La botella mortal
El ligero toque en el tobillo despertó a Bond. No se movió. Sus sentidos cobraron vida como los de un animal.
Nada había cambiado. Oyó los ruidos del tren: el suave avance de hierro que dejaba atrás kilómetros y más kilómetros, el leve crujir de la madera, un tintineo procedente del armario que había sobre el lavamanos, donde un vaso para enjuagues bucales se había soltado de la sujeción.
¿Qué lo había despertado? El espectral ojo de la luz de noche proyectaba su aterciopelado resplandor sobre la pequeña habitación. De la litera de arriba no llegaba ni un solo sonido. Junto a la ventanilla, el capitán Nash se encontraba sentado en su sitio, con el libro abierto sobre el regazo; en la doble página brillaba, blanco, un parpadeo de luz lunar que se filtraba por el borde de la cortinilla.
Tenía la mirada fija sobre Bond. El agente británico reparó en la intensidad de los ojos color violeta. Los negros labios se separaron. Se vio el destello de unos dientes.
—Lamento molestarlo, viejo. Tengo ganas de hablar.
¿Qué había de nuevo en aquella voz? Bond posó los pies con suavidad sobre el piso. Se sentó muy erguido. El peligro, como un tercer hombre, se encontraba dentro de la habitación.
—De acuerdo —replicó Bond con tranquilidad.
¿Qué había en esas pocas palabras que acababa de pronunciar el hombre, que le había provocado escalofríos en la columna? ¿Era la nota de autoridad en la voz de Nash? A Bond le pasó por la cabeza la idea de que el capitán podría haberse vuelto loco. Tal vez era la presencia de la locura, y no del peligro, lo que Bond podía oler en la habitación. Su instinto había acertado en relación con este hombre. Sería cuestión de ver cómo librarse de él en la próxima estación. ¿Hasta dónde habían llegado? ¿Cuánto faltaría para la frontera?
Bond alzó la muñeca para mirar la hora. La luz violeta amortecía los números fosforescentes.
Bond inclinó la esfera hacia la luz de la luna que entraba por la ventanilla.
Desde donde estaba Nash, llegó a sus oídos un chasquido seco. Bond sintió un golpe violento en la muñeca. Esquirlas de vidrio le golpearon el rostro. Su brazo salió despedido hacia atrás y se estrelló contra la puerta. Se preguntó si tendría la muñeca fracturada. Dejó caer el brazo y flexionó los dedos. Todos se movían bien.
El libro continuaba abierto sobre el regazo de Nash, pero ahora salía un fino jirón de humo desde un agujero que había entre la parte superior del lomo y el borde interior de las páginas, y en la habitación se percibía un débil olor a fuegos artificiales.
A Bond se le secó la boca como si hubiese tragado alumbre.
Así que la trampa había estado allí desde el principio. La trampa se había cerrado. El capitán Nash había sido enviado por Moscú para reunirse con él. No por M. Y el agente del MGB que ocupaba el número nueve, el hombre que viajaba con pasaporte estadounidense, era un mito. Y Bond le había entregado su arma a Nash. Incluso había colocado cuñas debajo de las puertas para que Nash se sintiera más seguro.
Bond se estremeció. No de miedo, sino de asco.
Nash habló. Su voz ya no era un susurro, ya no era obsequiosa, sino alta y confiada.
—Eso nos ahorrará muchas discusiones, viejo. No ha sido más que una pequeña demostración. Piensan que soy bastante bueno con este pequeño paquete de trucos. Contiene diez balas dum-dum[27] calibre 25, disparadas por una batería eléctrica. Debe admitir que los rusos son unos tipos maravillosos en la invención de estas cosas. Es una verdadera lástima que el libro que tiene usted sea sólo para leer, viejo.
—Por el amor de Dios, deje de llamarme «viejo».
Cuando había tantas cosas para saber, tantas en las que pensar, esta era la primera reacción de Bond ante la catástrofe absoluta. Como la reacción de alguien que se encuentra en una casa en llamas y recoge los objetos más triviales para salvarlos del incendio.
—Lo siento, viejo. Se ha convertido en un hábito. Forma parte del intento de ser un jodido caballero. Como esta ropa. Toda del departamento de vestuario. Dijeron que conseguiría parecerlo si me vestía así. Y lo he conseguido, ¿no es cierto, viejo? Hablemos de cosas serias.
