¿Fuera de peligro?
El Orient Express entró lentamente en Belgrado, despidiendo vapor, a las tres en punto de la tarde, con media hora de retraso. Habría una espera de ocho horas hasta que la otra sección del tren llegara a través del Telón de Acero, procedente de Bulgaria.
Bond contemplaba la muchedumbre y esperaba el golpe en la puerta que señalaría la llegada del hombre de Kerim. Tatiana estaba sentada junto a la puerta, envuelta en su abrigo de cebellina, observando a Bond mientras se preguntaba si volvería a su lado.
Lo había visto todo desde la ventanilla: los largos cestos alargados de mimbre que eran sacados del tren, los destellos de los flases de los fotógrafos policiales, el gesticulante ehef de train que intentaba acelerar las formalidades, y la alta silueta de James Bond, erguido, duro y frío como el cuchillo de un carnicero, yendo de un lado a otro.
Bond había regresado y se había sentado, mirándola. Le había formulado preguntas duras, brutales. Ella se había defendido con desesperación, ateniéndose fríamente a su historia, a sabiendas de que si ahora se lo contaba todo, si le decía, por ejemplo, que SMERSH estaba involucrado en aquello, lo perdería sin duda para siempre.
Ahora permanecía sentada y tenía miedo, miedo a la tela de araña en la que estaba atrapada, miedo a lo que podría haber habido detrás de las mentiras que le habían contado en Moscú y, por encima de todo, miedo de perder a este hombre que se había transformado repentinamente en la luz de su vida.
Se oyó un golpe de llamada en la puerta. Bond se levantó y abrió. Un hombre que parecía de caucho, duro y alegre, con los ojos azules de Kerim y una mata de pelo enredado castaño claro sobre el rostro atezado, irrumpió en el compartimento.
—Stefan Trempo a su servicio. —Su gran sonrisa los abrazó a ambos—. Me llaman Tempo. ¿Dónde está el jefe?
—Siéntese —le pidió Bond. Pensó para sí: «Lo sé. Este es otro de los hijos de Darko».
El hombre les lanzó a ambos una mirada penetrante. Se sentó cuidadosamente entre ambos.
Su rostro se había ensombrecido. Ahora, los ojos brillantes miraban fijamente a Bond con una intensidad terrible, en la que había miedo y suspicacia. Su mano derecha se deslizó con gesto casual en el bolsillo del abrigo.
Cuando Bond hubo acabado, el hombre se puso de pie. No formuló ninguna pregunta. Sólo dijo:
—Gracias, señor. ¿Quiere acompañarme, por favor? Iremos a mi apartamento. Hay muchas cosas que hacer. —Salió al corredor y se detuvo de espaldas a ellos, mirando hacia las vías.
Cuando salió la muchacha, echó a andar por el corredor sin volverse. Bond siguió a la joven, con el pesado estuche y su pequeño maletín.
Avanzaron por el andén hasta la plaza de la estación. Había comenzado a lloviznar. La escena, con los pocos taxis dispersos y vapuleados y el espectáculo de edificios modernos sin carácter, resultaba deprimente. El hombre abrió la puerta trasera de un deslucido Morris Oxford saloon. Él ocupó el asiento delantero, tras el volante. Fueron dando saltos sobre los adoquines hasta salir a un resbaladizo bulevar asfaltado y continuaron durante una hora a través de anchas calles desiertas. Vieron pocos peatones y tan sólo un puñado de coches.
Se detuvieron a medio camino de una calle lateral adoquinada. Tempo los condujo a través de la ancha puerta de un edificio de apartamentos y ascendieron dos tramos de escalera que tenían el olor característico de los Balcanes: el olor de sudor muy viejo, humo de cigarrillo y col. Abrió una puerta cerrada con llave y los hizo pasar a un apartamento de dos habitaciones con muebles ordinarios y pesadas cortinas rojas de felpa que estaban descorridas y permitían ver las vacías ventanas del otro lado de la calle. Sobre un aparador había una bandeja con varias botellas sin abrir, vasos y bandejas de fruta y galletitas: la bienvenida preparada para Darko y los amigos de Darko.
