Corbata con nudo Windsor
Para facilitar el contacto, Bond salió y permaneció de pie en el corredor. Repasó los detalles de la contraseña del momento, unas pocas frases inofensivas que se cambiaban el primero de cada mes y que servían como señal de reconocimiento entre los agentes ingleses.
El tren sufrió una sacudida y avanzó lentamente saliendo al sol. Al final del pasillo, se cerró de golpe la puerta de comunicación. No se oyó sonido de pasos, pero de pronto el rostro rojo y dorado se reflejó en la ventanilla.
—Disculpe, ¿podría darme una cerilla?
—Uso encendedor. —Bond sacó su gastado Ronson y se lo entregó.
—Todavía mejor.
—Hasta que se estropean.
Bond alzó los ojos hacia el rostro del hombre, esperando una sonrisa ante la conclusión del infantil ritual de «¿Quién vive? Pase, amigo».
Los gruesos labios se contorsionaron brevemente. No había ni una pizca de vida en los ojos azul pálido.
El hombre se había quitado la gabardina. Llevaba una chaqueta vieja marrón rojiza de cheviot con los pantalones de franela, una camisa de verano color amarillo pálido y la corbata de dibujo azul oscuro y marrón en zigzag del cuerpo de artillería real. Estaba atada con un nudo Windsor.
Demostraba demasiada vanidad. Solía ser el distintivo de los sinvergüenzas. Bond decidió olvidar sus prejuicios. Un anillo de sello, de oro, con una cimera indescifrable, destellaba en el dedo meñique de la mano derecha que se aferraba al pasamanos. El extremo de un pañuelo de tonos rojos caía del bolsillo pectoral de la chaqueta del hombre. En su muñeca izquierda podía verse un usado reloj de plata con una vieja correa de cuero.
Bond conocía aquel tipo de hombre: una escuela pública sin prestigio, y luego atrapado por la guerra. Cuerpo de seguridad, quizá. No tenía ni idea de qué hacer después, así que permaneció con las tropas de ocupación. Al principio habría estado con la policía militar y luego, a medida que los veteranos se marchaban a casa, tuvo la oportunidad de ingresar en uno de los servicios de seguridad. Se trasladó a Trieste, donde le fue bastante bien. Quiso quedarse allí y evitar los rigores de Inglaterra. Probablemente tenía una novia, o se había casado con una italiana. El servicio secreto necesitaba un hombre para el pequeño puesto en que se había convertido Trieste después de la retirada. Este hombre estaba disponible. Lo aceptaron. Estaría haciendo trabajos de rutina: conseguir algunas fuentes entre los miembros de baja graduación de las policías italiana y yugoslava, y dentro de sus redes de inteligencia. Mil libras esterlinas al año. Una buena vida, sin que se esperase mucho de él. Y un día, como salida de la nada, le había llegado esta misión. Debió de haber sido todo un trastorno recibir uno de aquellos mensajes de Máxima Inmediatez.
Probablemente se sentía un poco tímido ante Bond. Extraño rostro. Los ojos parecían bastante dementes. Pero así eran en la mayoría de los hombres que realizaban trabajos secretos en el extranjero. Había que estar un poco loco para dedicarse a eso. Un tipo muy fuerte, probablemente tirando a estúpido, pero útil para este tipo de trabajo de guardaespaldas. M se había limitado a coger al hombre más próximo y decirle que subiera al tren.
Todo esto pasaba por la mente de Bond mientras grababa una impresión mental fotográfica de las ropas y la apariencia general del hombre.
—Me alegro de verle —dijo ahora—. ¿Cómo ha sucedido?
—Recibí un mensaje. A última hora de anoche. Personal de M. Me sorprendió, puedo asegurárselo, viejo.
Curioso acento. ¿Qué era? Una pizca de acento irlandés, de irlandés ordinario. Y algo más que Bond no pudo definir. Probablemente se debía a que había vivido en el extranjero durante demasiado tiempo, hablando constantemente idiomas extranjeros. Y ese desagradable «viejo» al final de la frase. Timidez.