»Supongo que le gustará saber de qué va todo esto. Estaré encantado de contárselo. Disponemos de una media hora antes de que le llegue el momento de partir. Me proporcionará un placer añadido explicarle al famoso señor Bond, del servicio secreto británico, lo estúpido que llega a ser. Verá, viejo, usted no es tan bueno como cree. No es más que un muñeco relleno, y me han encomendado la misión de vaciarlo del serrín que lleva dentro. —La voz era regular e inexpresiva, las frases se apagaban al final con una nota muerta. Era como si a Nash lo aburriera el acto de hablar.
—Sí —replicó Bond—, me gustaría saber de qué va todo esto. Puedo dedicarle media hora. —Desesperado, se preguntó: ¿Habría alguna manera de hacerle perder la calma a aquel hombre? ¿De alterar su equilibrio?
—No se engañe, viejo. —La voz no manifestaba interés ninguno por Bond ni por la amenaza implícita en las palabras de este. Bond no existía más que como blanco—. Va a morir dentro de media hora. No cabe duda. Nunca he cometido un error, o no tendría el trabajo que tengo.
—¿Cuál es su trabajo?
—Jefe ejecutor de SMERSH. —Hubo un asomo de vida en su voz, un atisbo de orgullo. La voz volvió a perder entonación—. Creo que usted conoce ese nombre, viejo.
SMERSH. Así que allí estaba la respuesta, la peor respuesta que pudiera haber. Y este era su asesino jefe. Bond recordó la candente mirada feroz que había observado en aquellos ojos muertos. Un asesino. Un psicópata, probablemente maníaco depresivo. Un hombre que disfrutaba realmente con lo que hacía. ¡Qué hombre tan útil para que lo encontrara SMERSH! Bond recordó de repente lo que había dicho Vavra. Probó con un golpe a ciegas.
—¿La luna tiene algún efecto sobre usted, Nash?
Los labios negros se contorsionaron.
—Es usted listo, ¿verdad?, señor Servicio Secreto. Se cree que soy un chiflado. No se preocupe. No estaría donde estoy si fuera un chiflado.
La colérica burla que percibió en la voz del hombre le dijo a Bond que había tocado un punto vulnerable. ¿Pero qué podía conseguir si lograba que el hombre perdiera el control? Sería mejor seguirle la corriente y ganar un poco de tiempo. Tal vez Tatiana…
—¿Qué papel juega la muchacha en todo esto?
—Formaba parte del cebo. —La voz volvía a tener un tono de aburrimiento—. No se preocupe. No va a interrumpir nuestra conversación. Le di a beber una pizca de hidrato de cloral cuando le serví la copa de vino. Dormirá durante toda la noche. Y luego, durante el resto de las noches. Debe morir con usted.
—Ah, ¿en serio? —con lentitud, Bond levantó la mano y la posó sobre su regazo, moviendo los dedos para restablecer la circulación—. Bueno, pues, oigamos la historia.
—Cuidado, viejo. Nada de trucos. Ninguna jugarreta de Bulldog Drummond[28] lo salvará de esta. Si no me gusta tan sólo uno de sus movimientos, acabará con una sola bala metida en el corazón. Nada más. Eso será lo que reciba al final. Una sola en el centro del corazón. Si se mueve, sucederá un poco antes.
Y no se olvide quién soy. ¿Recuerda su reloj? No yerro el tiro. Jamás.
—Buena demostración —asintió Bond con indiferencia—. Pero no tenga miedo. Usted tiene mi arma, ¿recuerda? Prosiga con su historia.
—De acuerdo, viejo, sólo le advierto que no se rasque ni una oreja mientras yo esté hablando. O se la volaré de un tiro. ¿Vale? Bueno, pues SMERSH decidió matarlo… pero al menos yo he deducido que fue algo que se decidió mucho más arriba, en la más alta esfera. Al parecer, querían darle un buen golpe al servicio secreto británico, bajarle un poco los humos. ¿Me sigue?
—¿Por qué me escogieron a mí?
