El matarife
Grant colgó con suavidad el teléfono y se sentó, mirándolo.
El guardia de cabeza redonda que se hallaba de pie junto a él dijo:
—Será mejor que empieces a moverte.
—¿Te han dado alguna pista sobre el trabajo? —Grant hablaba el ruso a la perfección, aunque con un marcado acento. Podría haber pasado por nativo de cualquiera de las provincias bálticas.
Su voz era aguda e inexpresiva, como si estuviera recitando un texto de un libro aburrido.
—No. Sólo me dijeron que te necesitan en Moscú. El avión está de camino. Llegará aquí dentro de una hora. Media hora para repostar, y después de tres o cuatro horas, dependiendo del tiempo que haga, aterrizaréis en Jarkov. Llegarás a Moscú hacia medianoche. Será mejor que hagas el equipaje. Yo pediré el coche.
Grant se puso de pie con nerviosismo.
—Sí. Tienes razón. Pero ¿no te dijeron siquiera si se trataba de una operación? Me gusta saber las cosas. Hablábamos por una línea segura. Podrían haberte dado alguna pista. Por lo general lo hacen.
—Esta vez no lo han hecho.
Grant salió con lentitud por la puerta acristalada hasta el césped. Si reparó en la muchacha que estaba sentada en el borde más alejado de la piscina, no dio señales de que así fuera. Se inclinó para recoger el libro y los dorados trofeos de su profesión, volvió a entrar en la casa y subió los pocos escalones que lo conducirían a su dormitorio.
Se trataba de una habitación desnuda y amueblada tan sólo con un somier de hierro del que las sábanas arrugadas pendían por un lado hasta el piso, una silla de mimbre, un armario sin pintar y una mesita alta con una jofaina de hojalata. El piso estaba sembrado de revistas inglesas y estadounidenses. Apilados contra la pared, debajo de la ventana, había libros en rústica de llamativas cubiertas y novelas de misterio en tapa dura.
Grant sacó una vapuleada maleta italiana de fibra de debajo de la cama. Metió dentro una selección de prendas respetables y bien lavadas que sacó del armario. A continuación se lavó apresuradamente el cuerpo con agua fría y el inevitable jabón que olía a rosas, y se secó con una de las sábanas de la cama.
Se oyó el ruido de un coche en el exterior. Grant se vistió de prisa con ropas tan sencillas y corrientes como las que había metido en la maleta, se puso el reloj de pulsera, metió sus otras pertenencias en los bolsillos, recogió la maleta y bajó las escaleras.
La puerta delantera estaba abierta. Podía ver a sus dos guardias hablando con el conductor del abollado sedán ZIS.
«Condenados estúpidos —pensó. Aún pensaba en inglés durante la mayor parte del tiempo—. Probablemente están diciéndole que se asegure de que suba al avión. Probablemente no pueden ni imaginarse que un extranjero quiera vivir en su condenado país». Los fríos ojos manifestaban desprecio cuando Grant dejó la maleta en el escalón de entrada para rebuscar entre el grupo de abrigos que colgaban de ganchos en la puerta de la cocina. Encontró su «uniforme», el abrigo gris amarillento y la gorra de tela negra de la oficialidad soviética, se los puso, recogió su maleta, salió de la casa y se instaló en el asiento junto al conductor vestido de paisano, dándole un brutal golpe de hombro a uno de los guardias al pasar.
Los dos hombres retrocedieron sin decir nada, pero lo miraron con ojos duros. El conductor quitó el pie del pedal de embrague y el coche, que ya tenía una marcha puesta, aceleró con presteza por la carretera polvorienta.
La villa se encontraba situada en la costa sudoriental de Crimea, más o menos a medio camino entre Feodosija y Yalta. Era una de las muchas dachas de vacaciones para oficiales que había a lo largo de la costa montañosa preferida por todos, y que forma parte de la Riviera rusa.
Grant el Rojo sabía que era un inmenso privilegio que lo alojaran allí en lugar de en alguna triste villa de la periferia de Moscú. Mientras el coche ascendía adentrándose en las montañas, pensó que sin duda lo trataban tan bien como sabían, aunque esta preocupación por su bienestar tuviera dos caras.
Realizaron el viaje de sesenta y cinco kilómetros hasta el aeropuerto de Simferopol en una hora.
No había otros coches en la carretera, y los ocasionales carros de caballos de los viñedos se apartaban hasta la cuneta al oír su bocina. Como en todas las zonas de Rusia, un coche significaba un oficial, y un oficial sólo podía significar peligro.
