La buena vida
El fofo abrazo de la dolce vita rodeaba el cuello de Bond y lo estrangulaba lentamente. Era un hombre de acción y cuando, durante un largo período, no había guerra, su espíritu entraba en decadencia.
Hacía casi un año que reinaba la paz en su especialidad profesional. Y la paz estaba matándolo.
A las 7.30 de la mañana del jueves 21 de agosto, Bond despertó en su cómodo apartamento frente a la plaza cubierta de plátanos inmediata a la calle King’s Road, y se sintió molesto al descubrir que, pensando en la jornada que tenía por delante, su aburrimiento era absoluto. Del mismo modo que la haraganería es el primero de los pecados cardinales en, al menos, una religión, el aburrimiento, sobre todo la increíble circunstancia de despertarse aburrido, era el único vicio que Bond condenaba de modo inapelable.
Bond tendió una mano e hizo sonar dos veces el timbre para anunciarle a May, su muy apreciada ama de llaves, que estaba listo para desayunar. Luego, de forma abrupta, apartó la sábana de encima de su cuerpo desnudo y bajó los pies al suelo.
Sólo había una manera de contrarrestar el aburrimiento: maltratarlo hasta expulsarlo. Bond se tendió boca abajo sobre las manos e hizo veinte flexiones lentas, demorándose en cada una de modo que sus músculos no tuvieran tiempo de descansar. Cuando los brazos ya no pudieron soportar el dolor, rodó sobre sí y, con las manos a los lados, hizo abdominales hasta que los músculos del vientre gritaron de sufrimiento. Se puso de pie y, tras tocarse los pies veinte veces, pasó a los ejercicios combinados de brazos y pecho con profundas inspiraciones hasta que se mareó. Jadeando a causa del esfuerzo, entró en el gran cuarto de baño cubierto de azulejos blancos y permaneció en la cabina de ducha de cristal, dejando correr sobre su cuerpo el agua muy caliente primero, y luego muy fría, durante cinco minutos.
Al fin, tras afeitarse y ponerse una camisa sin mangas color azul oscuro de algodón Sea Island, y unos pantalones tropicales azul marino de estambre, calzó sus pies desnudos con unas sandalias negras de cuero y atravesó el dormitorio para salir al alargado salón de grandes ventanales, satisfecho por haber expulsado el aburrimiento de su cuerpo con el sudor, al menos por el momento.
May, la escocesa madura de cabello gris acero y reservado rostro bello, entró con una bandeja que depositó sobre la mesa del mirador junto con The Times, el único periódico que leía Bond.
—Buenos días.
Para Bond, una de las cualidades más simpáticas de May era que no llamaba «señor» a ningún hombre, excepto (Bond le había hecho bromas al respecto años antes) a los reyes ingleses y a Winston Churchill. Como señal de excepcional consideración, a veces le concedía a Bond la insinuación de la «s» de señor al final de una palabra. Permaneció de pie junto a la mesa hasta que Bond abrió el periódico y lo plegó por la página central, en la sección de noticias.
—Ese hombre volvió anoche por lo de la televisión.
—¿De qué hombre habla? —Bond repasó los titulares.
—El hombre que viene siempre. Seis veces ha estado aquí, incordiándome, desde junio.
Después de lo que le dije la primera vez acerca de las cosas pecaminosas, era de esperar que renunciara a vendernos uno de esos aparatos. ¡Y también puede comprarse uno a plazos, si se quiere!
—Los vendedores son gente persistente. —Bond dejó el periódico y cogió la cafetera.
—Anoche le dije cuatro verdades bien dichas. ¡Mire que molestar a la gente cuando está cenando! Le pregunté si tenía algún documento, algo que demostrara quién es.
—Espero que eso haya acabado con él. —Bond llenó la gran taza hasta el borde con café negro.
—Ni en lo más mínimo. Sacó su carné sindical. Dijo que tenía todo el derecho del mundo a ganarse la vida. Era del sindicato de electricistas. Esos son los comunistas, ¿no es cierto?
—Sí, lo son —respondió Bond con aire vago. Su mente despertó. ¿Era posible que ellos estuviesen vigilándolo? Bebió un sorbo de café y dejó la taza—. ¿Qué dijo exactamente ese hombre, May? —preguntó, manteniendo un tono de voz indiferente, pero mirando a la mujer.
—Dijo que estaba vendiendo aparatos de televisión a comisión en su tiempo libre. Y si estamos seguros de no querer uno. Dice que somos de los pocos de la plaza que no tenemos uno.