Tempo hizo un gesto vago hacia las bebidas.
—Por favor, señor, usted y la señora siéntanse como en casa. Hay un cuarto de baño. Sin duda, a ambos les gustaría bañarse. ¡Si me disculpan, debo hacer unas llamadas telefónicas!
La dura fachada de su rostro estaba a punto de desmoronarse. El hombre entró rápidamente en el dormitorio y cerró la puerta a sus espaldas.
Siguieron dos horas vacías durante las cuales Bond permaneció sentado mirando por la ventana hacia la pared de la acera de enfrente. De vez en cuando se levantaba, se paseaba de arriba abajo y volvía a sentarse. Durante la primera hora, Tatiana se sentó y fingió mirar las revistas que formaban una pila. Luego se levantó abruptamente, entró en el baño, y Bond oyó vagamente el agua que caía a borbotones dentro de la bañera.
A eso de las seis, Tempo salió del dormitorio. Le dijo a Bond que se marchaba.
—Hay comida en la cocina. Regresaré a las nueve y los llevaré al tren. Por favor, consideren mi apartamento como suyo.
Sin aguardar la respuesta de Bond, salió y cerró la puerta con suavidad tras de sí. Bond oyó sus pasos en la escalera, el chasquido de la puerta principal y el encendido automático del Morris.
Entró en el dormitorio, se sentó en la cama, cogió el teléfono y habló en alemán con su interlocutor de larga distancia.
Media hora después se oyó la voz queda de M.
Bond habló como lo haría un viajante con el director de la Universal Export. Dijo que su compañero se había puesto muy enfermo. ¿Había alguna instrucción nueva?
—¿Muy enfermo?
—Sí, señor, mucho.
—¿Y qué hay de la otra compañía?
—Tres de ellos estaban con nosotros, señor. Uno contrajo lo mismo. Los otros dos se sintieron mal cuando salíamos de Turquía. Nos dejaron en Uzunkopru, que está en la frontera.
—¿Así que la otra compañía se ha retirado?
Bond podía imaginar el rostro de M mientras tamizaba la información. Se preguntó si el ventilador estaría girando lentamente en el techo, si M tendría la pipa en la mano, si el jefe de estado mayor estaría escuchando por la otra línea.
—¿Qué piensa hacer? ¿Les gustaría seguir otra ruta de regreso, a usted y a su esposa?
—Prefiero que lo decida usted, señor. Mi esposa se encuentra bien. La muestra está en buenas condiciones. No veo motivo por el que deba deteriorarse. Yo todavía tengo ganas de acabar el viaje. De otro modo, el territorio quedará sin explotar. No sabremos qué posibilidades hay.
—¿Le gustaría que otro de nuestros vendedores le echara una mano?
—No debería ser necesario, señor. Simplemente haga lo que crea oportuno.
—Pensaré en ello. ¿Así que usted realmente quiere llegar hasta el final de esta campaña de ventas?
Bond podía ver los ojos de M resplandeciendo con la misma curiosidad perversa, el mismo afán de saber que él mismo experimentaba.
—Sí, señor. Ahora que estoy a medio camino, parece una lástima no cubrir toda la ruta.
—Muy bien, pues. Pensaré en eso de enviarle otro vendedor para que le eche una mano. —Se produjo una pausa al otro extremo de la línea—. ¿No se le ocurre nada más?
—No, señor.
—En ese caso, adiós.
—Adiós, señor.
Bond colgó el receptor. Se quedó sentado, mirándolo. De repente deseó haber accedido a la sugerencia de M de enviarle refuerzos, sólo por si acaso. Se levantó de la cama. Al menos, dentro de poco habría salido de estos condenados Balcanes y estaría bajando por Italia. Luego Suiza, Francia… entre gente amistosa, lejos de las tierras furtivas.
