama mecánica algo aparatosa, de las de hospital, había otros artefactos clínicos, destinados al cuidado de la enferma, que no dejaban espacio para nada más. La ventana de la habitación de Julia daba a un gran patio de luces en cuyo fondo, además del acceso a un parquin público, había un túnel de lavado de automóviles con el techo de plástico o de otro material transparente y regentado por un hombre delgado que dirigía a dos operarios gordos que limpiaban los interiores de los coches y repasaban los rincones que se le escapaban a la máquina. La actividad, siendo incesante, resultaba también monótona, de modo que Julia empleaba parte de su tiempo libre en observar aquel trasiego letárgico mientras espiaba los movimientos que se producían en el interior de su cabeza.
Conoció a Emérita, la mujer de Serafín, al día siguiente de instalarse, por la noche, cuando regresó del trabajo. Antes de que hubiera podido quitarse el olor a pescado, Marbas le pidió que le ayudara a colocar a la enferma en la trona.
—Mira —le dijo Serafín—, es Julia, la chica de la que te hablé.
Emérita, que permanecía desnuda, bajo una sábana muy ligera, pues no soportaba ya el roce de ningún tejido, le ofreció una sonrisa dolorosa mientras se dejaba hacer.
Tras ayudar a Serafín a mover a la enferma y a depositarla de nuevo en la cama después de que hiciera sus necesidades, le pusieron crema por todo el cuerpo. La piel de Emérita, abierta en muchos sitios, parecía la membrana de un insecto en fase de larva. Debido a la ingestión masiva de fármacos, su cuerpo exhalaba un olor tan penetrante que el de Julia pasó completamente inadvertido.
Aquel sábado, cuando terminó de desayunar, Julia dejó a Serafín en la cocina, meditando sobre un cojín que colocaba en el suelo, delante de un vaso con agua. A veces meditaba allí, en la cocina, y a veces en su dormitorio, Julia ignoraba de qué dependía que eligiera una u otra estancia.
Ya en su habitación, abrió al azar un libro de ejercicios de español para extranjeros, adquirido en una librería de segunda mano, y se dedicó intensamente a la lectura de frases del tipo «creo que tengo indigestión», «soy diabético» o «querría un camarote de primera clase, por favor». Julia, que no sabía idiomas, imaginó que era extranjera y las fue pronunciando con un acento extraño, muy gutural («greo que tengggo indigggestión», «gerría un gamarote de grimera glase, por gavor»). Le dio mucha alegría tropezar de súbito con Mi madre tiene pestañas en los párpados, como si ella fuera en cierto modo coautora del manual.
Entonces dice que sonó su teléfono móvil, muy lejano al principio, como si sonara en otra habitación de la casa. Luego más cerca, como unos pasos por el corredor. Enseguida cayó en la cuenta de que sonaba dentro del bolsillo de su abrigo, colocado sobre un baúl de mimbre en cuyo interior guardaba toda su ropa, ya que el armario estaba ocupado aún por la de la hija australiana de Serafín. Lo cogió sin mirar quién llamaba, con un «digggame» que alarmó a la persona que estaba al otro lado.
—¿Te pasa algo, hija?
Era su madre.
—Perdona, mamá, estaba practicando.
Hubo un silencio marcado por la indecisión de la madre que finalmente decidió no preguntar a qué clase de práctica se refería.
—Te llamé ayer y anteayer. Varias veces —dijo.
—Ya sabes que en el trabajo no nos dejan usar el móvil y se me había olvidado mirar las llamadas perdidas.
Hubo un nuevo silencio al otro lado. Julia dice que comparaba aquellas conversaciones con un jersey lleno de agujeros. Los agujeros eran los silencios.
—¿Estás bien?
El «estás bien» procedente de su madre significaba si estaba bien de la cabeza.
—Sí, sí, muy bien.
—¿Y te adaptas a vivir sola, así, en una habitación?
—Claro, estoy muy a gusto con esta familia.
—Ya sabes que puedes volver a casa cuando quieras. Por mí encantada. Y por Cao también.
—Gracias.
—Y… esto, ¿qué te iba a decir?
—…
—El chino.
—¿Sí?
—¿Lo has vuelto a ver?
—¿Al chino? No, no —respondió Julia.
