CAPÍTULO 21

El Orient Express

Los trenes de lujo están desapareciendo prácticamente en todos los países de Europa, uno a uno; sin embargo, tres veces a la semana, el Orient Express retruena soberbiamente por los más de dos mil kilómetros de rutilantes vías férreas que unen Estambul y París.

Bajo las luces de arco, la locomotora alemana de largo chasis jadeaba agitadamente con la trabajosa respiración de un dragón agonizante de asma. Cada pesada exhalación parecía que iba a ser la última. Luego se oía otra. De los empalmes entre coches, ascendían jirones de vapor que desaparecían con presteza en el aire tibio del mes de agosto. El Orient Express era el único tren vivo que había en la estación central de Estambul, una fea madriguera de arquitectura ordinaria.

Los trenes que se encontraban en las otras vías carecían de locomotora y estaban desiertos, aguardando al día siguiente. Sólo la vía número tres y su andén latían con la trágica poesía de la partida.

La sólida inscripción de bronce que se veía en el lateral del coche azul oscuro decía:

«COMPAGNIE INTERNATIONALES DES WAGON-LITS ET DES GRANDES EXPRESS EUROPÉENS».

Por encima de la inscripción, encajado en ranuras metálicas, se veía un letrero plano de hierro que anunciaba, en letras negras sobre fondo blanco, «ORIENT EXPRESS» y, debajo del mismo, en tres líneas, se leía lo siguiente:

ISTAMBUL — THESSALONIKI — BEOGRAD

VENEZIA — MILAN

LAUSANNE — PARIS

James Bond pasó una mirada vaga sobre los nombres más románticos del mundo. Por décima vez, miró su reloj. Las ocho y cincuenta y un minutos. Sus ojos volvieron a los letreros. Todos los nombres estaban escritos en el idioma del país, excepto Milán. ¿Por qué no habían escrito MILANO? Bond sacó el pañuelo y se enjugó el sudor de la cara. ¿Dónde demonios estaba la muchacha? ¿La habrían descubierto? ¿Se habría arrepentido? ¿Acaso habría sido demasiado brusco con ella anoche, o más bien esta madrugada, en la cama?

Las ocho y cincuenta y cinco. El quedo jadeo de la locomotora había cesado. Se oyó un resonante soplido cuando la válvula de seguridad dejó escapar el exceso de vapor. A cien metros de distancia, a través de la hormigueante multitud, Bond observó cómo el jefe de estación levantaba una mano hacia el maquinista y el fogonero, y echaba a andar lentamente hacia el final del tren, cerrando de golpe las puertas de los coches de tercera clase, colocados en cabeza. Los pasajeros, principalmente campesinos griegos que regresaban a Grecia después de haber pasado el fin de semana con sus parientes de Turquía, se asomaron a las ventanillas y comenzaron a parlotear con la multitud que atestaba el andén.

A lo lejos, donde acababan las débiles luces de arco y se veía la noche azul oscuro y las estrellas a través de la embocadura en forma de media luna del túnel de la estación, Bond vio que una luz roja cambiaba a verde.

El jefe de estación llegó cerca de él. El empleado del cochecama, ataviado con uniforme marrón, le tocó un brazo a Bond.

En voiture, s’il vous plait.

Dos turcos con aspecto de ricos besaron a sus amantes —eran demasiado bellas para ser sus esposas—, y con una andanada de recomendaciones acompañadas de carcajadas, subieron el pequeño pedestal de hierro y los dos altos escalones, hasta el interior del coche. En el andén no había ningún otro pasajero de coche-cama. El revisor, tras dirigir una mirada de impaciencia al inglés de elevada estatura, recogió el pedestal de hierro y subió con él al tren.

El jefe de estación pasó por su lado con paso decidido. Dos compartimentos más, los coches de primera y segunda clase y luego, cuando llegara al furgón, alzaría la sucia banderilla verde.

No se veía ninguna silueta apresurada que corriera hacia el tren desde la guichet. Muy por encima de la guichet, cerca del techo de la estación, el minutero del enorme reloj iluminado dio un salto de dos centímetros y señaló las nueve.

Una ventanilla resonó al bajar por encima de la cabeza de Bond. Él alzó la vista. Su reacción inmediata fue pensar que la trama del velo negro era demasiado abierta. La intención de ocultar la boca exuberante y los emocionados ojos azules era de aficionada.

—Rápido.

El tren había comenzado a moverse. Bond se aferró al pasamanos que desfilaba ante él y saltó al escalón. El camarero aún tenía la puerta abierta. Bond la traspasó sin prisas.

