Estudios de posgrado
—¿Así que le gustaría trabajar en la Unión Soviética, señor Grant?
Había pasado media hora y el coronel del MGB estaba aburrido con la entrevista. Pensaba que ya le había extraído todos los datos militares de algún interés a aquel desagradable soldado británico. Unas pocas palabras para recompensar al hombre por el rico botín de secretos que le habían proporcionado sus bolsas de correo, y luego el hombre podría bajar a las celdas y, en el momento oportuno, ser embarcado hacia Vorkuta u otro campo de trabajo.
—Sí, me gustaría trabajar para ustedes.
—¿Y qué trabajo podría hacer, señor Grant? Tenemos muchos trabajadores no cualificados.
No necesitamos conductores de camiones y —el coronel sonrió fugazmente—, si hay que practicar boxeo, tenemos muchos hombres capaces de boxear. Dos posibles campeones olímpicos entre ellos, por cierto.
—Soy un experto en matar personas. Lo hago muy bien. Me gusta.
El coronel vio la roja llama brillando en los ojos azul pálido. Pensó: «Habla en serio. Además de ser desagradable, está loco». Contempló a Grant con frialdad, preguntándose si merecería la pena malgastar comida para alimentarlo en Vorkuta. Tal vez sería mejor hacerlo fusilar. O arrojarlo de vuelta al sector británico y dejar que su propia gente se preocupara por él.
—Usted no me cree —dijo Grant, con impaciencia. Aquel era el hombre equivocado, la sección incorrecta—. ¿Quién se encarga del trabajo duro de ustedes por aquí? —Estaba seguro de que los rusos tenían algún tipo de escuadrón asesino. Todo el mundo decía que así era—. Déjeme hablar con ellos. Mataré a alguien para ellos. A quien quieran. Ahora.
El coronel lo miró con amargura. Tal vez sería mejor que informara del asunto.
—Espere aquí. —Se levantó y salió de la oficina, dejando la puerta abierta. Apareció un guardia que se apostó en la entrada y clavó los ojos en la espalda de Grant, con la mano en la pistola.
El coronel se encaminó a la habitación siguiente. Estaba vacía. En el escritorio había tres teléfonos. Levantó el receptor que comunicaba con la línea directa de la oficina del MGB en Moscú. Cuando el operador militar respondió, él dijo:
—SMERSH.
Cuando SMERSH respondió, pidió para hablar con el jefe de Operaciones. Diez minutos más tarde colgó el receptor. ¡Qué suerte! Una solución sencilla, constructiva. Con independencia del camino que tomara, saldría bien. Si el inglés tenía éxito, sería espléndido. Y aun en el caso de que fracasara, crearía muchísimos problemas en el sector occidental: problemas para los británicos porque Grant era uno de los suyos, problemas con los alemanes porque el atentado asustaría a muchos de sus espías, problemas con los estadounidenses porque ellos aportaban la mayor parte de los fondos para la red Baumgarten, y ahora pensarían que la seguridad de Baumgarten no era buena. Satisfecho de sí mismo, el coronel regresó a su oficina y volvió a sentarse ante Grant.
—¿Habla en serio?
—Por supuesto que sí.
—¿Tiene buena memoria?
—Sí.
—En el sector británico hay un alemán llamado doctor Baumgarten. Vive en el apartamento número 5 del 22 de Kurfürstendamm. ¿Sabe dónde está eso?
—Sí.
—Esta noche, será usted devuelto con su motocicleta al sector británico. Se le cambiarán las placas de matrícula. Su gente estará buscándolo. Le llevará un sobre al doctor Baumgarten. La inscripción especificará que debe ser entregado en mano. Con su uniforme y ese sobre, no tendrá ninguna dificultad. Dirá que el mensaje es tan privado que debe ver al doctor Baumgarten a solas.
Entonces lo matará. —El coronel hizo una pausa. Sus cejas se alzaron—. ¿Sí?
—Sí —replicó Grant, imperturbable—. Y si lo consigo, ¿me darán más trabajos como este?