—A mí no me lo pregunte, viejo. Pero dicen que tiene usted una buena reputación dentro del servicio. La forma en que va a morir usted va a desbaratarles todo el espectáculo. Este plan ha estado cocinándose durante tres meses, y es una preciosidad. Tiene que serlo. SMERSH ha cometido uno o dos errores, últimamente. Para empezar, ese asunto de Khoklov. ¿Recuerda el caso del arma oculta en el paquete de cigarrillos y todo eso? Le encomendaron la misión al hombre equivocado. Deberían de habérmela encargado a mí. Yo no me habría pasado a los yanquis.
»En fin, volviendo adonde estábamos. Como ve, viejo, tenemos un buen planificador en SMERSH. Un hombre llamado Kronsteen. Un gran jugador de ajedrez. Dijo que la vanidad sería su punto flaco, y la codicia, y una pizca de locura en el plan. Dijo que los de Londres se pirran por la locura. Y usted lo ha hecho, ¿no es cierto, viejo?
¿Había sido así? Bond recordaba cómo los detalles excéntricos de la historia habían despertado la curiosidad del departamento. ¿Y la vanidad? Sí, debía admitir que la idea de que una muchacha rusa estuviera enamorada de él había contribuido. Y no había que olvidar la Spektor.
Eso había acabado por decidir la línea de acción, la pura codicia de poseerla.
—Nos sentimos interesados —comentó con tono evasivo—. Luego vino la operación.
»Nuestra jefe de operaciones es todo un personaje. Yo diría que ha matado a más personas que nadie en el mundo, o determinado su muerte. Sí, es una mujer. Se llama Klebb. Rosa Klebb. Una auténtica puerca. Pero sin duda conoce todos los trucos.
Rosa Klebb. ¡Así que en la dirección de SMERSH había una mujer! ¡Si pudiera lograr sobrevivir a esto e ir por ella! Los dedos de la mano derecha de Bond se engarfiaron apenas.
La voz inexpresiva continuó.
—Bueno, pues ella encontró a esta muchacha, Romanova. La entrenó para la misión. Por cierto, ¿qué tal era en la cama? ¿Bastante buena?
¡No! Bond no podía creerlo. Puede que la primera noche fuera una representación. Pero ¿las siguientes? No. Las siguientes habían sido reales. Aprovechó la oportunidad para encogerse de hombros. Fue un encogimiento exagerado. Para que el hombre se acostumbrara al movimiento.
—Bueno. Yo personalmente no estoy interesado en ese tipo de cosas. Pero ellos tomaron algunas bonitas fotografías de ustedes dos. —Nash se dio unos golpecitos en un bolsillo de la chaqueta—. Todo un rollo de 16 milímetros. Las dejaré en el bolso de ella. Quedarán bien en los periódicos. —Nash profirió una carcajada; era una risa áspera, metálica—. Tendrán que censurar algunas de las partes más jugosas, por supuesto.
El cambio de habitaciones en el hotel. La suite nupcial. El enorme espejo detrás de la cama.
¡Qué bien encajaba todo! Bond sintió que tenía las manos mojadas de sudor. Se las secó en los pantalones.
—Quieto, viejo. Ha estado a punto de conseguirlo. Le dije que no se moviera, ¿recuerda?
Bond volvió a posar las manos encima del libro que tenía sobre el regazo. ¿Hasta qué punto podría llevar estos pequeños movimientos? ¿Hasta dónde le permitiría llegar?
—Continúe con la historia —pidió—. ¿Sabía la muchacha que estaban tomando esas fotografías? ¿Sabía que SMERSH estaba implicado en esto?
Nash profirió un bufido.
—Por supuesto que no sabía nada de las fotografías. Rosa no se fiaba ni un pelo de ella. Demasiado emotiva.
»Pero de esa parte yo no sé mucho. Todos trabajábamos por separado. No la he visto hasta hoy. Sólo sé lo que he oído por casualidad. Sí, claro que la muchacha sabía que estaba trabajando para SMERSH. Le dijeron que tenía que llegar a Londres y espiar un poco por ahí.