—La señora ha llegado tarde —explicó el camarero—. Ha venido hasta aquí por el pasillo.

Debe de haber entrado por el último coche.

Bond avanzó por el corredor enmoquetado hasta el compartimento central. Un número siete negro se destacaba por encima de un ocho negro en el losange metálico de color blanco. La puerta estaba entornada. Bond entró y la cerró tras de sí. La joven se había quitado el velo y el sombrero negro de paja. Se encontraba sentada en un rincón, junto a la ventanilla. El largo y lustroso abrigo de cebellina que llevaba puesto estaba abierto para mostrar un vestido de seda teñido con tintes naturales que tenía falda plisada, medias de nilón color miel, y cinturón y zapatos de piel de cocodrilo, negros. Ella parecía serena.

—No tienes ninguna fe, James.

Bond se sentó junto a ella.

—Tania —dijo—, si hubiera un poco más de sitio, te echaría sobre mis rodillas y te azotaría. Has estado a punto de provocarme un infarto. ¿Qué ha sucedido?

—Nada —replicó Tatiana con aire inocente—. ¿Qué podía suceder? Te dije que estaría aquí, y aquí me tienes. Eres un hombre sin fe. Puesto que estoy segura de que mi dote te interesa más que yo, está ahí arriba.

Bond alzó los ojos con indiferencia. Junto a su maleta, en la rejilla portaequipajes, había dos maletines.

—Gracias a Dios que estás a salvo —dijo.

Algo en sus ojos, tal vez un destello de culpabilidad mientras admitía para sí que había estado más interesado en la muchacha que en la máquina, tranquilizaron a Tatiana. Retuvo la mano de él en la suya, y se hundió con aire contento contra el respaldo.

El tren rechinó al pasar con lentitud por Cabo Serrallo. El faro iluminaba los tejados de las tristes chozas que flanqueaban la vía férrea. Con la mano que tenía libre, Bond sacó un cigarrillo y lo encendió. Reflexionó que pronto pasarían por la parte trasera de la gran valla publicitaria donde había vivido Krilencu… hasta hacía menos de veinticuatro horas. Bond volvió a ver la escena con todo detalle. La blanca encrucijada de calles, los dos hombres en las sombras, el hombre condenado deslizándose fuera de los labios púrpura.

La joven observó su rostro con ternura. ¿Qué estaría pensando aquel hombre? ¿Qué pasaría detrás de aquellos ojos horizontales, color azul grisáceo, fríos, que a veces se volvían dulces y a veces, como había sucedido la noche pasada antes de que su pasión se consumiera en sus brazos, resplandecían como diamantes? Ahora se hallaban velados por pensamientos. ¿Estaba preocupado por ellos dos? ¿Por la seguridad de ambos? Si al menos pudiera decirle que no había nada que temer, que él era sólo su pasaporte para Inglaterra… él y el pesado estuche que el director residente le había dado aquella tarde en la oficina. El director había dicho lo mismo:

«Aquí tiene su pasaporte para Inglaterra, cabo —había comentado con tono alegre—. Mire. —Había abierto la cremallera del estuche—. Una Spektor flamante. Asegúrese de no volver a abrirlo y de que nadie la saque del compartimento hasta que no llegue al final de su viaje, o ese inglés se la quitará y se deshará de usted. Esta máquina es lo que ellos quieren. No permita que se la quiten, o fracasará en su misión. ¿Comprendido?».

Una garita de señales asomó en la oscuridad azul al otro lado del cristal. Tatiana vio que Bond se levantaba, bajaba la ventanilla y se asomaba hacia la noche. Su cuerpo estaba cerca de ella. La joven desplazó una rodilla para que lo tocara. Qué extraordinaria era esta apasionada ternura que la había invadido desde el momento en que lo vio la pasada noche, de pie, desnudo, ante la ventana, con los brazos alzados para sujetar la cortina, su perfil bajo el revuelto cabello negro, atento y pálido a la luz de la luna. Y luego el enredarse de sus ojos y sus cuerpos. La llama que de pronto se había encendido entre ellos, entre los dos agentes secretos, empujados a unirse desde dos campos enemigos separados por un mundo entero, cada uno implicado en un complot contra el país del otro, antagonistas por profesión y, sin embargo, convertidos en amantes por orden de sus gobiernos.

Tatiana tendió una mano, cogió el borde de la chaqueta de él y tironeó de la misma. Bond subió la ventanilla y se volvió. Le sonrió. Interpretó el mensaje de los ojos de ella. Se inclinó, posó las manos sobre la piel de cebellina que le cubría los pechos, y la besó con fuerza en los labios.

