Capítulo XV
PÉRDIDA Y RECUPERACIÓN DE LA REPÚBLICA (1973-1996)[1]

El retorno de Perón a la presidencia sólo se produjo después de una serie de complejas peripecias. El presidente Lanusse fracasó en imponer su propia candidatura, que presentaba como transaccional entre las Fuerzas Armadas y Perón, pero logró proscribir al líder exiliado, quien entonces designó como candidato vicario a Héctor Cámpora. Éste, que manifestaba una incondicional solidaridad con el líder, suscitó a la vez fuertes simpatías entre los sectores juveniles y radicalizados del peronismo, nucleados en la llamada «tendencia revolucionaria». Los jóvenes dieron el tono a la agitada campaña electoral, realizada bajo el lema de «dependencia o liberación», que culminó con el triunfo electoral del peronismo. Las nuevas autoridades asumieron el 25 de mayo de 1973, con la simbólica presencia de los presidentes de Chile y Cuba, Salvador Allende y Osvaldo Dorticós, rodeados de una inmensa muchedumbre que escarneció a los jefes militares. Después de dieciocho años, la voluntad popular podía consagrar, con plena libertad, un gobierno constitucional que expresaba, a la vez, el deseo impreciso pero imperioso de transformaciones profundas.

Durante esos años se asistió a una verdadera «primavera de los pueblos», llena de esperanzas vagas e indefinidas. Desde 1969 la movilización popular no sólo había jaqueado al régimen militar sino desafiado de distintas maneras el orden establecido. Muchos procuraron imponerle una dirección. Los partidos políticos, débiles y hasta raquíticos debido a la larga falta de funcionamiento pleno de las instituciones representativas, fueron incapaces de hacerlo; en cambio lo lograron una serie de organizaciones políticas y armadas, nacidas en la lucha contra el régimen militar, al que enfrentaron por medio de acciones de guerrilla urbana. De los varios «ejércitos» que operaron, realizando acciones militares espectaculares que eran miradas con simpatía por buena parte de la población, los que mejor lograron arraigar en el movimiento popular fueron los Montoneros. Se trataba de un grupo de origen nacionalista y católico al que pronto se sumaron sectores provenientes de la izquierda, que sobresalió por su capacidad para asumir el discurso y las consignas de Perón, combinarlas con otras provenientes del nacionalismo tradicional, del catolicismo progresista y de la Izquierda revolucionaria, y a la vez movilizar y organizar a distintos sectores: estudiantes, trabajadores o moradores de barrios marginales. A través de distintas organizaciones, Montoneros combinó la acción militar con la específicamente política; en ella sobresalió la Juventud Peronista, detrás de la cual se congregaron los amplios sectores para quienes Perón era la encarnación de un proyecto revolucionario, en el que la liberación nacional debía llevar a la «patria socialista».

Fueron estos sectores juveniles los que rodearon al presidente Cámpora y ocuparon importantes posiciones de poder hasta que, dentro mismo del peronismo, se generó un vigoroso movimiento en su contra. El 20 de junio de 1973, el día en que Perón volvía definitivamente al país, y cuando una inmensa multitud se había congregado en Ezeiza para recibirlo, ambos sectores protagonizaron una verdadera batalla campal, que dejó muchos muertos. Poco después, Cámpora era forzado a renunciar, y luego de un breve interludio, unas nuevas elecciones generales consagraron, de manera abrumadora, la fórmula presidencial que reunía al general Perón y a su esposa María Estela Martínez.

El conflicto interno del peronismo se desplegó con toda su fuerza. Frente a quienes proclamaban la bandera de la patria socialista, otro sector levantaba la de la «patria peronista», combinando la aspiración al retorno de la bonanza de décadas anteriores con posiciones, tradicionales en el peronismo, decididamente adversas a las ideas de izquierda. Ambos sectores compitieron por el poder y por el control de las movilizaciones callejeras, y ambos recurrieron a la violencia, al terrorismo y al asesinato. Fue claro que Perón, quien en su anterior lucha con los militares había respaldado a los jóvenes, repudiaba ahora su forma de acción, sus consignas y propósitos, se inclinaba por los sectores más tradicionales del partido y se ocupaba de desalojar a los sectores juveniles peronistas de posiciones de poder. El enfrentamiento culminó el 1.o de mayo de 1974, cuando en el tradicional acto peronista de la Plaza de Mayo, el veterano líder los denostó y aquéllos respondieron abandonando la Plaza y, simbólicamente, el movimiento.