Había rosas por todo el camino, campos de ellas alternados con viñedos, setos conformados de rosales a lo largo de la carretera y, en la entrada al aeropuerto, un vasto macizo circular de las variedades roja y blanca para formar una estrella roja sobre fondo blanco. Grant estaba asqueado de aquellas flores y deseoso de llegar a Moscú y huir de su dulce hedor.
Pasaron de largo ante la entrada del aeropuerto civil y siguieron un muro alto durante aproximadamente un kilómetro y medio, hasta la zona militar del aeródromo. Ante una alta puerta de reja, el conductor enseñó su pase a dos centinelas armados con fusiles, para luego continuar hasta el asfalto de la pista. Varios aviones se encontraban posados sobre ella, como también transportes militares de camuflaje, pequeños bimotores de entrenamiento y dos helicópteros de la marina. El conductor se detuvo para preguntarle a un hombre ataviado con mono de trabajo dónde se encontraba el avión de Grant. De inmediato se oyó un chasquido metálico procedente de la torre de control, y una voz les gritó por los altavoces:
—A la izquierda. Más adelante…, a la izquierda. Número V-BO.
El conductor ya atravesaba obedientemente la pista cuando la voz de hierro volvió a ladrarle:
—¡Alto!
Clavó los frenos, y se oyó un alarido ensordecedor por encima de sus cabezas. Ambos hombres se agacharon de modo instintivo mientras una escuadrilla de cuatro MiG 17 aparecía desde el sol que estaba poniéndose y pasaba en vuelo rasante sobre ellos, con los frenos aerodinámicos completamente bajos para el aterrizaje. Los aviones tocaron la pista de aterrizaje uno tras otro, desprendiendo nubes de humo azul de las ruedas de proa y, con los reactores aullando, continuaron la rodadura hasta la lejana línea que marcaba el límite, para luego regresar hacia la torre de control y los hangares.
—¡Continúen!
Pocos metros más adelante llegaron hasta un avión que lucía las letras de identificación V-BO. Se trataba de un bimotor Ilyushin 12. Una pequeña escalerilla de aluminio colgaba de la puerta de la cabina, y el coche se detuvo junto a ella. En la puerta apareció uno de los tripulantes. Descendió la escalerilla y examinó con atención el pase del conductor, así como los documentos de identidad de Grant, para luego despedir al primero con un gesto, y con otro indicarle a Grant que lo siguiera hasta el interior del aparato. No se ofreció a ayudarlo con la maleta, pero Grant subió con ella como si no pesara más que un libro. El tripulante ascendió tras él, cerró la gran escotilla con fuerza y avanzó hasta la carlinga.
Allí había veinte asientos vacíos entre los cuales escoger sentarse. Grant se acomodó en el más cercano a la escotilla y se ajustó el cinturón de seguridad. A través de la puerta abierta de la cabina le llegó un corto murmullo de conversación con la torre de control, los dos motores gimieron y tosieron al encenderse, y el aparato giró tan rápidamente como si fuera un coche, rodó hasta el inicio de la pista de despegue norte-sur y, sin más preliminares, salió disparado por ella y se elevó.
Grant se desabrochó el cinturón de seguridad, luego encendió un cigarrillo Troika de filtro dorado y se repantigó para reflexionar cómodamente sobre su pasada carrera y el futuro inmediato.
Donovan Grant era el resultado de la unión de medianoche entre un alemán profesional de la halterofilia y una camarera de Irlanda del Sur. La unión duró un cuarto de hora sobre la hierba húmeda del exterior de un circo instalado en las afueras de Belfast. Después, el padre le dio a la madre media corona y la madre se marchó contenta a dormir en su cama, en la cocina de un café cercano a la estación de ferrocarriles. Cuando supo que esperaba un bebé, se trasladó a vivir con una tía en la aldea de Aughmacloy, que se encuentra a caballo en la frontera; allí, seis meses más tarde, murió de fiebre puerperal poco después de dar a luz a un niño de cinco kilos y medio. Antes de morir, dijo que el niño debía llamarse Donovan (el levantador de pesas se daba a sí mismo el nombre de «El Poderoso O’Donovan») y llevar el apellido Grant, que era el de ella.
La tía cuidó del niño a regañadientes, y este creció saludable y extremadamente fuerte, pero muy callado. No tenía amigos. Se negaba a comunicarse con otros niños y, cuando quería algo de ellos, se lo arrebataba valiéndose de los puños. Continuó así en la escuela local, donde era temido y aborrecido, pero adquirió fama en boxeo y lucha durante las fiestas locales, donde su sanguinaria furia combinada con astucia le dieron la victoria sobre muchachos mucho mayores y corpulentos que él.
