Antecedentes para un espía
Volvieron a traerles café, y luego más café, y el aire de la habitación fue cargándose de humo de cigarrillo a medida que los dos hombres cogían cada una de las evidencias, la disecaban y la apartaban a un lado. Al cabo de una hora volvían a estar en el punto en que habían comenzado.
Dependía de Bond solucionar el problema de la muchacha y, si se sentía satisfecho con su historia, sacarlas a ella y a la máquina del país.
Kerim se encargó de solucionar los problemas administrativos. Como primer paso, cogió el teléfono y habló con su agente de viajes para reservar dos asientos en todos los aviones que salieran durante la semana siguiente: los de la BEA, Air France, SAS y Turkair.
—Y ahora, hay que conseguir un pasaporte —dijo—. Con uno bastará. Ella puede viajar como su esposa. Uno de mis hombres le tomará a usted una fotografía y buscará la fotografía de alguna chica que se parezca más o menos a ella. De hecho, una fotografía de juventud de Greta Garbo nos vendría bien. Existe un parecido indudable. Puedo sacar una de las hemerotecas. Hablaré con el cónsul general. Es un tipo excelente al que le gustan mis pequeñas conspiraciones de intriga y espionaje. El pasaporte estará listo esta noche. ¿Qué nombre le gustaría que figurara en él?
—El primero que se le ocurra.
—Somerset. Mi madre era originaria de allí. David Somerset. Profesión, director de empresa. No significa nada. ¿Y la muchacha? Digamos que Caroline. El nombre le sienta como un guante. Una pareja de ingleses jóvenes libres de toda sospecha, aficionados a viajar.
»¿Formularios de control económico? Deje eso en mis manos. Les mostraré ochenta libras esterlinas en cheques de viajero, digamos, y un recibo del banco que demuestre que cambiaron cincuenta mientras estuvieron en Turquía. ¿Aduanas? Nunca miran nada. Se sienten más que encantados si alguien ha comprado algo en el país. Declararán algunas delicias turcas, regalos para sus amigos de Londres. Si tienen que marcharse precipitadamente, deje la cuenta del hotel y el equipaje a mi cargo. En el Palas me conocen muy bien. ¿Algo más?
—No se me ocurre nada.
Kerim miró su reloj de pulsera.
—Son las doce. El tiempo justo para que el coche lo lleve de vuelta a su hotel. Podría haber un mensaje. Y eche una buena mirada a sus cosas para ver si alguien ha estado husmeando en ellas.
Pulsó el timbre y acribilló con instrucciones al jefe de secretarios, que permaneció de pie con los agudos ojos fijos en los de Kerim y la magra cabeza echada hacia delante como la de un lebrel.
Kerim acompañó a Bond hasta la puerta. Allí lo despidió con otro apretón de su poderosa mano cálida.
—El coche irá a buscarlo para almorzar —dijo—. Iremos a un local pequeño del bazar de las especias. —Sus ojos se fijaron en los de Bond con expresión feliz—. Y me alegro de trabajar con usted. Nos llevaremos bien. —Soltó la mano de Bond—. Y ahora tengo que hacer un montón de cosas con mucha rapidez. Puede que sean las cosas equivocadas, pero, en cualquier caso… —le dedicó una ancha sonrisa—, jouons mal, mais jouons vite!
El jefe de secretarios, que a Bond le parecía una especie de jefe de estado mayor, condujo a Bond por otra puerta que se abría en la pared de la plataforma elevada. Las cabezas continuaban inclinadas sobre los libros mayores. Pasaron por un corto corredor con habitaciones a ambos lados. El hombre entró en una de ellas y Bond se encontró dentro de un laboratorio y cuarto oscuro fotográficos extremadamente bien equipados. Al cabo de diez minutos volvía a estar en la calle. El Rolls salió lentamente del estrecho callejón y volvió a atravesar el Puente Gálata.
En el Kristal Palas había otro conserje de guardia, un hombrecillo obsequioso con ojos culpables en su rostro amarillento. Salió de detrás del mostrador con las manos extendidas en gesto de disculpa.
—Effendi, lo lamento muchísimo. Mi colega le dio una habitación inadecuada. No se dio cuenta de que es usted amigo de Kerim Bey. Sus cosas han sido trasladadas a la habitación número 12. Es la mejor habitación del hotel. De hecho —aclaró el conserje con una sonrisa impúdica—, es la habitación reservada para parejas en luna de miel. Tiene todas las comodidades.
