La boca de Marilyn Monroe
El coche corría a gran velocidad por las calles desiertas, pasando ante mezquitas sombrías desde las cuales los deslumbrantes minaretes se encumbraban hacia la luna creciente en tres cuartos de su plenitud, pasando bajo el acueducto en ruinas, atravesando el Bulevar Ataturk y corriendo ante las entradas norte del Gran Bazar, ahora cerradas. Al llegar a la Columna de Constantino, el vehículo giró a la derecha, metiéndose entre meandrosas calles que olían a basura, para desembocar por último en una larga plaza ornamental alargada en la que tres columnas de piedra se lanzaban como una batería de cohetes espaciales hacia el cielo estrellado.
—Aminora la marcha —dijo Kerim en voz baja. Describieron un lento giro en torno a la plaza bajo la sombra de los tilos. Desde el fondo de una calle del lado este, el faro que había bajo el palacio Topkapi Saray les hizo un gran guiño amarillo.
—Para.
El coche se detuvo en la oscuridad bajo los tilos. Kerim tendió la mano hacia el tirador de la puerta.
—No tardaremos mucho, James. Usted siéntese adelante, en el asiento del conductor, y si un policía se acerca, simplemente dígale: «fíen Bey Kerim in ortagiyim». ¿Podrá recordarlo? Significa: «Soy el socio de Kerim Bey». Lo dejarán en paz.
Bond profirió un bufido.
—Muchísimas gracias, pero se sorprenderá al saber que yo voy a acompañarlos. Sin mí, será inevitable que se metan en líos. En cualquier caso, que me condenen si tengo intención de quedarme aquí a embaucar agentes de policía. Lo peor de aprender bien una sola frase es que parece que uno sepa el idioma. El policía me responderá con una andanada de turco y, cuando no pueda responderle, se olerá que hay gato encerrado. No discuta, Darko.
—Bueno, no me culpe si esto no le gusta. —La voz de Kerim era de incomodidad—. Va a ser un asesinato sin más, a sangre fría. En mi tierra, se deja que los perros dormidos se queden echados, pero si se levantan y muerden, se les pega un tiro. No se les ofrece un duelo. ¿De acuerdo?
—Lo que usted diga —replicó Bond—. Me queda una bala para el caso de que usted falle.
—Venga, pues —aceptó Kerim, reacio—. Tendremos que andar un buen trecho. Ellos dos irán por otro camino.
Kerim cogió un largo bastón que tenía el chófer y un estuche de cuero. Se los echó sobre el hombro y partieron andando calle abajo hacia el guiño amarillo del faro. El sonido de sus pasos rebotaba en las cortinas de hierro de las tiendas cerradas y volvía a ellos. No se veía ni un alma, ni un gato, y Bond se alegró de no ir solo por aquella larga calle hacia el funesto ojo lejano.
Desde el principio, Estambul le había dado la impresión de ser una ciudad donde, al caer la noche, el horror sale arrastrándose de las piedras. Le parecía una urbe que los siglos habían embebido en sangre y violencia de tal manera que, cuando la luz diurna se apagaba, los fantasmas de sus muertos eran la única población. El instinto le decía, como les sucedía a otros viajeros, que Estambul era una ciudad de la que se alegraría de salir con vida.
Llegaron a un estrecho callejón maloliente que descendía una empinada colina hacia la derecha. Kerim giró en él y comenzó a bajar con pies de plomo por el adoquinado.
—Cuidado dónde pone los pies —dijo en voz baja—. «Basura» es una palabra demasiado fina para lo que mi encantador pueblo arroja a la calle.
La luna brillaba blanca sobre el húmedo río de adoquines. Bond mantenía la boca cerrada y respiraba por la nariz. Bajaba un pie después del otro, planos sobre el suelo, con las rodillas dobladas, como si descendiera por una ladera cubierta de nieve. Pensó en su cama del hotel y en el cómodo acolchado del automóvil que aguardaba bajo los tilos de dulce aroma, y se preguntó con cuántas clases de hedores espantosos más iba a tropezarse durante su presente misión.
Se detuvieron al final del callejón. Kerim se volvió hacia él con una ancha sonrisa blanca.
Señaló un elevado bloque de negras sombras que había en lo alto.
