CAPÍTULO 20

Negro y rosa

Bond se volvió en un instante. Miró hacia la cama, pero tenía los ojos ciegos por haber contemplado la luna. Atravesó la habitación y encendió la lámpara de pantalla rosa que había junto al lecho. Bajo la sábana había un cuerpo largo. Una cabellera castaña se hallaba esparcida sobre la almohada. Se veían las puntas de unos dedos que sujetaban la sábana que ocultaba el rostro. Más abajo, los pechos sobresalían como colinas bajo la nieve.

Bond rio suavemente. Se inclinó hacia delante y tiró de los cabellos con suavidad. Se oyó un chillido de protesta procedente de debajo de la sábana. Bond se sentó en el borde de la cama. Tras un momento de silencio, una punta de la sábana descendió con cautela y un ojo azul grande lo inspeccionó.

—Su aspecto es muy indecoroso. —La voz estaba amortiguada por la sábana.

—¡Y qué me dice de usted! ¿Y cómo ha entrado aquí?

—Bajando dos pisos. También yo vivo aquí. —La voz era profunda y provocativa. Tenía muy poco acento.

—Bueno, pues voy a meterme en la cama.

La sábana bajó con rapidez hasta el mentón y la muchacha se incorporó un poco contra las almohadas. Se había ruborizado.

—Oh, no. No debe hacer eso.

—Pero si es mi cama. Y, de todas formas, usted me dijo que lo hiciera. —El rostro era increíblemente hermoso. Bond lo examinó con descaro. El rubor se hizo más profundo.

—Lo que dije no fue más que una frase. Para presentarme.

—Bien, me alegro mucho de conocerla. Me llamo James Bond.

—Yo soy Tatiana Romanova. —Ella hizo muy largo el sonido de la segunda «a» de Tatiana y de la primera «a» de Romanova—. Mis amigos me llaman Tania.

Se produjo una pausa mientras cada uno miraba al otro, la muchacha con curiosidad y con lo que podría haber sido una expresión de alivio; Bond, con sereno cálculo.

Ella fue quien primero rompió el silencio.

—Es usted igual que en las fotografías. —Volvió a ruborizarse—. Pero debe ponerse algo de ropa. Me perturba verlo así.

—Usted también me perturba. Eso se llama atracción sexual. Si me metiera en la cama con usted, no sería un problema. En cualquier caso, ¿qué lleva puesto?

Ella bajó la sábana una fracción más para mostrar una cinta de terciopelo negro de medio centímetro que le rodeaba el cuello.

—Esto.

Bond bajó la mirada hacia los provocadores ojos azules que ahora se abrían de par en par, como preguntando si la cinta era adecuada. El agente británico sintió que perdía el control de su cuerpo.

—Maldita sea, Tania. ¿Dónde están el resto de sus cosas? ¿O bajó así en el ascensor?

—Oh, no. Eso no habría sido kulturny. Están debajo de la cama.

—Bueno, pues si cree que va a salir de esta habitación sin…

Bond dejó la frase sin terminar. Se levantó de la cama y fue a ponerse una de las chaquetas de pijama de seda azul oscuro largas hasta más abajo de la cadera, única parte de la prenda que solía usar.

—Lo que está sugiriendo no es kulturny.

—¿Ah, no? —dijo Bond, con sarcasmo. Regresó junto a la cama y acercó una silla. Le dedicó una sonrisa a la muchacha—. Bueno, pues le diré algo kulturny. Usted es una de las mujeres más hermosas del mundo.

La joven volvió a ruborizarse. Lo miró con expresión seria.

—¿Me dice la verdad? Creo que mi boca es demasiado grande. ¿Soy tan hermosa como las muchachas occidentales? Una vez me dijeron que me parezco a Greta Garbo. ¿Es cierto?

—Es más hermosa —replicó Bond—. Su cara es más luminosa. Y su boca no es demasiado grande. Es del tamaño justo. Al menos para mí.

—¿Qué es eso de «cara luminosa»? ¿Qué quiere decir?

Bond quería decir que ella no lo miraba como una espía rusa. No resultaba visible ni una pizca de la reserva típica de los espías. Ni su frialdad, ni su carácter calculador. Daba una impresión de personalidad cálida y alegre. Estas cosas afloraban a sus ojos. Buscó una frase evasiva.

—En sus ojos hay mucha alegría y diversión —respondió, poco convincente.

Tatiana permaneció seria.

—Es curioso —dijo—. En Rusia no hay ni mucha diversión ni mucha alegría. Nadie habla de esas cosas. Nunca antes me habían dicho eso.