Tatiana se echó de espaldas, arrastrándolo consigo.

Se oyeron dos golpes suaves de llamada en la puerta. Bond se puso de pie. Sacó su pañuelo y se limpió con brusquedad el lápiz de labios.

—Ese debe de ser mi amigo Kerim —comentó—. Tengo que hablar con él. Le diré al revisor que haga las camas. Quédate aquí mientras las hace. No tardaré. Estaré cerca de la puerta. —Se inclinó, le tocó una mano, miró sus grandes ojos y los tristes labios semiabiertos—. Tendremos todas las noches del mundo para nosotros. Primero tengo que asegurarme de que estés a salvo. —Abrió la puerta con llave y salió.

La enorme silueta de Darko Kerim bloqueaba el pasillo. Se encontraba inclinado sobre el pasamanos de latón, fumando y mirando con malhumor hacia el mar de Mármara que retrocedía a medida que el tren serpenteaba alejándose de la costa, adentrándose en tierra, hacia el norte. Bond se inclinó sobre el pasamanos, a su lado. Kerim miró el reflejo de Bond sobre la ventanilla oscura.

—Las noticias no son buenas —dijo en voz baja—. Hay tres de ellos en el tren.

—¡Ah! —Una descarga eléctrica recorrió la columna de Bond.

—Son los tres desconocidos que vimos en aquella habitación. Es obvio que están aquí por usted y la muchacha. —Kerim lanzó una mirada penetrante de soslayo—. Eso hace de ella un doble agente. ¿O no?

La mente de Bond estaba serena. Así que ella era un cebo. Y sin embargo, sin embargo… No, maldición. No podía estar actuando. Era imposible. ¿La máquina descifradora? Tal vez, a fin de cuentas, no estaba dentro del estuche.

—Espere un momento —dijo. Se volvió y llamó a la puerta con unos suaves golpecitos. Oyó que ella hacía girar la llave y quitaba la cadena. Entró y cerró la puerta. La joven parecía sorprendida. Había pensado que se trataba del camarero que acudía a hacer las camas.

Le dedicó una radiante sonrisa.

—¿Has acabado?

—Siéntate, Tatiana. Tengo que hablar contigo.

Ahora ella vio la frialdad en el rostro de Bond, y su sonrisa se desvaneció. Se sentó, obediente, con las manos sobre el regazo. Bond permaneció de pie, frente a ella. ¿Había culpabilidad en su rostro, o miedo? No, sólo sorpresa, y una frialdad equiparable a la expresión de él.

—Escucha, Tatiana. —La voz de Bond era mortal—. Ha surgido algo. Debo mirar dentro del estuche y ver si la máquina está dentro.

—Cógela y mira —replicó ella con indiferencia. Se contempló las manos que descansaban sobre su regazo. Así que iba a suceder ahora. Lo que había dicho el director. Iban a apoderarse de la máquina y hacerla a un lado, quizá la harían bajar del tren. ¡Oh, Dios! Este hombre iba a hacerle eso. Bond extendió un brazo y bajó el pesado estuche, para dejarlo luego sobre el asiento.

Descorrió la cremallera hacia un lado y miró el interior. Sí, una carcasa metálica lacada en gris con tres hileras de rechonchas teclas, muy parecida a una máquina de escribir. Sujetó el estuche abierto, orientado hacia ella.

—¿Esto es una Spektor?

Ella le echó una mirada indiferente.

—Sí.

Bond volvió a cerrarla cremallera y devolvió el estuche a la rejilla portaequipajes. Se sentó junto a la joven.

—En el tren hay tres agentes del MGB. Sabemos que son los que llegaron el lunes al centro donde trabajabas. ¿Qué están haciendo aquí, Tatiana? —La voz de Bond era suave. La observaba, la sondeaba con todos sus sentidos.

Ella alzó la vista. En sus ojos había lágrimas. ¿Eran acaso las lágrimas de un niño al que acaban de descubrir en una mentira? Pero no había ni rastro de culpabilidad en ella. Sólo parecía aterrorizada por algo.

La joven le tendió una mano y luego la retiró.

—¿No vas a arrojarme fuera del tren ahora que tienes la máquina?

—Claro que no —respondió Bond con impaciencia—. No seas idiota. Pero tenemos que saber qué están haciendo estos hombres. ¿De qué va todo esto? ¿Sabías que estarían en este tren? —Intentó captar algún indicio en su expresión. Sólo pudo ver un gran alivio. Y ¿qué más? ¿Una expresión calculadora? ¿O reservada? Sí, ocultaba algo. Pero ¿qué?

