CAPÍTULO 28

La tricoteuse

El taxi se detuvo en la entrada del hotel Ritz que daba a la rué Cambon.

Bond miró el reloj de Nash. Eran las doce menos cuarto. Tenía que ser perfectamente puntual.

Sabía que si un espía ruso llegaba unos pocos minutos antes o después de la hora prevista para un encuentro, el encuentro quedaba automáticamente cancelado. Ahora iba solo, a correr su propia aventura privada. Todos sus deberes habían sido atendidos. La muchacha estaba descansando en un dormitorio de la embajada. La Spektor, aún preñada de explosivos, se la había llevado el escuadrón de artificieros del Deuxiéme Bureau. Había hablado con su viejo amigo René Mathis, jefe del Deuxiéme, y el conserje de la entrada del Ritz que daba a Cambon había recibido orden de entregarle una llave maestra y no formularle preguntas.

René se había sentido encantado de hallarse implicado una vez más, con Bond, en une affaire noire.

—Ten confianza, cher James —le había dicho—. Me encargaré de ejecutar tus misterios. Podrás contarme la historia después.

»Dos hombres de lavandería con un gran cesto para ropa sucia acudirán a la habitación 204 a las doce y cuarto. Yo los acompañaré vestido de conductor del camión. Debemos llenar el cesto, llevarlo a Orly y esperar a un Canberra de la RAF que llegará a las dos en punto. Le entregamos la cesta. Cierta ropa sucia que estaba en Francia irá a parar a Inglaterra. ¿Sí?

El jefe del puesto F había hablado con M mediante codificador de voz. Le había leído un corto informe escrito por Bond. Había pedido el Canberra. No, no tenía ni idea de para qué era.

Bond sólo había aparecido para entregar a la muchacha y la Spektor. Había tomado un desayuno descomunal y se había marchado de la embajada diciendo que regresaría a la hora del almuerzo.

Bond volvió a mirar la hora. Acabó su martini. Lo pagó, salió del bar y subió los escalones hasta la conserjería.

El conserje le echó una mirada penetrante y le entregó una llave. Bond avanzó hasta el ascensor, entró en él y subió hasta el tercer piso.

La puerta del ascensor se cerró con un choque metálico a sus espaldas. Bond avanzó suavemente por el corredor, mirando los números.

204. Bond metió la mano derecha dentro del abrigo y rodeó con ella la culata forrada de la Beretta. Estaba metida dentro de la cintura de sus pantalones. Podía sentir el metal del silenciador entibiado sobre el estómago.

Llamó dando un solo golpe en la puerta con la mano izquierda.

—Adelante.

Era una voz temblorosa, la voz de una anciana.

Bond probó el pomo de la puerta y vio que no estaba cerrada con llave. Se metió la llave maestra en el bolsillo. Abrió la puerta de un empujón con un movimiento rápido, entró y la cerró tras de sí.

Se encontró en una típica sala de estar del hotel Ritz, extremadamente elegante, con buenos muebles estilo Imperio. Las paredes eran blancas, y las cortinas y el tapizado de las sillas eran de chintz, con pequeñas rositas rojas sobre fondo blanco. La moqueta era de color rojo vino y estaba bien tensada.

En una zona de sol, en un sillón bajo situado junto a un escritorio, había una anciana pequeña que hacía punto.

El tintineo de las agujas metálicas continuó. Los ojos que había detrás de las gafas bifocales coloreadas de azul claro examinaron a Bond con una curiosidad cortés.

Oui, Monsieur? —La voz era profunda y áspera. El rostro, muy empolvado y bastante hinchado que coronaban unos cabellos blancos, no manifestaba otra cosa que interés de persona bien educada.

La mano que Bond tenía bajo la chaqueta estaba tensa como un resorte de acero. Sus ojos semicerrados recorrieron con rapidez la habitación y volvieron a posarse sobre la anciana pequeña que ocupaba el sillón.