»Le presento mis disculpas, effendi. La otra habitación no está destinada para visitantes distinguidos. —El hombre ejecutó una untuosa reverencia al tiempo que se frotaba las manos.
Si había algo que Bond no podía soportar era el sonido de un halago falso. Miró al conserje a los ojos y dijo:
—Ah. —Los ojos se desviaron de los suyos—. Déjeme ver esa habitación. Puede que no me guste. Estaba bastante cómodo en la otra.
—Desde luego, effendi. —El hombre le hizo a Bond una reverencia para que lo precediera camino del ascensor—, pero, por desgracia, los fontaneros están trabajando en su anterior habitación. Las tuberías del agua… —La voz se apagó. El ascensor subió unos tres metros y medio y se detuvo en el primer piso.
«Bueno, la historia de los fontaneros tiene sentido», reflexionó Bond. Y, después de todo, no había ningún mal en alojarse en la mejor habitación del hotel.
El conserje abrió una alta puerta con una llave y se hizo a un lado.
Bond tuvo que darle el visto bueno. El sol entraba en abundancia a través de unas anchas ventanas dobles que daban a un pequeño balcón. Estaba decorada en colores rosa y gris, y los muebles eras de falso estilo Imperio, vapuleados por los años, pero aún conservaban la elegancia de principios del siglo pasado. Había bellas alfombras Bokhara sobre el piso de parqué. Una rutilante araña de luces colgaba del ornado techo. La cama que se encontraba contra la pared de la derecha era enorme. Un gran espejo de marco dorado cubría la mayor parte de dicha pared, que quedaba detrás de la cabecera. (A Bond le hizo gracia. ¡La suite nupcial! Sin duda tendría que haber un espejo también en el techo). El cuarto de baño contiguo estaba revestido de azulejos y equipado con todo lo necesario, incluidos bidé y ducha. Los utensilios de afeitado de Bond estaban pulcramente colocados.
El conserje siguió a Bond de vuelta al dormitorio y, cuando Bond dijo que se quedaba con la habitación, le hizo una agradecida reverencia mientras se marchaba.
¿Por qué no? Bond recorrió la habitación. Esta vez inspeccionó cuidadosamente las paredes, las inmediaciones de la cama y el teléfono. ¿Por qué no quedarse con la habitación? ¿Por qué tendría que haber micrófonos o puertas secretas? ¿Qué sentido tendrían?
Su maleta estaba sobre un banco cercano a la cómoda. Se arrodilló. No había arañazos en la cerradura. La pelusa que él había dejado prendida en el cierre aún estaba en su sitio. Abrió la maleta y sacó el maletín. Tampoco encontró en él signos de manipulación. Bond cerró la maleta con llave y se incorporó.
Se lavó, salió de la habitación y bajó las escaleras. No, no habían dejado ningún mensaje para el effendi. El conserje le hizo una reverencia al tiempo que le abría la puerta del Rolls. ¿Había un rastro de conspiración en la mirada de permanente culpabilidad de aquellos ojos? Bond decidió no preocuparse, si así era. Cualquiera fuese la partida, había que jugarla hasta el final. Si el cambio de habitación había sido el gambito de apertura, mucho mejor. El juego tenía que comenzar por algún sitio.
Mientras el coche aceleraba colina abajo, los pensamientos de Bond se centraron en Darko Kerim. ¡Vaya hombre para jefe del puesto T! Sólo su tamaño, en este país de furtivos hombrecillos raquíticos, sin duda le conferiría autoridad, y su gigantesca vitalidad y amor por la vida le ganaría la amistad de todos. ¿De dónde procedería este exuberante pirata astuto? ¿Y cómo había llegado a trabajar para el Servicio? Era el tipo raro de hombre que a Bond le encantaba, y ya se sentía dispuesto a añadir a Kerim a la lista de media docena de esos verdaderos amigos a quienes él, que no tenía «conocidos», estaba dispuesto a entregar su afecto.
El coche volvió a cruzar el Puente Gálata y se detuvo ante los abovedados arcos del mercado de las especias. El chófer abrió la marcha subiendo los someros escalones gastados, para penetrar en una niebla de exóticos aromas, imprecaciones gritadas a los mendigos y porteadores cargados con sacos. Al traspasar la entrada, el chófer giró a la izquierda, apartándose de la humanidad parloteante de lento andar, y le señaló a Bond un arco pequeño abierto en el grueso muro. Unos escalones de piedra como los de una torreta ascendían en espiral.