»Ha visto que no hay una de esas antenas sobre la casa, diría yo. Siempre pregunta si no está en casa para poder hablar con usted. ¡Vaya una cara que tiene! Me sorprende que no haya pensado en abordarlo cuando entra o sale. Siempre pregunta si espero que llegue pronto. Naturalmente, yo no le digo nada acerca de sus movimientos. Es una persona educada, no grita; si no fuera tan persistente…
«Podría ser», pensó Bond. Había muchas maneras de comprobar si el propietario estaba o no en casa. La apariencia y reacciones de un criado, una mirada por la puerta abierta. «Mire, está perdiendo el tiempo porque está fuera», sería la recepción obvia si el apartamento estuviese vacío. ¿Debería contárselo a la sección de Seguridad? Bond se encogió de hombros con irritación.
¡Qué demonios! Probablemente no tenía ninguna importancia. ¿Por qué iba esa gente a estar interesada en él? Y, si se descubría algo sospechoso, los de Seguridad eran muy capaces de hacerlo cambiar de apartamento.
—Espero que esta vez lo haya ahuyentado. —Bond alzó el rostro y le dedicó una sonrisa a May—. Yo diría que no volverá a tener noticias suyas.
—Sí —respondió May, dubitativa. Al menos, ella había cumplido las órdenes que tenía de notificarle si veía a alguien «dando vueltas por las inmediaciones». Se marchó apresuradamente con un murmullo del anticuado uniforme negro que insistía en ponerse aún en el calor de agosto.
Bond volvió a ocuparse de su desayuno. En situación normal, sería un incidente sin importancia como este lo que dispararía un persistente tic-tac de intuición en su cerebro y, en otra época, no se habría contentado hasta resolver el problema de un hombre del sindicato comunista que no dejaba de llamar a la puerta de su casa. Ahora, a causa de los meses de ocio y falta de uso, la espada descansaba oxidada en su vaina y la guardia mental de Bond estaba baja.
El desayuno era la comida preferida por Bond. Cuando estaba estacionado en Londres, era siempre el mismo. Consistía en abundante café muy fuerte, comprado en De Bry, en New Oxford Street, hecho en una Chemex estadounidense de la que bebía dos grandes tazas, solo y sin azúcar.
El único huevo servido en la huevera color azul oscuro, con un anillo de oro en torno al borde, estaba hervido durante tres minutos y un tercio.
Era un huevo muy fresco, de cáscara marrón con manchitas, de las gallinas Marans francesas que un amigo de May tenía en el campo. (A Bond no le gustaban los huevos blancos y, caprichoso como era en tantas cosas pequeñas, le divertía sostener que existía el huevo pasado por agua perfecto). Luego había dos gruesas rebanadas de pan integral tostado, un gran pan de mantequilla amarilla de Jersey, y tres potes bajos que contenían mermelada de fresitas Tiptree «Little Scarlet»; mermelada de naranja Cooper’s Vintage, de Oxford, y miel noruega de brezo comprada en Fortnum’s. La cafetera y el servicio de plata que había en la bandeja eran estilo Reina Ana, y la porcelana era Minton, con la misma decoración en azul oscuro, blanco y oro que la huevera.
Aquella mañana, mientras Bond concluía el desayuno con la miel, identificó la causa inmediata de su letargia y su baja moral. Para empezar, Tiffany Case, su amor durante tantos meses felices, lo había dejado y, después de las últimas dolorosas semanas en las cuales ella se había trasladado a un hotel, acabó por embarcarse hacia Estados Unidos a finales de julio. La echaba muchísimo de menos, y su mente aún intentaba eludir pensar en ella. Y era agosto, y Londres estaba caluroso y olía a rancio. Tenía derecho a unas vacaciones, pero no contaba con la energía ni con el deseo de marcharse solo, ni de intentar encontrar una sustituta eventual de Tiffany que lo acompañara. Así pues, se había quedado en el cuartel general de los servicios secretos, medio vacío, aburriéndose en la vieja rutina, contestándole mal a su secretaria e irritando a sus colegas.
Incluso M se había impacientado finalmente con el malhumorado tigre enjaulado en la planta de abajo y, el lunes de esa misma semana, le había enviado a Bond una cortante nota que lo designaba para una comisión investigadora a las órdenes del oficial pagador, capitán Troop. La nota decía que ya era hora de que Bond, como oficial veterano del servicio, interviniera en los principales problemas administrativos. De todas formas, no había nadie más disponible. El cuartel general estaba escaso de personal, y la sección 00 se encontraba inactiva. Se solicitaba que Bond se presentara, por favor, a las 2.30 de esa tarde, en la sala 412.
Era Troop, reflexionó Bond mientras encendía el primer cigarrillo de la jornada, la causa más importuna e inmediata de su descontento.
En todos los lugares grandes, siempre hay un hombre que es el tirano y el espantajo de la oficina, y que es cordialmente aborrecido por todo el personal. Este individuo desempeña un papel inconscientemente importante al actuar como una especie de pararrayos de los habituales odios y miedos de la oficina. De hecho, merma la influencia de estos sentimientos al proporcionarles un objetivo de descarga común. Ese hombre suele ser el director general o el jefe de la administración. Es ese hombre indispensable que se convierte en perro guardián de detalles pequeños: gastos menores, calefacción y luz, toallas y jabón para los lavabos, suministros sanitarios, cafetería, turnos de vacaciones, puntualidad del personal. Es el único hombre que tiene auténtico impacto sobre las comodidades y conveniencias de la oficina, y cuya autoridad se extiende hasta la intimidad y hábitos personales de los hombres y mujeres de la organización.