«¿Alegría?, —pensó—, ¿después de los últimos dos meses? ¿Cómo podía parecer alegre?». Y sin embargo, sí, tenía una sensación de ligereza en el corazón. ¿Acaso era una mujer ligera de cascos por naturaleza? ¿O tenía algo que ver con este hombre al que nunca antes había visto? ¿Era alivio en relación a él después de la agonía experimentada al pensar lo que tenía que hacer?

Ciertamente, era mucho más fácil de lo que había esperado. Él hacía que fuese fácil, que fuese divertido, con una pizca de peligro. Era terriblemente guapo. Y parecía tener un alma muy sana.

¿La perdonaría, acaso, cuando llegaran a Londres y ella le contara la verdad? ¿Cuando le explicara que la habían enviado para seducirlo? ¿Que le habían incluso señalado la noche en que debía hacerlo y el número de su habitación? Sin duda no le importaría demasiado. Ella no estaba causándole ningún daño. Era sólo un medio para que llegara a Inglaterra e hiciera esos informes.

«Alegría y diversión en sus ojos». Bueno, ¿y por qué no? Era posible. Había una maravillosa sensación de libertad en hallarse a solas con un hombre como este, sabiendo que no sería castigada por ello. La verdad es que resultaba terriblemente emocionante.

—Usted es muy guapo —dijo la joven. Buscó una comparación que pudiera complacerlo—. Parece una estrella cinematográfica de Estados Unidos.

Quedó sorprendida ante la reacción de él.

—¡Por el amor de Dios! ¡Ese es el peor insulto que puede hacérsele a un hombre!

Se apresuró a corregir su error. ¡Qué curioso que aquel elogio no le gustara! ¿Acaso toda la gente de Occidente no deseaba parecer una estrella cinematográfica?

—Le he mentido —dijo—. Sólo quería complacerlo. De hecho, usted se parece a mi héroe favorito. Es un personaje de un libro escrito por un ruso que se llama Lermontov. Ya le hablaré de él un día de estos.

¿Un día de estos? Bond pensó que había llegado el momento de hablar con seriedad.

—Vamos a ver, Tania. —Intentaba no mirar el hermoso rostro que descansaba sobre la almohada. Fijó los ojos en la punta del mentón de la joven—. Tenemos que dejarnos de tonterías y ponernos serios. ¿De qué va todo esto? ¿De verdad que va a acompañarme a Inglaterra? —Alzó la mirada hasta los ojos de ella. La joven había vuelto a abrirlos de par en par, con aquella condenada expresión de inocencia.

—¡Pues, claro que sí!

—¡Ah! —Bond quedó desconcertado ante la franqueza de la respuesta. La miró con seriedad—. ¿Está segura?

—Sí. —Ahora sus ojos eran sinceros. La joven había dejado de coquetear.

—¿No tiene miedo?

Vio que una sombra atravesaba los ojos de Tatiana. Pero no se debía a lo que él creyó. La joven acababa de recordar que debía representar un papel. Debía estar asustada por lo que hacía. Aterrorizada. Aquella actuación había parecido tan fácil… pero ahora era difícil. ¡Qué extraño!

Decidió no comprometerse.

—Sí, tengo miedo, pero ahora no tanto. Usted me protegerá. Tal y como había pensado.

—Sí, bueno, claro que lo haré. —Bond pensó en los parientes que vivían en Rusia. Apartó con rapidez aquella idea de su cabeza. ¿Qué estaba haciendo? ¿Intentaba disuadirla para que cambiara de opinión? Cerró sus pensamientos a las consecuencias que imaginaba que le sobrevendrían a Tatiana—. No hay nada de qué preocuparse. Yo cuidaré de usted.

Y ahora, la pregunta que había estado demorando. Se sentía terriblemente azorado. Esta muchacha no era ni por asomo lo que él había esperado. Formular la pregunta lo estropearía todo.

Pero había que hacerlo.

—¿Qué me dice de la máquina?

Sí, fue como si la hubiese abofeteado. El dolor afloró a sus ojos, que llegaron al borde de las lágrimas.

Ella se subió la sábana hasta taparse la boca y habló detrás de la misma. Sus ojos, por encima de la tela, tenían una expresión de frialdad.

—Así que eso es lo que quiere.

—Espere, escuche. —Bond habló con tono de aplomo—. Esa máquina nada tiene que ver con nosotros dos. Pero mi gente de Londres la quiere. —Recordó las normas de seguridad. Habló con tono halagador—. No es tan importante. Lo saben todo acerca de la máquina y piensan que es un maravilloso invento ruso. Sólo quieren una para copiarla. Igual que los rusos copian las cámaras fotográficas extranjeras, y demás. —¡Dios, qué poco convincente!

