CAPÍTULO 16

El túnel de las ratas

De vuelta en la oficina, mientras esperaban el inevitable café, Kerim abrió un armario y sacó de él varios monos azules de ingeniero. Se desvistió hasta quedar en calzoncillos y se puso uno de los monos y un par de botas de goma. Bond escogió una prenda y calzado similares que le quedaban más o menos bien y se los puso.

Junto con el café, el jefe de secretarios llevó dos poderosas linternas que dejó sobre el escritorio.

Cuando el empleado hubo salido, Kerim dijo:

—Es uno de mis hijos, el mayor. Todos los otros que están ahí dentro son hijos míos. El chófer y el guardia son mis tíos. La sangre común es el mejor dispositivo de seguridad. Y este negocio de las especias es una buena tapadera para todos nosotros. M me instaló en él. Habló con amigos suyos de la City de Londres. Ahora soy el principal comerciante de especias de toda Turquía. Hace ya mucho que le devolví a M el dinero que se me prestó. Mis hijos son accionistas de la empresa. Tienen una buena vida. Cuando hay que hacer algún trabajo secreto y necesito ayuda, escojo entre mis hijos al más adecuado. Todos tienen entrenamiento en diferentes cuestiones secretas. Son inteligentes y valientes. Algunos ya han matado por mí. Todos morirían por mí… y por M. Yo les he enseñado que él está justo por debajo de Dios. —Kerim hizo un gesto con la mano quitándole importancia a lo dicho—. Pero eso es sólo para decirle a usted que se encuentra en buenas manos.

—No había supuesto otra cosa.

—¡Ah! —exclamó Kerim, evasivo. Cogió las linternas y le entregó una a Bond—. Y ahora, manos a la obra.

Kerim avanzó hasta la amplia librería acristalada y metió una mano detrás de ella. Se oyó un chasquido y la librería se desplazó silenciosa y suavemente a lo largo de la pared, hacia la izquierda. Detrás de la misma había una puerta a ras de la pared. Kerim presionó un lado de la puerta y esta se abrió hacia dentro, dejando a la vista un túnel oscuro con escalones de piedra que descendían en línea recta. Un olor a humedad, mezclado con leve hedor a zoológico, salió por la puerta e inundó la habitación.

—Usted primero —dijo Kerim—, baje hasta el final de los escalones y espere. Debo cerrar la puerta.

Bond encendió su linterna; traspasó la abertura y descendió con cuidado por la escalera. La luz de la linterna mostraba recientes trabajos de albañilería y, seis metros más abajo, un brillo trémulo de agua. Al llegar al último escalón, Bond descubrió que la luz trémula era una pequeña corriente que iba a caer por una alcantarilla central abierta en el piso de un antiguo túnel de paredes de piedra que ascendía en empinada cuesta hacia la derecha. Hacia la izquierda, el túnel descendía y desembocaría, calculó Bond, por debajo de la superficie del Cuerno de Oro.

Fuera del radio de la luz de Bond, se oía un constante y quedo ruido de cosas que se escabullían, y en las tinieblas se movían bruscamente de un lado a otro centenares de puntos rojos luminosos. Lo mismo sucedía cuesta arriba como cuesta abajo. Desde seis metros de distancia en ambos sentidos, millares de ratas contemplaban a Bond. Olfateaban su perfume. Bond imaginó sus bigotes desnudando apenas los dientes. Durante un breve momento se preguntó qué acción emprenderían si se le apagara la linterna.

De pronto, Kerim estuvo a su lado.

—Es una larga subida. Un cuarto de hora. Espero que le gusten los animales. —Las carcajadas de Kerim resonaron enormemente alejándose por el túnel. Las ratas riñeron entre sí y se agitaron—. Por desgracia, no hay mucha variedad. Ratas y murciélagos. Escuadrones de ellos, divisiones enteras… todo un ejército de aire y tierra. Y tenemos que ahuyentarlos delante de nosotros. Hacia el final del ascenso las cosas se congestionan bastante. Pongámonos en marcha.

»El aire es respirable. A ambos lados de la corriente el suelo está seco. Pero en invierno vienen las inundaciones y entonces tenemos que usar trajes de rana. Mantenga la linterna dirigida hacia mis pies. Si se le enreda un murciélago en el pelo, apártelo con la mano. No es algo que suela suceder. Tienen un radar muy bueno.

Comenzaron a ascender por la empinada cuesta. El olor de las ratas y de los excrementos de los murciélagos era fuerte, una mezcla entre jaula de monos y gallinero. A Bond se le ocurrió que pasarían días antes de que pudiera librarse de él.

