Julia trabajaba entonces en la pescadería de una gran superficie que quedaba lejos de la habitación en la que vivía de alquiler. Cogía el metro muy cerca de la casa, pero tenía que hacer dos trasbordos y tomar luego un autobús que, ahora sí, la dejaba a las puertas mismas del centro comercial. Durante los trayectos de ida y vuelta descabezaba un sueño o hablaba con las personas imaginarias que aparecían dentro de su cabeza y cuya procedencia ignoraba. Quizá, se decía a modo de explicación, vengan de un mundo de gente sin cuerpo que necesita, para vivir, meterse en la cabeza de las personas de carne y hueso.
—La expresión «carne y hueso» —puntualizó— me produce inquietud.
Si Millás le pedía que precisara más al hablar de las personas imaginarias, cambiaba de asunto, como si se tratara de una cuestión inconveniente.
Dice que había llegado a pescadera buscando en internet cursos de formación gratuitos del Inem sobre cualquier cosa que le permitiera encontrar trabajo, pues necesitaba salir de la casa de su madre. Eligió el de pescadera porque le aseguraron que había mucha demanda y porque el programa incluía el estudio de las propiedades organolépticas del pescado. Le llamó la atención la esdrújula y dijo: este. Las propiedades organolépticas de un cuerpo, explicó a Millás, son las que se pueden percibir con los sentidos: el sabor, la textura, el olor y el color, etc.
—No te creas —añadió como si hubiera hecho una ingeniería—, el curso era de trescientas ochenta horas y tenías que aprender a identificar el pescado, a manipularlo, a conservarlo…
Aquella mañana, en el metro, halló un asiento libre en el que apenas se había acomodado para entregarse al sueño, cuando entró corriendo en su cabeza un tipo imaginario que parecía huir de algo. Ella se hizo la dormida para no tener que atenderle.
—¿Eres Julia? —preguntó el tipo.
No respondió, pero el hombre parecía muy agitado y volvió a preguntar elevando la voz. Julia se dio cuenta entonces de que llevaba un revólver en la mano. No tenía ni idea de lo que podría ocurrir en su cerebro si aquel sujeto imaginario disparara el revólver dentro de su cabeza. Seguramente no ocurriría nada, pues se supone que el revólver era imaginario también.
—Pero nunca se sabe —añadió—, pues en la realidad hay mucho intrusismo.
El caso es que la idea del disparo le dio miedo, así que mintió:
—No, no soy Julia —le dijo—. Creo que Julia es aquella —añadió señalando con los ojos a una joven que iba junto a una de las puertas del vagón, con un libro abierto.
El tipo imaginario salió de su cabeza y debió de meterse, dice Julia, en la de la chica del libro, pues dejó de leer por un momento y puso cara de extrañeza. Al rato, cuando estaba de nuevo cogiendo el sueño, regresó el hombre imaginario acusándola de haberle mentido.
—De acuerdo —dijo ella—, soy Julia, pero deja de joder, ¿no ves que voy medio dormida?
El tipo aseguró que trataría de no molestarla, pero al poco empezó a contarle que había matado a un hombre.
—Ya —dijo Julia con naturalidad, pues entre la gente imaginaria ocurrían todo el tiempo cosas que entre la gente de carne y hueso (otra vez la carne y el hueso) parecerían atroces.
—Era mi cuñado y maltrataba a mi hermana —añadió el hombre.
—Ya no la maltratará más —dijo Julia.
—Pero ahora me persigue la policía.
—Pues yo no me quedaría en mi cabeza. Tarde o temprano pasarán por aquí. Todos los días pasan.
—¿Qué hago? —preguntó el hombre, indeciso, mirando a un lado y a otro.
—El vagón —contestó Julia— está lleno de cabezas. Métete en una cualquiera.