—Es la mezquita del sultán Ahmet[24], con sus famosos frescos bizantinos. Lamento no tener tiempo para enseñarle más de las bellezas de mi país. —Sin aguardar la respuesta de Bond, giró a la derecha y siguió un polvoriento bulevar, flanqueado por tiendas baratas, que descendía hacia el lejano destello que era el mar de Mármara. Caminaron en silencio durante diez minutos. Luego Kerim se detuvo y atrajo a Bond hacia las sombras.
—Esta será una operación sencilla —comentó en voz baja—. Krilencu vive ahí abajo, junto a la vía del tren. —Con un gesto indicó vagamente un grupo de luces rojas y verdes que se veía al final del bulevar—. Se oculta en una choza que hay detrás de una valla publicitaria. La choza tiene una puerta frontal y una trampilla que conduce a la calle a través de la valla. Él cree que nadie sabe de su existencia. Mis dos hombres entrarán por la puerta frontal. Él se escapará a través de la valla. Entonces yo le dispararé. ¿Comprendido?
—Si usted lo dice.
Continuaron avanzando bulevar abajo, manteniéndose cerca de las paredes. Tras unos diez minutos, apareció a la vista la valla de seis metros de alto que remataba la intersección en forma de T que había al final de la calle. La luna se encontraba detrás de la valla y proyectaba una sombra. Kerim avanzaba ahora con más cuidado aún, posando los pies ante sí con sigilo. A unos cien metros de la valla, las sombras acababan y la luna resplandecía blanca sobre la intersección.
Kerim se detuvo en el último portal oscuro y colocó a Bond ante sí, en contacto con su pecho.
—Ahora debemos esperar —susurró. Bond oyó que Kerim manipulaba algo a sus espaldas.
Se oyó un suave chasquido cuando se abrió la tapa del estuche. Dejó en manos de Bond un pesado tubo fino de acero, de unos sesenta centímetros de largo, con una protuberancia en cada extremo.
—Mira telescópica. Modelo alemán —susurró Kerim—. Lente para infrarrojos. Se puede ver en la oscuridad. Échele un vistazo a ese cartel cinematográfico de allí. Esa cara. Justo debajo de la nariz. Verá el contorno de una trampilla. En línea recta desde la garita de señales del tren.
Bond apoyó el antebrazo contra la jamba de la puerta y se llevó el tubo al ojo derecho. Enfocó la zona en sombras que tenía delante. Lentamente, el negro se transformó en gris. Aparecieron el contorno de un enorme rostro de mujer y algunas letras. Ahora Bond podía leer la inscripción.
Decía: «NIYAGARA. MARILYN MONROE YE JOSEPH COTTEN» y más abajo «BONZO FUTBOLOU». Bond descendió lentamente con el visor por la vasta masa de cabello de Marilyn Monroe, por el acantilado de su frente y por la nariz de sesenta centímetros hasta las cavernosas narinas. Sobre el cartel se distinguía un débil recuadro. Corría por debajo de la nariz y abarcaba la gran curva tentadora de los labios. Era de alrededor de un metro veinte de ancho. Desde allí habría una buena caída hasta el suelo.
Detrás de Bond sonaron una serie de chasquidos suaves. Kerim alzó horizontalmente su bastón. Como Bond había supuesto, era un arma, un rifle con culata de esqueleto que también formaba la recámara. El rechoncho cilindro de un silenciador había ocupado el sitio de la punta de goma del bastón.
—Un cañón del nuevo Winchester 88 —susurró Kerim con orgullo—. Me lo montó especialmente un hombre de Ankara. Usa cartuchos de 308 milímetros. Los cortos. Tres de ellos. Deme la mira. Quiero enfocar y apuntar a esa trampilla antes de que mis hombres entren por la puerta delantera. ¿Le molesta si uso su hombro como punto de apoyo?
—No hay problema. —Bond le pasó a Kerim la mira telescópica. Kerim la acopló a la parte superior del cañón y deslizó el arma sobre el hombro de Bond.
—Ya la tengo —susurró Kerim—. Está donde Vavra dijo que estaría. Es un buen hombre.
—Bajó el arma justo en el momento en que dos policías aparecían en la esquina derecha de la intersección. Bond se puso tenso.
—No pasa nada —susurró Kerim—, son mi hijo y el chófer. —Se llevó dos dedos a la boca.
Un silbido muy bajo sonó durante una fracción de segundo. Uno de los policías se llevó una mano a la nuca. Luego ambos dieron media vuelta y se alejaron, con las botas golpeteando sonoramente los adoquines.