¿Y la muchacha? ¿Qué podía decir de ella? ¿Podía culparla por la muerte de Kerim? Bond se marchó a la otra habitación y volvió a situarse junto a la ventana, mirando al exterior, formulándose preguntas, repasándolo todo una vez más, cada expresión y cada gesto hecho por ella desde que había oído su voz por primera vez en el Kristal Palas. No, sabía que no podía atribuirle la culpa. Si era una agente, era una agente sin saberlo. No existía una sola muchacha de su edad en todo el mundo capaz de representar este papel, si es que estaba representando, sin delatarse. Y a él le gustaba. Y confiaba en su instinto. Además, con la muerte de Kerim, ¿acaso no habían llegado al final de la conspiración, cualquiera que fuese? Algún día descubriría cuál había sido el plan. Por el momento, estaba seguro de que Tatiana no era una pieza consciente del mismo.
Tomada esta decisión, Bond avanzó hasta la puerta del baño y llamó con unos golpecitos.
Ella salió y él la tomó en sus brazos, la estrechó contra sí y la besó. La joven se aferró a él.
Permanecieron de pie y sintieron cómo el calor animal volvía a aparecer entre ellos, percibieron cómo relegaba a un segundo plano el frío recuerdo de la muerte de Kerim.
Tatiana se separó. Levantó los ojos hacia el rostro de Bond. Alzó una mano y apartó el negro mechón de cabello que caía sobre la frente del agente británico.
El rostro de ella había vuelto a la vida.
—Me alegro de que hayas regresado, James —dijo. Y luego, con tono práctico, añadió—: Y ahora debemos comer y beber, y empezar otra vez con nuestras vidas.
Más tarde, después del Slivovic[25], el jamón ahumado y los melocotones, Tempo regresó y los llevó a la estación, donde aguardaba el expreso bajo las duras luces de las arcadas. Se despidió con rapidez y frialdad, y se desvaneció por el andén, de regreso a la estación y a su oscura existencia.
A las nueve en punto, la nueva locomotora hizo sonar su nuevo silbato y se llevó el largo tren hacia su viaje de toda una noche, descendiendo por el valle del Save. Bond pasó por la cabina del revisor para darle dinero y examinar los pasaportes de los nuevos viajeros.
Conocía la mayoría de las señales que había que buscar para saber si un pasaporte era falso: la escritura borroneada, la impresión demasiado exacta de los sellos de goma, los rastros de pegamento viejo en torno a los bordes de las fotografías, las ligeras transparencias en las páginas donde se habían manipulado las fibras del papel para alterar una letra o un número. Pero los cinco pasaportes nuevos —tres estadounidenses y dos suizos— parecían inocentes. Los documentos suizos, favoritos de los falsificadores rusos, pertenecían a un matrimonio, ambos de más de setenta años. Bond finalmente los dejó, regresó al compartimento y se preparó para pasar otra noche con la cabeza de Tatiana sobre el regazo.
Llegaron a Vincovci y luego, con una encendida aurora como telón de fondo, a la fea extensión de Zagreb. El tren se detuvo entre filas de locomotoras herrumbrosas capturadas a los alemanes y que aún permanecían abandonadas entre la hierba en los apartaderos. Bond leyó la placa de una de ellas —BERLINER MASCHINENBAU GMBH—, mientras salían del cementerio de hierro.
Su largo cilindro negro había sido barrido por balas de ametralladora. Bond oyó el alarido del bombardero que se lanzaba en picado y vio los brazos alzados del maquinista. Por un momento pensó, nostálgica e irracionalmente, en la emoción y el alboroto de la guerra, comparada con sus propias escaramuzas subterráneas desde que la guerra se había vuelto fría.
Entraron en las montañas de Eslovenia, donde los manzanos y los chalets eran casi austríacos. El tren atravesó trabajosamente Ljubljana. La muchacha despertó. Desayunaron huevos fritos y pan integral duro, con un café que era principalmente achicoria. El coche restaurante estaba lleno de alegres turistas ingleses y estadounidenses procedentes de la costa adriática, y Bond, con el corazón aligerado, pensó que por la tarde habrían pasado la frontera hacia la Europa Occidental, y que ya había quedado atrás una tercera noche de peligro.
