Coser y cantar
Según resultaron las cosas, Bond nunca tuvo que tomar una decisión sobre el informe final del comité.
Había elogiado a su secretaria por el vestido nuevo de verano que llevaba, y estaba a mitad del expediente de mensajes que habían llegado durante la noche, cuando el teléfono rojo, que sólo podía significar M o su jefe de estado mayor, emitió un suave y perentorio ronroneo. Bond cogió el receptor.
—007.
—¿Puede subir? —Era el jefe de estado mayor.
—¿M?
—Sí, y al parecer será una sesión larga. Ya le he dicho a Troop que no podrá asistir a la reunión del comité.
—¿Tiene idea de qué se trata?
El jefe de estado mayor rio entre dientes.
—Bueno, de hecho, sí que la tengo. Pero será mejor que se lo cuente él mismo. Eso le dará qué pensar. El asunto tiene una característica bastante rara.
Mientras Bond se ponía la chaqueta y salía al pasillo dando un portazo a sus espaldas, tuvo la inconfundible sensación de que había sonado el disparo de salida y de que los días más calurosos habían tocado a su fin. Incluso la subida hasta el último piso en el ascensor, y el paseo por el largo corredor silencioso hasta la puerta del pequeño despacho de M, parecieron cargados del significado de aquellas otras ocasiones en que el sonido del teléfono rojo había sido la señal que lo había disparado, como a un proyectil cargado, al otro lado del mundo, hacia algún lejano objetivo escogido por M. Y los ojos de la señorita Moneypenny, la secretaria personal de M, tenían esa vieja expresión emocionada de conocimiento de secreto, cuando alzó la cara para sonreírle y pulsó el botón del intercomunicador.
—007 está aquí, señor.
—Hágale pasar —respondió la voz metálica, y la luz roja de reunión privada se encendió encima de la puerta.
Bond la traspasó y cerró con suavidad a sus espaldas. La habitación estaba fresca, o tal vez eran las persianas que daban una sensación de frescor. Proyectaban barras de luz y sombra sobre la alfombra verde oscuro hasta el borde del gran escritorio central. Allí el sol se detenía, de modo que la figura que estaba tras el escritorio se hallaba sentada en medio de una difusa sombra de tono verdoso. En el techo, justo encima del escritorio, un gran ventilador tropical de doble pala, reciente añadido al despacho de M, giraba lentamente, removiendo el tormentoso aire de agosto que, incluso en lo alto del Regent’s Park, se había vuelto pesado y rancio después de la ola de calor que había durado una semana.
M señaló una silla colocada al otro lado del escritorio de cuero rojo. Bond se sentó y miró al tranquilo rostro curtido de marinero al que quería, honraba y obedecía.
—¿Le importa si le hago una pregunta personal, James? —M nunca le hacía preguntas personales a sus empleados, y a Bond no se le ocurría cuál podía ser.
—No, señor.
M cogió su pipa del gran cenicero de cobre y comenzó a llenarla, contemplando pensativamente sus dedos en movimiento. Con tono áspero, prosiguió:
—No está obligado a responder, pero la pregunta tiene que ver con su, eh, amiga, la señorita Case. Como ya sabe, no suelo interesarme por estos asuntos, pero he oído decir que ustedes han estado, eh, viéndose mucho desde el asunto de los diamantes. Incluso hay quienes piensan que tal vez acaben por casarse. —M alzó la vista hacia Bond y volvió a bajarla. Se colocó la pipa llena en la boca y le acercó una cerilla encendida. Por un lado de la boca, mientras aspiraba la danzante llama, añadió—: ¿Desea contarme algo al respecto?
«¿Y qué más? —se preguntó Bond—. ¡Malditos chismorreos de oficina!».
—Bueno, señor —dijo, malhumorado—, la verdad es que nos llevábamos bien. Y surgió la idea de que tal vez podríamos casarnos. Pero luego ella conoció a un tipo en la embajada estadounidense. Del personal del agregado militar. Un comandante del cuerpo de marina. Y supongo que va a casarse con él. De hecho, los dos han regresado a Estados Unidos. Tal vez sea mejor así. Los matrimonios entre personas de diferentes nacionalidades no suelen tener éxito.
»Supongo que él es bastante buen tipo. Tal vez sea mejor para ella que vivir en Londres. La verdad es que no podía establecerse aquí. Es una buena muchacha, pero un poco neurótica. Tuvimos demasiadas peleas. Probablemente por culpa mía. De todas formas, eso ya ha terminado.
