La BEA lo lleva adonde quiera…
Los cuatro propulsores de extremos cuadrados fueron encendiéndose lentamente, uno a uno, y se transformaron en silbantes sombras. El zumbido bajo de los turborreactores ascendió hasta un constante gemido agudo. La calidad del sonido y la absoluta ausencia de vibraciones eran diferentes de los que producían el rugido entrecortado y los caballos de fuerza, llevados al límite de su potencia, de los otros aviones en que había volado Bond. Mientras el Viscount rodaba con facilidad hacia la reluciente pista de despegue este-oeste del aeropuerto de Londres, Bond tenía la sensación de estar sentado dentro de un costoso juguete mecánico.
Se produjo una pausa mientras el comandante de vuelo aceleraba los cuatro turborreactores hasta que emitieron un grito ensordecedor y luego, con una sacudida que señaló el momento en que se le quitaron los frenos al aparato, el vuelo 130 de las 10.30 de la mañana de la compañía BEA con destino a Roma, Atenas y Estambul, ganó velocidad, aceleró por la pista y ascendió en un despegue rápido, suave.
En diez minutos habían llegado a los seis mil metros de altitud y se dirigían al sur por el amplio corredor aéreo que recibe el tráfico mediterráneo procedente de Inglaterra. El alarido de los reactores disminuyó hasta un somnoliento silbido bajo. Bond se soltó el cinturón de seguridad y encendió un cigarrillo. Cogió el delgado maletín de aspecto costoso que había dejado en el suelo junto a él y sacó de dentro La máscara de Dimitrios, de Eric Ambler, para luego dejar el maletín, que era muy pesado a pesar del tamaño, sobre el asiento que tenía a su lado. Pensó en lo sorprendida que se habría sentido la muchacha de facturación del aeropuerto de Londres, si hubiera pesado el maletín en lugar de dejarlo pasar como «equipaje de mano». Y si, a su vez, los de aduanas se hubieran sentido intrigados por su peso, ¡qué interesados habrían estado al pasarlo por el interior del aparato de rayos láser!
La sección Q, a cargo del material, había preparado este maletín de elegante aspecto, explotando a fondo el cuidadoso trabajo de artesanía de Swaine y Adeney, para dar cabida a cincuenta balas de munición de 25 milímetros en dos hileras planas, metidas entre el cuero y el forro del borde inferior. En cada uno de los inocentes laterales había un cuchillo arrojadizo plano, hecho por Wilkinsons —los fabricantes de espadas—, y los extremos de las empuñaduras estaban inteligentemente disimulados por las costura de las esquinas. A pesar de los esfuerzos de Bond para convencerlos mediante burlas de abandonar la idea, los artesanos de Q habían insistido en hacer un compartimento secreto dentro del asa del maletín que, al presionar un determinado punto, dejaba caer en la palma de la mano una cápsula letal de cianuro. (En cuanto le entregaron el maletín, Bond había echado la cápsula por el retrete). Más importante era el tubo de crema de afeitar Palmolive que había en el neceser, por lo demás inocente. La parte superior del mismo se desenroscaba y dejaba a la vista el silenciador de una Beretta, envuelto en algodón. En caso de que se necesitara dinero en efectivo, la tapa del maletín contenía cincuenta soberanos de oro. Estos podían extraerse deslizando a un lado el bulto formado por las dos capas de una doble costura reforzada.
El complicado maletín de trucos divertía a Bond, aunque también reconocía que, a pesar de sus cuatro kilos y medio de peso, era una manera conveniente de transportar las herramientas de su oficio que, de otra forma, habrían estado ocultas en su propio cuerpo.
En el avión viajaban sólo una docena de pasajeros variados. Bond sonrió al pensar en el horror que habría experimentado Loelia Ponsonby, si hubiera sabido que eso hacía un total de trece. El día anterior, después de dejar la oficina de M y haber regresado a la suya para preparar los detalles del vuelo, su secretaria había protestado violentamente ante la idea de que viajara en un viernes trece.
—Pero si los días trece es cuando se viaja mejor —le había explicado Bond, con paciencia—. Prácticamente no hay pasajeros, y se está cómodo y uno recibe una mejor atención. Siempre escojo el trece cuando puedo.
—Bueno —había respondido ella con resignación—, el que se mate serás tú. Pero yo me pasaré todo el día preocupada. Y, por el amor de Dios, no pases por debajo de ninguna escalera ni hagas ninguna tontería esta noche. No debes tentar a la suerte de esta manera. Yo no sé para qué vas a Turquía, y no quiero saberlo. Pero tengo un mal presentimiento metido en los huesos.