—Con toda seguridad —replicó Bond, compasivamente—. ¿Qué decía el mensaje?
—Sólo me dijo que subiera esta mañana al Orient y estableciera contacto con un hombre y una muchacha en el cochecama de trayecto directo. Describió más o menos qué aspecto tenía usted. Luego debía quedarme con ustedes y asegurarme de que llegaban a París. Eso es todo, viejo.
¿Había un tono defensivo en la voz? Bond lo miró de soslayo. Los pálidos ojos giraron para encontrarse con los de él. Por ellos pasó una fugaz mirada feroz, al rojo vivo. Fue como si la puerta de seguridad de un horno se hubiese abierto. La llamarada se apagó. La puerta que daba al interior del hombre se había cerrado. Ahora los ojos volvían a estar opacos; eran los ojos de un introvertido, de un hombre que raras veces mira al mundo exterior, sino que está constantemente observando la escena de su propio interior.
Efectivamente, allí había demencia, pensó Bond, sobresaltado por el atisbo que había tenido de la misma. Síndrome de bombardeo, tal vez, o esquizofrenia. Pobre tipo, con ese magnífico cuerpo. Un día, sin duda se derrumbaría. La locura se haría con el control. Sería mejor que Bond hablara con los de Personal. Habría que comprobar su ficha médica. Por cierto, ¿cómo se llamaba?
—Bien, pues me alegro mucho de tenerlo aquí. Es probable que no tenga mucho que hacer. Empezamos el viaje con tres de los rojos pisándonos los talones. Nos hemos librado de ellos, pero podría haber otros en el tren. O podrían subir más adelante. Y yo tengo que llevar a esta joven hasta Londres sin problemas. Sólo necesito que se quede usted por aquí. Esta noche será mejor que permanezcamos juntos y nos turnemos para hacer guardia. Es la última noche y no quiero correr ningún riesgo. Por cierto, me llamo James Bond. Viajo como David Somerset. Y Caroline Somerset está ahí dentro.
El hombre metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una deslucida cartera que parecía contener mucho dinero. Extrajo una tarjeta de visita y se la entregó a Bond; decía:
«Capitán Norman Nash» y, en la esquina inferior izquierda, «Real Automóvil Club».
Mientras Bond se la metía en el bolsillo, pasó los dedos por su superficie. Estaba grabada.
—Gracias —dijo—. Bien, Nash, venga a conocer a la señora Somerset. No existe ninguna razón por la que no debamos viajar más o menos juntos. —Le dedicó una sonrisa para darle ánimos.
Una vez más, la feroz mirada al rojo vivo se extinguió con rapidez. Los labios se contorsionaron bajo el dorado bigote joven.
—Encantado, viejo.
Bond se volvió, llamó a la puerta con un golpe suave y dijo su nombre.
La puerta se abrió. Bond hizo pasar a Nash; luego entró y cerró la puerta a sus espaldas.
La muchacha pareció sorprenderse.
—Este es el capitán Nash, Norman Nash. Se le ha ordenado que no nos quite el ojo de encima.
—¿Cómo está usted? —La mano se tendió, vacilante. El hombre la tocó brevemente. Su mirada era fija. No dijo nada. La joven profirió una risilla azorada—. ¿No quiere sentarse?
—Eh… gracias. —Nash se sentó, rígido, en el borde del asiento. Pareció recordar algo, algo que la gente hace cuando no tiene nada que decir. Rebuscó en el bolsillo lateral y sacó un paquete de Players.
—¿Quiere un, eh… cigarrillo? —Abrió el paquete con una uña pulgar bastante limpia, retiró hacia abajo el papel plateado e hizo asomar los cigarrillos. La muchacha cogió uno. La otra mano de Nash adelantó un mechero encendido con la obsequiosa rapidez de un vendedor de coches.