Grupos de murciélagos colgaban del techo como racimos de uvas marchitas y cuando, de forma ocasional, la cabeza de Kerim o la de Bond los rozaban, salían disparados hacia la oscuridad, chillando. Ante ellos, mientras ascendían, se movía un bosque de puntos rojos que emitían grititos y corrían, y que se hacía cada vez más denso a ambos lados del colector central.

De vez en cuando, Kerim dirigía el haz de la linterna hacia delante, y la luz iluminaba un campo gris sembrado de relumbrantes dientes y centelleantes bigotes. Cuando esto sucedía, un frenesí mayor se apoderaba de las ratas, y las que estaban más cerca saltaban sobre el lomo de las otras para alejarse. Durante todo ese tiempo, cuerpos grises trabados en lucha descendían por el colector central dando tumbos y, a medida que la presión de la masa aumentaba en lo alto del túnel, las espumajeantes filas de retaguardia se aproximaban más.

Los dos hombres mantuvieron las linternas apuntadas como armas de fuego sobre las filas de retaguardia hasta que, tras un buen cuarto de hora de ascenso, llegaron a su destino.

Se trataba de un profundo nicho de ladrillos recientemente revocados, abierto en un flanco del túnel. Dentro había dos bancos a ambos lados de un objeto grueso envuelto en lienzo alquitranado, que descendía desde el techo del nicho.

Entraron en él. Unos pocos metros más de ascenso, pensó Bond, y la histeria colectiva se habría apoderado de los distantes millares de ratas que se hallaban más arriba del túnel. La horda habría invertido la marcha. Debido a la apremiante necesidad de espacio, las ratas habrían desafiado a la luz y se habrían lanzado sobre los dos intrusos, a pesar de los dos ojos ardientes y del amenazador perfume.

—Observe —dijo Kerim.

Hubo un momento de silencio. En lo alto del túnel, los chillidos habían cesado como ante una orden. A continuación, el túnel quedó cubierto por una ola de treinta centímetros de cuerpos grises que corrían a toda velocidad pasando unos por encima de otros cuando las ratas, con un continuo grito agudo, dieron media vuelta y se arrojaron ladera abajo.

Durante varios minutos, el brillante río gris se agitó en el exterior del nicho hasta que, al fin, el número disminuyó y sólo una fina hilera de ratas enfermas o heridas pasó cojeando y tanteando el camino por el piso del túnel.

El grito de la horda se desvaneció lentamente en dirección al río, hasta que reinó el silencio, interrumpido sólo por el ocasional chillido de un murciélago en vuelo.

Kerim profirió un gruñido ambiguo.

—Uno de estos días, esas ratas comenzarán a morir. Entonces volveremos a tener la peste en Estambul. A veces me siento culpable por no hablarles a las autoridades acerca de este túnel, para que puedan limpiarlo. Pero me es imposible hacerlo mientras los rusos continúen aquí arriba. —Con un movimiento de la cabeza señaló el techo. Luego miró su reloj—. Faltan cinco minutos.

»Ahora estarán ocupando sus sillas y rebuscando entre sus papeles. Estarán los tres hombres permanentes del MGB, o puede que uno de ellos sea del servicio de inteligencia del ejército, el GRU. Y probablemente habrá otros tres. Dos de ellos llegaron hace dos semanas, uno a través de Grecia y el otro desde Persia. Otro llegó el lunes. Sabe Dios quiénes son, o para qué están aquí. Y a veces, la muchacha, Tatiana, entra con un mensaje y vuelve a salir. Esperemos verla hoy. Se sentirá impresionado. Es toda una mujer.

Kerim alzó los brazos, desató la funda de lienzo alquitranado y la bajó. Bond lo comprendió entonces. La funda protegía el tubo de un periscopio de submarino, bajado al máximo. La humedad centelleaba sobre la espesa grasa de la juntura inferior que quedaba al aire. Bond rio entre dientes.

—¿De dónde diablos ha sacado eso, Darko?