Los partidos de oposición, empeñados en apoyar al gobierno constitucional, no interfirieron ni en este conflicto ni en el otro, más sordo, de Perón con los sindicatos. La política económica que ejecutó su ministro de Economía, el empresario José Gelbard, fue decididamente moderada, y lejos de las consignas socialistas de algunos de sus seguidores, apuntó a fortalecer el desarrollo capitalista. Se propuso expandir el mercado interno, ampliar las exportaciones industriales y estimular al sector de empresas nacionales, pero sin hostilizar a las extranjeras. La eliminación de la inflación, que era una cuestión clave para cualquier proyecto de desarrollo, debía lograrse mediante un amplio Pacto Social, en el que empresarios y trabajadores renunciaran a su tradicional puja por el reparto del ingreso y aceptaran el papel arbitral del Estado. Pero luego de los primeros éxitos, la reaparición de la inflación impulsó a los trabajadores a acentuar sus reclamos, obligando a Perón a poner en juego toda su autoridad para salvar la concertación. El 12 de junio de 1974, en su última aparición en público, reclamó de unos y otros el cumplimiento de los acuerdos. Poco después, el 1.o de julio, el anciano líder fallecía.

Su viuda, María Estela, que asumió la presidencia, no tenía ni la misma capacidad ni similar autoridad, y los conflictos se hicieron más agudos. José López Rega, que había sido secretario privado de Perón y luego ministro de Bienestar Social, y a quien se sindicaba como el poder oculto del gobierno, organizó grupos clandestinos dedicados a asesinar dirigentes opositores, muchos de los cuales eran activistas sindicales e intelectuales disidentes, no enrolados en las organizaciones guerrilleras. Montoneros respondió de la misma manera, de modo que la violencia creció de manera irrefrenable, ante la inacción de un gobierno que renunciaba al monopolio de la fuerza. Por otra parte, y frente a una inflación agudizada, el gobierno se lanzó a un drástico plan de ajuste económico, que incluyó una fortísima devaluación y aumento de tarifas públicas, conocido como «rodrigazo», en alusión al ministro de Economía Celestino Rodrigo, acólito de López Rega. Los sindicalistas respondieron enfrentando con energía al gobierno y lograron un aumento similar, con lo que los efectos esperados del «rodrigazo» se perdieron, pero la economía entró en una situación de elevada inflación y descontrol.

Una organización armada no peronista, el Ejército Revolucionario del Pueblo, logró por entonces asentarse en un sector de la provincia de Tucumán, donde anunció la constitución de una «zona liberada», y el Ejército inició una operación formal para desalojarlo. Poco después, los jefes militares imponían el alejamiento de López Rega. Era evidente que el gobierno civil había perdido el dominio de la situación. Un intento de encontrar una salida dentro del orden constitucional —la renuncia de la presidente y su reemplazo por el senador Luder, presidente del Senado— fracasó. Poco después, la crisis económica y política combinadas creaban las condiciones para que las Fuerzas Armadas desplazaran a la presidenta y se hicieran cargo del poder, sin oposición y hasta con el aliviado consentimiento de la mayoría de la población.

El 24 de marzo de 1976 asumió el mando la Junta Militar, formada por los comandantes de las tres Armas, que designó presidente al general Jorge Rafael Videla, comandante del Ejército. Videla se mantuvo en el cargo hasta marzo de 1981, cuando fue reemplazado por el general Roberto Marcelo Viola, que en 1978 lo había sucedido al frente del Ejército. Sin embargo, la Junta siguió conservando la máxima potestad, y las tres armas se dividieron cuidadosamente el ejercicio del poder.

Con el llamado Proceso de Reorganización Nacional, las Fuerzas Armadas se propusieron primariamente restablecer el orden, lo que significaba recuperar el monopolio del ejercicio de la fuerza, desarmar a los grupos clandestinos que ejecutaban acciones terroristas amparados desde el Estado y vencer militarmente a las dos grandes organizaciones guerrilleras: el ERP y Montoneros. La primera desapareció rápidamente, mientras que Montoneros logró salvar una parte de su organización que, muy debilitada, siguió operando desde el exilio. Pero además, en la concepción de los jefes militares, la restauración del orden significaba eliminar drásticamente los conflictos que habían sacudido a la sociedad en las dos décadas anteriores, y con ellos a sus protagonistas. Se trataba en suma de realizar una represión integral, una tarea de verdadera cirugía social.