—¡Ah, esos hermosos huesos! —había bromeado Bond—. Los llevaré a cenar el día que regrese.
—No harás nada parecido —había respondido ella con frialdad. Más tarde se despidió de él con un beso, repentinamente cálido, y, por centésima vez, Bond se había preguntado por qué se molestaba con otras mujeres cuando la más adorable de todas ellas era su secretaria.
El avión continuaba silbando regularmente por encima del interminable mar de nata batida que parecían las nubes, cuyo aspecto era lo bastante sólido como para aterrizar sobre ellas si fallaban los motores. Las nubes se abrieron y apareció un lejano resplandor azul a su izquierda, que era París. Durante una hora sobrevolaron los quemados campos de Francia hasta que, después de Dijon, la tierra cambió de un verde pálido a uno más oscuro al ascender hacia el Jura.
Llegó el almuerzo. Bond dejó a un lado el libro y los pensamientos que se interponían constantemente entre él y la página impresa y, mientras comía, contempló el calmo espejo del lago Lemán. A medida que los bosques de pinos ascendían hacia los parches de nieve que había entre los hermosos y limpios dientes de los Alpes, recordó sus lejanas vacaciones de esquí. El avión rodeó el gran colmillo del Mont Blanc, a unos pocos cientos de metros a babor, y Bond bajó los ojos hacia la sucia piel gris de elefante que formaban los glaciares, y volvió a verse a sí mismo, un muchacho adolescente, con el extremo superior de la cuerda en torno a la cintura, asegurándose contra la cima de una chimenea de roca de las Aiguilles Rouges, mientras sus dos compañeros de la universidad de Ginebra avanzaban poco a poco por la lisa roca hacia él.
¿Y ahora? Bond le dedicó una sonrisa torcida a su reflejo en la ventanilla del aparato, mientras el avión dejaba atrás las montañas y volaba sobre la terraza estriada de Lombardía. Si aquel joven James Bond lo abordara en la calle y le hablase, ¿reconocería acaso la sana, vehemente juventud que había tenido a los diecisiete años? ¿Y qué pensaría aquel joven de él, del agente secreto, del James Bond mayor? ¿Se reconocería a sí mismo bajo la superficie de este hombre que estaba curtido por años de traición, implacabilidad y miedo… este hombre con los fríos ojos arrogantes, la cicatriz en la mejilla y el bulto plano en la axila izquierda? Y si el joven lo reconocía, ¿cómo lo juzgaría? ¿Qué pensaría de la actual misión de Bond? ¿Qué pensaría del apuesto agente secreto que viajaba al otro lado del mundo con una misión nueva y de lo más romántica… a prostituirse por Inglaterra?
Bond apartó de su mente el pensamiento de su muerta juventud. Nunca especules sobre el pasado. Pensar en lo que podría haber sido constituía una pérdida de tiempo. Sigue tu destino, conténtate con él y alégrate de no ser un vendedor de coches de segunda mano, o un periodista de la prensa sensacionalista, conservado en ginebra y nicotina, o estar tullido, o muerto.
Mientras miraba el urbanismo descontrolado y calcinado por el sol de Génova y el suave azul de las aguas del Mediterráneo, Bond cerró su mente al pasado y se concentró en el futuro inmediato, en este asunto, como lo describía amargamente para sí mismo, de «prostituirse por Inglaterra».
Porque eso, con independencia de cómo se describiera, era lo que iba a hacer: seducir, y seducir muy rápidamente, a una muchacha a la que nunca había visto, cuyo nombre había oído ayer por primera vez. Y durante todo el tiempo, por muy atractiva que fuera —y el jefe del puesto T la había descrito como «muy hermosa»—, toda la atención de Bond tendría que ser dedicada, no a lo que ella fuera, sino a lo que tenía, a la dote que llevaba consigo. Sería como intentar casarse con una mujer rica por su dinero. ¿Sería capaz de representar su papel? Tal vez siempre podría hacer buena cara y decir las cosas adecuadas, pero ¿se disociaría su cuerpo de sus pensamientos secretos y haría efectivo el amor que declararan sus labios? ¿Cómo podrían funcionar los hombres de modo creíble en la cama, cuando tenían la mente centrada en la cuenta bancaria de la mujer? Tal vez había un estímulo erótico en la idea de que uno estaba saqueando una bolsa de oro. Pero ¿una máquina descifradora?