M le dedicó una de las breves sonrisas que le iluminaban más los ojos que la boca.
—Lamento que haya salido mal, James —dijo. En la voz de M no había ni rastro de compasión.
Reprobaba el carácter mujeriego de Bond, como lo denominaba para sí mismo, aunque reconocía que su prejuicio en este tema era una reliquia de su educación victoriana. No obstante, como jefe de Bond, lo último que quería era que el agente se atara de forma definitiva a la falda de una sola mujer.
—Tal vez sea mejor así. En esta profesión, no es buena cosa mezclarse con mujeres neuróticas. Se le cuelgan a uno del brazo con el que dispara, si comprende lo que quiero decir. Disculpe por preguntarle por ese asunto. Debía conocer la respuesta antes de hablarle de lo que ha surgido.
»Se trata de un asunto bastante extraño. Resultaría difícil implicarlo en él si estuviera a punto de casarse, o algo parecido.
Bond sacudió la cabeza, esperando que le contara la historia.
—Muy bien, pues —continuó M. Había una nota de alivio en su voz. Se recostó en el respaldo de la silla y chupó varias veces la pipa para que se encendiera bien—. Lo que ha sucedido es lo siguiente. Ayer nos llegó un largo mensaje procedente de Estambul. Al parecer, el martes pasado, el jefe del puesto T recibió un mensaje anónimo mecanografiado que le decía que sacara un billete de ida y vuelta en el transbordador de las ocho de la noche que va desde el Puente Gálata a la embocadura del Bosforo y regresa. Nada más. El jefe del puesto T es un tipo aventurero, y por supuesto, cogió el transbordador. Se quedó en proa junto a la borda, y esperó. Pasado más o menos un cuarto de hora, una muchacha se acercó y se detuvo junto a él. Era una joven rusa, muy guapa, según dice, y después de que charlaran un poco acerca de la vista y cosas parecidas, ella cambió de repente y, en el mismo tipo de voz convencional, le contó una historia extraordinaria.
M hizo una pausa para acercar una cerilla encendida a su pipa. Bond intervino.
—¿Quién es el jefe del puesto T? Yo nunca he trabajado en Turquía.
—Es un hombre llamado Kerim, Darko Kerim. De padre turco y madre inglesa. Se trata de un hombre notable. Ha sido jefe del puesto T desde la guerra. Uno de los mejores hombres que tengo en el mundo. Realiza una labor maravillosa. Adora su trabajo. Es muy inteligente y conoce esa zona del mundo como la palma de su mano. —M apartó a Kerim de la conversación con un gesto lateral de la mano—. En fin, el caso es que, según la historia que le contó, la muchacha era cabo del MGB. Había estado en el oficio desde que salió del colegio, y acababan de trasladarla a Estambul como oficial de criptografía. Ella misma tramó su traslado porque quería salir de Rusia y venir aquí.
—Eso está bien —comentó Bond—. Podría resultarnos útil tener a una de sus chicas de criptografía. Pero ¿por qué quiere venir aquí?
M miró a Bond desde el otro lado de la mesa.
—Porque está enamorada. —Hizo una pausa, y añadió con voz suave—: Dice que está enamorada de usted.
—¿Enamorada de mí?
—Sí, de usted. Eso dice ella. Se llama Tatiana Romanova. ¿Ha oído hablar de ella alguna vez?
—¡Santo Dios, no! Quiero decir, no, señor. —M sonrió ante la mezcla de expresiones que afloró al rostro de Bond—. Pero ¿qué demonios quiere decir? ¿Me ha conocido alguna vez? ¿Cómo sabe que existo?
—Bueno —respondió M—, todo el asunto parece absolutamente ridículo. Aunque es tan disparatado que muy bien podría ser verdad. La muchacha tiene veinticuatro años. Desde que entró en el MGB ha estado trabajando en el índice Central ruso, que es lo mismo que nuestros archivos. Y ocupaba un puesto en la sección inglesa del mismo. Trabajó allí durante seis años.
»Uno de los expedientes de los que tuvo que ocuparse fue el suyo.
—Me gustaría ver ese expediente —comentó Bond.
—La historia que cuenta es que primero le gustaron las fotografías suyas que había en el expediente. Que sintió admiración por su aspecto y demás. —M bajó las comisuras de los labios, como si acabara de chupar un limón—. Leyó todos sus casos y decidió que usted era un tipo fuera de serie.
Bond miró desdeñosamente. La expresión de la cara de M era evasiva.