¿Habría cometido un error? ¿Estaría en la habitación equivocada? ¿Debía disculparse y salir? ¿Era posible que esta mujer perteneciera a SMERSH? Se parecía tan exactamente al tipo de viuda respetable que uno esperaría encontrar sentada a solas en el Ritz, entreteniéndose con su labor de punto… El tipo de mujer que tendría su propia mesa y su camarero preferido en un rincón del restaurante de la planta baja (no, por supuesto, en el asador). El tipo de mujer que echaría una cabezadita después del almuerzo, y a la que luego iría a buscar una elegante limusina con los laterales de las ruedas blancos, para llevarla al salón de té de la rué de Berri, donde se encontraría con otra vieja rica. El vestido negro anticuado con el detalle de puntilla blanca en el cuello y los puños, la fina cadena de oro que pendía sobre el pecho informe y acababa en unos impertinentes plegables, los primorosos piececillos calzados con sensatas botas negras abotonadas, que apenas tocaban el piso… ¡No podía tratarse de Klebb! Bond había entendido mal el número de la habitación. Podía sentir el sudor en las axilas. Pero ahora tendría que representar la escena hasta el final.

—Me llamo Bond, James Bond.

—Y yo, monsieur, soy la condesa Metterstein. ¿Qué puedo hacer por usted? —Hablaba francés con bastante acento. Podría ser suiza alemana. Las agujas tintineaban sin parar.

—Me temo que el capitán Nash ha sufrido un accidente. No podrá venir hoy, así que he acudido en su lugar.

¿Los ojos se habían entrecerrado apenas detrás de los cristales azul pálido?

—No he tenido el placer de conocer al capitán Nash, monsieur. Ni de conocerlo a usted. Por favor, siéntese y expóngame el asunto que lo ha traído aquí. —La mujer inclinó la cabeza apenas hacia una silla de respaldo alto que había junto al escritorio.

Aquella mujer era intachable. La indulgencia y benevolencia de su actitud resultaban devastadoras. Bond atravesó la habitación y se sentó. Ahora se encontraba a poco menos de dos metros de ella. Sobre el escritorio no había nada más que un anticuado teléfono con el receptor colgado de un gancho y, al alcance de la mano de ella, un botón de marfil para hacer sonar la campanilla de llamada. La boca negra del teléfono bostezaba educadamente ante Bond.

El agente británico clavó groseramente los ojos en el rostro de la mujer para examinarlo.

Tenía una cara fea, como la de un sapo, bajo los polvos y bajo el apretado moño de cabello blanco. Los ojos eran de un marrón tan claro que casi parecían amarillos. Tenía unos labios húmedos e hinchados bajo una franja de bigote manchado de nicotina. ¿Nicotina? ¿Dónde estaban los cigarrillos? No se veía ningún cenicero… no se percibía olor a humo en la habitación.

La mano de Bond volvió a tensarse sobre el arma. Sus ojos bajaron hacia la bolsa de labores, hacia el amorfo tejido de lana ligera color beige que estaba tejiendo la mujer. Las agujas de acero. ¿Qué había de extraño en ellas? Tenían los extremos de un color diferente, como si las hubiesen puesto al fuego. ¿Las agujas de hacer punto habían tenido alguna vez ese aspecto?

Eh bien, monsieur? —¿Había tensión en su voz? ¿Habría captado algo en la expresión del rostro de su interlocutor?

Bond sonrió. Tenía los músculos tensos, en espera de cualquier movimiento, de cualquier truco.

—No servirá de nada —dijo alegremente, apostándolo todo a una sola carta—. Usted es Rosa Klebb. Y es la jefa de Otdyel II de SMERSH. Es una torturadora y una asesina. Intentó matarnos a mí y a la muchacha Romanova. Me alegro mucho de conocerla por fin.

Los ojos no habían cambiado. La mujer tendió la mano izquierda hacia el botón de llamada.

Habló con paciencia y cortesía.

Monsieur, me temo que usted está trastornado. Debo llamar al valet de chambre y hacer que lo acompañe a la salida.

Bond nunca supo qué le salvó la vida. Tal vez fue debido a que en un instante se dio cuenta de que no había ningún cable que saliera del botón hacia la pared o la moqueta. Quizá fue el repentino recuerdo de la expresión inglesa «come in», «adelante», cuando llamó a la puerta con el obviamente esperado golpe. Pero, en el momento en que el dedo de la mujer llegaba al botón de marfil, se lanzó de la silla hacia un lado.

