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Esa noche, cuando Julia estudiaba gramática en su habitación, entró por la ventana la palabra Pobre. Se notaba que era la antigua Pobrema porque no le había cicatrizado del todo la herida provocada por la amputación de la sílaba ma. Ahora dijo que se sentía coja sin esa sílaba.

—Pues tendrás que elegir entre sentirte coja y significar algo o estar completa y no significar nada —le dijo Julia algo molesta.

La palabra, tras unos instantes de duda, decidió que si significar algo implicaba aceptar aquella minusvalía, prefería no significar nada. Julia se ofreció a implantarle de nuevo la sílaba, que había guardado para analizarla, dice, por si se tratara de un tumor maligno, y Pobre volvió a desnudarse y a tumbarse en la camilla para dejarse operar, o desoperar, según se mirara, por Julia, que le restituyó con un par de puntos de sutura la sílaba perdida. Transformada de nuevo en Pobrema, se levantó, se observó a sí misma, se palpó el cuerpo con expresión de alivio, como el que encuentra en uno de los bolsillos de la ropa la cartera que creía perdida, y dijo que aquello era otra cosa. Luego abandonó la habitación sin dar las gracias.

Dice Julia que debió de correrse la voz de que poseía una clínica gramatical o algo parecido, de modo que durante los siguientes días empezaron a presentarse en su habitación, mientras estudiaba, frases a las que no se atrevía a confesar que ni ella era doctora ni aquella habitación un sanatorio. Comprobó que las había de todos los tipos imaginables: frases con problemas físicos y frases con problemas psicológicos. También había frases con alteraciones psicosomáticas, de las que tenían mal el cuerpo por una complicación mental o mal la mente por un conflicto corporal. Vio frases rotas y frases descoyuntadas y frases con doble personalidad o doble sentido, por no hablar de frases lapidarias, lacónicas, malsonantes, simples, complejas, trasparentes…

Un día se presentó en la consulta la frase Soy una frase.

—¿Y a ti qué te ocurre? —preguntó Julia, que las trataba ya con cierta superioridad, como la mayoría de los médicos con experiencia a sus pacientes.

—Pues que soy una frase absurda. Si se ve a primera vista lo que soy, ¿qué necesidad tengo de ir pregonándolo?

—Todas las precauciones son pocas —dijo Julia—. Mira, yo misma sé que soy Julia, pero dispongo de un carné de identidad que lo demuestra. Por si acaso.

—¿Por si acaso qué?

—Por si me lo pide la policía, por ejemplo, este mes me lo han pedido tres veces. A mí no se me nota por fuera que soy Julia porque no tengo forma de Julia. Podría ser Felicidad, o Antonia o Cayetana. Tú, además de tener forma de frase, dices de ti misma que eres una frase. Es imposible confundirte con otra cosa distinta, no necesitas carné de identidad ni certificado de nacimiento.

La frase se marchó más o menos convencida de sus ventajas. Curiosamente, la siguiente en pasar esa noche fue la oración: No soy una frase.

—A ver, ¿soy o no soy una frase? —preguntó a Julia.

—Claro que eres una frase —respondió la joven.

—¿Entonces por qué digo que no soy una frase?

—No sé —dijo Julia, que no se atrevió a tratarla directamente de mentirosa—, hay gente que dice que es esto y es lo otro. Resulta bastante común. En mi trabajo hay un pescadero que es filólogo. Quizá seas una frase espía, una intrusa que quiere pasar inadvertida entre las demás frases para averiguar algo de ellas. O tal vez una frase muy modesta, que no quiere presumir de frase. Tampoco a la gente lista de verdad le gusta presumir de lista.

—A mí, desde luego, nunca me ha gustado darme aires de frase —dijo No soy una frase en un tono de modestia altiva.

—Pues va a ser eso —concluyó la joven.

Julia no tenía respuestas para la mayoría de las cuestiones que le planteaban las frases, pero ellas continuaban acudiendo a su «consulta» y las atendía a todas, intentando no decepcionarlas ni decepcionarse, pues se tomaba el estudio de la gramática con una seriedad con la que nunca antes había abordado proyecto alguno. Por fortuna, muchas planteaban problemas sencillos de resolver. A Mi perro está tuerta, por ejemplo, le dolían las articulaciones porque, como advirtió Julia enseguida, perro y tuerta no concordaban. Le explicó a la frase que esa falta de concordancia venía a ser como introducir la pieza de un puzle en un hueco que no le correspondía.

—Sufrirían la pieza y el hueco —dijo—. Date cuenta de que perro es una palabra masculina y tuerta es una palabra femenina.

La frase puso cara de ignorar el significado de masculino y femenino, pues Julia venía observando que la mayoría de las oraciones, como la mayoría de las personas, no sabían nada acerca de sí mismas. A Mi perro está tuerta le sobraban las explicaciones, solo quería que Julia le quitara el dolor, así que la tumbó sobre la cuartilla, le puso un poco de anestesia y realizó en la palabra tuerta una pequeña operación consistente en transformar la a final en una o, de manera que quedó Mi perro está tuerto.

—Cuando la frase se incorporó —dice Julia— parecía otra, no le dolía nada.

La frase se lo agradeció muchísimo, y aunque vivía en un libro húmedo (una novela en la que llovía todo el rato, y donde era frecuente el reúma), no volvió a sufrir de las articulaciones.

—No todos los problemas que se me presentaban —matiza frente a la mirada estupefacta de Millás— eran tan sencillos.

En efecto, no. Una noche apareció en su habitación Mi madre tiene alambres en los párpados, frase evidentemente desquiciada que sin embargo trajo a la memoria de Julia la aspereza de las pestañas postizas de su propia madre, que al besarla al tiempo de abrir o cerrar los ojos le arañaba el rostro. La oración estaba deprimida porque las otras frases con las que convivía en un método de aprendizaje de español para extranjeros huían de su compañía como de la peste.