«La estúpida tonta», pensó Bond. ¿Por qué diablos no le había dicho que SMERSH estaba involucrado? Debía de tener miedo incluso de pronunciar el nombre. Habría pensado que él la encerraría o algo parecido. Siempre había afirmado que se lo contaría todo cuando llegara a Inglaterra. Que él debía tener fe, que no debía temer nada. ¡Fe! Cuando ni siquiera ella tenía la más remota idea de lo que estaba sucediendo. En fin. Pobre criatura. A ella la habían engañado tanto como a él. Pero cualquier indicio habría bastado… le habría salvado la vida a Kerim, por ejemplo. ¿Y qué decir de la vida de ella y de la suya propia?
—Luego hubo que librarse de ese turco de ustedes. Calculo que eso requirió un poco de trabajo. Era duro de pelar. Supongo que fue su banda la que voló nuestro centro de Estambul ayer por la tarde. Eso va a crear un poco de pánico.
—Es una lástima.
—A mí no me preocupa, viejo. Mi parte del trabajo va a ser fácil. —Nash echó una mirada rápida a su reloj de pulsera—. Dentro de unos veinte minutos entraremos en el túnel de Simplón. Quieren que lo haga allí. Más dramatismo para los periódicos.
»Una bala para usted, cuando entremos en el túnel. Sólo una en el corazón. El ruido del paso por el túnel ayudará en caso de que sea usted un moribundo ruidoso, que sufra estertores y cosas de esas. Y luego, con su arma, una en la nuca de ella, y la muchacha saldrá por la ventanilla. Luego otra para usted con su propia arma. Con su mano cogiéndola, por supuesto. Mucha pólvora en su camisa. Suicidio. Es lo que parecerá a primera vista. Pero en su corazón encontrarán dos balas. Eso se descubrirá más tarde.
»¡Más misterio! Volverán a registrar el túnel. ¿Quién era el hombre rubio? Encontrarán la película en el bolso de ella, y en el bolsillo de usted habrá una larga carta de amor escrita por la muchacha, un poquitín amenazadora. Es buena. La escribió SMERSH. En la carta le dice que entregará la película a los periódicos, a menos que se case usted con ella. Que usted prometió casarse si ella robaba la Spektor… —Nash hizo una pausa y añadió un paréntesis—. Y ya que estamos, viejo, la Spektor es un cazabobos. Cuando sus expertos en criptografía comiencen a manipularla, hará volar a todos hacia la gloria. No es un mal dividendo añadido. —Nash rio entre dientes, de forma mecánica—. Y luego la carta continúa diciendo que lo único que ella tiene para ofrecerle es la máquina y su cuerpo… y habla de todo lo relativo a su cuerpo y lo que usted hizo con él. ¡Esa parte es caliente! ¿Correcto? Así que, ¿cómo aparecerá la noticia en los periódicos, en los de izquierdas, que recibirán aviso para que acudan al tren?
»Viejo, la historia lo tiene todo. El Orient Express, una hermosa espía rusa asesinada en el túnel de Simplón, fotografías cochinas, una máquina descifradora secreta. Un apuesto espía británico, con su carrera arruinada, la asesina y se suicida. ¡Sexo, espías, tren de lujo, el señor y la señora Somerset…!
»¡Viejo, dará que hablar durante meses! ¡Y ahora hablan del caso Khoklov! Este asunto lo superará con creces. ¡Y vaya hurgonazo en el ojo del famoso servicio de Inteligencia británico! El mejor de sus hombres, el famoso James Bond. ¡Qué desastre! ¡Y luego estalla la máquina descifradora! ¿Qué va a pensar de usted su jefe? ¿Qué va a pensar el público? ¿Y el gobierno? ¿Y los estadounidenses? ¡Y luego hablan de seguridad! Se habrán acabado los secretos atómicos que les pasaban los yanquis. —Nash hizo una pausa para permitir que Bond asimilara todo lo dicho. Con un toque de orgullo, añadió—: ¡Viejo, esto va a ser la noticia del siglo!
Sí, pensó Bond. Sí. En eso tenía toda la razón. Los franceses le darían a la noticia un impulso tal, que no habría forma de frenarla. No les importaría hasta dónde tuvieran que llegar con las fotografías y todo lo demás. No habría una sola prensa en todo el mundo que no fuera a recoger la noticia. ¡Y la Spektor! ¿Tendrían los empleados de M, o los del Deuxiéme, la prudencia necesaria para pensar que se trataba de un cazabobos? ¿A cuántos de los mejores criptógrafos del mundo se llevaría por delante? ¡Dios, tenía que salir de aquel atolladero! Pero ¿cómo?