—Dijo que usted le atraía particularmente porque le recordaba a un héroe de un libro escrito por un tipo ruso llamado Lermontov. Al parecer, era su libro preferido. A ese héroe le gustaba el juego y se pasaba todo el tiempo metiéndose en broncas y saliendo de ellas. En cualquier caso, usted se lo recordaba. Dice que llegó a no pensar en nada más, y que un día se le ocurrió la idea de que, si lograba que la trasladaran a uno de los centros extranjeros, podría ponerse en contacto con usted y usted iría a rescatarla.
—Nunca he oído una historia tan disparatada como esa, señor. Sin duda, el jefe del puesto T no se la tragó.
—Espere un momento —lo atajó M con voz enojada—. No se apresure demasiado por el simple hecho de que ha surgido algo con lo que nunca se ha tropezado. Suponga que fuese usted una estrella del cine en lugar de estar en este oficio en particular. Recibiría amorosas cartas de muchachas de todo el mundo, llenas de vaya a saberse qué necedades acerca de no poder vivir sin usted y cosas por el estilo. Aquí tenemos a una muchacha que hace trabajo de secretaria en Moscú. Probablemente todo el departamento está lleno de mujeres, como en nuestros archivos.
Ni un solo hombre en la sala al que mirar, y ahí está ella, ante su, eh, apuesto rostro, en un expediente que cada dos por tres tiene que coger para actualizarlo. Y, como creo que suele decirse por ahí, pierde la chaveta por esas fotografías igual que todas las secretarias del mundo pierden la chaveta por las horribles caras que salen en las revistas. —M movió la pipa a un lado para indicar su ignorancia respecto a este espantoso hábito femenino—. Bien sabe el Señor que yo no entiendo mucho de estas cuestiones, pero debe admitir que suceden.
Bond sonrió ante esta súplica de ayuda.
—Bueno, de hecho, señor, estoy comenzando a ver que hay algo de sentido en todo el asunto. No existe ninguna razón por la que una muchacha rusa no pueda ser tan tonta como una inglesa.
»Pero debe de tener agallas para hacer lo que hizo. ¿Le ha dicho el jefe del puesto T si ella se daba cuenta de las consecuencias en caso de que la descubrieran?
—Él dijo que estaba muerta de miedo —respondió M—. Pasó todo el tiempo que estuvieron en el transbordador mirando a su alrededor para ver si alguien la observaba. Pero al parecer sólo había los campesinos y los trabajadores habituales que cogen este transbordador, y como era una hora tardía, no había muchos pasajeros. Pero espere un momento. Aún no conoce ni la mitad de la historia. —M chupó largamente su pipa y expulsó una nube de humo a lo alto, hacia el ventilador que giraba con lentitud por encima de su cabeza. Bond observó como el humo era atrapado por las aspas y arremolinado hasta desaparecer—. Ella le contó a Kerim que esta pasión por usted se transformó de modo gradual en una fobia. Llegó a odiar la visión misma de los hombres rusos.
»Con el paso del tiempo esto se convirtió en una aversión hacia el régimen y particularmente hacia el trabajo que realizaba para ese régimen y, por así decirlo, contra usted. Así que solicitó el traslado al extranjero; y puesto que era muy buena en los idiomas inglés y francés, llegado el momento le ofrecieron trasladarse a Estambul si le interesaba entrar en la sección de Criptografía, lo cual significaba una reducción de salario. Para abreviar, después de seis meses de entrenamiento, llegó a Estambul hace unas tres semanas. Entonces curioseó por ahí y, al cabo de poco, consiguió el nombre de nuestro hombre, Kerim. Hace tanto tiempo que está allí, que a estas alturas toda Turquía sabe lo que hace. A él no le importa, y eso aparta la atención de los agentes especiales que enviamos a la ciudad de vez en cuando. No hace ningún daño tener un hombre visible en algunos de estos lugares. Serían muchos los tipos que acudirían a nosotros si supieran adonde ir y con quién hablar.
—El agente público —comentó Bond— a menudo obtiene mejores resultados que el hombre que debe dedicar un montón de tiempo y de energías a mantener su clandestinidad.
—Así que le envió la nota a Kerim. Ahora quiere saber si él puede ayudarla. —M hizo una pausa y chupó la pipa con aire pensativo—. Por supuesto, la primera reacción de Kerim fue exactamente la misma que ha tenido usted, y le formuló cuidadosas preguntas en busca de una trampa. Pero sencillamente no pudo ver lo que podían ganar los rusos enviándonos a esta muchacha. Durante todo ese tiempo el transbordador se alejaba más y más remontando el Bósforo, y pronto daría la vuelta para regresar a Estambul. Y la muchacha se desesperaba cada vez más y más mientras Kerim intentaba destruir su historia. Y entonces —prosiguió M, cuyos ojos destellaron suavemente posados en Bond— invocó el argumento decisivo.