—Físicamente —decía— me encuentro bien, no me duele nada, pero me deprimo al ver cómo me miran las demás oraciones del libro.

—Es que físicamente hablando eres normal —le respondió Julia—, todos tus elementos concuerdan y están bien ordenados. Además, suenas muy bien. Mi madre tiene alambres en los párpados posee, si te fijas, la cadencia de un verso.

Julia había estudiado hacía poco los versos de once sílabas, muy utilizados, según el libro, por los mejores poetas, y se dio cuenta enseguida de que pertenecía a esa clase.

—Eres un verso endecasílabo. En realidad tienes doce sílabas, pero como la última de tus palabras es esdrújula, hay que contar una menos, así son las normas. Estás dividida en dos partes, llamadas hemistiquios. El primero es Mi madre tiene alambres, y el segundo, en los párpados. Si te fijas, entre un hemistiquio y otro, para disfrutar de tu ritmo, conviene hacer un pequeño descanso. Habría que leerte de este modo: Mi madre tiene alambres / en los párpados.

La frase observaba a Julia con el respeto con el que un enfermo miraría a un médico que le da sobre sí explicaciones que no entiende, pero de las que depende su salud. Aun sin saber lo que era una sílaba ni lo que era un hemistiquio, todo lo que le decía Julia le sonaba muy bien.

—Encontraba gusto en ser tan compleja —explica Julia a Millás. De hecho, pensaba que en el libro de español para extranjeros la miraban mal por envidia.

—¿Entonces sueno bien? —preguntó la frase.

—Suenas muy bien —insistió Julia—. Tu problema no está en tu cuerpo, sino en tu cabeza.

—¿Quieres decir que estoy loca?

—Eres rara. Verás, no es normal tener alambres en los párpados.

La frase permaneció pensativa unos segundos y se acordó de la palabra uñas, que estaba en uno de los vocabularios del manual para extranjeros en el que vivía y cuyo sonido le gustaba mucho. Le pidió a Julia que le sustituyera la palabra alambres por la palabra uñas.

—Es que tampoco se suelen tener uñas en los párpados —respondió Julia con paciencia—. Ni uñas ni alambres, has de buscar un sustantivo diferente.

—¿Qué es un sustantivo? —preguntó la frase.

—Mira a tu alrededor —le dijo Julia, sin duda satisfecha por esta oportunidad de desplegar sus conocimientos— y dime qué ves.

—Una mesa.

—Pues «mesa» es un sustantivo. ¿Qué más?

—Un libro.

—Pues «libro» es un sustantivo. ¿Qué más?

—Una lámpara.

—Pues «lámpara» es un sustantivo.

—¿Entonces —preguntó asombrada Mi madre tiene alambres en los párpados—, todas las cosas que veo a mi alrededor son sustantivos?

—Así es, amiga. Sustantivos o nombres, se dice de las dos formas. «Mosca» es un sustantivo, «cama» es un sustantivo, «bolígrafo» es un sustantivo, «cuaderno» es un sustantivo, «ventana» es un sustantivo, «bata» es un sustantivo, «pijama» es un sustantivo…

—¿Y las partes del cuerpo humano son todas sustantivos o nombres?

—Todas.

—¿«Pierna» es un sustantivo?

—Sí.

—¿Y «ojo»?

—También.

—¿Y «paladar»?

—También, ya te digo que todas.

—¿Y «mierda»?

Julia se dio cuenta de que dijo «mierda» para provocar, pero lo pasó por alto y respondió que sí, que la mierda era un sustantivo.

—¿Y «coño»? —insistió Mi madre tiene alambres en los párpados.

—También.

—¿Puedo cambiar entonces alambres por coños?

—Probemos —dijo Julia para que la frase viera los resultados por sí misma—. Quítate la ropa y túmbate en esta cuartilla.

La frase Mi madre tiene alambres en los párpados se desnudó y se acostó sobre el folio blanco, donde con una sencilla operación Julia le cambió el sustantivo alambres por el sustantivo coños, quedando de este modo: Mi madre tiene coños en los párpados. Cuando la frase se miró en el espejo, no se gustó.

—Devuélveme los alambres —dijo disgustada.

Entonces Julia le propuso el sustantivo «pestañas». La frase miró a Julia con desconfianza, como si pretendiera engañarla.

—No me mires así —le dijo—, sales ganando porque lo que en realidad hay en los párpados son pestañas. Ese es tu único problema.

La frase se dejó operar de nuevo por Julia, quedando de este modo: Mi madre tiene pestañas en los párpados.

—¿Te gusta? —le preguntó Julia como un sastre le preguntaría a su cliente si se encontraba bien dentro del nuevo traje.

—Me gusto —respondió la frase.

—Pues no hay nada más que hablar. Me debes cien euros —añadió en un tono de broma que la frase no captó.

—¿«Euro» es sustantivo? —preguntó.

—Pues claro, ya te he dicho que todo lo que se toca o lo que se ve, incluso lo que se come o lo que se huele son sustantivos.

—¿Y lo que se oye?

—También. «Música» es un sustantivo, «ruido» es un sustantivo, «conversación» es un sustantivo.

—¿Te importa entonces que te dé cien piedras en vez de cien euros? Después de todo, «piedra» también es un sustantivo.

No fue fácil explicarle la diferencia de valor entre unos sustantivos y otros, así que al final la dejó marchar sin cobrarle; después de todo, se lo había dicho en broma. Por lo que Julia pudo averiguar más tarde, aquella frase pasó la vida perfectamente, sin que nadie se volviera a meter con ella, en el mismo manual para extranjeros en el que antes le hacían la vida imposible.