Cinco litros y medio de sangre
Todo había dependido de la exactitud del hombre. Nash había dicho que la bala atravesaría el corazón de Bond. Este había jugado sobre la suposición de que la puntería de Nash era tan buena como él decía que lo era. Y lo había sido.
Bond permaneció tendido como lo haría un muerto. Antes del disparo, había evocado los cadáveres que había visto y qué aspecto tenían los cuerpos cuando estaban muertos. Ahora yacía completamente desarticulado, como una muñeca rota, con los brazos y las piernas cuidadosamente abiertos.
Exploró sus sensaciones. Donde la bala había entrado en el libro, tenía las costillas ardiendo.
La bala debía de haber atravesado la pitillera y la otra mitad del libro. Podía sentir el plomo caliente sobre su corazón. Tenía la sensación de que le ardía dentro de sus costillas. Era sólo el agudo dolor que sentía en la cabeza, donde había golpeado contra la madera, y el brillo violeta en las puntas de los zapatos gastados que veía contra su nariz lo que le decía que no estaba muerto.
Como un arqueólogo, Bond exploró la ruina cuidadosamente planeada de su cuerpo. La posición de los pies separados. El ángulo de la rodilla semiflexionada que le proporcionaría un punto de apoyo cuando lo necesitara. La mano derecha, que parecía aferrar su corazón perforado, se encontraría a pocos centímetros del pequeño maletín, para cuando pudiera soltar el libro… a pocos centímetros de las costuras letales que contenían los cuchillos arrojadizos de hoja plana, de dos filos cortantes como navajas, que habían sido para él motivo de burla cuando la sección Q de material le enseñó la aldabilla que las sujetaba en su sitio. Y su mano izquierda, con el brazo extendido en su entrega a la muerte, descansaba sobre el piso y le proporcionaría impulso cuando llegase el momento.
Por encima de él sonó un largo bostezo cavernoso. Las puntas de los zapatos marrones se movieron. Bond observó que el cuero se tensaba al levantarse Nash. Dentro de un minuto, con la pistola de Bond en la mano derecha, Nash se subiría a la cama inferior y palparía a través de la cortina de cabello para localizar la nuca de la muchacha. Luego el morro de la Beretta se acercaría tras los dedos. Nash apretaría el gatillo. El rugido del tren ahogaría el estallido amortiguado.
Podría evitarlo por muy poco. Desesperado, Bond intentó recordar la anatomía básica. ¿Había puntos mortales en la parte inferior del cuerpo de un hombre? ¿Por dónde corría la arteria principal? Era la femoral. Corría por el interior del muslo. ¿Y la ilíaca externa, o como quiera que se llamara, que se convertía en la femoral? Atravesaba la ingle por el centro. Si erraba ambas, sería un mal asunto. Bond no se hacía la más mínima ilusión de derrotar a aquel hombre en un combate con las manos desnudas. La primera violenta puñalada con el cuchillo tendría que ser la decisiva.
Las puntas de los zapatos marrones se desplazaron. Apuntaron hacia la cama. ¿Qué estaba haciendo aquel hombre? No se oía otro sonido que no fuese el cavernoso entrechocar metálico provocado por el avance del tren a través del túnel de Simplón, a través del corazón de Wesenhom y Monte Leone. El vaso para enjuagues bucales tintineaba. Los paneles de madera crujían. A lo largo de cien metros hacia ambos lados de la pequeña celda mortal, había hileras de personas durmiendo, o despiertas en sus camas y pensando en sus vidas y sus amores, trazando pequeños planes, preguntándose quién iría a recibirlas a la Gare de Lyon. Y durante todo ese tiempo, un poco más lejos por el mismo corredor, la muerte viajaba con ellas a través del mismo agujero negro, detrás de la misma locomotora diesel, sobre las mismas vías recalentadas por la fricción metálica.
Un zapato marrón se separó del piso. El hombre debía haberlo pasado por encima del agente, quedando a medias sobre él. El vulnerable arco quedaría abierto sobre la cabeza de Bond.
Los músculos del agente británico se contorsionaron como los de una serpiente. Su mano derecha se desplazó unos pocos centímetros hacia las duras costuras del borde del maletín. Presionó hacia un lado. Sintió la estrecha empuñadura del cuchillo. Lo sacó hasta la mitad sin mover el brazo.
El talón marrón se separó del piso. La punta se dobló y soportó el peso.