—Es posible —contestó el coronel, con indiferencia—. Primero debe demostrar lo que puede hacer. Cuando haya concluido su cometido y regrese al sector soviético, puede preguntar por el coronel Boris. —Pulsó un timbre y entró un hombre vestido de paisano. El coronel hizo un gesto hacia él—. Este hombre le dará comida. Más tarde le entregará el sobre y un cuchillo afilado de manufactura estadounidense. Se trata de un arma excelente. Buena suerte.
El coronel extendió un brazo para coger una rosa del cuenco, cuyo perfume aspiró con deleite.
Grant se puso de pie.
—Gracias, señor —se despidió con tono cordial.
El coronel no respondió ni alzó los ojos de la rosa. Grant siguió al hombre vestido de paisano al exterior de la oficina.
El avión rugía sobrevolando el territorio central de Rusia. Habían dejado atrás los altos hornos que ardían a lo lejos, al este de Stalino[4] y, al oeste, la cinta plateada del Dniéper que se bifurcaba en Dnepropetrovsk[5]. El charco de luz que rodeaba Jarkov había señalado la frontera de Ucrania, y el resplandor menor de la población del fosfato de Kursk había aparecido y desaparecido. Ahora, Grant sabía que la sólida negrura ininterrumpida de allá abajo ocultaba la estepa donde billones de toneladas de grano ruso susurraban y ondulaban en la oscuridad. Ya no habría más oasis de luz hasta que, dentro de una hora, hubiesen cubierto los restantes cuatrocientos ochenta kilómetros que los separaban de Moscú.
Porque a estas alturas, Grant lo sabía todo de Rusia. Tras el rápido, limpio, sensacional asesinato de un vital espía de Alemania Occidental, Grant apenas había acabado de escabullirse de vuelta al otro lado de la frontera y había llegado más o menos a tientas hasta el «coronel Boris», cuando lo vistieron con ropas de paisano, le pusieron un casco de aviador que cubrió su cabello y lo metieron precipitadamente en un avión vacío del MGB que lo condujo directamente a Moscú.
Entonces comenzó un año de semirreclusión en el que Grant se dedicó a mantenerse en forma y a aprender ruso, mientras la gente iba y venía a su alrededor: interrogadores, informadores, médicos. Entre tanto, los espías soviéticos en Inglaterra e Irlanda del Norte habían investigado su pasado de forma minuciosa.
Al final de ese año, a Grant le concedieron un certificado de salud política tan limpio como pueda conseguir cualquier extranjero en Rusia. Los espías habían confirmado su historia. Los informadores ingleses y estadounidenses dijeron que sentía un desinterés absoluto por la política o las costumbres sociales de cualquier país del mundo, y los médicos y psicólogos se mostraron de acuerdo en que era un maníaco depresivo en estado avanzado, cuyos períodos coincidían con la luna llena. Añadieron también que Grant era un narcisista y un asexuado, y que su tolerancia al dolor era elevada. Estas peculiaridades aparte, su salud física era soberbia y, aunque su nivel educativo era espantosamente bajo, era por naturaleza tan astuto como un zorro. Todos estuvieron de acuerdo en que Grant era un miembro extremadamente peligroso de la sociedad, y que debía mantenérselo apartado.
Cuando llegó el informe a las manos del jefe de personal del MGB, este estaba a punto de escribir «Mátenlo», en el margen, cuando tuvo otra idea.
En la URSS hay que llevar a cabo una gran cantidad de asesinatos, no porque el ruso medio sea un ser cruel, aunque algunas de sus etnias se encuentran entre los pueblos más crueles del mundo, sino como un instrumento de política gubernamental. Las personas que actúan en contra del Estado son enemigos del Estado, y el Estado no tiene espacio para los enemigos. Hay demasiado que hacer para dedicarles una parte del precioso tiempo y, si se convierten en una molestia persistente, acaban muertos. En un país con una población de 200.000.000 de habitantes, uno puede matar a varios miles de ellos sin echarlos en falta. Si, como sucedió durante las dos purgas más grandes, había que matar a un millón de personas en un año, tampoco eso constituía una pérdida grave. El problema serio era la escasez de verdugos. Los verdugos tienen una «vida» corta. Se cansan del trabajo. El alma enferma a causa del mismo. Después de diez, veinte, cien estertores de muerte, el ser humano, por subhumano que pueda ser, adquiere, tal vez por osmosis con la muerte misma, un germen de muerte que entra en su cuerpo y lo devora como un cancro. Se apoderan de él la melancolía y la bebida, y una horrenda lasitud que nubla los ojos, ralentiza los movimientos y destruye la precisión. Cuando el jefe ve estos signos, no le queda otra alternativa que la de ejecutar al verdugo y buscar otro.
