DE MILLÁS
Me despierto a las tres de la madrugada con ganas de mear, y ello pese a que antes de acostarme me metí dos somníferos, en vez de uno. Tras sentarme pesadamente sobre el borde de la cama, como si la fuerza de la gravedad actuara sobre mis miembros de un modo excesivo, acumulo fuerzas para incorporarme y dirigirme al cuarto de baño. Si no tardo mucho, calculo, tampoco me despejaré demasiado y volveré a quedarme dormido enseguida al caer de nuevo sobre la cama. Ya de pie, soy un bulto más entre los bultos de la habitación, mezquinamente iluminados por la luz que se filtra a través de los visillos de la ventana. Al avanzar, descalzo, sobre la moqueta, advierto que las paredes de la habitación están llenas de agujeros como de metralla. Al otro lado hay una sombra que hace aproximadamente los mismos movimientos que yo.
Los azulejos del cuarto de baño parecen también un colador. Enciendo la luz, doy un par de pasos, apoyo la mano derecha en la pared rota y dirijo con la izquierda el chorro al centro de la taza del váter. En el otro lado, según compruebo a través de uno de los boquetes, alguien mea en idéntica posición a la mía. Me acerco un poco y distingo al Millás de allá.
—¿Qué haces ahí? —le digo.
—¿Que qué hago? He encontrado el sitio desde el que se deben observar las cosas si decides dedicarte a contarlas —dice él—. He dado con el emplazamiento de cámara definitivo, con el punto de vista absoluto.
—¿El Dorado?
—El Dorado, sí, idiota. Desde aquí se ve todo, se entiende todo. Este era el lugar.
Terminamos de mear, nos la sacudimos a la vez y luego, al tirar de la cadena, desaparecen los agujeros, quedando aislado cada uno en su dimensión.