Ahora había desaparecido el segundo pie.
«Con suavidad, cambia el peso hacia aquí, apóyate por allá, coge el cuchillo con fuerza para que no se desvíe sobre un hueso, y luego…».
En un violento movimiento de tirabuzón, el cuerpo de Bond se levantó del piso. El cuchillo asestó el golpe con la velocidad del relámpago. El puño con el largo dedo de acero, y el brazo y el hombro de Bond detrás, lanzaron una estocada hacia arriba. Los nudillos de Bond tocaron la franela. Él mantuvo el cuchillo clavado y lo empujó para hundirlo más hondo.
Un horrible grito de dolor llegó hasta él desde lo alto. La Beretta repiqueteó sobre el piso. El cuchillo fue arrebatado de la mano de Bond cuando el hombre se retorció de modo convulsivo y se desplomó.
Bond había previsto la caída, pero, cuando se apartaba de lado hacia la ventanilla, una mano que caía lo golpeó y lo hizo caer en la cama inferior con un golpe sordo. Antes de que pudiera recobrarse, ascendió del suelo el terrible rostro, con los ojos brillando en color violeta, los violáceos dientes desnudos. Con lentitud, agonizante, las dos enormes manos intentaron cogerlo.
Bond, medio de espaldas, lanzó patadas ciegas. Uno de sus zapatos acertó; pero entonces su atacante le sujetó el pie y se lo retorció, y el agente británico sintió que se deslizaba hacia el piso.
Las manos de Bond buscaron a tientas un punto de sujeción en la ropa de cama. Pero la otra mano ya lo había cogido por el muslo. Le clavaba las uñas.
El cuerpo de Bond estaba siendo retorcido y arrastrado hacia abajo. Dentro de poco le clavarían los dientes. Golpeó con la pierna libre. No cambió nada. Lo arrastraba.
De pronto, los dedos desesperados de Bond sintieron algo duro. ¡El libro! ¿Cómo funcionaba aquella cosa? ¿Cuál era la parte superior? ¿Le dispararía a él o a Nash? Desesperado, Bond lo tendió hacia el enorme rostro sudoroso. Presionó la base del lomo de tela.
Un chasquido. Bond sintió el retroceso. Otro chasquido, y otro, y otro más. Ahora Bond sentía el calor bajo sus dedos. Las manos que le aferraban la pierna estaban aflojándose. El rostro lustroso estaba retrocediendo. De la garganta salió un ruido, un terrible ruido sofocado. Luego, con un deslizamiento y un chasquido, el cuerpo cayó hacia delante en el piso y la cabeza se estrelló contra los paneles de madera.
Bond permaneció tendido y jadeando a través de los dientes apretados. Miraba fijamente la luz violeta de encima de la puerta. Advirtió que el bucle de filamentos aumentaba y disminuía. Le pasó por la cabeza la idea de que la dinamo de la parte inferior del coche debía de ser defectuosa.
Parpadeó para enfocar mejor la luz. Le entró sudor en los ojos y le escoció. Permaneció tendido, sin hacer nada por evitarlo.
El galopante resonar del tren comenzó a cambiar. Sonaba más cavernoso. Con un último rugido resonante, el Orient Express salió disparado a la luz de la luna y aminoró la velocidad.
Con indolencia, Bond alzó una mano y tiró del borde de la cortinilla. Vio almacenes y apartaderos. Las luces brillaban con fuerza, claras sobre los raíles. Eran buenos focos potentes. Las luces de Suiza.
El tren se deslizó silenciosamente hasta detenerse.
En el constante, absoluto silencio, oyó un ruidito procedente del piso. Bond se maldijo por no haberse asegurado. Se inclinó con rapidez y escuchó. Sujetó el libro ante sí, preparado por si acaso. Nada se movía. Bond tendió una mano y palpó la vena yugular del hombre. No tenía pulso.
Estaba completamente muerto. El cadáver había estado asentándose.
Bond se sentó y aguardó con impaciencia a que el tren comenzara a moverse otra vez. Había muchas cosas que hacer. Incluso antes de que pudiera cuidar de Tatiana, habría que limpiar todo aquello.
Con una sacudida, el largo expreso comentó a rodar suavemente. Pronto estaría descendiendo sinuosamente por el pie de los Alpes hacia el cantón de Valais. El sonido de las ruedas ya era diferente, una canción alegre y acelerada, como si se alegraran de haber dejado el túnel tras de sí.