El Elba pasó debajo de ellos y el avión se deslizó a su suave vuelo de ochenta kilómetros hasta Roma. Media hora entre los parloteantes altavoces del aeropuerto Ciampini, tiempo para beber dos excelentes copas de vermut con bíter, y partieron nuevamente, volando suavemente hacia el sur rumbo a la punta de la bota itálica; la mente de Bond volvió a examinar los minuciosos detalles del encuentro que se aproximaba a cuatrocientos ochenta kilómetros por hora.
¿Acaso todo el asunto era un complicado plan del MGB del que no conseguía encontrar la clave? ¿Estaría avanzando hacia algún tipo de trampa que ni siquiera podía desentrañar la tortuosa mente de M? Bien sabía Dios que a M le preocupaba la posibilidad de dicha trampa. Cada ángulo concebible de las evidencias, a favor y en contra, había sido escrutado, no sólo por M sino también por una reunión formal de los jefes de sección que habían trabajado durante toda la tarde y parte de la noche anteriores. Pero, con independencia del ángulo desde el que habían examinado el caso, no habían sido capaces de sugerir qué podían obtener los rusos con aquello. Puede que quisieran secuestrar a Bond e interrogarlo. Pero ¿por qué a Bond? No era más que un agente de operaciones que no estaba implicado en el funcionamiento general del servicio secreto, que no guardaba en la mente nada útil para los rusos, excepto los detalles de la misión del momento y cierta cantidad de información previa que no podía ser vital en modo alguno. O podrían querer matar a Bond, como acto de venganza. Sin embargo, él no se había cruzado con ellos en los últimos dos años. Si querían matarlo, sólo tenían que dispararle en las calles de Londres, o en su apartamento, o ponerle una bomba en el coche.
Los pensamientos de Bond se vieron interrumpidos por la azafata.
—Por favor, abróchense los cinturones de seguridad.
Mientras la mujer hablaba, el avión descendió vertiginosamente y volvió a ascender con una fea nota de tensión en el alarido de los reactores. El cielo se puso repentinamente negro en el exterior.
La lluvia martilleó las ventanillas. Se produjo el cegador destello de luz azul y blanca y los sacudió un choque, como si una bomba antiaérea les hubiese caído encima. El avión comenzó a sacudirse y a vibrar en el vientre de la tormenta eléctrica que los había emboscado en la entrada del Adriático.
Bond percibió el olor del peligro. Es un olor real, algo así como la mezcla de sudor y electricidad estática que se percibe en un salón de máquinas de juego. Una vez más, el rayo tendió su brazo sobre la ventanilla. Restalló. Fue como si se encontraran en el centro de un trueno. De repente, el avión pareció increíblemente pequeño y frágil. ¡Trece pasajeros! ¡Viernes trece! Bond pensó en las palabras de Loelia Ponsonby y sintió las manos húmedas aferradas a los posabrazos del asiento. ¿Qué edad tendrá este avión?, se preguntó. ¿Cuántas horas de vuelo ha realizado? ¿Se habría metido en sus alas el escarabajo mortal de la fatiga metálica? ¿Cuánto de su fortaleza se habría comido ya? Tal vez no llegaría a Estambul, después de todo. Tal vez una caída en picado en el golfo de Corinto sería el destino que él había estado explorando filosóficamente apenas una hora antes.
En el centro de los pensamientos de Bond había una habitación a prueba de huracanes, como el tipo de fortaleza que se encuentra en las casas antiguas de los trópicos. Estas habitaciones son celdas pequeñas, de construcción robusta, situadas en el centro de la vivienda, en medio de la planta baja, y a veces, excavadas dentro de los cimientos. A esta celda se retiran el dueño y su familia en caso de que una tormenta amenace con destruir la casa, y permanecen en ella hasta que pasa el peligro. Bond entraba en su habitación a prueba de huracanes sólo cuando la situación escapaba a su control y no podía emprenderse ninguna otra acción. Ahora se retiró a esta fortaleza, cerró la mente al infierno de ruido y violentas sacudidas, y aguardó con los nervios relajados lo que el destino hubiese decidido para el vuelo 130 de la BEA.
Casi de inmediato las cosas mejoraron dentro del avión. La lluvia dejó de martillear las ventanillas y el sonido de los reactores volvió a su silbido imperturbable. Bond abrió la puerta de su habitación a prueba de huracanes y salió. Giró la cabeza lentamente, miró con curiosidad por la ventanilla y observó la diminuta sombra del avión que corría allá abajo por las calmas aguas del golfo de Corinto. Profirió un suspiro enorme y se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón para sacar su pitillera hecha con bronce de cañones. Se sintió satisfecho al ver que sus manos no temblaban en lo más mínimo mientras sacaba el mechero y encendía uno de los cigarrillos Morland, los de los tres anillos dorados. ¿Debía decirle a Lil que tal vez había estado a punto de tener razón? Decidió que si en Estambul podía encontrar una postal lo bastante grosera, lo haría.