—Faltan pocos minutos —susurró Kerim—. Tienen que pasar por detrás de esa valla. —Bond sintió que el pesado cañón del arma volvía a deslizarse sobre su hombro derecho.
El silencio bañado de luna se vio interrumpido por un sonoro entrechocar metálico procedente de la garita de señales que quedaba al otro lado de la valla. Uno de los brazos de señales cayó. Un puntito de luz verde se hizo visible entre el grupo de las rojas. Desde lejos llegó un suave retumbar bajo, hacia la izquierda, en dirección a Cabo Serrallo. Se aproximó más y acabó por definirse en el pesado jadeo de una locomotora y el estruendo de dos coches de mercancías mal acoplados. Un débil brillo trémulo de color amarillo pasó a lo largo del terraplén izquierdo.
La locomotora apareció avanzando trabajosamente por encima de la valla publicitaria.
El tren avanzó rechinando en su recorrido de ciento sesenta kilómetros hacia la frontera griega, una negra silueta quebrada contra el mar plateado, y la espesa nube de humo de su combustible de mala calidad flotó hacia ellos en el aire quieto. Cuando la luz roja del furgón de cola destelló brevemente para luego desaparecer, se oyó un retumbar profundo cuando la locomotora entró en una trinchera, y luego dos ásperos lamentos tristes cuando hizo sonar el silbato para advertir que se acercaba a la pequeña estación de Buyuk, que quedaba a un kilómetro y medio más abajo.
El retumbar del tren se apagó en la distancia. Bond sintió que el arma se apoyaba con más fuerza sobre su hombro. Forzó los ojos para ver el objetivo en sombras. En el centro del mismo, apareció un profundo recuadro de negrura.
Con cuidado, Bond levantó la mano izquierda e hizo visera con ella para que la luz de la luna no le impidiera ver. De detrás de su oído derecho le llegó un siseo de respiración.
—Ya sale.
Por la boca del gran cartel en sombras, entre los enormes labios color violeta, semiabiertos de éxtasis, emergió la silueta oscura de un hombre y se colgó como un gusano de la boca de un cadáver.
El hombre cayó. Una barca que remontaba el Bosforo brilló en la noche como un animal insomne dentro de un zoológico. Bond sintió que una gota de sudor le bajaba por la frente. El cañón del arma descendió cuando el hombre abandonó la calzada con pasos sigilosos, en dirección a ellos.
«Cuando llegue al borde de la sombra —pensó Bond— echará a correr. Condenado estúpido, mira más adelante».
Ahora. El hombre se dobló para atravesar a la carrera la calle deslumbrantemente blanca.
Estaba saliendo de la sombra. Tenía la pierna derecha flexionada hacia delante y el hombro correspondiente alineado con ella para darse impulso.
En el oído de Bond sonó un restallido como de hacha que golpea un tronco de árbol. El hombre salió disparado hacia delante con los brazos extendidos. Se produjo un ruido seco al chocar su mentón o su frente contra el suelo.
Un cartucho vacío tintineó a los pies de Bond. Oyó el chasquido del siguiente proyectil que entraba en la recámara.
Los dedos del hombre arañaron los adoquines por un breve instante. Sus zapatos golpearon la calle. Quedó allí tendido, por completo inmóvil.
Kerim profirió un gruñido. El arma se apartó del hombro de Bond. El agente británico escuchó los sonidos que hacía Kerim al desmontar el arma y guardar la mira telescópica en el estuche de cuero.
Bond apartó los ojos de la silueta tendida en la calle, la silueta del hombre que había sido y ya no era. Tuvo un instante de resentimiento contra la vida que le hacía presenciar este tipo de cosas.
El resentimiento no era contra Kerim. Este había sido el objetivo de los ataques de aquel hombre en dos ocasiones. En un cierto sentido, esto era el final de un largo duelo, en el que Krilencu había disparado dos veces contra el único disparo de Kerim. Pero Kerim era el más inteligente, el más frío y el más afortunado de los dos, y eso era todo. Sin embargo, Bond nunca había matado a sangre fría y no le había gustado observar cómo otro lo hacía, y cooperar con él.
En silencio, Kerim lo tomó por un brazo. Se alejaron con lentitud de la escena y volvieron por donde habían llegado.
Kerim pareció percibir los pensamientos de Bond.