Fue mediante los combates que llamó la atención de los miembros del Sinn Fein, que usaban Aughmacloy como paso principal de sus idas y venidas entre el norte y el sur, y también de los contrabandistas locales que utilizaban la aldea con los mismos propósitos. Cuando dejó el colegio se convirtió en el hombre fuerte de ambos grupos. Le pagaban bien por el trabajo, pero lo veían lo menos posible.
Fue alrededor de esta época cuando su cuerpo comenzó a experimentar compulsiones extrañas y violentas en torno a los días de luna llena. Cuando, en el octubre de sus dieciséis años, tuvo por primera vez «las sensaciones», como las llamaba él, salió y estranguló un gato. Esto le hizo «sentirse mejor» durante todo un mes. En noviembre, fue un perro pastor grande y, por Navidad, degolló una vaca a medianoche en un cobertizo del vecindario. Estos actos le hacían «sentirse bien». Tenía la sensatez suficiente para darse cuenta de que dentro de poco el pueblo comenzaría a hacerse preguntas acerca de aquellas muertes misteriosas, así que compró una bicicleta y una vez por mes se marchaba al campo. A menudo tenía que llegar muy lejos para encontrar lo que quería y, después de dos meses de tener que satisfacerse con ocas y pollos, corrió el riesgo de degollar a un vagabundo dormido.
Por las noches había tan poca gente en el exterior, que pronto comenzó a salir a la carretera a una hora más temprana, alejándose mucho de su población, de modo que llegaba a aldeas distantes al caer la noche, cuando las personas solitarias regresaban a casa de los campos y las muchachas salían para acudir a sus citas.
Cuando ocasionalmente mataba a una muchacha, no «interfería» en ella para nada. Ese aspecto de la vida, del que había oído hablar, le resultaba del todo incomprensible. Era sólo el maravilloso acto de matar lo que hacía que se «sintiera bien». Nada más.
Hacia el final de su decimoséptimo año, espantosos rumores se propagaban por todo Fermanagh, Tyrone y Armagh. Cuando una mujer fue asesinada a plena luz del día, estrangulada y arrojada con indiferencia en una parva de heno, los rumores se convirtieron en pánico. En los pueblos se formaron grupos de aldeanos, se trajeron refuerzos policiales con perros, y las historias que se contaban acerca del «asesino lunar» atrajeron periodistas a la zona. Varias veces, cuando Grant circulaba en su bicicleta, fue detenido e interrogado, pero contaba con una poderosa protección en Aughmacloy, y siempre eran corroboradas sus historias sobre carreras de entrenamiento para mantenerse en forma para el boxeo, pues ahora constituía el orgullo de la aldea y era el boxeador que representaría a Irlanda del Norte en el campeonato de pesos ligeros.
Una vez más, antes de que fuera demasiado tarde, el instinto evitó que lo descubrieran, y se marchó de Aughmacloy a Belfast, donde se puso en manos de un empresario arruinado que quería que él se hiciera boxeador profesional. En el desvencijado gimnasio, la disciplina era estricta.
Constituía casi una prisión, y el día en que la sangre volvió a hervir en las venas de Grant, no le quedó otra alternativa que casi matar a uno de sus sparrings. Cuando tuvieron que quitarlo por segunda vez de encima de un hombre en el cuadrilátero, fue sólo por ganar el campeonato que se salvó de que el empresario lo echara a la calle.
Grant ganó el campeonato en 1945, en su decimoctavo cumpleaños; luego lo llamaron al servicio militar y se convirtió en conductor del Royal Corps of Signals[2]. El período de entrenamiento en Inglaterra lo calmó un poco, o al menos lo volvió más prudente cuando tenía «las sensaciones». Ahora, en los días de luna llena, se ponía a beber como alternativa. Solía llevarse una botella de whisky a los bosques de los alrededores de Aldershot y bebérsela hasta el final mientras observaba sus sensaciones, fríamente, hasta que lo acometía la inconsciencia.
Luego, a primeras horas de la mañana, regresaba al campamento tambaleándose un poco, satisfecho sólo a medias, pero ya desprovisto de peligro. Si lo pillaba un centinela, le caía sólo un día de confinamiento en las barracas, porque su oficial al mando quería tenerlo contento para el campeonato del ejército.
