Los magnates de la muerte
SMERSH es la organización oficial asesina del gobierno soviético. Opera tanto dentro como fuera del país, y en 1955 tenía un total de 40.000 agentes, hombres y mujeres. SMERSH es una contracción de «Smiert Spionam», que significa «Muerte a los Espías». Es un nombre que sólo utiliza el personal de la organización y los oficiales soviéticos. Ningún miembro cuerdo del público permitiría que dicha palabra pasara por sus labios.
El cuartel general de SMERSH es un edificio grande, feo y moderno emplazado en la Sretenka Ulitza. Está en el número 13 de esta calle ancha y gris, y los peatones mantienen los ojos fijos en el suelo al pasar ante los dos centinelas armados con subfusiles ametralladores apostados a ambos lados de las anchas escaleras que conducen hasta la gran puerta doble de hierro. Si lo recuerdan a tiempo, o si pueden hacerlo sin llamar la atención, cruzan la calle y pasan por la otra acera.
La dirección de SMERSH tiene su centro en el segundo piso. La sala más importante del segundo piso es una habitación muy grande y luminosa pintada con ese verde oliva pálido que constituye el denominador común de todas las oficinas gubernamentales del mundo entero.
Opuestas a la puerta insonorizada, dos amplias ventanas dan al patio que hay detrás del edificio.
El piso está completamente cubierto por una colorida moqueta caucasiana de la mejor calidad. En el extremo izquierdo de la habitación hay un macizo escritorio de roble. La superficie del mismo se halla cubierta de terciopelo rojo sobre el que descansa una gruesa hoja de vidrio.
A la izquierda del escritorio hay cestas de ENTRADA y SALIDA de correspondencia y, a la derecha, cuatro teléfonos.
Desde el centro del escritorio, formando una letra T con él, se extiende una mesa de conferencias dispuesta diagonalmente respecto de la sala. Ante ella se alinean ocho sillas de respaldo recto tapizadas en cuero rojo. También esta mesa está cubierta de terciopelo del mismo color, pero no cuenta con un vidrio que lo proteja. Sobre ella hay ceniceros, y dos pesadas garrafas de agua con sus vasos.
En las paredes pueden verse cuatro grandes cuadros con marco dorado. En 1955, estos eran, además de un retrato de Stalin encima de la puerta y otro de Lenin entre las dos ventanas, en las paredes restantes, uno frente al otro, un retrato de Bulganin y, donde hasta el 13 de enero de 1954 había colgado el de Beria[6], uno del general del ejército Ivan Aleksandrovitch Serov, jefe del Comité de Seguridad de Estado.
En la pared de la izquierda, debajo del cuadro de Bulganin, hay un enorme Televisor[7], o aparato de televisión, dentro de un bello armario de madera de roble lustrada. Oculto dentro del mismo hay un magnetófono que puede encenderse desde el escritorio. El radio de recepción del micrófono del aparato abarca toda la extensión de la mesa, y los cables del mismo se encuentran ocultos en las patas de la misma. Junto al Televisor puede verse una puerta pequeña que conduce a un retrete y lavabo privado, y a una pequeña sala de proyección para visionar películas secretas.
Debajo del retrato del general Serov hay una librería que contiene, en los estantes superiores, las obras de Marx, Engels, Lenin y Stalin y, en lugar más accesible, libros en todos los idiomas acerca de espionaje, contraespionaje, métodos policiales y criminología. Junto a la librería, contra la pared, se alza una mesa larga y estrecha donde descansan una docena de álbumes encuadernados en piel con fechas doradas estampadas en las cubiertas. Estos contienen fotografías de ciudadanos soviéticos y extranjeros que han sido asesinados por SMERSH.
Aproximadamente a la hora en que Grant estaba a punto de aterrizar en el aeropuerto de Tushino, poco antes de las once y media de la noche, un hombre de unos cincuenta años, de aspecto duro y constitución gruesa, se encontraba de pie ante dicha mesa hojeando el volumen de 1954.