Mientras Bond caía al suelo, se oyó el sonido de una tela de calicó que se rasgaba. En torno a él llovieron astillas del respaldo de la silla que había ocupado. La silla se estrelló contra el piso.

Bond giró sobre sí al tiempo que tironeaba de la pistola. Por el rabillo del ojo vio un jirón de humo azulado que salía de la boca del «teléfono». Luego la mujer cayó sobre él, con las brillantes agujas de hacer punto aferradas en los puños.

Intentó clavárselas en las piernas. Bond la golpeó con los pies y la arrojó de lado. ¡Había intentado clavárselas en las piernas! Mientras Bond se incorporaba sobre una rodilla, supo lo que significaban las puntas coloreadas de las agujas. Estaban envenenadas. Probablemente con uno de esos neurotóxicos alemanes. Lo único que tenía que hacer la mujer era arañarlo con una de ellas, aunque fuese a través de la ropa.

Bond se puso de pie. Ella volvía a echársele encima. Tironeó con furia de su arma. El silenciador se había atascado. Se produjo un destello de luz. Bond lo esquivó. Una de las agujas repiqueteó contra la pared que tenía detrás, y aquella horrible mujer amorfa, con el moño blanco de la peluca torcido sobre la cabeza y los viscosos labios separados enseñando los dientes, se le vino encima.

Bond, que no se atrevía a usar los puños desnudos contra las agujas, saltó de lado por encima del escritorio, apoyando las manos en su superficie.

Jadeando y hablando para sí misma en ruso, Rosa Klebb rodeó precipitadamente el escritorio con la aguja restante adelantada como si fuese un estoque. Bond retrocedió mientras continuaba intentando desatascar la pistola. La parte trasera de sus piernas chocó contra una silla pequeña.

Soltó el arma, tendió una mano hacia atrás y la cogió. Sujetándola por el respaldo, con las patas hacia delante como si fueran cuernos, rodeó la mesa para ir al encuentro de la mujer. Pero ella se hallaba junto al falso teléfono. Lo cogió con rapidez y apuntó con él a Bond. Su mano descendió hacia el botón. Bond avanzó de un salto. Descargó un golpe con la silla. Las balas salieron hacia el techo y los trozos de escayola le golpetearon la cabeza.

Bond volvió a arremeter. Las patas de la silla cogieron a la mujer en torno a la cintura y por encima de los hombros. ¡Dios, sí que era fuerte! Ella cedió, pero sólo hasta llegar a la pared. Allí volvió a atacar, escupiéndole a Bond por encima de la silla, mientras la aguja de hacer punto iba en busca de él como el largo aguijón de un escorpión.

Bond retrocedió un poco, sujetando la silla con los brazos estirados al máximo. Apuntó bien y lanzó una patada alta hacia la muñeca de la mano que empuñaba la aguja. Esta salió volando por la habitación y repiqueteó sobre el piso a sus espaldas.

Bond se acercó más. Examinó la posición. Sí, la mujer estaba firmemente inmovilizada contra la pared por las cuatro patas de la silla. No había manera de que pudiera escapar de esa jaula, como no fuera mediante la fuerza bruta. Tenía libres los brazos, las piernas y la cabeza, pero el cuerpo estaba pegado contra la pared.

La mujer siseó algo en ruso. Le escupió por encima de la silla. Bond inclinó la cabeza y se secó la cara contra la manga. Alzó la vista y miró al rostro lleno de manchas.

—Se ha acabado, Rosa —dijo—. El Deuxiéme llegará en cualquier momento. Dentro de una hora, poco más o menos, estará usted en Londres. No la verán abandonar el hotel. No la verán salir hacia Inglaterra. De hecho, muy pocas personas volverán a verla. A partir de este momento no es más que un número en un expediente secreto. Para cuando hayamos acabado con usted, estará lista para ingresar en un manicomio.

La cara, a menos de un metro de distancia, estaba cambiando. Ahora la sangre la había abandonado y se había puesto amarilla. Aunque, pensó Bond, no a causa del miedo. Los pálidos ojos miraban con fijeza los de Bond. No estaban derrotados.

La boca húmeda, sin forma, se ensanchó en una sonrisa.