Sin embargo, la sección de transporte de Grant fue enviada con urgencia a Berlín en torno a la época del bloqueo de comunicaciones por parte de los rusos, y se perdió el campeonato. En Berlín, el constante olor a peligro lo intrigaba y lo volvió aún más cuidadoso y astuto. Continuaba emborrachándose como una cuba en luna llena, pero durante el resto del tiempo se dedicaba a observar y trazar planes. Le gustaba todo lo que oía decir de los rusos, su brutalidad, su indiferencia hacia la vida humana y su astucia, y decidió acercarse a ellos. Pero ¿cómo? ¿Qué podía llevarles de regalo? ¿Qué querían?
Fueron los campeonatos del BAOR[3] lo que finalmente le impulsó a acercarse. Por casualidad, tuvieron lugar en luna llena. Grant, que luchaba por el Royal Corps, recibió una advertencia por aferrar al contrario y lanzar golpes bajos, y fue descalificado en el tercer asalto por persistir en el juego sucio. Todo el estadio le silbó cuando abandonaba el cuadrilátero y, a la mañana siguiente, el oficial al mando lo llamó y, con frialdad, dijo que él era una ignominia para el Royal Corps y que sería devuelto a Inglaterra cuando llegara el siguiente relevo. Los otros conductores lo condenaron al ostracismo y, puesto que nadie quería conducir un transporte con él, tuvieron que trasladarlo al codiciado servicio de correo motorizado.
El traslado no podía resultarle más ventajoso a Grant. Esperó durante unos días y, entonces, cuando un atardecer ya había recogido el correo saliente del día en el cuartel general de Inteligencia Militar instalado en la Reichskanzlerplatz, se fue directamente al sector ruso, esperó con el motor en marcha hasta que se abrió la reja del control británico para dejar entrar a un taxi, y entonces pasó disparado a sesenta y cinco kilómetros por hora a través de las rejas que se cerraban, para detenerse derrapando junto al fortín de cemento del puesto de frontera ruso.
Lo metieron a empujones en la sala de guardia. Un oficial de rostro pétreo, que estaba detrás de un escritorio, le preguntó qué quería.
—Quiero hablar con el servicio secreto soviético —replicó Grant, sin más—. Con el jefe.
El oficial clavó en él una mirada fría. Dijo algo en ruso. Los soldados que lo habían conducido al interior comenzaron a arrastrarlo al exterior. Grant se los sacudió de encima con facilidad. Uno de ellos levantó la ametralladora.
Grant dijo, hablando con tono paciente y de forma clara:
—Tengo un montón de documentos secretos. Ahí fuera. En las bolsas de cuero de la motocicleta. —Tuvo una idea luminosa—. Tendrá usted serios problemas si no se los entregan al servicio secreto.
El oficial les dijo algo a los soldados, y estos retrocedieron.
—No tenemos servicio secreto —respondió en un inglés carente de soltura—. Siéntese y rellene este formulario.
Grant se sentó ante el escritorio y rellenó un largo formulario que contenía preguntas para cualquiera que desease visitar la zona oriental: nombre, dirección, naturaleza de los asuntos que lo llevaban allí, y demás. Entre tanto, el oficial habló suave y brevemente por teléfono.
Para cuando Grant acabó, dos militares más, suboficiales con gorras de infantería verde grisáceo y galones de rango en sus uniformes color caqui, habían entrado en la habitación. El 2º Ejército británico del Rin. El oficial de frontera entregó el formulario, sin mirarlo, a uno de ellos, y los hombres se llevaron a Grant al exterior y lo metieron, junto con su motocicleta, en la parte trasera de una furgoneta cubierta, cuya puerta cerraron con llave tras él. Después de una rápida carrera de un cuarto de hora, la furgoneta se detuvo, y cuando Grant salió de ella se encontró con que estaba en el patio trasero de una gran construcción nueva. Lo llevaron al interior del edificio, lo trasladaron en ascensor a un piso superior y lo dejaron a solas en una celda sin ventanas. No contenía nada más que un banco de hierro. Pasada una hora durante la cual, suponía él, habían examinado los documentos secretos, lo llevaron a una cómoda oficina donde, tras el escritorio, se encontraba sentado un oficial que lucía tres hileras de condecoraciones y los galones dorados de un coronel.
El escritorio estaba vacío, excepto por un cuenco de rosas.
Diez años más tarde, Grant miraba por la ventanilla del avión hacia un amplio conjunto de luces que se hallaba a seis mil metros más abajo, y que supuso que era Jarkov; su reflejo en la ventanilla le sonrió sin alegría.
Rosas. A partir de aquel momento su vida no había sido otra cosa que rosas. Rosas, rosas todo el tiempo.