Nash alzó los ojos. Bond se encontraba recostado contra la puerta, y se preguntaba cómo ayudar a aquel hombre torpe y vergonzoso. Nash tendió ante sí los cigarrillos y el mechero como si le ofreciese cuentas de vidrio a un jefe indio.
—¿Y usted, viejo?
—Gracias —respondió Bond. Detestaba el tabaco de Virginia, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para contribuir a que el hombre se sintiera más cómodo. Cogió un cigarrillo y lo encendió. Ciertamente, hoy en día los Servicios tenían que apañárselas con algunos personajes bastante extravagantes. ¿Cómo demonios se las arreglaba este tipo para moverse dentro de la sociedad semidiplomática que debía frecuentar en Trieste?
—Parece estar muy en forma, Nash —comentó Bond, poco convincente—. ¿Tenis?
—Natación.
—¿Hace mucho que está en Trieste?
Volvió a aparecer la breve mirada feroz, candente.
—Unos tres años.
—¿Es interesante el trabajo?
—A veces. Ya sabe usted cómo es esto, viejo.
Bond se preguntó cómo podría lograr que Nash dejara de llamarlo «viejo». Se hizo un silencio.
Obviamente, Nash pensó que era su turno otra vez. Metió la mano en el bolsillo y sacó un recorte de periódico. Era la primera página del Corriere della Sera. Se lo entregó a Bond.
—¿Ha visto esto, viejo? —Los ojos ardieron y se apagaron.
Era la noticia principal de la primera plana. Las gruesas letras negras de la impresión, de baja calidad, aún estaban húmedas. El titular decía:
TERRIBLE ESPLOSIONE IN ISTAMBUL
UFFICIO SOVIETICO DISTRUTTO
TUTTI PRESENTI UCCISI
Bond no podía entender el resto. Dobló el recorte y se lo devolvió a Nash. ¿Cuánto sabía este hombre? Sería mejor tratarlo como a un guardaespaldas a su servicio, y nada más.
—Mala cosa —comentó Bond—. Una tubería de gas, supongo.
Bond volvió a ver la obscena barriga de la bomba que colgaba del techo del nicho excavado dentro del túnel, los cables que salían de ella y recorrían la húmeda pared hasta llegar al detonador instalado en el cajón del escritorio de Kerim. ¿Quién habría pulsado el detonador ayer por la tarde, cuando Tempo llamó por teléfono? ¿El «jefe de secretarios»? ¿O lo habrían echado a suertes y luego se habían reunido en torno al elegido para observar cómo la mano descendía, y el profundo rugido había ascendido por la Calle de los Libros situada en la colina cercana? Todos habrían estado allí, en la fresca sala. Con ojos que brillaban de odio. Las lágrimas serían reservadas para la noche. La venganza se habría ejecutado primero.
»¿Y las ratas? ¿Cuántos miles de ellas habrían estallado en el túnel de abajo? ¿A qué hora habría sucedido? En torno a las cuatro de la tarde. ¿Se estaría celebrando la reunión diaria? Tres muertos en esa sala. ¿Cuántos más en el resto del edificio? Amigos de Tatiana, quizá. Tendría que ocultarle el suceso.
»¿Darko habría estado observando? ¿Desde una ventana del Valhalla[26]? Bond podía oír la gran carcajada de triunfo resonando por las paredes. En cualquier caso, Kerim se había llevado a muchos consigo.
Nash estaba mirándolo.
—Sí, es posible que se tratara de una tubería de gas —replicó sin interés.
Una campanilla resonó por el pasillo, aproximándose.
—Deuxiéme Service. Deuxiéme Service. Preñez vos places, s’il vous plait.
Bond miró a Tatiana. Tenía el semblante pálido. En sus ojos había el ruego de que la salvara de las torpezas de aquel hombre nada kulturny.
—¿Te apetece ir a almorzar? —preguntó Bond. Ella se levantó de inmediato—. ¿Y a usted, Nash?
El capitán Nash ya estaba de pie.