En el exterior, el día se apagaba con los colores de un delfín moribundo, y el Monte Hymettós avanzó hacia ellos, azul en el ocaso. Descendieron sobre la parpadeante extensión de Atenas y, al cabo de poco, el Viscount rodaba por la pista de cemento reglamentaria con su manga catavientos flácida y los letreros en las extrañas letras danzantes que Bond apenas había visto desde que estaba en el colegio.
Bond bajó del avión con un puñado de pálidas personas silenciosas, y avanzó hasta el área de pasajeros en tránsito, donde estaba el bar. Pidió un vaso de ouzo, se lo bebió de un sorbo y a continuación bebió un sorbo de agua helada. Había una fuerte aspereza bajo el sedoso sabor anisado, y Bond sintió que la bebida le prendía un ligero, rápido fuego desde la garganta hasta el estómago. Dejó el vaso en la barra y pidió otro.
Para cuando los altavoces lo llamaron, ya estaba oscuro y la media luna navegaba limpia y alta por encima de las luces de la ciudad. El aire tenía la suavidad de la noche, olía a flores y se oía el pulso regular del canto de las cigarras y la lejana voz de un hombre que entonaba una canción.
La voz era clara y triste, y el canto tenía una nota de lamento. Cerca del aeropuerto un perro ladró nervioso al percibir un olor humano desconocido. De repente, Bond se dio cuenta de que había llegado a Oriente, donde el perro guardián aúlla durante toda la noche. Por alguna razón, al darse cuenta de esto sintió una punzada de placer y emoción en el corazón.
Les quedaba sólo un vuelo de noventa minutos hasta Estambul, cruzando el oscuro Egeo y el mar de Mármara. Una cena excelente, con dos Martini secos y media botella de clarete Calvet, apartó de la mente de Bond toda reserva acerca de volar en viernes trece y sus preocupaciones respecto a la misión, y las sustituyó por un humor de placentera expectación.
Por fin llegaron y las cuatro turbinas del avión lo hicieron rodar hasta detenerse en la pista del moderno aeropuerto de Yesilkoy, a una hora de Estambul por carretera. Bond se despidió de la azafata, le dio las gracias por el agradable vuelo, pasó por el control de pasaportes con su pesado maletín y acudió a aduanas para esperar a que su maleta saliera del avión.
Así que estos feos funcionarios, pulcros e insignificantes, eran los turcos modernos. Escuchó sus voces llenas de vocales abiertas, sibilantes silenciosas y modificados sonidos de la letra «u», y observó los oscuros ojos que desmentían las voces suaves, corteses. Eran ojos brillantes, coléricos, crueles que hacía muy poco que habían descendido de las montañas. Bond creía conocer la historia de esos ojos. Se trataba de ojos que durante siglos habían sido formados para vigilar ovejas y descifrar pequeños movimientos en el horizonte. Eran ojos que no perdían de vista la mano del cuchillo, sin que se notara; contaban cada grano de cereal y pequeña fracción de moneda, y reparaban en el movimiento de los dedos del mercader. Eran ojos duros, desconfiados, celosos. A Bond no le gustaban.
Al salir de la aduana, un hombre alto y delgado, con caído mostacho negro, salió de las sombras. Llevaba puesto un elegante guardapolvos y una gorra de chófer. Lo saludó y, sin preguntarle a Bond su nombre, cogió la maleta de este y abrió la marcha hacia un lustroso coche aristocrático: un Rolls Royce antiguo de color negro, modelo coupé-de-ville, que Bond supuso que debía de haber sido fabricado para un millonario de la década de 1920.
Cuando el coche se deslizaba fuera del aeropuerto, el hombre se volvió y, con voz cortés, habló por encima del hombro en un inglés excelente.
—Kerim Bey pensó que preferiría descansar esta noche, señor. Debo pasar a buscarlo mañana a las nueve de la mañana. ¿En qué hotel se alojará, señor?
—En el Kristal Palas.
—Muy bien, señor.
El coche avanzó como un suspiro por una ancha carretera moderna. Detrás de ellos, entre las luces y sombras del aparcamiento del aeropuerto, Bond oyó vagamente las crepitaciones de una motocicleta que se ponía en marcha. El sonido carecía de significado para él, así que se acomodó en el asiento para disfrutar del viaje.