El jefe de SMERSH, el coronel general Grubozaboyschikov, conocido en el edificio como «G.», iba vestido con una impecable casaca color caqui de cuello alto, y pantalones de caballería azul oscuro con dos finas listas rojas verticales a los lados. Los pantalones acababan en unas botas de montar de cuero negro blando muy lustroso. En el pecho de la casaca lucía tres hileras de cintas de condecoraciones: dos órdenes de Lenin, la orden de Suvorov, la orden de Alexander Nevsky, la orden de la Bandera Roja, dos órdenes de la Estrella Roja, la medalla de los Veinte Años de Servicio, y medallas por la Defensa de Moscú y la Toma de Berlín. Al final de estas venían la cinta rosa y gris del CBE[8], y la color rojo púrpura y blanca de la Medalla al Mérito, de Estados Unidos. Por encima de las cintas colgaba la enorme estrella dorada de Héroe de la Unión Soviética.
El rostro que había sobre el alto cuello de la casaca era estrecho y afilado. Tenía bolsas flojas debajo de los ojos, los cuales eran redondos, castaños y sobresalían como mármoles pulidos bajo espesas cejas castañas. Llevaba el cráneo completamente afeitado y la tirante piel blanca brillaba a la luz de la araña central. La boca era ancha y severa sobre el mentón profundamente hendido. Se trataba de un semblante duro e inflexible, de formidable autoridad.
Uno de los teléfonos del escritorio sonó suavemente. El hombre avanzó con pasos contenidos y precisos hasta la silla alta que había detrás del escritorio. Se sentó en ella y cogió el receptor del teléfono rotulado en blanco con las letras V. Ch. Estas letras son la sigla de Vysoko-chastoty, o Alta Frecuencia. Sólo unos cincuenta oficiales supremos están conectados al panel de control de V. Ch., y son todos ministros de Estado o jefes de secciones selectas. La controla una pequeña centralita telefónica del interior del Kremlin, operada por oficiales profesionales de seguridad. Ni siquiera ellos pueden escuchar las conversaciones que se mantienen a través de la misma, pero cada palabra que se dice queda automáticamente grabada.
—¿Sí?
—Serov al habla. ¿Qué acción se ha emprendido desde la reunión del Presidium de esta mañana?
—Tengo una reunión aquí mismo dentro de pocos minutos, camarada general… el RUMID[9], el GRU[10] y, por supuesto, el MGB. Después de eso, si se decide emprender la acción, me reuniré con los jefes de Operaciones y de Planificación. En caso de que se decida por la liquidación, he tomado la precaución de traer a Moscú al especialista necesario. Esta vez supervisaré personalmente los preparativos. No nos interesa otro asunto Khoklov[11].
—Bien sabe el diablo que no. Telefonéeme después de la primera reunión. Deseo informar al Presidium mañana por la mañana.
—Desde luego, camarada general.
El general G. colgó el receptor y pulsó un botón que había debajo de su escritorio. Al mismo tiempo, encendió el magnetófono. Su ayudante de campo, un capitán del MGB, entró en la sala.
—¿Han llegado ya?
—Sí, camarada general.
—Hágalos pasar.
Al cabo de pocos minutos traspasaron la puerta seis hombres, cinco de ellos vestidos con uniforme, y sin echarle apenas una mirada al hombre que se encontraba detrás del escritorio, ocuparon sus sillas ante la mesa de conferencias. Se trataba de tres oficiales superiores, jefes de sus departamentos respectivos, y todos iban acompañados de un ayudante de campo. En la Unión Soviética, ningún hombre acude solo a una conferencia. Por su propia protección y para tranquilidad de su departamento, inevitablemente se hace acompañar de un testigo para que dicho departamento pueda tener versiones independientes de lo que sucedió en la conferencia y, por encima de todo, de lo que dijo en su nombre. Resulta importante en el caso de que haya una investigación subsecuente. En la conferencia no se toman notas y las decisiones les son comunicadas oralmente a los diferentes departamentos.
Al otro lado de la mesa se encontraba el teniente general Slavin, jefe del GRU, el departamento de Inteligencia del Estado Mayor del Ejército, con un coronel a su lado. Al extremo se encontraba sentado el teniente general Vozdvishensky del RUMID, el departamento de Inteligencia del Ministerio del Exterior, con un hombre de mediana edad vestido de paisano. De espaldas a la puerta, se hallaba el coronel de Seguridad del Estado, Nikitin, jefe de Inteligencia del MGB, el servicio secreto soviético, con un comandante a su lado.
—Buenas noches, camaradas.