—Ya he almorzado, gracias, viejo. Me gustaría echar una mirada por el tren. ¿Al revisor se le puede…? Ya me entiende… —Hizo el gesto de contar dinero.
—Oh, sí, ya lo creo que cooperará —respondió Bond. Extendió el brazo y cogió el pequeño estuche pesado. Abrió la puerta para que pasara Nash—. Nos veremos luego.
El capitán Nash salió al pasillo.
—Sí, espero que así sea, viejo —comentó. Se volvió hacia la izquierda y se alejó por el pasillo, moviéndose con soltura a pesar de los balanceos del tren, con las manos en los bolsillos de los pantalones mientras la luz resplandecía en los apretados rizos dorados de la parte trasera de su cabeza.
Bond siguió a Tatiana en el sentido opuesta. Los coches estaban atestados de turistas que regresaban a casa. La gente que viajaba en los corredores de tercera clase estaba sentada sobre sus bolsos charlando y masticando naranjas y bollos de aspecto duro con trocitos de salami sobresaliendo de los mismos. Los hombres examinaron a Tatiana con atención cuando la joven pasó apretadamente entre ellos. Las mujeres le dedicaron a Bond miradas de valoración, mientras se preguntaban si le haría el amor bien a la muchacha.
En el coche restaurante, Bond pidió dos vermuts con soda y una botella de Chianti Broglio.
Llegaron los magníficos entremeses europeos. Tatiana comenzaba a estar más animada.
—Extraño hombre. —Bond la observó cómo picoteaba entre los diferentes platillos—. Pero me alegro de que haya venido. Tendré oportunidad de dormir un poco. Cuando volvamos a casa, voy a dormir durante una semana entera.
—Ese hombre no me gusta —declaró la joven con indiferencia—. No es kulturny. No me fío de sus ojos.
Bond se echó a reír.
—Nadie es lo bastante kulturny para ti.
—¿Lo conocías de antes?
—No, pero pertenece a mi compañía.
—¿Cómo has dicho que se llama?
—Nash. Norman Nash.
Ella deletreó el apellido.
—¿N-A-S-H? ¿Así?
—Sí.
Los ojos de la muchacha reflejaban una expresión de perplejidad.
—Supongo que ya sabes lo que significa eso en ruso. Nash significa «nuestro». En nuestros servicios, un hombre es nash cuando es uno de «nuestros» hombres. Es svoi cuando es de los «suyos», cuando pertenece al enemigo. Y este hombre se llama Nash. Eso no resulta agradable.
Bond volvió a reír.
—De verdad, Tania, mira que piensas en razones extraordinarias para explicar por qué no te gustan las personas. Nash es un apellido inglés bastante corriente. Ese hombre es totalmente inofensivo. En cualquier caso, es lo bastante duro para hacer lo que nosotros necesitamos que haga. Tatiana hizo una mueca y prosiguió con su almuerzo.
Llegaron unos tagliatelli verdi y el vino, y luego una deliciosa escalopa.
—Ah, esto es tan bueno… —dijo la joven—. Desde que salí de Rusia, soy toda estómago. —Sus ojos se abrieron con alarma—. ¿No me permitirás que me ponga demasiado gorda, James? ¿No me permitirás que engorde tanto que no sirva para hacer el amor? Tendrás que ir con cuidado, o me pasaré todo el día comiendo y durmiendo.
»¿Me pegarás si como demasiado?
—Desde luego que te pegaré.
Tatiana arrugó la nariz. Él sintió la suave caricia del tobillo de ella. Los grandes ojos lo miraron fijamente. Sus pestañas bajaron con recato.
—Por favor, paga la cuenta —dijo—. Tengo sueño.
El tren estaba entrando en Mestre. Se veía el comienzo de los canales. Una góndola de carga llena de verduras avanzaba con lentitud por una recta extensión de agua hacia el interior de la ciudad.
—Pero dentro de nada llegaremos a Venecia —protestó Bond—. ¿No quieres verla?