Bond durmió hasta llegar a Sezana. Los yugoslavos de semblante duro, vestidos de paisano, subieron a bordo. Luego Yugoslavia quedó atrás y llegaron Poggioreale y los primeros aromas de vida cómoda, con el alegre parloteo de los oficiales italianos y los despreocupados rostros de la multitud de la estación que alzaban los ojos hacia ellos. La nueva locomotora diesel eléctrica hizo sonar su silbato como una festiva palmada, se agitó el prado de manos morenas en gesto de despedida y se encontraron bajando con marcha ligera y cómoda en dirección a Venecia, hacia el lejano centelleo de Trieste y el azul grisáceo del Adriático.
«Lo hemos conseguido —pensó Bond—. Realmente pienso que lo hemos conseguido». Se deshizo del recuerdo de los últimos tres días. Tatiana vio que se relajaban las tensas líneas de su cara. Extendió un brazo y le tomó una mano. Él se desplazó para quedar más cerca de la joven.
Miraban por la ventanilla las casas grises de la Corniche, los barcos de vela y la gente que hacía esquí acuático.
El tren emitió un entrechocar metálico al pasar varios cambios de agujas y se deslizó silenciosamente en la brillante estación de Trieste. Bond se levantó y bajó la ventanilla, y ambos se asomaron por la misma, el uno junto al otro. De pronto, Bond se sintió feliz. Rodeó con un brazo la cintura de la muchacha y la atrajo con fuerza hacia sí.
Contemplaron a la multitud que se encontraba abajo. El sol penetraba en dorados rayos por las altas ventanas limpias de la estación. La chispeante escena realzaba la oscuridad y suciedad de los países que había atravesado el tren, y Bond observaba con un placer casi sensual la gente de alegres atuendos que pasaba por las zonas iluminadas por el sol hacia la entrada de la estación, y la gente bronceada, los que habían concluido sus vacaciones, que se apresuraban por el andén para ocupar sus asientos en el tren.
Un rayo de sol iluminó la cabeza de un hombre que parecía típico de este mundo feliz, en horas de recreo. El sol destelló brevemente sobre unos cabellos dorados cubiertos por un sombrero, y sobre un dorado bigote joven. Quedaba tiempo de sobra para subir al tren. El hombre avanzaba sin prisa. Por la mente de Bond pasó la idea de que se trataba de un inglés. Tal vez se debió a la forma familiar del sombrero Kangol color verde oscuro o a la gabardina beige bastante usada, ese distintivo del turista inglés, o puede que el motivo fuesen las piernas enfundadas en franela gris, o los gastados zapatos marrones. Pero el caso es que los ojos de Bond se vieron atraídos por aquel hombre, como si se tratara de alguien a quien conocía, en el momento en que este entraba en el andén.
El hombre llevaba una deslucida maleta marca Revelation y, bajo el otro brazo, un libro grueso y algunos periódicos. «Parece un atleta —pensó Bond—. Tiene los hombros anchos y la cara saludable, atractiva y bronceada de un tenista profesional que regresa a casa después de una gira de torneos».
El hombre se aproximó más. Ahora miraba directamente a Bond. ¿Con expresión de reconocerlo? Bond rebuscó en su mente. ¿Acaso conocía a aquel hombre? No. Recordaría esos ojos que se fijaban con tanta frialdad bajo las pestañas pálidas. Eran opacos, casi muertos. Los ojos de un ahogado. Pero contenían algún mensaje para él. ¿Cuál era? ¿Reconocimiento? ¿Advertencia? ¿O sólo la reacción defensiva ante la propia mirada fija de Bond?
El hombre llegó a la altura del coche cama. Sus ojos miraban ahora a lo largo del tren. Pasó de largo; sus zapatos de suela de goma acanalada no hicieron ningún ruido. Bond lo observó mientras se aferraba al pasamanos y subía con soltura los escalones del coche de primera clase.
De repente, Bond supo lo que significaba la mirada que le había dirigido, quién era aquel hombre. ¡Por supuesto! Pertenecía al Servicio. Después de todo, M había decidido enviarle ayuda.
Ese era el mensaje que habían intentado transmitirle los misteriosos ojos. Bond apostaría cualquier cosa a que el hombre le haría pronto una visita para establecer contacto.
¡Qué típico de M buscar asegurarse de manera absoluta!