Bond se puso de pie, pasó por encima de las piernas abiertas del hombre muerto y encendió la luz cenital.
¡Qué desorden! La habitación parecía una carnicería. ¿Cuánta sangre contenía un cuerpo humano? Lo recordó. Cinco litros y medio. Bueno, dentro de poco estaría toda ahí fuera. ¡Mientras no se extendiera hasta el corredor! Bond quitó la ropa de cama de la litera inferior y se puso a trabajar.
Al fin acabó: había limpiado las paredes en torno al bulto cubierto que había en el piso; las maletas estaban apiladas, listas para la entrada en Dijon.
Bond bebió toda una garrafa de agua. Se acercó a las camas y sacudió suavemente el hombro cubierto de piel.
No obtuvo respuesta. ¿Habría mentido aquel hombre? ¿La habría matado con el veneno?
Bond puso la mano contra el cuello de la joven. Estaba tibio. Buscó el lóbulo de la oreja y lo pellizcó con fuerza. Ella se removió perezosamente y gimió. Bond volvió a pellizcarle el lóbulo, y luego otra vez. Al fin, una voz amortiguada dijo:
—No hagas eso.
Bond sonrió. La sacudió. Continuó sacudiéndola hasta que Tatiana se volvió con lentitud y quedó de lado. Dos azules ojos narcotizados miraron a los suyos y volvieron a cerrarse.
—¿Qué pasa? —la voz era soñolientamente enojada.
Bond le habló y la amenazó y la insultó. Zarandeó a la joven con mayor rudeza. Por último, ella se sentó y le dirigió una mirada vacua. Bond le sacó las piernas de la cama de modo que quedaron colgando por el borde de la misma. De alguna manera, consiguió bajarla hasta la cama inferior.
Tatiana tenía un aspecto terrible: la boca floja, los ojos casi en blanco del borracho que duerme la mona, el pelo húmedo y enredado. Bond se puso a trabajar con una toalla mojada y con el peine de ella.
Pasaron por Lausana y, una hora más tarde, llegaron a Vallorbe, en la frontera francesa.
Bond dejó a Tatiana, salió y se apostó en el corredor, por si acaso. Pero los funcionarios de aduanas y control de pasaportes pasaron junto a él hacia la cabina del revisor y, tras cinco minutos inescrutables, continuaron avanzando por el tren.
Bond regresó al compartimento. Tatiana había vuelto a dormirse. Miró el reloj de Nash, que ahora llevaba en su propia muñeca. Las cuatro y media. Faltaba una hora para Dijon. Bond se puso a trabajar.
Al fin, los ojos de Tatiana se abrieron de par en par. Tenía las pupilas más o menos centradas.
—Basta ya, James —dijo, y volvió a cerrarlos ojos. Bond se enjugó el sudor de la cara. Cogió las maletas, una a una, las llevó hasta el final del corredor y las apiló contra la salida. Luego fue a ver al revisor y le dijo que la señora no se encontraba bien y que bajarían del tren en Dijon.
Bond le dio al revisor una última propina.
—No se moleste —le dijo—. Ya he sacado el equipaje para no incomodar a la señora. Mi amigo, el de pelo rubio, es médico. Ha estado haciéndonos compañía durante toda la noche. Lo he dejado durmiendo en mi cama. El hombre está agotado. Le pediría que fuese usted tan amable de no despertarlo hasta que falten diez minutos para llegar a París.
—Certainement, monsieur. —Al revisor no le había llovido el dinero de esa manera desde los días dorados de los millonarios viajeros. Le entregó a Bond el pasaporte y los billetes. El tren comenzó a aminorar la marcha—. Voilá que nous y sommes.
Bond regresó al compartimento. Obligó a Tatiana a ponerse de pie, la sacó al corredor y cerró la puerta dejando junto a la cama la pila blanca de muerte.
Al fin bajaron los escalones y se encontraron sobre el duro, maravilloso, inmóvil andén. Un porteador con camisa azul se hizo cargo de su equipaje.
El sol comenzaba a salir. A esa hora de la mañana había muy pocos pasajeros despiertos. Sólo un puñado en tercera clase, que habían pasado una noche «dura», vieron al hombre joven que ayudaba a la muchacha a alejarse del polvoriento coche de tren con los románticos nombres colocados en un flanco, hacia la puerta gris amarillento donde se leía la palabra «SORTIE».