El asesino imaginario abandonó el cuerpo de Julia y se perdió entre la multitud de cabezas que a esa hora de la mañana llenaban el metro. Julia cerró de nuevo los ojos y pensó en Pobrema, la palabra a la que había salvado la vida la noche anterior, ahora transformada en Pobre, lo que, sin ser una ganga, quizá le había ayudado a encontrar ya su lugar en una frase.
—Pensé —le dijo a Millás— que las palabras, para ser alguien, tenían que pertenecer a una frase como las personas, para estar completas, tenían que pertenecer a una familia o a una banda.
Estaba dándole vueltas a esta idea cuando entraron corriendo en su cabeza un par de policías de uniforme.
—¿Eres Julia? —preguntaron.
—Sí, soy Julia —respondió con resignación.
—¿Ha pasado por tu cabeza un hombre armado?
—Sí, ha pasado corriendo.
—¿Y en dirección a qué cabeza ha ido?
Julia señaló con los ojos a la chica que leía un libro junto a la puerta.
—Hacia aquella —dijo.
Observó a la chica y vio cómo levantaba de nuevo los ojos del libro, esta vez, eso dice, francamente turbada.
Cuando llegó al trabajo, no había amanecido todavía. Entró por la puerta de los empleados y tras recorrer un pasillo un poco laberíntico, muy estrecho, llegó a un cuarto frío y mal iluminado, con taquillas de hierro, donde los trabajadores se cambiaban de ropa antes de comenzar la jornada. Sobre el mono de color blanco, que era la base de su uniforme, Julia se ponía además un delantal impermeable, unas botas como de pesca y unos guantes, de plástico, pues la manipulación de los peces, de por sí húmedos, exigía un contacto permanente con el agua y el hielo. Había en el vestuario tres o cuatro chicas más, de otras secciones. Una de ellas dijo:
—Ya verás tú como el sábado llueve.
—O llueve o no llueve —respondió la otra—. Si no llueve, llueve.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Ni idea, lo decía mi padre. O llueve o no llueve; si no llueve, llueve.
Mientras escuchaba a Julia, Millás no dejaba de preguntarse si estaba perdiendo el tiempo o si la chica tendría un reportaje. Un reportaje loco. Le hipnotizaban sus alucinaciones verbales (¿serían ciertas?), la facilidad con la que se deslizaba de un asunto a otro, la exactitud en la reproducción de los diálogos ajenos… Escucharla era como asistir a un discurrir de conciencia, a una sucesión de monólogos encadenados.
—La cuestión —continuó Julia— es que tuve que mirar hacia donde estaban las chicas para comprobar que eran reales, pues me pareció que hablaban como las personas imaginarias.
Frente a un pequeño espejo que había en la parte interior de la puerta de la taquilla, se ajustó el gorro blanco que completaba el uniforme de la pescadería y compuso una sonrisa que no abandonaría ya durante el resto de la jornada. Según habían explicado a los aspirantes antes de comenzar a trabajar, deberían imprimir esa sonrisa en su rostro igual que un sello en un papel. Julia había ensayado hasta dar con una mueca que se parecía a una sonrisa como un insecto palo a un palo, dice ella, y que podía sostener durante toda la jornada sin cansancio muscular apenas. Bastaba con que de vez en cuando volviera discretamente el rostro y recuperara durante unos instantes la posición normal de los labios y la altura habitual de las cejas. Aquella sonrisa, en la que implicaba hábilmente a los ojos, funcionaba tan bien como gesto de amabilidad real que Julia le atribuía parte del éxito obtenido en los filtros de selección de la empresa.
Enseguida vio a Roberto, su jefe, a bordo de una carretilla mecánica, trasladando la mercancía recién llegada desde el muelle del supermercado a las cámaras frigoríficas. Julia lo siguió y entró detrás de él en una de estas cámaras fingiendo revisar las etiquetas de las cajas para comprobar que todo se encontraba en orden.
Roberto y Julia eran, por propia iniciativa, los primeros empleados en llegar al centro comercial. Media hora antes de que comenzara su jornada, ya estaban trabajando. A Julia le gustaba aquella media hora que pasaba a solas con él, aunque no hablaran o hablaran poco.