El jefe de personal del MGB era consciente de este problema y de la constante búsqueda, no sólo del asesino refinado, sino también del carnicero común. Y allí tenía por fin a un hombre que parecía ser un experto en ambas formas de matar, dedicado a su oficio y, si debía creerse en los médicos, destinado a ello sin lugar a dudas.
El jefe de personal escribió una corta nota mordaz en los documentos de Grant, los clasificó como «SMERSH Otdyel II» y los arrojó en su bandeja de salida.
La sección 2 de SMERSH, a cargo de Operaciones y Ejecuciones, asumió la custodia del cuerpo de Donovan Grant, cambió su nombre por el de Granitsky y lo inscribió en sus libros.
Los dos años siguientes fueron duros para Grant. Tuvo que volver a la escuela, y a una escuela que le hacía anhelar los astillados pupitres del cobertizo de chapa de zinc, colmado del olor de los niños y el zumbido adormecedor de las moscardas, que había sido su única concepción de lo que era la escuela. Ahora, en la Escuela de Inteligencia para Extranjeros de las afueras de Leningrado, apretado entre las filas de alemanes, checos, polacos, bálticos, chinos y negros, todos con rostros serios y concentrados, y bolígrafos que corrían por las libretas de notas, luchaba con asignaturas que eran un puro galimatías para él.
Había cursos de «Conocimientos de Política General», que incluían la historia de los movimientos obreros, del Partido Comunista y de las Fuerzas Industriales del mundo, y las enseñanzas de Marx, Lenin y Stalin, todos salpicados de nombres extranjeros que apenas era capaz de escribir. Había lecciones sobre «El enemigo de clase contra el que luchamos», con conferencias sobre Capitalismo y Fascismo; semanas dedicadas a «Táctica, Agitación y Propaganda», y más semanas centradas en el problema de las minorías poblacionales, de las razas coloniales, los negros, los judíos. Cada mes concluía con exámenes en los que Grant se sentaba y escribía estupideces analfabetas, entremezcladas con fragmentos de olvidada historia inglesa y consignas comunistas mal escritas, e inevitablemente, en una ocasión, le rompieron lo que había escrito delante de toda la clase.
Pero resistió, y cuando llegaron a «Asignaturas Técnicas» las cosas le fueron mejor. Era rápido en comprender los rudimentos de Códigos y Criptografía, porque quería entenderlos. Era bueno en Comunicaciones, y de inmediato comprendió el enredo de contactos, fusibles, mensajeros y apartados de correo, y obtuvo notas excelentes en Trabajo de Campo, en el cual cada estudiante tenía que planear y llevar a cabo falsas misiones en los suburbios y el campo que rodeaba Leningrado. Por último, cuando llegó el momento del examen de Vigilancia, Discreción, «La seguridad primero», Presencia de Ánimo, Coraje y Serenidad, obtuvo las mejores notas de toda la clase.
Al final del año, el informe enviado a SMERSH concluía lo siguiente: «Valor político nulo. Valor operacional excelente». Era precisamente lo que quería oír Otdyel II.
El año siguiente lo pasó, con sólo otros dos estudiantes extranjeros entre varios centenares de rusos, en la Escuela para el Terror y Maniobras de Distracción Estratégica, situada en Kuchino, en las afueras de Moscú. Allí, Grant superó triunfante los cursos de judo, boxeo, atletismo, fotografía y radio, bajo la supervisión general del famoso coronel Arkady Fotoyev, padre del moderno espionaje soviético, y completó su instrucción en armas pequeñas en manos del teniente coronel Nikolai Godlovsky, el campeón soviético de tiro con rifle.