—Ahora el que miente es usted. —Una lágrima cayó de uno de los grandes ojos azules y descendió por la mejilla hasta la almohada. Ella subió la sábana hasta taparse los ojos.

Bond tendió una mano y la posó sobre el brazo, que estaba bajo la sábana. El brazo se apartó con gesto enojado.

—Condenada y maldita máquina —dijo él con impaciencia—. Pero ¡por el amor de Dios, Tania, usted sabe que tengo que hacer mi trabajo! Sólo dígame una cosa u otra, y nos olvidaremos del asunto. Hay muchas otras cuestiones de las que hablar. Tenemos que preparar nuestro viaje, y demás, Por supuesto que mi gente la quiere, o no me habrían enviado a buscarla a usted junto con el descifrador.

Tatiana se enjugó los ojos con la sábana. Bruscamente, volvió a bajarla hasta sus hombros. Sabía que había estado descuidando su deber. Sólo que… En fin, si al menos él hubiese dicho que la máquina no le importaba, siempre y cuando ella lo acompañara… Pero era esperar demasiado. Bond tenía razón. Él debía realizar su trabajo. Y lo mismo debía hacer ella.

Lo miró con serenidad.

—La llevaré conmigo. No tenga miedo. Pero no volvamos a mencionar el tema. Y ahora escúcheme. —Se sentó más erguida contra las almohadas—. Debemos marcharnos esta noche. —Recordó la lección aprendida—. Es la única oportunidad que tendremos. Esta noche estaré de servicio a partir de las seis de la tarde. Me encontraré sola en la oficina y podré coger la Spektor.

Los ojos de Bond se entrecerraron. Su mente trabajaba a toda velocidad considerando los problemas que habría que afrontar. Dónde esconder a la muchacha. Cómo sacarla en el primer avión una vez que se hubiese descubierto la desaparición. Sería una cuestión arriesgada. Ellos no se detendrían ante nada para recuperarlas a ella y a la Spektor. Bloqueos de las carreteras que llevaban al aeropuerto. Una bomba en el avión. Cualquier cosa.

—Eso es fantástico, Tania. —La voz de Bond era ligera—. La mantendremos escondida y cogeremos el primer avión que salga mañana por la mañana.

—No sea tonto. —A Tatiana le habían advertido que en esta parte de su papel habría algunas cosas difíciles—. Cogeremos el tren. El Orient Express. Sale a las nueve de esta noche. ¿Piensa que no he estado reflexionando sobre eso? No permaneceré en Estambul un minuto más de lo estrictamente necesario. Al amanecer habremos pasado la frontera. Usted debe conseguir los billetes y un pasaporte. Yo lo acompañaré como su esposa. —Alzó los ojos hacia él, con expresión de felicidad—. Eso me gustará. Iremos en uno de esos coches-cama sobre los que he leído. Tienen que ser muy cómodos. Como una pequeña casa rodante. Durante el día charlaremos y leeremos, y por la noche usted se quedará de guardia en la puerta de nuestra casa.

—¡Que me aspen si haré eso! —respondió Bond—. Pero, mire, Tania. Lo que está proponiéndome es una locura. Sin duda nos darán alcance en algún punto del recorrido. En ese tren tardaremos cuatro días y cinco noches en llegar a Londres. Tenemos que pensar otra cosa.

—Ni hablar —replicó la muchacha, sin más—. No aceptaré marcharme de ninguna otra manera. Si usted es inteligente, ¿cómo van a descubrirlo?

«¡Oh, Dios!», pensó Tatiana. «¿Por qué habían insistido en ese tren?». Pero se habían mostrado terminantes. Era un buen lugar para el amor, habían dicho. Dispondría de cuatro días para lograr enamorarlo. Luego, cuando llegaran a Londres, no le complicarían la vida. Él la protegería. Por el contrario, si viajaban a Londres en avión, la meterían en prisión en cuanto llegara. Los cuatro días de viaje eran esenciales. Y le habían advertido que tendrían hombres en el tren para asegurarse de que no se bajaba a medio recorrido. Así que habría de tener cuidado y obedecer las órdenes. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Y sin embargo, ahora anhelaba pasar esos cuatro días con él en la pequeña casita rodante. ¡Qué curioso! Antes, obligarla a ello, había sido un deber. Ahora constituía su más apasionado deseo.

Observó el pensativo rostro de Bond. Deseó tenderle una mano y tranquilizarlo respecto a que nada malo sucedería; que esto no era más que una inofensiva konspiratsia para hacerla llegar a Inglaterra; que ningún mal podría sobrevenirles a ninguno de los dos, porque no era ese el objetivo del plan.