Un cortés y prudente murmullo se elevó entre los oficiales. Cada uno sabía, y pensaba que era el único en saberlo, que en la habitación había micrófonos; y cada uno, sin decírselo a su ayudante de campo, había decidido pronunciar las mínimas palabras posibles de acuerdo con la buena disciplina y las necesidades del Estado.
—Fumemos. —El general G. sacó un paquete de cigarrillos Moskwa-Volga y encendió uno con un mechero Zippo estadounidense. Se oyeron chasquidos de encendedores en torno a la mesa. El general G. aplastó el tubo de cartón que remataba su cigarrillo, de modo que quedó casi plano, y lo sujetó entre los dientes al lado derecho de la boca. Estiró los labios hacia atrás, dejando los dientes a la vista, y comenzó a hablar con frases cortas y explosivas que salían con una especie de siseo entre los dientes y el cigarrillo inclinado hacia arriba.
—Camaradas, nos hemos reunido por orden del camarada general Serov. El general Serov, en nombre del Presidium, me ha ordenado que ponga en conocimiento de ustedes ciertos asuntos de política de Estado. Tenemos, pues, que conferenciar y aconsejar una línea de acción que sea acorde con esta política y la refuerce. Debemos llegar a una decisión lo antes posible. Pero nuestra decisión será de una importancia suprema para el listado. Deberá ser, por lo tanto, una decisión correcta.
El general G. hizo una pausa para permitir que los presentes se hicieran cargo del significado de sus palabras. Con lentitud, examinó uno a uno los rostros de los tres oficiales superiores que se encontraban ante la mesa. Sus ojos le devolvieron miradas imperturbables. Por dentro, estos hombres tremendamente importantes se sentían inquietos. Estaban a punto de mirar a través de la puerta del infierno. Estaban a punto de entelarse de un secreto de Estado, el conocimiento del cual podría, en el futuro, tener las más peligrosas consecuencias para ellos. Sentados en la silenciosa sala, se sentían bañados por la espantosa incandescencia que irradia del centro de todos los poderes en la Unión Soviética: el Presidium Supremo.
La última ceniza cayó del extremo del cigarrillo del general G. sobre su casaca. Él se la sacudió y arrojó la boquilla a la papelera de documentos secretos descartados que había junto a su escritorio. Encendió otro cigarrillo y volvió a hablar con el mismo entre los dientes.
—El consejo que debemos dar tiene relación con un notable acto de terrorismo que debe llevarse a cabo en territorio enemigo dentro de tres meses.
Seis pares de ojos inexpresivos estaban clavados en el jefe de SMERSH, esperando.
—Camaradas —el general G. se repantigó en su silla y su voz se volvió explosiva—, la política exterior de la URSS ha entrado en una nueva etapa. Hasta ahora, era una política «dura»… una política —se permitió la broma a costa del nombre de Stalin— de acero. Esta política, por eficaz que fuera, había creado tensiones en Occidente, sobre todo en los Estados Unidos, que estaban volviéndose peligrosos. Los estadounidenses son un pueblo impredecible. Son histéricos. Los informes de nuestra Inteligencia comenzaron a señalar que estábamos empujando a los Estados Unidos al borde de un ataque atómico sorpresa contra la U. R. S. S. Ustedes han leído esos informes y saben que digo la verdad. No queremos una guerra semejante. Si debe haber una guerra, seremos nosotros quienes escojamos el momento. Ciertos grupos estadounidenses poderosos, sobre todo el grupo del Pentágono liderado por el almirante Radford, contaron con el propio éxito de nuestra política «dura» como ayuda a sus violentos planes. Así pues, se decidió que había llegado la hora de cambiar nuestros métodos, al tiempo que conservábamos los objetivos. Se creó una política nueva: una política «dura-blanda». Ginebra fue el comienzo de esta política. Nos mostramos «blandos». China amenaza las islas de Quemoy y Matsu. Nos mostramos «duros». Abrimos nuestras fronteras a muchísimos periodistas, actores y artistas, aunque sabíamos que muchos de ellos eran espías. Nuestros líderes ríen y cuentan chistes en las recepciones de Moscú. En medio de los chistes nosotros lanzamos la bomba de prueba más grande de todos los tiempos. Los camaradas Bulganin, Kruschov y el camarada general Serov —el general incluyó cuidadosamente los nombres para que quedaran grabados— visitan la India y Oriente e injurian a los ingleses. A su regreso, mantienen conversaciones amistosas con el embajador británico acerca de la próxima visita de buena voluntad que harán a Londres. Y así nos comportamos en los demás ámbitos: la caricia y el garrote, la sonrisa y el ceño fruncido.