—Mejor, ¿no?
—Mucho mejor, sí.
Su madre se refería a un chino que persiguió a Julia de pequeña. Un chino alto, muy delgado, sin gafas. Julia decía sin gafas al modo en que de un manco habría dicho sin brazo, pues su rostro, sin ellas, parecía incompleto. Vestía un traje oscuro y una camisa blanca abrochada hasta el cuello. Sus zapatos, marrones, hacían juego con su cinturón. En invierno solía llevar sobre el traje una gabardina clara, muy ligera, parecida a la de la mujer que en el metro le había dicho que era un ángel. Julia no era capaz de señalar la primera vez que había reparado en la presencia del chino, pues formaba parte del paisaje desde que tenía memoria. Aparecía en una esquina de la calle cuando ella salía de casa, en otra cuando entraba en el colegio, o detrás de un árbol cuando la llevaban al parque. También aparecía en el espejo de la peluquería cuando le cortaban el pelo… Fuera donde fuera, allí se manifestaba el chino, observándola, medio oculto, desde algún lugar. Estaba integrado de tal forma en la realidad que Julia no fue consciente de su existencia hasta que desapareció, al poco de que cumpliera trece años, coincidiendo con la llegada de la regla. Fue como cuando el motor de una nevera ruidosa se detiene y reconocemos la existencia del silencio. Julia notó que algo raro ocurría, pero no supo de qué se trataba hasta el tercer o cuarto día. Entonces le preguntó a su madre:
—¿Dónde se ha ido el chino?
Se lo preguntó con la naturalidad con la que le habría preguntado, al volver del colegio, por la desaparición de un mueble familiar. Su madre se encontraba en la cocina, preparando la cena, que apartó del fuego antes de volverse hacia Julia.
—¿Qué chino, hija?
Julia se dio cuenta de que a su madre le había parecido una pregunta incongruente y respondió:
—No sé, un chino.
Y abandonó inquieta la cocina, sin saber exactamente qué ocurría, aunque intuyendo que el chino no formaba parte del mundo, sino de su mundo. Durante los siguientes días permaneció atenta, por si entre sus compañeros de colegio se comentara la desaparición del asiático, pero nadie se refirió a él. Unos años después, cuando pusieron en su barrio la primera tienda de chinos, Julia fue un día a comprar el pan y se encontró al chino detrás del mostrador. Era idéntico al que conservaba en su memoria. Alto, delgado, sin gafas, con un traje oscuro y una camisa blanca abotonada hasta el cuello, sin corbata. No pudo verle los zapatos, pero el cinturón era de color crema. Volvió a casa presa de una agitación enorme y con el rostro blanco como el vientre de un pez.
—He vuelto a ver al chino —confesó a su madre cuando esta le urgió, con angustia, a que le explicara lo ocurrido.
—¿Qué chino? —preguntó la madre.
Julia le contó entonces lo que de pequeña le había ocultado, y la madre, que recordaba la escena de la cocina, pues había acudido a su memoria con frecuencia, intentó explicarle muy angustiada las diferencias entre la fantasía y la realidad. Julia la escuchó fingiendo entender, pero si las cosas eran como se las exponía su madre, por qué aquel chino había saltado ahora desde el mundo imaginario de la infancia a la tienda de la realidad. No quiso volver a por el pan hasta que su madre la obligó a ir con ella, al objeto de que se le quitara el miedo. Y había un chino, pero era distinto, un chino de nombre Cao Fei, al que en el futuro llamarían Cao, y que, por esas cosas de la vida, se casaría con la madre de Julia, divorciada de su padre desde hacía cinco o seis años.
Aunque jamás se habló del asunto claramente, Julia entendió que su modo de actuar, en general, producía en sus padres cierta alarma. Esa alarma, dice, provocaba a su vez en ella un verdadero espanto. Con el tiempo, gracias en parte a la medicación, fue aprendiendo a distinguir entre lo que debía manifestar y lo que no. Según le contó a Millás, no lo logró del todo, pero sí en la medida precisa para alcanzar un acuerdo implícito según el cual, cuando ella se salía de lo establecido, todos miraban a otro lado y se cambiaba de conversación.
Ahora que estaba fuera de casa, su madre se atrevía a manifestar lo que cuando vivía con ella era una especie de tabú.