—Effendi, encontrará a Kerim Bey en la última sala de la izquierda. Sólo tiene que preguntar por él. Todos lo conocen.
Bond ascendió la fresca escalera hasta una antesala donde un camarero, sin preguntarle su nombre, se hizo cargo de él y lo condujo, a través de un laberinto de pequeñas habitaciones revestidas de coloridos azulejos, hasta donde Kerim se encontraba, sentado frente a la mesa de un rincón emplazada por encima de la entrada del mercado. Kerim le dispensó una bulliciosa bienvenida, blandiendo un vaso de líquido lechoso en el que tintineaba el hielo.
—¡Ya ha llegado, amigo mío! Ahora, antes que nada, un poco de raki. Debe de estar extenuado después de su paseo turístico. —Acribilló al camarero con órdenes.
Bond se sentó en un cómodo sillón y cogió un vaso pequeño que le ofreció el camarero. Lo alzó hacia Kerim y luego lo probó. Era idéntico al ouzo. Lo bebió de un solo trago. El camarero volvió a llenarle el vaso de inmediato.
—Y ahora, pidamos su almuerzo. En Turquía no comen otra cosa que asaduras fritas en aceite de oliva rancio. Al menos, las asaduras del Misir Carsarsi son las mejores.
El sonriente camarero hizo sugerencias.
—Dice que el doner kebab está muy bueno hoy. No le creo, pero podría ser. Es cordero muy joven asado sobre carbón con especias aromáticas. Lleva mucha cebolla. ¿O hay alguna otra cosa que prefiera? ¿Un pilaf o unos de esos condenados pimientos rellenos que comen aquí? De acuerdo, entonces. Y debe comenzar con unas sardinas asadas en papillotte. Son comestibles. —Kerim apremió al camarero. Luego se acomodó en el asiento, sonriéndole a Bond—. Esa es la única manera de tratar a estos condenados. Les encanta que los insulten y los pateen. Es lo único que entienden. Lo llevan en la sangre. Todas estas pretensiones de democracia están matándolos.
»Lo que necesitan son algunos sultanes, guerras, violaciones y diversión. Pobres brutos, con sus trajes a rayas y sombreros hongo. Son desdichados. Basta con mirarlos. En fin, al diablo con ellos. ¿Alguna noticia?
Bond negó con la cabeza. Le habló a Kerim del cambio de habitación y de la maleta intacta.
Kerim bebió un vaso de raki y se secó la boca con el reverso de la mano. Hizo eco del pensamiento que había tenido Bond.
—Bueno, la partida tiene que comenzar en algún momento. Yo he hecho ciertos movimientos pequeños. Ahora sólo podemos esperar a ver qué pasa. Después del almuerzo haremos una pequeña incursión en territorio enemigo. Creo que le interesará. Oh, a nosotros no nos verán. Nos moveremos en las sombras, bajo tierra. —Kerim rio, encantado con su ingenio—. Y ahora, hablemos de otras cosas. ¿Le gusta Turquía? No, no quiero saberlo. ¿Qué más?
Se vieron interrumpidos por la llegada del primer plato. Las sardinas en papillotte de Bond tenían el mismo sabor de cualquier otra sardina frita. Kerim se puso a comer un gran plato que parecía ser tiras de pescado crudo. Reparó en la mirada de interés de Bond.
—Pescado crudo —informó—. Después de esto tomaré carne cruda y lechuga, y luego un cuenco de yogur. No es que sea caprichoso, pero en otra época me entrené para ser un forzudo de circo profesional. Es una buena profesión en Turquía. El público los adora. Y mi entrenador insistía en que sólo debía comer alimentos crudos. Me habitué a ello. Es bueno para mí —comentó, blandiendo el cuchillo—, pero no pretendo que sea bueno para todo el mundo. Me importa un comino lo que coman los demás, siempre y cuando disfruten con ello. No soporto a los comedores y bebedores tristes.
—¿Por qué decidió no ser forzudo profesional? ¿Cómo se metió en este lío de profesión?
Kerim levantó una tira de pescado ensartada en el tenedor y la desgarró con los dientes. Bebió medio vaso de raki, luego encendió un cigarrillo y se recostó en su asiento.