La parte superior del ejemplar de Guerra y paz que tenía Nash bostezaba ante él. Veamos. Cuando el tren entrara en el túnel, habría mucho ruido. Y de inmediato, el amortiguado chasquido y la bala. Los ojos de Bond sondearon la violeta oscuridad, midiendo la densidad de la sombra que había en su rincón, bajo el techo formado por la litera superior, recordando la posición exacta de su maletín sobre el piso, calculando lo que haría Nash después de haber disparado.
—Corrió un cierto riesgo cuando dio por sentado que yo le permitiría formar equipo conmigo cuando nos dio alcance en Trieste —dijo—. ¿Y cómo conocía la contraseña del mes?
—Parece que no se da cuenta de cómo están las cosas, viejo —respondió el otro con paciencia—. SMERSH es bueno, realmente bueno. No existe nada mejor. Conocemos sus códigos del mes para cada año. Si alguien de su compañía se hubiera fijado en estas cosas, si hubiera reparado en la pauta que siguen, como sucede con los de mi compañía, usted se daría cuenta de que cada mes de enero pierden ustedes uno de sus agentes menores en alguna parte, tal vez en Tokio, quizá en Timbuctú. SMERSH sencillamente selecciona uno y lo apresa. Luego le hacen cantar las contraseñas para todo el año. Y cualquier otra cosa que sepa, por supuesto. Pero es la contraseña lo que les interesa. Luego la transmiten a todos los centros. Es tan fácil como soplar y hacer botellas, viejo.
Bond se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—En cuanto a darles alcance en Trieste, viejo, no lo hice. Viajé con ustedes hasta aquí, en la parte delantera del tren. Cuando nos detuvimos, bajé y retrocedí por el andén.
»Verá, viejo, lo estábamos esperando en Belgrado. Sabíamos que llamaría a su jefe, o a la embajada, o a alguien. Hemos estado escuchando durante semanas las conversaciones del teléfono de ese yugoslavo. Fue una lástima que no entendiéramos la palabra clave que dijo cuando llamó a Estambul. Podríamos haber evitado el espectáculo de fuegos artificiales o, en cualquier caso, haber salvado a nuestra gente.
»Pero el principal objetivo era usted, viejo, y a usted lo teníamos bien cogido, ya lo creo que sí. Usted estaba dentro de la botella mortal desde el momento en que bajó de ese avión en Turquía. Sólo era cuestión de cuándo ponerle el corcho. —Nash echó una rápida mirada a su reloj. Alzó los ojos. Sus dientes desnudos destellaron en color violeta—. Ya falta poco, viejo. Faltan quince minutos para la hora del corcho.
Bond pensó: «Sabíamos que SMERSH era bueno, pero ni sospechábamos que era tan bueno». El conocimiento era vital. Tenía que lograr volver de alguna manera. DEBIA hacerlo. La mente de Bond repasó los detalles de su plan lastimosamente poco sólido, lastimosamente desesperado.
—SMERSH parece haber pensado muy bien en todo. Deben de haberse tomado muchísimas molestias. Hay sólo una cosa… —Bond dejó la frase flotando en el aire.
—¿Qué cosa, viejo? —Nash, pensando en el informe que tendría que hacer, estaba alerta.
El tren comenzó a aminorar la marcha. Domodossola. La frontera italiana. ¿Y la aduana?
Pero entonces Bond lo recordó. Los viajeros de los coches en tránsito no tendrían que cumplir con ninguna formalidad hasta llegar a Francia, a la frontera, a Vallorbe. E incluso allí, los coches cama tampoco tendrían que cumplir con formalidades aduaneras. Estos expresos atravesaban Suiza en línea recta. Sólo las personas que bajaban en Brigue o Lausana tenían que pasar por la aduana en las estaciones.
—Bueno, venga, viejo. —Nash parecía interesado.
—No sin un cigarrillo.
—De acuerdo. Adelante, sáquelo. Pero si hace un movimiento que no me guste, será hombre muerto.