Tatiana pareció decidirse. Se enjugó los ojos bruscamente con el reverso de una mano. Aún con el rastro de las lágrimas visible, la tendió y posó sobre una rodilla de él. Miró a Bond a los ojos, obligándolo a creerle.

—James —dijo—, yo no sabía que esos hombres estarían en el tren. Me dijeron que se marchaban hoy. Hacia Alemania. Supuse que viajarían en avión. Es todo lo que puedo decirte.

»Hasta que lleguemos a Inglaterra y esté fuera del alcance de mi gente, no debes hacerme más preguntas. He hecho lo que dije que haría. Estoy aquí con la máquina. Ten fe en mí. No temas por nosotros. Estoy segura de que esos hombres no tienen intención de hacernos ningún daño. Estoy absolutamente segura. Ten fe.

¿Estaba tan segura como decía?, se preguntó Tatiana. ¿Klebb le había dicho toda la verdad?

Pero también ella debía tener fe, fe en las órdenes que le habían dado. Esos hombres debían de ser los guardias encargados de asegurarse de que ella no se bajaba del tren. No podían tener intención de hacerles ningún daño. Más adelante, cuando llegaran a Londres, Bond la ocultaría fuera del alcance de SMERSH, y ella le contaría todo lo que él quisiera saber. En el fondo, ya había tomado esa decisión. Pero sabía Dios lo que podría suceder si los traicionaba ahora. De alguna forma, la eliminarían, y a él también. Lo sabía. No había forma de ocultarle un secreto a esa gente. Y no tendrían compasión. Mientras representara bien su papel, todo iría bien. Tatiana miró el rostro de Bond en busca de alguna señal que indicara que le creía.

Bond se encogió de hombros y se puso de pie.

—No sé qué pensar, Tatiana —afirmó—. Sé que me ocultas algo, pero me parece que se trata de algo que, en tu opinión, carece de importancia. Y creo que tú piensas que estamos a salvo. Puede que así sea. El hecho de que estos hombres se encuentren en el tren podría ser una coincidencia. Debo hablar con Kerim y decidir qué vamos a hacer. No te preocupes. Cuidaremos de ti. Pero ahora tendremos que ir con mucho cuidado.

Bond recorrió el compartimento con los ojos. Probó la puerta de comunicación con el siguiente. Estaba cerrada con llave. Decidió que la trabaría con una cuña cuando se hubiese marchado el revisor. Lo mismo haría con la puerta que daba al pasillo. Y tendría que permanecer despierto. ¡Bien por la luna de miel sobre ruedas! Bond sonrió ferozmente para sí y pulsó el timbre para llamar al revisor. Tatiana alzaba sus ansiosos ojos hacia él.

—No te preocupes, Tania —repitió él—. No te preocupes por nada. Cuando se haya marchado ese hombre, métete en la cama. No abras la puerta a menos que sepas que soy yo. Esta noche permaneceré despierto para vigilar. Tal vez mañana lo tengamos más fácil. Trazaré un plan con Kerim. Es un buen hombre.

El revisor llamó a la puerta. Bond lo dejó entrar y salió al corredor. Kerim continuaba allí, mirando al exterior. El tren había acelerado y corría a toda velocidad a través de la noche; su áspero silbido melancólico llegaba hasta ellos al resonar en las paredes de una profunda trinchera sobre cuyos flancos danzaban y corrían las iluminadas ventanillas del coche. Kerim no se movió, pero sus ojos, reflejados en el espejo del cristal oscuro, eran vigilantes.

Bond le habló de la conversación que acababa de mantener con Tatiana. No le resultó fácil explicarle a Kerim por qué confiaba tanto en la muchacha. Observó cómo la boca, reflejada en la ventanilla, se fruncía irónicamente cuando describió lo que había visto en sus ojos y lo que le decía su propia intuición.

Kerim suspiró, resignado.

—James —le dijo—, ahora es usted quien está al mando. Esta parte de la operación es suya. Ya hemos discutido hoy la mayor parte de esto: el peligro del tren, la posibilidad de trasladar la máquina hasta Inglaterra por valija diplomática, la integridad, o lo contrario, de la joven. Es verdad que parece haberse rendido incondicionalmente a usted. Al mismo tiempo, usted admite haberse rendido a ella. Tal vez sólo de modo parcial. Pero ha decidido entregarle su confianza.

»Cuando hablé por teléfono con M, esta mañana, él dijo que respaldaría la decisión que usted tomara. Que la dejaba en sus manos. Que así sea. Pero él no sabía que íbamos a tener una escolta de tres hombres del MGB. Tampoco lo sabíamos nosotros. Y creo que eso habría cambiado todos nuestros puntos de vista. ¿Sí?