—Bueno —respondió con una amarga sonrisa—, lo mismo da que hablemos de mí como de cualquier otra cosa. Y usted debe de estar preguntándose: «¿Cómo se metió en el Servicio este hombretón loco?». Se lo contaré, pero abreviando, porque es una larga historia. Si se aburre, hágame callar. ¿De acuerdo?
—Bueno. —Bond encendió un Diplomat y se inclinó hacia delante, apoyado sobre los codos.
—Procedo de Trebisonda. —Kerim observó el humo de su cigarrillo que ascendía en volutas—. Somos una familia numerosa con muchas madres. Mi padre era el tipo de hombre al que las mujeres no pueden resistirse. Todas las mujeres quieren que las secuestren. En sus sueños, ansían que un hombre se las eche sobre el hombro, las lleve a una cueva y las viole. Así actuaba mi padre con ellas. Era un gran pescador y su fama se había propagado por todo el mar Negro. Se dedicaba a pescar peces espada. Son difíciles de atrapar y la lucha con ellos es dura, y mi padre siempre superaba a todos los demás que buscaban estos peces. A las mujeres les gusta que sus hombres sean héroes. Él era una especie de héroe en un rincón de Turquía donde es una tradición que los hombres sean recios. Era un tipo grandote y romántico. Así que podía tener cualquier mujer que quisiera. Él quería tenerlas a todas y a veces mataba a otros hombres para conseguirlas.
»Naturalmente, tenía muchos hijos. Vivíamos unos encima de otros en una enorme casa destartalada y ruinosa que nuestras “tías” hacían habitable. Las tías realmente eran tantas que constituían un harén. Una de ellas era una institutriz inglesa de Estambul que mi padre había visto en el circo. Él se prendó de ella y ella de él, y aquella noche él la llevó a su barca de pesca y remontó el Bósforo para regresar a Trebisonda. No creo que ella se haya arrepentido jamás. Creo que se olvidó de todo el mundo excepto de mi padre. Murió poco después de la guerra. Tenía sesenta años. El hijo anterior a mí se lo había dado una muchacha italiana, y ella le había puesto Bianco de nombre. Él era rubio y yo era moreno. A mí decidieron llamarme Darko. Éramos quince hermanos y hermanas, y tuve una infancia maravillosa. Nuestras tías se peleaban a menudo y nosotros también. Era como un campamento gitano. Lo mantenía unido mi padre, que nos azotaba a todos, mujeres y niños, cuando dábamos la lata. Pero era bueno con nosotros cuando no nos peleábamos y éramos obedientes. ¿No puede entender una familia semejante?
—Según la describe usted, sí que puedo.
—En cualquier caso, era así. Yo crecí hasta ser un hombre casi tan grande como mi padre, pero mejor educado. Mi madre se hizo cargo de eso. Mi padre sólo nos enseñaba a ser limpios y a ir al retrete una vez al día, y a no sentirnos nunca avergonzados por nada del mundo. Mi madre me enseñó también respeto hacia Inglaterra, pero eso era secundario. Cuando cumplí los veinte años, tenía una barca propia y estaba ganando dinero. Pero era un salvaje. Abandoné la casa y me marché a vivir en dos habitaciones en la orilla del mar. Quería tener a mis mujeres donde mi madre no se enterase. Tuve un poco de mala suerte. Conseguí una pequeña muchacha de Besarabia que era como una gata infernal. La había ganado en una pelea con unos gitanos aquí, en las colinas que hay detrás de Estambul. Ellos fueron tras de mí, pero yo la subí a bordo de mi barca.
»Primero tuve que dejarla inconsciente de un golpe. Ella aún estaba intentando matarme cuando regresamos a Trebisonda, así que la llevé a mi casa, le quité toda la ropa y la mantuve encadenada y desnuda debajo de la mesa. Cuando yo comía, solía echarle trozos debajo de la mesa, como a un perro. Tenía que aprender quién era el amo. Antes de que pudiera aprenderlo, mi madre hizo algo inaudito. Fue de visita a mi casa sin avisar. Acudió a decirme que mi padre quería verme inmediatamente. Encontró a la muchacha. Mi madre se enfadó realmente conmigo por primera vez en la vida. ¿Enfadarse? Estaba fuera de sí. Yo era un ser cruel que nunca hacía el bien y se avergonzaba de llamarme hijo suyo. La muchacha debía ser devuelta a su gente de inmediato. Mi madre le llevó algunas de sus propias ropas que fue a buscar a la casa. La muchacha se las puso, pero, cuando llegó el momento, se negó a abandonarme. —Darko Kerim profirió una estruendosa carcajada—. Una interesante lección de psicología femenina, querido amigo. De todas formas, el problema de la muchacha es otra historia. Mientras mi madre se afanaba por ella y no recibía más que imprecaciones gitanas por sus molestias, yo me entrevistaba con mi padre, que no se había enterado de nada de todo esto, y que jamás supo nada. Mi madre era así.