—¿Y dónde estará usted cuando yo esté en el manicomio, señor Bond?

—Continuando con mi vida.

—Yo no lo creo así, Angliski Spion.

Bond apenas si reparó en las palabras. Había oído el chasquido de la puerta al abrirse. Un estallido de carcajadas sonó en la habitación, detrás de él.

Eh bien. —Era el tono de deleite que Bond recordaba muy bien—. ¡La posición número setenta! Ahora, al fin, ya lo he visto todo. ¡E inventada por un inglés! James, esto es realmente un insulto para mis compatriotas.

—No te la recomiendo —respondió Bond por encima del hombro—. Es demasiado extenuante. En cualquier caso, puedes relevarme. Permíteme que os presente. Ella se llama Rosa. Te gustará. Es un verdadero pez gordo de SMERSH. De hecho, se ocupa de los asesinatos.

Mathis se acercó. Lo acompañaban dos empleados de lavandería. Los tres se detuvieron y contemplaron con respeto el desagradable rostro.

—Rosa —repitió Mathis, pensativo—. Pero, esta vez, es una Rosa Malheur. ¡Bueno, bueno! Pero estoy seguro de que está incómoda en esa posición. Vosotros dos, traed el panier de fleurs… estará más cómoda acostada.

Los dos hombres fueron hacia la puerta. Bond oyó el crujido del cesto de lavandería.

Los ojos de la mujer continuaban fijos en Bond. Se movió apenas, cambiando el peso de un lado al otro. Fuera de la vista de Bond, y sin que lo advirtiera Mathis que continuaba examinando el rostro de la rusa, la punta de una de las lustrosas botas presionó bajo el empeine de la otra. En la punta apareció un centímetro de fina hoja de cuchillo. Al igual que las agujas de hacer punto, el acero tenía el mismo color azul sucio.

Los dos hombres reaparecieron y depositaron el gran cesto cuadrado junto a Mathis.

—Cójanla —dijo Mathis. Le hizo una leve reverencia a la mujer—. Ha sido un honor.

Au revoir, Rosa —dijo Bond.

Los ojos amarillos se encendieron brevemente.

—Adiós, señor Bond.

La bota, con su diminuta lengua de acero, salió disparada.

Bond sintió un agudo dolor en la pantorrilla derecha. Sólo fue el tipo de dolor que uno sentiría a causa de un puntapié. Dio un respingo y retrocedió. Los dos hombres aferraron a Rosa Klebb por los brazos.

Mathis se echó a reír.

—Mi pobre James —dijo—. Puede contarse con SMERSH para decir la última palabra.

La lengua de sucio acero se había retirado al interior de la bota. Lo que ahora levantaban en peso para meter en la cesta era sólo un bulto de mujer inofensiva.

Mathis observó cómo ajustaban la tapa. Se volvió hacia Bond.

—Ha concluido un buen día de trabajo, amigo mío —comentó—. Pero parece cansado. Regrese a la embajada y repose, porque esta noche tenemos que cenar juntos. La mejor cena de París. Y buscaré a la muchacha más adorable para acompañar esa cena.

El entumecimiento estaba subiendo por el cuerpo de Bond. Sentía mucho frío. Alzó una mano para apartarse el mechón de pelo que le caía sobre la ceja derecha. No tenía tacto en los dedos. Le parecía que eran tan grandes como pepinos. La mano cayó pesadamente a su lado.

Respirar se volvió una tarea difícil. Bond inspiró hasta la máxima capacidad de sus pulmones.

Apretó la mandíbula y cerró a medias los ojos, como suele hacer la gente cuando quiere ocultar que está borracha. A través de las pestañas, observó la cesta que era llevada hacia la puerta. Se forzó en abrir los ojos. Desesperado, enfocó a Mathis.

—No necesitaré una muchacha, René —dijo con voz espesa.

Ahora tenía que abrir la boca para poder respirar. La mano volvió a ascender hasta su rostro frío. Tuvo la impresión de que Mathis avanzaba hacia él.

Bond sintió que las piernas comenzaban a doblársele.

—Ya tengo a la más adorable… —dijo, o creyó decir.

Giró lentamente sobre los talones y cayó cuan largo era sobre el piso color vino tinto.