Dice que llegó al trabajo a media mañana y entregó a Roberto el justificante.
—¿Qué ocurre? —preguntó él tras leerlo.
—Me ha dado en el metro un episodio de hiperventilación —dijo ella, orgullosa de emplear aquel tecnicismo— y he tenido que ir corriendo a urgencias.
—¿Claustrofobia?
Julia vio entonces la oportunidad de hablar de gramática con el filólogo y respondió:
—No, no fue por la claustrofobia, sino por los sustantivos.
—¿Los sustantivos?
—Sí, la idea de que, mirara adonde mirara, solo hubiera sustantivos me pareció agobiante. Como encontrarme en el interior de un enjambre de abejas. Estaba sentada sobre un sustantivo, yo misma era un sustantivo y mis zapatos y mi ropa y los zapatos y la ropa de los demás también eran sustantivos, como las gafas de la gente y sus bigotes, sus pañuelos, sus ojos, sus libros, sus periódicos…
—Tú no estás bien de la cabeza, chica —dijo Roberto.
—La cabeza también es un sustantivo —respondió ella.
Roberto se quedó mirándola con un gesto entre divertido y vacilante, como si dudara de que la joven hablara en serio. Luego la tomó del brazo y la condujo a un lugar menos transitado, como para decirle un secreto.
—Pero las cosas no son sustantivos, Julia. Sustantivos son las palabras con las que nombramos las cosas. Si lo piensas bien, no es lo mismo.
—¿Los peces no son sustantivos o nombres?
—No, el sustantivo o nombre es la palabra «pez».
—¿Y entonces el pez qué es?
—El pez es el animal que nombramos con la palabra «pez».
Julia dice que sintió vértigo, como si hubiera alcanzado el borde de un precipicio o como si acabaran de abandonarla en el centro de un laberinto. Se dio cuenta de que no sabía muy bien en qué consistía nombrar. ¿Nombrar algo era un sucedáneo de poseerlo? ¿Nombrábamos las cosas porque no teníamos otro modo de acercarnos a ellas? ¿El nombre era una barrera o un puente entre nosotros y el mundo? De no haberse tomado el ansiolítico, habría sufrido otro episodio de hiperventilación. Aun así, pensó que tendría que aumentar la dosis si no lograba apartar aquellos pensamientos de su cabeza.
—No acabo de entenderlo —dijo al fin.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—No entiendo bien lo que ocurre entre las palabras y las cosas, ni lo que significa exactamente nombrar algo. Cree una que sabe algo y no lo sabe.
—Bueno, ahora cámbiate de ropa y sal a despachar, que está la tienda hasta arriba. Yo me ocupo de entregar tu justificante en Personal.
Ya en el vestuario, se tomó otro ansiolítico, y luego, mientras se cambiaba, pensó que si el sustantivo no era la cosa sino el puente hacia la cosa, su propio nombre, Julia, tampoco era ella sino un puente hacia ella. Quizá un puente roto, si pensaba en algunos episodios de su relación con la vida. Sin embargo, ella decía para sus adentros «Roberto» y parecía que poseía a Roberto, al modo en que solo con decir la palabra «limón» se le llenaba la lengua de saliva. Ya de uniforme, salió a la tienda y comenzó a atender al público sin dejar de pensar en el tipo de dependencia que las cosas tenían de las palabras, o las palabras de las cosas, sin hallar el nexo por el que las primeras vivían atadas a las segundas y al revés. En efecto, se dijo mientras limpiaba medio quilo de salmonetes, la palabra «pez» no es exactamente el pez. Y al decírselo sintió una turbación enorme, como si hubiera atravesado un velo, situándose en una instancia diferente de la realidad.
Pese a todo, y gracias al segundo ansiolítico, cuyos efectos se habían sumado eficazmente a los del primero, atendió sin problemas hasta el descanso del mediodía, aunque más despacio de lo habitual, como a cámara lenta, siendo consciente de cada uno de sus movimientos. Por lo general, dice, era muy rápida: en dos minutos abría una dorada y extraía de su cuerpo, por fresca que estuviera, la espina central sin que un gramo de carne se quedara adherido a ella. Y les arrancaba las escamas, que saltaban alrededor del cuchillo como las chispas de una bengala, sin dañar en absoluto la piel. No había perdido eficacia, pero sí velocidad. Algunos de sus compañeros se lo hicieron notar por lo bajo, al pasar junto a ella (¡date prisa!). Pero Julia no se agobiaba al ver que la realidad iba más deprisa que ella, incluso le producía cierta gracia que se cuidó de manifestar.