¡Ese destello en los ojos de M!, pensó Bond. Qué bien conocía esos momentos en que los fríos ojos de M delataban su emoción y codicia.
—Ella tenía una última carta para jugar. Y sabía que era un as de triunfos. Si podía venir aquí, traería consigo su máquina descifradora. Se trata de una Spektor flamante. La única cosa que daríamos los ojos por tener.
—Dios… —dijo Bond con voz suave, mientras su mente daba vueltas ante la inmensidad del premio. ¡La Spektor! La máquina que les permitiría descifrar los mensajes de más alto secreto.
Tener eso, aunque su desaparición se descubriera de inmediato y se cambiaran las programaciones de la misma, o el aparato fuera retirado de servicio en las embajadas rusas y los centros de espionaje de todo el mundo, sería una victoria incalculable. Bond no poseía muchos conocimientos de criptografía y, en bien de la seguridad, por si llegaban a capturarlo, prefería tener los menos posibles acerca de sus secretos; pero al menos sabía que la pérdida de la Spektor significaría un enorme desastre para el servicio secreto ruso.
Bond estaba vendido. Aceptó de inmediato toda la fe que M había depositado en la historia de la muchacha, por disparatada que pudiese ser. El hecho de que una rusa les llevara este regalo, y que corriera el espantoso riesgo de llevárselo, sólo podía significar un acto de desesperación, de apasionamiento desesperado, si se quería. Tanto si la historia de la muchacha era cierta como si no, las apuestas eran demasiado altas para rechazar el juego.
—¿Lo ve, 007? —preguntó M con voz suave. No resultaba difícil leer la mente de Bond a través de la emoción que había en sus ojos—. ¿Ve lo que quiero decir?
Bond vaciló.
—¿Pero dijo cómo podía llevársela?
—No con exactitud. Pero Kerim dice que se mostró absolutamente segura. Habló de algo relacionado con su guardia nocturna. Al parecer, en determinadas noches de la semana ella está sola y duerme en un catre de tijera dentro de la oficina. Parece no tener dudas al respecto, aunque se da cuenta de que la fusilarían sin preámbulos si alguien llegara a tener la más leve sospecha de lo que planea. Le preocupaba saber cómo me transmitiría Kerim todo esto. Le hizo prometer que codificaría él mismo el mensaje, que lo enviaría una sola vez y que no guardaría ninguna copia.
»Naturalmente, él hizo lo que le pedía. En cuanto la muchacha mencionó la Spektor, Kerim supo que podría tener ante sí el golpe más importante que se nos ha presentado desde la guerra.
—¿Y luego qué sucedió, señor?
—El transbordador estaba llegando a un lugar llamado Ortakoy. Ella dijo que se bajaría allí.
»Kerim le prometió enviar el mensaje esa misma noche. La muchacha se negó a acordar cualquier medio para establecer contacto. Sólo dijo que ella mantendría su parte del trato si nosotros manteníamos la nuestra. Le dio las buenas noches a nuestro hombre y se mezcló con la gente que descendía por la pasarela. Fue la última vez que Kerim la vio.
De pronto, M se inclinó adelante en su asiento y clavó los ojos en Bond.
—Pero, por supuesto, él no pudo garantizarle que aceptaríamos la propuesta.
Bond no dijo nada. Creyó poder predecir lo que vendría a continuación.
—La muchacha sólo hará esas cosas con una condición. —Los ojos de M se estrecharon hasta ser ranuras feroces, cargadas de significado—. Que vaya usted a Estambul y las traiga a ella y a la máquina a Inglaterra.
Bond se encogió de hombros. Eso no planteaba ninguna dificultad. Pero… Le dirigió a M una mirada franca.
—Eso debería ser como coser y cantar, señor. Hasta donde yo puedo juzgar, hay un solo obstáculo. Ella sólo ha visto fotografías mías y ha leído muchas historias emocionantes. Supongamos que cuando me ve en persona, resulta que no estoy a la altura de sus expectativas.
—Allí es donde debe realizar su trabajo —respondió M, ceñudo—. Por eso le formulé antes las preguntas relacionadas con la señorita Case. Depende de usted encargarse de estar, sin excusa, a la altura de sus expectativas.