—Bueno, yo continúo pensando que es una locura —respondió Bond, al tiempo que se preguntaba cuál sería la reacción de M—. Pero supongo que podría funcionar. Ya tengo el pasaporte. Necesitaré un visado yugoslavo. —La miró con severidad—. No piense que voy a llevarla en la parte del tren que atraviesa Bulgaria, o pensaré que quiere secuestrarme.

—Pues es verdad —le aseguró Tatiana, con una risilla—. Secuestrarlo es exactamente lo que quiero hacer.

—Ahora, cállese, Tania. Tenemos que solucionar todos los detalles. Conseguiré los billetes y haré que uno de nuestros hombres nos acompañe. Por si acaso. Es un buen hombre. Le gustará.

»Su nombre será Caroline Somerset. No lo olvide. ¿Cómo va a llegar hasta el tren?

Karolin Siomerset. —Mentalmente, la muchacha le dio vueltas al nombre—. Es un nombre bonito. Y usted es el Señor Siomerset. —Rio con alegría—. Es divertido.

»No se preocupe por mí. Llegaré al tren justo antes de que se marche. Sale de la estación Sirkeci. Sé dónde está. Eso es todo, pues. Y no nos preocupemos más. ¿Sí?

—Suponga que pierde el valor. Suponga que la descubren. —De pronto, Bond se sintió preocupado por la confianza que manifestaba la muchacha. ¿Cómo podía estar tan segura? Un repentino escalofrío de sospecha le recorrió la columna vertebral.

—Antes de verlo estaba asustada. Ahora, ya no. —Tatiana intentó convencerse de que era la verdad. En algún sentido, casi lo era—. Ahora, no perderé el valor, como dice usted. Y no pueden descubrirme. Dejaré mis cosas en el hotel y llevaré a la oficina el bolso que llevo siempre. No puedo dejar aquí mi abrigo de piel. Le tengo demasiado cariño. Pero hoy es domingo, y eso será una excusa para ir con él a la oficina. Esta noche, a las ocho y media, saldré y tomaré un taxi hasta la estación. Y ahora, debe dejar de poner esa cara de preocupación. —Impulsivamente, porque tenía que hacerlo, tendió una mano hacia él—. Dígame que está contento.

Bond se acercó al borde de la cama. Tomó la mano de ella y la miró a los ojos. «¡Dios! —pensó—. Espero estar haciendo lo correcto. Espero que este plan descabellado salga bien. ¿Es un fraude, esta muchacha maravillosa? ¿Es sincera? ¿Es real?». Los ojos nada le decían, excepto que la joven era feliz, que quería que él la amase, que se sentía sorprendida ante lo que le sucedía.

La otra mano de Tatiana ascendió, le rodeó el cuello y lo atrajo ardientemente hacia ella. Al principio, los labios de Tatiana temblaron bajo los de él y luego, al invadirla la pasión, la boca se rindió a un beso infinito.

Bond se tendió en la cama. Mientras su boca no dejaba de besarla, su mano se deslizó hasta el pecho izquierdo de la muchacha y lo rodeó, sintiendo el pezón duro de deseo bajo sus dedos. La mano se deslizó hacia abajo, a través del vientre plano. Las piernas de ella se movieron con languidez. Gimió suavemente y su boca se apartó de los labios de Bond. En el extremo de los párpados cerrados, las largas pestañas se agitaron como susurrantes alas de pájaro.

Bond cogió el borde superior de la sábana, la retiró completamente y la dejó caer por los pies de la enorme cama. Ella no llevaba nada puesto, excepto la cinta negra en torno al cuello y unas medias de seda negra sujetas por encima de las rodillas. Los brazos se alzaron en busca de Bond.

Por encima de ambos, y sin que ellos lo supieran, detrás del falso espejo de marco dorado que había en la pared, sobre la cabecera de la cama, dos fotógrafos de SMERSH permanecían sentados muy juntos en el estrecho cabinet de voyeur, al igual que, antes que ellos, tantos amigos del propietario se habían apostado allí en una de las noches de luna de miel de cualquier pareja alojada en esa habitación especial del Kristal Palas.

Y los visores ópticos contemplaban fríamente el arabesco apasionado que los dos cuerpos formaban y deshacían, y volvían a formar, y el mecanismo de relojería de las cámaras cinematográficas zumbaba suavemente, sin descanso, mientras la respiración salía agitada por la boca de los dos hombres, y el sudor de excitación bajaba por sus rostros hinchados hasta los cuellos de mala calidad.