Al llegar la hora del descanso, se dirigió a una de las puertas de los muelles donde recibían la mercancía y salió a tomar el aire rumiando aún el asunto de las relaciones entre las palabras y las cosas. Había ahí algo irreductible, algo que no se podía pensar o que ella no era capaz de hacerlo. Al rato, apareció Roberto con unas cajas vacías que apiló junto a otras que permanecían pegadas a la pared.
—Así que estás a vueltas con los sustantivos —comentó dirigiéndose a Julia.
—Sí —dijo ella—, con los concretos.
—Pues ya verás cuando llegues a los abstractos —le advirtió él regresando al interior a por más cajas.
En realidad, le explicó a Millás, ya había estudiado también los abstractos, pero le pareció que soltar aquel tecnicismo («con los concretos») de la forma natural que lo hizo impresionaría a Roberto.
Esa noche, cuando estaba dispuesta a dejarse caer sobre la cama antes de lo acostumbrado debido al efecto de los ansiolíticos, se presentó en su habitación una frase que dijo pertenecer al mismo manual de español para extranjeros que Mi madre tiene alambres [ahora pestañas] en los párpados. La frase era Salí del metro por culpa de un ataque de ansiedad.
A Julia le extrañó que la frase tratara de ella (también en los alambres de la anterior había percibido una alusión a la dureza de las pestañas postizas de su madre), por lo que se sintió un poco perseguida.
—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó de forma algo huraña.
—Le dijiste a Mi madre tiene alambres en los párpados que sustantivo o nombre era todo lo que se podía ver y tocar y oler, como un gato o como una mierda o como un coño.
—Te ruego —dijo Julia adoptando la seriedad de una doctora— que evites la pronunciación de sustantivos inconvenientes.
—De acuerdo, ¿pero te importaría ver los sustantivos de los que estoy compuesta yo?
—Quítate la ropa y túmbate en la camilla.
Una vez desnuda y tumbada sobre el folio, Julia fue buscándole los sustantivos o nombres de los que estaba compuesta Salí del metro por culpa de un ataque de ansiedad.
—Aquí detecto el sustantivo metro, el sustantivo culpa, el sustantivo ataque y el sustantivo ansiedad —dijo señalándolos con la punta del bolígrafo, sin tocarlos apenas, como un dermatólogo que buscara irregularidades sospechosas sobre el cuerpo de un paciente.
—¿Estás segura de que culpa, ataque y ansiedad son sustantivos? Te lo digo porque ni los veo ni los toco ni los huelo.
Julia le explicó que había, en efecto, dos clases de sustantivos o nombres: los concretos, como «mesa» o «bolígrafo», que se podían tocar, y los abstractos, como «pesadilla» o «culpa», que solo se podían sentir.
—Los nombres abstractos —añadió— se perciben con el intelecto. La «gilipollez», por ejemplo, o la «belleza», así como la «dicha», la «brutalidad» o la «maldad» son sustantivos abstractos porque nombran cosas que no se pueden tocar con los dedos de las manos, pero sí con los de la inteligencia.
—¿Son objetos espirituales? —preguntó la frase.
—Algo así —respondió Julia.
—Claro —añadió reflexivamente Salí del metro por culpa de un ataque de ansiedad—, es que no es lo mismo una llave inglesa que un sentimiento.
—Lo has entendido muy bien. «Sentimiento» es un sustantivo abstracto mientras que «llave» es un sustantivo concreto.
—De modo —añadió la frase— que yo estoy compuesta de tres sustantivos abstractos (culpa, ataque y ansiedad) y de uno concreto (metro), mientras que los sustantivos de Mi madre tiene alambres en los párpados son todos concretos.
—Ya no tiene alambres, ahora tiene pestañas.
—Pues pestañas, da igual, el caso es que son todos concretos, ¿no?
—En efecto.
—Significa —concluyó Salí del metro por culpa de un ataque de ansiedad— que yo soy más espiritual que mi compañera.
—Si quieres verlo así…
Dice Julia que la frase espiritual se marchó muy satisfecha de sí misma. Ella se dejó caer vestida sobre la cama y se durmió al instante.