—Sí.

—En ese caso, lo único que podemos hacer es eliminar a esos tres hombres. Sacarlos del tren. Sabrá Dios para qué están aquí. Yo no creo en las coincidencias más que usted. Pero una cosa es segura. No vamos a compartir el tren con esos hombres. ¿Correcto?

—Por supuesto.

—Entonces, déjelo en mis manos. Al menos por esta noche. Todavía estamos en mi país, y dentro de él tengo un cierto poder. Y muchísimo dinero. No puedo permitirme matarlos. Detendrían el tren. Usted y la muchacha podrían verse involucrados. Pero ya arreglaré algo.

»Dos de ellos viajan en litera. El veterano del bigote y la pipa pequeña está en el compartimento contiguo al de ustedes, aquí, en el número seis. —Hizo un gesto hacia atrás con la cabeza—. Viaja con pasaporte alemán a nombre de “Melchior Benz, vendedor”. El moreno, el armenio, está en el número 12. También él tiene pasaporte alemán: “Kurt Goldfarb, ingeniero civil”. Tienen billetes hasta París. He visto sus documentos. Tengo un carné de policía. El revisor no puso objeciones. Tiene todos los billetes y pasaportes en su compartimento. El tercer hombre, el del forúnculo en la parte trasera del cuello, resulta que también tiene forúnculos en la cara. Es un bruto con aspecto feo y estúpido. No he visto su pasaporte. Viaja en asiento de primera clase, en el compartimento contiguo al mío. No tiene que entregar su pasaporte hasta que lleguemos a la frontera. Pero ha entregado el billete. —Como un prestidigitador, Kerim sacó un billete amarillo de primera clase que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Volvió a guardarlo de inmediato. Le sonrió a Bond con expresión de orgullo.

—¿Cómo demonios…?

Kerim rio entre dientes.

—Antes de instalarse para pasar la noche, ese buey estúpido fue al retrete. Yo estaba de pie en el corredor, y de repente recordé cómo solíamos robarles a los viajeros cuando yo era niño. Esperé un minuto. Luego fui hasta el retrete y llamé a la puerta. Cogí el pomo con mucha fuerza.

«Revisor —dije en voz alta—. Billetes, por favor». Lo dije en francés y luego en alemán. Oí un murmullo en el interior. Sentí cómo intentaba abrir. Yo cogí el pomo con mucha fuerza para que él pensara que se había atascado la puerta. «No se apure usted, monsieur —le dije con toda cortesía—. Pase el billete por debajo de la puerta». Probó un poco más con el pomo de la puerta, y oí una respiración agitada. Luego hubo una pausa y un ruidito debajo de la puerta. Allí estaba el billete. Dije «merci, monsieur», con mucha cortesía. Recogí el billete y atravesé el empalme hasta el coche siguiente. —Kerim agitó una mano con desenvoltura—. Me encargaré de que lo hagan bajar del tren, por mucho dinero que tenga. Se le dirá que las circunstancias deben ser investigadas, su declaración corroborada por la agencia que le vendió el billete. Se le permitirá continuar en uno de los trenes siguientes.

Bond sonrió al pensar en Kerim practicando sus trucos escolares privados.

—Es usted un caso, Kerim. ¿Qué me dice de los otros dos?

Darko Kerim encogió sus enormes hombros.

—Ya se me ocurrirá algo —declaró, confiado—. La manera de pillar a los rusos es hacer que parezcan tontos. Hacerles pasar vergüenza. Reírse de ellos. No pueden soportarlo. Buscaremos la manera de hacer sudar a esos dos. Luego dejaremos que el castigo por fracasar en la misión quede en manos de la MGB. Sin duda, serán fusilados por su propia gente.

Mientras hablaban, el revisor salió del número siete. Kerim se volvió a mirar a Bond y posó una mano sobre el hombro del inglés.

—No tenga miedo, James —declaró con tono alegre—. Venceremos a esos tipos. Vaya con la muchacha. Volveremos a vernos por la mañana. Esta noche no dormiremos mucho, pero eso no tiene solución. Cada día es diferente. Tal vez durmamos mañana.

Bond observó al hombre corpulento que se alejaba con soltura por el corredor que se balanceaba. Reparó en que, a pesar de los movimientos del tren, los hombros de Kerim no tocaban en ningún momento las paredes del pasillo. Bond sintió una ola de afecto por aquel duro y alegre espía profesional.

Kerim desapareció en la cabina del revisor. Bond se volvió y llamó suavemente en la puerta número siete.