»Y Occidente está confundido. Las tensiones se relajan antes de tener tiempo de consolidarse. Las reacciones de nuestros enemigos son torpes; su estrategia, desorganizada. ¡Entre tanto, el pueblo llano ríe de nuestros chistes, vitorea a nuestros equipos de fútbol y babea de deleite cuando ponemos en libertad a unos cuantos prisioneros de guerra a los que ya no deseamos alimentar!
En torno a la mesa se vieron sonrisas de placer y orgullo. ¡Qué política tan brillante! ¡Qué manera de dejarlos como unos estúpidos en el propio Occidente!
—Al mismo tiempo —prosiguió el general G., sonriendo apenas ante el placer que había ocasionado—, continuamos avanzando sigilosamente en todas partes: revolución en Marruecos, armas enviadas a Egipto, amistad con Yugoslavia, problemas en Chipre, levantamientos en Turquía, huelgas en Inglaterra, grandes avances políticos en Francia… no existe un solo frente en el mundo donde no estemos avanzando silenciosamente.
El general G. vio cómo los ojos brillaban de codicia en torno a la mesa. Los hombres ya estaban ablandados. Había llegado el momento de ser duro. Ya era hora de que sintieran la nueva política sobre sí mismos. También los servicios de Inteligencia tendrían que poner su grano de arena en la gran partida que estaba jugándose en nombre de ellos. Con tranquilidad, el general G. se inclinó hacia delante. Apoyó el codo derecho en el escritorio y alzó el puño en el aire.
—Pero, camaradas —dijo con voz suave—, ¿dónde ha estado el fallo al poner en práctica la política de Estado de la URSS? ¿Quién ha sido siempre blando cuando deseábamos ser duros?
¿Quién ha sufrido derrotas cuando la victoria visitaba a todos los otros departamentos de Estado?
¿Quién, con sus estúpidos desatinos, ha dejado a la Unión Soviética como una necia ante el resto del mundo? ¿QUIÉN?
La voz había subido hasta ser casi un grito. El general G. pensó en lo bien que estaba transmitiendo la denuncia exigida por el Presidium. ¡Qué espléndidamente sonaría cuando la reprodujera para Serov!
Contempló los semblantes pálidos, expectantes, que se alineaban ante la mesa. El puño del general G. cayó con fuerza sobre el escritorio.
—La totalidad del apparat de Inteligencia de la Unión Soviética, camaradas. —La voz era ahora un bramido furioso—. ¡Somos nosotros los haraganes, los saboteadores, los traidores!
¡Somos nosotros quienes le estamos fallando a la Unión Soviética en su gran lucha gloriosa!
¡Nosotros! —Sus brazos abarcaron la mesa con un gesto—. ¡Todos nosotros! —Su voz volvió a la normalidad, se hizo más razonable—. Camaradas, miren los archivos. Sukin Sin —se permitió el agradable improperio—, ¡hijos de perra, miren los archivos! ¡Primero perdemos a Gouzenko[12], a todo el apparat canadiense y al científico Fuchs[13], luego eliminan al apparat estadounidense, perdemos a hombres como Tokaev[14], y se produce el escandaloso asunto Khoklov, que le causó un enorme perjuicio a nuestro país; luego, Petrov[15] y su esposa en Australia… un asunto chapucero donde los haya! La lista es inacabable: derrota tras derrota, y bien sabe el diablo que no he mencionado ni la mitad.
El general G. hizo una pausa. Continuó con su voz más suave.
—Camaradas, tengo que decirles que, a menos de que esta noche demos una recomendación que resulte en una gran victoria para Inteligencia, y a menos de que actuemos correctamente de acuerdo con esa recomendación, en caso de que sea aprobada, habrá problemas.
El general G. buscó una última frase que transmitiera la amenaza sin definirla. La encontró.
—Habrá —hizo una pausa y bajó los ojos, con falsa mansedumbre, para fijarlos en la superficie de la mesa— disgustos.