—De la marina turca. Excedentes de guerra. —El tono de voz de Kerim no invitaba a hacer más indagaciones—. Ahora, el departamento Q de Londres está intentando inventar algo para pertrechar el condenado trasto con equipo de sonido. No va a resultar fácil. El objetivo de la parte superior de esto no es mayor que el extremo de un encendedor de cigarrillos. Cuando lo subo, queda al nivel del suelo de la habitación donde están ellos. En el rincón de la sala por donde sale, hemos abierto un agujero de cueva de ratones. Lo hicimos bien. En una ocasión, cuando vine aquí a echar un vistazo, lo primero que vi fue una trampa grande para ratones con un trozo de queso encima. Al menos parecía grande a través del objetivo. —Kerim profirió una breve carcajada—. Pero no queda el espacio suficiente para añadir un micrófono a lo largo del objetivo. Y no hay ninguna esperanza de poder meterse otra vez ahí para hacer más arreglitos en la estructura del edificio. La única manera que tuve de conseguir instalar este trasto fue hacer que mis amigos del ministerio de Obras Públicas sacaran a los rusos de ahí durante unos días. La historia que se les contó fue que el tranvía que sube por la cuesta estaba dañando los cimientos de las casas a causa de las vibraciones. Había que echarles un vistazo. Me costó unos centenares de libras esterlinas en los bolsillos correctos. Los de Obras Públicas inspeccionaron media docena de edificios a ambos lados de este, y declararon que no había peligro. Para entonces, mi familia y yo habíamos terminado los trabajos de construcción. Los rusos estaban tan suspicaces como el demonio.

»Supongo que cuando volvieron peinaron el lugar de una punta a otra en busca de micrófonos, bombas y demás. Pero ese truco no podemos usarlo una segunda vez. A menos que al departamento Q se le ocurra algo muy inteligente, tendré que contentarme con no apartar los ojos de ellos. Uno de estos días me proporcionarán algo de utilidad; Interrogarán a alguien en quien estemos interesados o algo por el estilo.

Junto al alojamiento del periscopio, abierto en el techo del nicho, había una burbuja colgante de metal, dos veces más grande que un balón de fútbol.

—¿Qué es eso? —preguntó Bond.

—La mitad inferior de una bomba… una bomba grande. Si a mí me sucediera cualquier cosa, o si estallara la guerra con Rusia, esa bomba sería activada por radiocontrol desde mi oficina. Es triste —Kerim no parecía triste—, pero me temo que mucha gente inocente moriría junto con los rusos. Cuando hierve la sangre, los hombres son tan insensibles como la naturaleza misma.

Kerim había estado limpiando el visor protegido que había entre las dos asas que sobresalían a ambos lados de la base del periscopio. Ahora miró su reloj, sé inclinó, aferró las dos asas y las hizo ascender lentamente hasta la altura de su mentón. Se produjo un siseo hidráulico cuando la barra del periscopio ascendió deslizándose dentro de su vaina de acero incrustada en el techo del nicho. Kerim inclinó la cabeza para mirar por el visor y fue subiendo con lentitud las asas hasta que pudo ponerse de pie. Giró suavemente. Enfocó el objetivo y llamó a Bond.

—Los seis están ahí.

Bond se acercó y cogió las asas.

—Écheles una buena mirada —pidió Kerim—. Yo ya los conozco, pero será mejor que usted grabe sus caras en la memoria. El que está en la cabecera de la mesa es el director residente. A su izquierda se encuentran sus dos adjuntos. Ante ellos están los tres nuevos. El último que llegó, que parece un tipo bastante importante, se encuentra a la derecha del director. Si hacen cualquier cosa que no sea hablar, dígamelo.

El primer impulso de Bond fue decirle a Kerim que no hiciera tanto ruido. Era como si estuviera en la habitación con los rusos, como si se hallara sentado en el rincón, como un secretario, quizá, tomando notas taquigráficas de la reunión.

El gran angular que abarcaba toda la estancia, diseñado para ver aviones además de barcos, le daba una imagen curiosa: una vista de ratón de un bosque de piernas bajo el borde exterior de la mesa, y varios aspectos de las cabezas que pertenecían a esas piernas. El director y sus dos colegas los veía con claridad: serios rostros rusos aburridos, cuyas características memorizó Bond. Estaba el atento rostro profesional del director, con sus gafas, sus mejillas chupadas, frente ancha y cabello ralo peinado hacia atrás. A su lado había un rostro cuadrado e inexpresivo con profundos surcos a ambos lados de la nariz y cabello castaño claro cortado en forma de cepillo, a cuya oreja izquierda le faltaba un trozo. El tercer miembro del personal permanente tenía un semblante ingenioso estilo norteamericano con brillantes ojos inteligentes color almendra. Era el que hablaba en ese momento. Adoptaba una falsa expresión de humildad. En su boca relumbraba el oro.

Bond podía ver menos detalles de los tres visitantes. Estaban de espaldas a él, y sólo el perfil del más cercano, y presumiblemente el más joven, se veía con claridad. También la piel de este hombre era oscura. También él sería de una de las repúblicas del sur. Tenía la mandíbula mal afeitada y el ojo que se le veía era bovino y apagado bajo una gruesa ceja castaña. Su nariz era carnosa y porosa. Su labio superior, largo, formaba parte de una boca de expresión resentida bajo la cual podía verse el comienzo de una papada. Llevaba el grueso cabello negro muy corto, hasta tal extremo que la mayor parte de la nuca y el arranque de la cabeza parecían casi azules hasta la altura de las puntas de las orejas. Era un corte de pelo militar hecho con máquina.