—No será más que otra estación. Podré ver Venecia en otro momento. Ahora quiero que me hagas el amor. Por favor, James. —Tatiana se inclinó hacia él y posó una mano sobre una de las de Bond—. Dame lo que te pido. Tenemos tan poco tiempo…
Y volvieron a encontrarse en la pequeña habitación con el aroma del mar entrando por la ventanilla semiabierta y la cortinilla agitándose con el aire desplazado por el avance del tren. Una vez más estaban las dos pilas de ropa en el piso y los dos cuerpos susurrantes sobre el asiento, y las manos que exploraban lentamente. Y se formó el nudo amoroso; y, cuando el tren se sacudió al pasar sobre los cambios de agujas y entraba en la resonante estación de Venecia, el último grito desesperado se perdió en el aire.
Fuera del aislamiento de la diminuta habitación sonó una confusión de resonantes voces, entrechocar metálico y pasos de pies que se arrastraban y que lentamente se desvanecieron en el sueño.
Pasaron por Padua y por Vicenza, y una fabulosa puesta de sol sobre Verona brilló con mortecina luz roja y dorada a través de las rendijas de la cortinilla. La campanilla volvió a sonar por el pasillo. Despertaron. Bond se vistió y salió al corredor, donde se recostó contra el pasamanos. Miró por la ventanilla hacia la agonizante luz rosácea que brillaba sobre la llanura de Lombardía, y pensó en Tatiana y en el futuro.
El rostro de Nash se deslizó junto al suyo sobre el cristal oscuro. Se acercó tanto a Bond que sus codos quedaron en contacto.
—Creo que he localizado a uno de nuestros colegas, viejo —dijo en voz baja.
Bond no se sorprendió. Había supuesto que, si sucedía algo, sería esta noche.
—¿Quién está aquí? —preguntó, casi con indiferencia.
—No sé su nombre real, pero ha pasado por Trieste una o dos veces. Tiene algo que ver con Albania. Puede que sea el director residente de allí. Ahora viaja con pasaporte estadounidense. «Wilbur Frank». Dice ser banquero. Está en el número nueve, al lado de su compartimento. No creo que me equivoque con respecto a él, viejo.
Bond miró brevemente los ojos del bronceado rostro. La puerta del horno había vuelto a abrirse. El resplandor rojo brilló y se extinguió de inmediato.
—Me alegro de que lo haya encontrado. Esta podría ser una noche ajetreada. Será mejor que permanezca a nuestro lado a partir de ahora. No debemos dejar sola a la muchacha.
—Lo mismo pensé yo, viejo.
Cenaron juntos. Fue una comida silenciosa. Nash se sentó junto a la joven y no apartó los ojos de su propio plato. Sujetaba el cuchillo como si fuera una estilográfica y con frecuencia lo limpiaba contra el tenedor. Sus movimientos eran torpes. A media comida extendió un brazo para coger el salero, y volcó la copa de Chianti de Tatiana. Se disculpó profusamente. De forma muy ostentosa, pidió otra copa y la llenó.
Llegó el café. Entonces fue Tatiana quien se comportó con torpeza. Volcó su taza. Se había puesto muy pálida y su respiración era agitada.
—¡Tatiana! —Bond se levantó a medias del asiento. Pero fue el capitán Nash quien se puso en pie de un salto y se hizo cargo de la situación.
—La señora ha tenido un vahído —dijo escuetamente—. Permítame. —Se inclinó, rodeó a la joven con un brazo y la puso de pie—. La llevaré de vuelta al compartimento. Será mejor que se haga cargo del estuche. Hay que pagar la cuenta. Yo puedo cuidarla hasta que usted llegue.
—Estoy bien —protestó Tatiana con labios flojos de creciente inconsciencia—. No te preocupes, James. Me echaré un rato.