—Que no hayas vuelto a ver al chino, y sin tomar ya ninguna medicación, es muy buena señal, hija.
—Sí, mamá. Además, ahora estoy estudiando Lengua.
—¿Lengua?
—Bueno, gramática. He conocido a un filólogo, ya sabes.
Del otro lado le llegó un silencio alarmante, de los que a ella le provocaban espanto.
—¿Un filólogo? —preguntó al fin la madre—. ¿Dónde?
—En el supermercado, es mi jefe.
—¿Es pescadero?
—Sí, ya sabes que de lo primero que se quita la gente en las crisis es de la filología y del marisco, así que ha tenido que dejar la enseñanza. Pero sigue estudiando, para cuando convoquen oposiciones.
—Qué bien, hija —titubeó la madre—. ¿Vendrás a comer mañana?
—Mañana no puedo, mamá. Tengo que sustituir a una compañera que está de baja.
—Bueno, tú, cuando puedas, llama. Yo tampoco quiero perseguirte.
Tras despedirse de su madre, Julia volvió al libro de español para extranjeros, pero ya había perdido el ánimo y lo cerró enseguida. Todavía con la bata puesta, pues estaba perezosa, abandonó la habitación y pidió permiso a Serafín para utilizar el ordenador del salón, conectado a internet.
—Ya sabes que ni me tienes que hablar cuando medito ni me tienes que pedir permiso para usar el ordenador —dijo él, molesto por la interrupción.
—Es por cortesía —dijo ella.
—Estoy de tu cortesía hasta los cojones —pronunció él cerrando de nuevo los ojos.
Julia encendió el ordenador a fin de investigar si a otras personas, como a ella, se les aparecían frases. «¿Es normal —comenzó escribiendo en el buscador— que…?». Antes de que pudiera completar su pregunta apareció en la pantalla una cascada de posibilidades que completaban aquel comienzo suyo. Entre las primeras se encontraba: «¿Es normal que mi madre me huela el recto por las noches?».
Tras unos primeros instantes de perplejidad, cerró el navegador como si hubiera hecho algo censurable. Luego, tras comprobar que su escándalo no había provocado ninguna alteración en el ambiente, volvió a abrirlo y pudo completar su pregunta.
¿Es normal que se me aparezcan frases?
No halló respuesta alguna, pero a base de insistir en la cuestión modificando su estructura original, fue a caer en un chat de filólogos donde alguien que firmaba Genitivo del Singular preguntó a su vez.
—¿Quieres decir que ves frases al modo en que el niño de El sexto sentido veía muertos?
—Más o menos, sí. Se me aparecen frases con problemas y pretenden que yo se los solucione.
—¿Y tú qué haces?
—Les pido que se quiten la ropa y que se tumben en la camilla, para que las examine.
—¿Y cómo se quitan la ropa?
—Pues como tú te quitas la camisa.
—Eso es para un foro de psiquiatría —intervino un tal o una tal Sintagma.
—Ponme un ejemplo de frase que se te haya aparecido recientemente —escribió Genitivo del Singular.
—Soy una frase muda —escribió Julia.
—¿Y qué le pasaba a esa frase?
—Pues eso, que era muda.
—¿Y qué te dijo?
—Nada, no me dijo nada, ya te digo que era muda.
Soy una frase muda, le explicó Julia a Millás, se le había aparecido unos días antes, despertándola de una pesadilla. Al notar su roce en la cara, Julia pensó que se trataba de un bicho y dio un grito. Luego encendió la luz, y al ver que se trataba de una oración gramatical la tomó en la mano y fue con ella hasta la mesa, desde donde la frase la miraba con angustia, como pidiéndole ayuda. Julia intentó hablar con ella, pero enseguida se dio cuenta de que no podía oírla porque también era sorda. Seguramente era muda por sorda. Se estuvieron mirando con desesperación durante unos minutos y finalmente la frase desapareció. Julia volvió a la cama y mientras intentaba coger el sueño (o mejor: que el sueño la cogiera a ella) pensó que quizá una frase muda era como un ángel sin alas.
—Da miedo pensar en una frase muda —escribió Genitivo del Singular.
—¿Pero es normal o no? —insistió Julia.
—Normal no es —dijo Genitivo del Singular—, las frases no hablan de sí mismas.