Bond deslizó la mano derecha en el bolsillo trasero del pantalón. Sacó su ancha pitillera de bronce de cañones. La abrió. Cogió un cigarrillo. Sacó el mechero del bolsillo lateral del pantalón. Encendió el cigarrillo y volvió a guardar el mechero. Dejó la pitillera sobre su regazo, junto al libro. Posó una mano con gesto casual sobre el libro y la pitillera, como para evitar que se deslizaran y cayesen. Chupó varias veces el cigarrillo. Si al menos hubiese sido un cigarrillo trucado… ¡que emitiera una llama de magnesio o cualquier cosa que pudiera arrojar a la cara del hombre! ¡Ojalá el Servicio se dedicara a hacer algunos juguetes explosivos! Pero al menos había logrado su objetivo y no le habían disparado en el proceso. Ya era un comienzo.
—Verá… —Bond describió un amplio círculo en el aire con el cigarrillo, para distraer la atención de Nash. Su mano izquierda deslizó la plana pitillera entre las páginas del libro—. Verá, parece que todo está en orden, pero ¿qué me dice de usted? ¿Qué va a hacer después de que salgamos del túnel de Simplón? El revisor sabe que está relacionado con nosotros. Irán tras usted en menos que canta un gallo.
—Ah, eso… —El tono de la voz de Nash volvía a ser de aburrimiento—. No parece haberse enterado de que los rusos piensan en esas cosas. Bajaré en Dijon y cogeré un taxi hasta París. Allí me perderé. Un poquitín de misterio con el «tercer hombre» no le hará ningún daño a la historia.
»De todas formas, se sabrá más tarde, cuando le saquen a usted la segunda bala de dentro y no puedan encontrar la segunda arma. No me darán alcance. De hecho, mañana al mediodía tengo una cita en la habitación 204 del hotel Ritz, para informar a Rosa. Ella quiere llevarse el mérito por este trabajo. Entonces me convertiré en su chófer y volveremos a Berlín en coche. Ahora que lo pienso, viejo —la voz inexpresiva manifestó emoción, se volvió codiciosa—, puede que me traiga la Orden de Lenin en el bolso. Una bonita migaja, como suele decirse.
El tren comenzó a moverse. Bond se tensó. Sucedería dentro de pocos minutos. Vaya una forma de morir… si es que iba a morir. Por su propia estupidez, letal, ciega estupidez. Y letal para Tatiana. ¡Cristo! En cualquier momento podría haber hecho algo para evitar este lío. No le habían faltado oportunidades. Pero el engreimiento y la curiosidad, y la perspectiva de cuatro días de amor, lo habían arrastrado por el camino fácil, tal y como otros habían planeado que debía suceder. Esa era la parte más detestable de todo el asunto: el triunfo para SMERSH, el enemigo al que siempre había jurado derrotar dondequiera que lo encontrara. Haremos esto y él hará lo otro.
«Camaradas, será fácil con un estúpido vanidoso como Bond. Observen y verán cómo muerde el anzuelo. Ya verán. Les digo que es un estúpido. Todos los ingleses son estúpidos». Y Tatiana, el cebo… el adorable cebo. Bond pensó en la primera noche que pasaron juntos. Las medias negras y la cinta de terciopelo. Y durante todo el tiempo, SMERSH había estado observándolos, observando cada uno de los presumidos movimientos que él hacía, tal y como se había planeado que los haría, para poder conformar la mancha, la mancha que caería sobre él, la mancha que caería sobre M que lo había enviado a Estambul, la mancha que caería sobre el servicio secreto que vivía del mito de su propio nombre. ¡Dios, qué desastre! Si al menos… ¡Si al menos su pequeño plan diera resultado!
Más adelante, el retumbar del tren se convirtió en un retronar grave.
Unos pocos segundos más. Unos pocos metros más.
La boca de forma ovalada que había entre las blancas páginas del libro pareció ensancharse.
Dentro de un segundo, el túnel oscuro apagaría la luz de la luna que caía sobre las páginas, y la lengua azul saldría disparada en busca de él.
—Que tenga dulces sueños, cabrón inglés.
El retronar se transformó en un enorme rugido de rápido entrechocar metálico.
En el lomo del libro floreció una llamarada.
La bala, dirigida al corazón de Bond, destelló recorriendo los dos metros que la separaban de su blanco.
Bond cayó de cara al piso y permaneció tumbado bajo la funeral luz violeta.