Su cabeza se recostó contra el hombro de Nash. Este la rodeó por la cintura con un grueso brazo, se abrió camino rápida y eficientemente por el atestado corredor del coche restaurante y salió. Bond chasqueó los dedos, impaciente, para llamar al camarero. «Pobre querida mía. Debe de estar muerta de agotamiento». ¿Por qué no había pensado en la tensión por la que estaba pasando la muchacha? Se maldijo por egoísta. Gracias al cielo que estaba Nash. Era un tipo eficiente, a pesar de toda su tosquedad.
Bond pagó la cuenta. Cogió el pesado estuche y avanzó con toda la rapidez posible por el abarrotado tren.
Golpeó con suavidad la puerta número siete. Nash la abrió. Salió con un dedo sobre los labios y cerró la puerta tras de sí.
—Sufrió un pequeño mareo —dijo—. Ahora se encuentra bien. Las camas ya estaban hechas.
Se ha acostado en la de arriba. Supongo que todo esto ha sido un poco excesivo para la muchacha, viejo. Bond asintió con la cabeza. Entró en el compartimento. Una mano pálida pendía por debajo del abrigo de cebellina. Bond se puso de pie sobre la cama inferior y, con suavidad, metió la mano debajo del extremo del abrigo. La mano estaba muy fría. La muchacha no emitió ningún sonido.
Bond bajó al suelo. Sería mejor dejarla dormir. Salió al corredor.
Nash lo miró con ojos vacuos.
—Bueno, será mejor que nos instalemos para pasar la noche. Yo tengo un libro. —Lo alzó para que se viera—. Guerra y paz. Hace años que estoy intentando leerlo. Usted duerme durante el primer turno, viejo. También parece bastante destrozado. Lo despertaré cuando ya no pueda mantener los ojos abiertos. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el número nueve—. Aún no ha aparecido. No creo que lo haga si está planeando alguna jugarreta. —Hizo una pausa—. Por cierto, ¿tiene un arma, viejo?
—Sí, ¿por qué? ¿Usted no?
La expresión de Nash era de disculpa.
—Me temo que no. En casa tengo una Luger, pero es demasiado grande para este tipo de trabajo.
—Bueno… —replicó Bond, reacio—. Será mejor que coja la mía. Venga conmigo.
Entraron en el compartimiento y Bond cerró la puerta. Sacó la Beretta y se la entregó.
—Ocho disparos —informó en voz baja—. Semiautomática. Tiene puesto el seguro.
Nash cogió el arma y la sopesó con aire profesional. Quitó el seguro y volvió a ponerlo.
Bond detestaba el hecho de que alguien tocase su pistola. Se sentía desnudo sin ella.
—Es algo ligera —comentó con malhumor—, pero mata si se disparan las balas en los sitios correctos.
Nash asintió con la cabeza. Se sentó cerca de la ventanilla, al final de la cama inferior.
—Yo me quedaré en este extremo —susurró—. Hay una buena línea de tiro. —Dejó el libro sobre su regazo y se acomodó.
Bond se quitó la chaqueta y la corbata, y las dejó sobre la cama, a su lado. Se reclinó contra las almohadas y descansó los pies sobre la Spektor que se encontraba en el piso junto a su maletín.
Cogió su novela de Eric Ambler, encontró el punto donde la había dejado e intentó leer. Después de unas pocas páginas, se dio cuenta de que su concentración se desvanecía. Estaba tan cansado…
Dejó el libro sobre su regazo y cerró los ojos. ¿Podía permitirse el lujo de dormir? ¿Había alguna otra precaución que pudiera tomar?
¡Las cuñas! Bond las buscó en el bolsillo de su chaqueta. Se levantó de la cama, se arrodilló y las encajó con fuerza debajo de ambas puertas. Luego volvió a acomodarse y apagó la luz de lectura que estaba situada detrás de su cabeza.
El ojo violeta de la luz de noche brillaba suavemente en lo alto.
—Gracias, viejo —dijo el capitán Nash en voz baja.
El tren profirió un gemido y entró con estrépito en un túnel.