»Con mi padre había otro hombre, un inglés callado con un parche negro sobre un ojo. Estaban hablando de los rusos. El inglés quería saber qué estaban haciendo a lo largo de la frontera, qué estaba sucediendo en Batoum, la gran base petrolífera y naval emplazada a sólo ochenta kilómetros de Trebisonda. Pagaría bien la información que se le diera. Yo hablaba inglés y ruso. Tenía buenos ojos y buenos oídos. Tenía una barca. Mi padre había decidido que yo trabajaría para el inglés. Y ese inglés, querido amigo mío, era el comandante Dansey, mi predecesor como jefe de este puesto. Y el resto… —Kerim hizo un gesto con la boquilla del cigarrillo— ya puede imaginárselo.
—Pero ¿y qué hay del entrenamiento para ser un forzudo profesional?
—Ah —dijo Kerim, socarrón—, eso fue sólo un empleo suplementario. Los miembros de nuestros circos ambulantes son casi los únicos turcos a los que se permite atravesar la frontera.
»Los rusos no pueden vivir sin los circos. Es así de sencillo. Yo era el hombre que rompía cadenas y levantaba pesas mediante una cuerda cogida con los dientes. Luchaba contra los forzudos de las aldeas rusas. Y algunos de esos de Georgia son gigantes. Por suerte, son gigantes estúpidos y yo ganaba casi siempre. Después, a la hora de beber, siempre se hablaba y chismorreaba mucho. Yo adoptaba aire de estúpido y fingía no entender. Muy de vez en cuando formulaba alguna pregunta inocente y ellos se reían de mi tontería, y me daban la respuesta.
Llegó el segundo plato y una botella de Kavaklidere, un rico borgoña áspero como cualquier otro vino de los Balcanes. El kebab era bueno y sabía a grasa de tocino ahumado y a cebolla.
Kerim comió una especie de steak tartare, una gran hamburguesa plana de carne cruda muy picada, acompañada por pimientos y cebollinos y unida con yema de huevo. Hizo que Bond probara un poco. Era delicioso, y Bond así lo dijo.
—Debería comerlo cada día —declaró Kerim, serio—. Es bueno para los que desean hacer mucho el amor. Hay determinados ejercicios que deben hacerse para el mismo propósito. Estas cosas son importantes para los hombres. O al menos lo son para mí. Al igual que mi padre, yo consumo una enorme cantidad de mujeres. Pero, a diferencia de él, yo también bebo y fumo demasiado, y esas cosas no se llevan bien con la actividad amorosa. Ni tampoco este trabajo que hago. Demasiadas tensiones y demasiadas cavilaciones. Llevan la sangre a la cabeza en lugar de al sitio donde debería ir para hacer el amor. Pero soy voraz con la vida. Hago demasiado de todo durante todo el tiempo. De repente, un día me fallará el corazón. El Cangrejo de Hierro me llevará como se llevó a mi padre. Pero yo no le tengo miedo al cangrejo. Al menos habré muerto de una enfermedad honorable. Tal vez, en mi lápida, inscriban: «Este hombre murió a fuerza de vivir demasiado».
Bond se echó a reír.
—No se vaya demasiado pronto, Darko —dijo—. M se disgustaría mucho. Tiene una elevadísima opinión de usted.
—¿Ah, sí? —Kerim escrutó el rostro de Bond para ver si decía la verdad. Luego rio con deleite—. En ese caso, no permitiré que el cangrejo se lleve mi cuerpo, por el momento. —Miró su reloj—. Vamos, James —dijo—. Ha sido buena cosa que me recordara usted mi deber.
»Tomaremos café en la oficina. No tenemos mucho tiempo para perder. Cada tarde, a las dos y media, los rusos celebran su consejo de guerra. Hoy, usted y yo les haremos el honor de estar presentes en sus deliberaciones.