Los únicos detalles que servían para individualizar al hombre que estaba a su lado eran un hinchado forúnculo en la gorda nuca calva, un traje azul brillante y unos zapatos marrones muy lustrados. Permaneció inmóvil durante todo el rato que Bond estuvo mirando y, al parecer, no habló en ningún momento.

Ahora, el visitante de más edad, que estaba sentado a la derecha del director, se acomodó en el asiento y comenzó a hablar. Era una cara de cortes abruptos con huesos grandes y mentón prominente bajo un espeso bigote castaño cortado al estilo de Stalin. Bond podía ver un frío ojo gris bajo una enmarañada ceja y una frente baja coronada por grueso pelo castaño entrecano. Era el único hombre que estaba fumando. Chupaba constantemente una diminuta pipa de madera en cuya cazoleta había colocado un cigarrillo a medio consumir. De vez en cuando sacudía la pipa a un lado para que la ceniza cayera al piso. Su perfil transmitía más autoridad que cualquiera de los otros rostros, y Bond supuso que era un oficial superior enviado desde Moscú.

A Bond estaban cansándosele los ojos. Hizo girar las asas con suavidad y echó una mirada por el resto de la oficina hasta donde se lo permitían los borrosos bordes desiguales de la cueva de ratones. No vio nada de interés: dos archivadores color verde oliva, una percha para sombreros junto a la puerta —en la cual contó seis sombreros de fieltro grises más o menos iguales—, y un aparador con una gran garrafa de agua y algunos vasos. Bond se apartó del visor mientras se frotaba los ojos.

—Si pudiéramos oírles… —comentó Kerim sacudiendo la cabeza con aire triste—. Eso valdría su peso en diamantes.

—Solucionaría muchos problemas —convino Bond—. Por cierto, Darko —prosiguió—, ¿cómo llegó hasta este túnel? ¿Para qué fue construido?

Kerim se inclinó, echó un rápido vistazo a través del periscopio y se incorporó.

—Es un canal de desagüe perdido del Salón de las Columnas —respondió—. El Salón de las Columnas es ahora un lugar de visita turística. Está encima de nosotros, en la parte alta de Estambul, cerca de Santa Sofía. Se construyó hace un milenio como reserva de agua en caso de asedio. Es una cisterna subterránea enorme, de cien metros de largo y más o menos la mitad de ancho. Lo construyeron para contener millones de litros de agua. Fue redescubierto hace cuatrocientos años por un hombre llamado Gyllius. En una ocasión leí su relato del hallazgo.

»Decía que en invierno lo llenaban con “una gran tubería que hacía un ruido imponente”. A mí se me ocurrió que podría haber otra “gran tubería” para vaciarlo con rapidez en caso de que la ciudad cayera en manos del enemigo. Acudí al Salón de las Columnas, soborné al guarda y remé entre las columnas durante toda una noche en un bote salvavidas con uno de mis chicos.

»Revisamos las paredes con un martillo y una sonda acústica. En un extremo, en el punto más probable, se produjo un sonido a hueco. Le pagué más dinero al ministro de Obras Públicas, y él cerró el lugar durante una semana… “por limpieza”. Mi pequeño equipo estuvo muy atareado.

Kerim volvió a agacharse para mirar por el visor, y continuó.

—Excavamos en la pared por encima del nivel del agua y salimos a la parte superior de un arco. El arco era el comienzo de un túnel. Nos metimos en el túnel y descendimos por él. Fue bastante emocionante no saber adonde íbamos a salir. Y, por supuesto, descendía la colina en línea recta, pasando por debajo de la Calle de los Libros, donde los rusos tienen su central, y continuaba hasta salir al Cuerno de Oro, junto al Puente Gálata, a veinte metros de distancia de mis almacenes. Así que tapamos el agujero que habíamos hecho en el Salón de las Columnas y comenzamos a cavar desde nuestro lado. Eso fue hace dos años. Nos llevó un año y muchos trabajos de inspección llegar justo debajo de los rusos. —Kerim se echó a reír—. Y supongo que ahora, uno de estos días, los rusos decidirán trasladar sus oficinas. Para entonces, espero que el jefe del puesto T sea algún otro.

Kerim se inclinó sobre el visor de goma. Bond vio que se tensaba. Kerim dijo, con tono de urgencia:

—La puerta está abriéndose. Rápido. Mire usted. Ahí llega ella.