Para querer semejante puesto de trabajo, y para tener las cualificaciones necesarias para el mismo, el hombre debe poseer exactamente esas cualidades que irritan y ponen los nervios de punta. Debe ser una persona con fuerte sentido de la disciplina, indiferente a las opiniones de los demás. Debe ser un pequeño dictador. En todas las empresas bien llevadas siempre hay un hombre semejante. Dentro del servicio secreto, es el oficial pagador, capitán Troop, oficial retirado de la Marina Real, jefe de Administración, cuyo cometido consiste, según sus propias palabras, en «mantener el lugar tan ordenado como un barco y en buen funcionamiento».
Resultaba inevitable que los deberes del capitán Troop lo pusieran en conflicto con el resto de la organización, pero resultaba particularmente desafortunado que a M no se le hubiera ocurrido nadie mejor que Troop para designarlo como presidente de esta comisión en particular.
Porque se trataba de otra de esas comisiones de investigación que se encargaban de las delicadas complejidades del caso Burgess y Maclean, y de las lecciones que podían aprenderse del mismo.
M se la había inventado, cinco años después de cerrar su propio expediente particular sobre aquel caso, puramente como un engañabobos para el Comité Asesor de Investigaciones dentro del servicio secreto, que el primer ministro había ordenado en 1955.
De inmediato, Bond se había trabado en una indecorosa disputa sin esperanzas con Troop, acerca del empleo de «intelectuales» en el servicio secreto.
Perversamente, y a sabiendas de que irritaría, Bond había presentado la propuesta de que, si el MI5 y el servicio secreto iban a ocuparse seriamente de los «espías intelectuales» de la era atómica, deberían emplear a un cierto número de intelectuales para contrarrestarlos.
—Los oficiales retirados del ejército de la India —había declarado Bond— no tienen ninguna posibilidad de comprender los procesos de pensamiento de Burgess o de Maclean. Ni siquiera sabrán que existen personas semejantes, y mucho menos se hallarán en posición de frecuentar sus camarillas y conocer a sus amigos o enterarse de sus secretos. Una vez que Burgess y Maclean se marcharon a Rusia, la única manera de volver a establecer contacto con ellos y, quizá, cuando se cansaran de Rusia convertirlos en agentes dobles contra los rusos, habría sido enviar a sus amigos más íntimos a Moscú, Praga y Budapest con orden de esperar hasta que uno de ellos se escabullese fuera de sus muros de piedra y estableciera contacto. Y uno de ellos, probablemente Burgess, se habría visto impulsado a contactar a causa de la soledad y por la gran necesidad de contarle su historia a alguien[22]. Pero sin duda no correrían el riesgo de hacerle revelaciones a alguien vestido con gabardina, que llevara un mostacho de caballería y tuviera una mente inferior a las de segunda categoría.
—Ah, vaya —respondió Troop con gélida calma—. Así que sugiere usted que llenemos la organización de pervertidos de pelo largo. Es una noción muy original. Pensaba que estábamos todos de acuerdo en que los homosexuales son casi el peor riesgo que existe para la seguridad. No me imagino a los estadounidenses entregándoles muchos secretos atómicos a un montón de maricones empapados en perfume.
—No todos los intelectuales son homosexuales. Y muchos de ellos son calvos. Sólo estoy diciendo que… —y así había continuado la discusión, de modo intermitente, durante las reuniones de los pasados tres días. Los otros miembros de la comisión habían, más o menos, cerrado filas en torno a Troop. Hoy tendrían que redactar las recomendaciones, y Bond se preguntaba si debía dar el impopular paso de adjuntar un informe de desacuerdo.
¿Hasta qué punto se tomaba en serio todo aquel asunto?, se preguntó Bond mientras, a las nueve en punto, salía del apartamento y bajaba las escaleras hasta su coche. ¿Estaba comportándose de manera intolerante y obstinada? ¿Se había atrincherado en una posición única con el solo objetivo de darles a sus dientes algo que morder? ¿Estaba tan aburrido que no se le ocurría nada mejor que hacer que transformarse en un fastidio para la organización? Bond no lograba decidirse. Se sentía inquieto e indeciso y, por detrás de todo eso, había una molesta intranquilidad que no era capaz de identificar.
Cuando pulsó el arranque automático y los tubos de escape gemelos despertaron con su palpitante incandescencia, una cita sin autor se deslizó en la mente de Bond, como caída del cielo:
«Los dioses aburren primero a aquellos a quienes han decidido destruir».