—La vida está llena de muerte, amigo mío —comentó con aire filosófico—. Y a veces uno se convierte en instrumento de la muerte. No lamento haber matado a ese hombre. Ni tampoco lamentaría matar a cualquiera de los rusos esos que vimos hoy en la oficina. Son gente dura. Con ellos, las cosas se consiguen por la fuerza, o no se consiguen. Los rusos son todos iguales. Ojalá el gobierno de usted se diera cuenta de eso y se mostrara fuerte con ellos. Sólo una pequeña lección de modales como la que les he dado esta noche, de vez en cuando, no les vendría mal.
—En las relaciones de fuerza, uno no tiene a menudo la oportunidad de actuar con tanta rapidez y limpieza como lo ha hecho usted esta noche, Darko. Y no olvide que sólo ha castigado a uno de sus satélites, uno de los hombres que ellos siempre encuentran para que les hagan el trabajo sucio.
»Y le advierto —prosiguió Bond— que estoy muy de acuerdo con usted por lo que respecta a los rusos. Sencillamente no entienden el lenguaje de la zanahoria. Sólo el palo logra algún efecto. Son básicamente masoquistas. Adoran el azote. Por eso eran tan felices bajo Stalin. Él les daba azote. No estoy seguro de cómo van a reaccionar ante los trozos de zanahoria que les están dando Kruschov y compañía. En cuanto a Inglaterra, el problema reside en que hoy por hoy está de moda darles zanahorias a todos. A los de casa y a los de fuera. Nosotros ya no enseñamos los dientes… sólo las encías.
Kerim profirió una áspera risotada, pero no hizo comentarios. Estaban ascendiendo por el callejón maloliente y no le quedaba aliento para hablar. Descansaron al llegar al final y luego echaron a andar con lentitud hacia los árboles de la plaza del Hipódromo.
—¿Así que me perdona usted por lo de hoy? —Resultaba extraño percibir el anhelo de una respuesta tranquilizadora en la voz habitualmente bulliciosa del corpulento hombre.
—¿Perdonarlo? ¿Perdonarlo por qué? No sea ridículo. —Había afecto en la voz de Bond—. Tenemos un trabajo que hacer y estamos haciéndolo. Me ha dejado muy impresionado. Tiene aquí un tinglado maravilloso. Soy yo quien debería disculparse. Parece que le he traído una enorme cantidad de problemas. Y usted los ha solucionado. Yo me he limitado a seguirle los pasos. Y no he llegado a ninguna parte en absoluto por lo que respecta a mi principal misión. M se estará impacientando bastante. Tal vez habrá algún tipo de mensaje en el hotel.
Pero cuando Kerim llevó a Bond a su hotel y entró con él hasta recepción, no había nada para Bond. Kerim le dio una palmada en la espalda.
—No se preocupe, amigo mío —dijo con tono alegre—. La esperanza es un buen desayuno. Tómela en abundancia. Le enviaré el coche por la mañana, y si no ha sucedido nada, pensaré en algunas aventurillas más para pasar el rato. Limpie su arma y duerma sobre ella. Los dos merecen un descanso.
Bond subió el tramo de escalera, abrió la puerta con la llave, la cerró tras de sí y volvió a echarle llave y cerrojo. La luz de la luna se filtraba a través de las cortinas. Atravesó la habitación y encendió las lámparas con pantalla rosada que había sobre el tocador. Se quitó la ropa, entró en el baño y permaneció durante unos minutos debajo de la ducha. Pensó en lo mucho más movido que había sido el sábado catorce comparado con el viernes trece. Se cepilló los dientes e hizo gárgaras con un gran sorbo de agua para librarse del sabor del día, tras lo cual apagó la luz del baño y regresó al dormitorio.
Bond apartó una de las cortinas, abrió de par en par las altas ventanas, y permaneció allí, sujetando las cortinas hacia los lados y mirando el gran bumerán curvo de agua brillante bajo la luna que viajaba por el cielo. La brisa nocturna tenía un tacto maravillosamente fresco sobre su cuerpo desnudo. Miró su reloj de pulsera. Eran las dos en punto.
Bond profirió un tremendo bostezo. Volvió a correr las cortinas. Se inclinó para apagar las luces del tocador. De pronto se tensó. El corazón se le paró durante un latido.
Desde las sombras del fondo de la habitación, le había llegado una risilla nerviosa.
—Pobre señor Bond —dijo una voz de muchacha—. Tiene que estar cansado. Venga a la cama.