—Eso de que no hablan de sí mismas lo dirás tú —apuntó Sintagma—. La frase, por poner un ejemplo, «si Julia no está loca, lo parece», dice de sí misma, entre otras cosas, que es compuesta y condicional.
—Pero lo importante no es lo que dice de sí misma, sino lo que dice de Julia —intervino un tal Acento Ortográfico.
—A mí lo que dice de Julia me importa un rábano —cortó Sintagma—. A mí, como filólogo, lo que me interesa de las frases es lo que dicen de sí mismas, no lo que dicen de la realidad. A la realidad, que le den.
Julia esperó a que Genitivo del Singular añadiera algo, pero parecía haberse retirado, y ella se retiró también, pues además de desagradarle la agresividad de Sintagma, le inquietaba el hecho de que las frases, al hablar de la realidad, hablaran de sí mismas. ¿Significaba que utilizaban la realidad como excusa para contar su vida?
Pasó el resto de la mañana del sábado inquieta, yendo de un lado a otro de la casa sin llevar a cabo ninguna actividad útil. Después de comer, se tomó un ansiolítico y se sentó junto a la cama de Emérita, la mujer de Serafín, para ver con ella una película. Serafín, en la cocina, seguía meditando. Podía resistir horas en aquella postura, con la mente no se sabía dónde. Emérita se durmió enseguida y Julia esperó aún, impaciente, a que el ansiolítico pusiera algo de distancia entre la realidad y sus deseos. Cuando esa distancia se produjo, decidió que iría al supermercado para dar una sorpresa a Roberto, que trabajaba ese sábado en un turno que acababa a las nueve de la noche.
De modo que a media tarde comenzó a arreglarse sin prisas. Quería estar distinta a como se veía los días de diario, también a como la veía Roberto. Tras la ducha, en vez de utilizar su ropa, abrió el armario de la habitación y eligió tres prendas entre la ropa de la hija australiana de Serafín. Él mismo se lo había sugerido un día, al reparar en la pobreza del vestuario de la chica.
—Ponte lo que quieras, con tal de que no te vea mi mujer.
Eligió unos pantalones negros, una blusa blanca y un jersey rojo. Todo le caía muy bien y estaba como nuevo. Hay gente, dice Julia, que no estropea la ropa.
Llegó a las inmediaciones del centro de trabajo diez minutos antes de la hora a la que el filólogo terminaba su turno. Pero aún tendría que lavarse un poco y cambiarse de ropa, quizá se entretuviera con algún compañero… Eran cerca de las nueve de la noche cuando Julia se situó en la zona del parquin exterior del centro comercial donde Roberto solía dejar su coche, que localizó enseguida. Dispuesta a darle una sorpresa, se escondió cuatro filas de automóviles situados detrás del suyo, desde donde pudiera verlo llegar sin que él se apercibiera de su presencia hasta que ella le saliera al paso.
Entonces, como le había ocurrido tantas veces a lo largo de la vida, la realidad se comportó de un modo diferente al esperado, pues Roberto se manifestó con una mujer que parecía su mujer y con un niño que parecía su hijo, un conjunto familiar en fin al que Julia vio avanzar desde la puerta del centro comercial empujándose y gastándose bromas y riéndose como si se llevaran bien. Y dice que, claro, se quedó completamente descolocada, allí, detrás del otro coche, a unos siete u ocho metros del de Roberto, en el que se introdujo la familia feliz partiendo enseguida en dirección al mismo sábado por la noche en el que ella se quedaba abandonada. Un sábado noche, para decirlo todo, muy frío, de cuyo cielo caían virutas de nieve que se deshacían al contacto con los automóviles y que en el pelo de Julia, que se había rizado con unas tenazas eléctricas antes de salir, se convertían en gotas de agua que brillaban brevemente antes de desaparecer. «Te voy a matar», dijo entre dientes mientras abandonaba su escondrijo sin saber muy bien si se refería a Roberto o a su mujer, pero sin descartar tampoco al niño. Más tarde, en el metro triste de las postrimerías del sábado se preguntó, sin hallar respuesta, qué decía de sí misma la frase «te voy a matar». Que soy transitiva, por ejemplo, respondió la frase desde algún rincón de su cabeza.