Roberto era filólogo, de lo que Julia se había enterado al poco de comenzar a trabajar en aquel centro escuchando una conversación muy improbable entre dos chicas de la sección de charcutería. Una de ellas había dicho:
—Es filólogo, pero trabaja aquí porque en su sector hay mucho paro. De lo primero que se quita la gente en épocas de crisis es del marisco y de la filología.
Julia investigó en la Wikipedia y averiguó que la filología era una disciplina que se ocupaba de las manifestaciones relacionadas con la lengua. Sin haber entendido del todo el artículo, que a ratos, dice, resultaba muy técnico, comprendió que Roberto conocía secretos de las palabras que la mayoría de las personas ignoraban. Ella misma apenas sabía nada, pues había abandonado los estudios muy pronto. Si ahora estudiaba gramática por las noches era porque quería estar a la altura de Roberto en las breves conversaciones que mantenía con él.
Esa mañana, cuando se encontraban los dos en el interior de la cámara frigorífica, se atrevió a preguntarle si había palabras inexistentes.
—La expresión «palabras inexistentes» —gritó él desde su asiento, mientras apilaba la carga depositada en la horquilla de la carretilla— es una contradicción. Si no existen, no existen.
—Ya —dijo ella.
—¿Qué dices?
—¡Que ya!
El ruido procedente del motor de la cámara dificultaba el entendimiento, de modo que Roberto se bajó de la carretilla y se acercó a Julia.
—¿No comprendes que una palabra inexistente no puede existir? Es como si dijeras que una calle estrecha es ancha.
—Bueno, no sé —dijo Julia—. La palabra Pobrema, por ejemplo, no existe y sin embargo la puedo pronunciar. Mira: Pobrema.
Tras unos instantes de desconcierto, Roberto se colocó el dedo índice sobre la sien, haciéndolo girar hacia un lado y otro, como indicando que Julia estaba loca, y regresó a la carretilla para abandonar la cámara en dirección al muelle.
Julia salió detrás de él dirigiéndose ahora al mostrador de la pescadería, donde tomó una manguera de boca ancha con la que comenzó a rellenar de hielo picado los mostradores de acero sobre los que luego ordenaría la mercancía. Aunque iba muy abrigada, pues debajo del mono blanco del uniforme llevaba un jersey grueso de cuello alto y una camiseta, el frío, en esa zona del centro comercial, era intenso. Más tarde, cuando se abriera al público y encendieran la potente iluminación, el ambiente se templaría un poco.
Tras rellenar de hielo los mostradores, se dirigió a una de las cámaras, donde cargó varias cajas en una carretilla manual que luego condujo hacia la tienda. Para entonces, se había incorporado ya el resto de los compañeros de la pescadería y cada uno estaba a lo suyo, preparándose para la llegada del público. Roberto iba de un lado a otro, comprobando que todo estuviera en orden y dando indicaciones cuando lo creía preciso. No era un jefe incómodo a condición de que la maquinaria funcionara de acuerdo a lo programado. En una de sus idas y venidas se detuvo donde Julia mostrándole su admiración por la habilidad con la que colocaba las pescadillas, a las que levantaba la cola de tal modo que daban la impresión de estar vivas.
—Nos lo enseñaron en el cursillo de formación, es muy fácil —dijo ella quitándose importancia.
—Así que Pobrema —dijo él regresando a la conversación anterior.
—Pobrema —dijo ella.
—¿Y de dónde has sacado esa palabra?
—Vino a verme anoche a mi habitación —respondió Julia.
Roberto se echó a reír sin dejar de ordenar los peces muertos. En esto se acercó una empleada de la sección de marisquería y le dijo que quedaban muy pocas coquinas y que estaban casi todas abiertas.
—No las saques —dijo él—, la coquina es muy delicada.
Cuando la empleada se retiró, Julia, sin dejar de ordenar la mercancía, dijo:
—La verdad, no sé de qué te ríes.