En dos ocasiones durante este año, y sin previo aviso, un coche del MGB acudió a buscarlo en la noche de luna llena y lo llevó a una de las cárceles de Moscú. Allí, con una capucha negra sobre la cabeza, se le permitió llevar a cabo ejecuciones con diversas armas: la soga, el hacha, el subfusil ametrallador. Antes, durante y después de estas acciones, se le hicieron electrocardiogramas, se le tomó la presión sanguínea y lo sometieron a otras varias pruebas médicas, pero los propósitos y hallazgos de las mismas no le fueron comunicados a él.
Fue un buen año y Grant tenía la sensación, muy correcta, de que estaban satisfechos con él.
En 1949 y 1950, a Grant se le permitió salir en pequeñas operaciones con los Grupos Móviles o Avanposts, que se llevaban a cabo en los países satélites. Se trataba de apaleamientos y simples asesinatos de espías rusos y empleados de Inteligencia sospechosos de traición u otras aberraciones. Grant ejecutaba estos cometidos de forma limpia, precisa y sin llamar la atención, y aunque lo vigilaban de modo constante y minucioso, jamás manifestó la más leve desviación de las normas que se le exigían, ni tampoco ninguna debilidad de carácter o de destreza técnica.
Puede que habría sido diferente si le hubiesen pedido que matara cuando llevaba a cabo un trabajo en solitario durante el período de luna llena; pero sus superiores, que se daban cuenta de que durante ese período él se hallaría fuera del control de ellos, o del suyo propio, escogían fechas sin riesgo para las operaciones en las cuales intervenía. El período de plenilunio quedaba reservado exclusivamente para carnicerías en las prisiones y, de vez en cuando, se las programaba como recompensa por haber realizado con éxito alguna operación a sangre fría.
En 1951 y 1952, la utilidad de Grant se hizo más plena y oficialmente reconocida. Como resultado de su excelente trabajo, sobre todo en el sector oriental de Berlín, se le concedió la ciudadanía soviética y sucesivos aumentos de sueldo que, hacia 1953, llegaba a la bonita suma de 5000 rublos por mes. En 1953 se le ascendió al grado de comandante, con derechos retroactivos de retiro que se remontaban al día en que contactó por primera vez con el «coronel Boris», y se le adjudicó una villa en Crimea. Se nombró a dos guardaespaldas como adjuntos suyos, en parte para protegerlo a él y en parte para evitar la posibilidad de que le diera por «convertirse en civil», como denomina la jerga del MGB a la deserción. Una vez al mes, se lo transportaba a la cárcel más cercana y se le permitían tantas ejecuciones como candidatos disponibles había.
Naturalmente, Grant no tenía amigos. Era odiado, temido o envidiado por todos los que entraban en contacto con él. Ni siquiera contaba con ninguno de esos conocidos profesionales que pasan por amistad en el discreto y cauteloso mundo de la oficialidad soviética. Pero, si se daba cuenta de ese hecho, no le importaba. Los únicos individuos que le interesaban eran sus víctimas.
El resto de su vida se encontraba en su propio interior. Y estaba rica y emocionantemente poblada por sus propios pensamientos.
Aunque, por supuesto, tenía a SMERSH. Nadie de la Unión Soviética que tenga a SMERSH de su lado tiene necesidad de preocuparse por los amigos ni, de hecho, por nada más que por mantener las negras alas de SMERSH sobre su cabeza.
Grant estaba aún pensando vagamente en cuál era su posición ante los superiores, cuando el avión comenzó a perder altura al captar la señal del radar del aeropuerto de Tushino, justo al sur del resplandor rojo que era Moscú.
Estaba ya en lo más alto, era el jefe ejecutor de SMERSH y, por tanto, de toda la Unión Soviética.
¿A qué podía aspirar ahora? ¿A otro ascenso? ¿A más dinero? ¿A más chucherías de oro? ¿A objetivos más importantes? ¿A técnicas mejores?
La verdad es que no parecía haber nada más a lo que aspirar. ¿O existía algún otro hombre del que nunca había oído hablar, en algún otro país, al que habría que apartar a un lado antes de que la supremacía absoluta fuese suya?