En 1984, la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas (CONADEP), que presidió el escritor Ernesto Sábato, realizó una reconstrucción de lo ocurrido, cuya real dimensión apenas se intuía. Sus conclusiones fueron luego confirmadas por la justicia, que en 1985 condenó a los máximos responsables. Concebido como un plan orgánico, fue aplicado de manera descentralizada, reservándose cada fuerza sus zonas de responsabilidad. Grupos de militares no identificados se ocupaban de secuestrar, generalmente por la noche, a activistas de distinto tipo, que luego de ser sometidos a torturas permanecían largo tiempo detenidos, en centros clandestinos —La Perla, El Olimpo, La Cacha, que alcanzaron una terrible fama—, hasta que una autoridad superior decidía si debían ser ejecutados o si eran «recuperables». Proliferaron los «desaparecidos», pues los familiares ignoraban su suerte y ninguna autoridad asumía la responsabilidad de la acción, y también las tumbas clandestinas. La CONADEP logró documentar nueve mil casos, aunque probablemente —según las denuncias de los familiares— la cifra deba triplicarse.

Según la versión oficial, se trataba de «erradicar la subversión apátrida». Muchas de las víctimas estuvieron involucradas en actividades armadas; muchísimas otras eran dirigentes sindicales o estudiantiles, sacerdotes, activistas de organizaciones civiles o intelectuales disidentes. Pero el verdadero objetivo eran los vivos, los que emigraron, o debieron silenciar su voz, o aún aceptar lo que estaba ocurriendo, por falta de voces alternativas a las que, desde el Estado, justificaban lo sucedido. Ante el horror, la mayoría se inclino por refugiarse en la ignorancia.

Con la pasividad de la sociedad el régimen militar pudo consagrarse a su segunda tarea: la reestructuración de la economía, de modo de eliminar la raíz que —según creían— allí tenían los conflictos sociales y políticos. José Alfredo Martínez de Hoz, un economista vinculado a los más altos círculos económicos internacionales y locales, fue el ministro de Economía que, durante los cinco años de la presidencia de Videla, condujo la transformación, sorteando oposiciones múltiples, provenientes incluso de los propios sectores militares. En su diagnóstico, el fuerte peso que el Estado tenía en la vida económica —por su capacidad de intervención o por el control de las importantes empresas públicas— generaba en torno suyo una lucha permanente de los intereses corporativos —los distintos grupos empresarios y el sindicalismo— que afectaban la eficiencia de la economía, y finalmente la propia estabilidad social y política. La presencia del Estado debía reducirse, y su acción directiva tenía que ser reemplazada por el juego de las fuerzas del mercado, capaces de disciplinar y hacer eficientes a los distintos sectores. También debería reducirse la industria nacional, orientada al mercado interno y tradicionalmente protegida por el Estado, y con ella los poderosos sindicatos industriales, que eran precisamente uno de los factores de la discordia. Un vasto plan de obras públicas, más espectaculares que productivas, habría de compensar la desocupación generada.

En este proyecto, que invertía las orientaciones de la economía vigentes desde 1930 a 1945, se eliminó la protección industrial y se abrió el mercado a los productos extranjeros, que lo inundaron. El Estado renunció a regular la actividad financiera —y con ello a estimular algunas actividades con créditos preferenciales— y proliferaron las entidades financieras privadas, lanzadas especulativamente a la captación de los ahorros del público. En momentos en que el aumento del precio internacional del petróleo creaba una masa de capitales a la busca de ganancias rápidas, la apertura financiera permitió que se volcaran al país, alimentaran a la especulación y crearan la base de una deuda externa que desde entonces se convirtió en el más fuerte condicionante de la economía local. Para realizar parte de las tareas de sus empresas, el Estado recurrió a empresas privadas, y algunas de ellas se beneficiaron con excelentes contratos. Mientras muchas de las actividades básicas languidecían y numerosas empresas quebraban, la actividad financiera especulativa y los contratos con el Estado permitieron la formación de poderosos grupos económicos, que operaban simultáneamente en diversas actividades, aprovechaban de los recursos públicos y adquirían empresas con dificultades.

Un punto débil de este proyecto fueron las profundas divisiones existentes en el seno de las Fuerzas Armadas, debidas a la competencia interna y a las apetencias personales de sus jefes. La cuidadosa división de áreas de influencia entre las tres fuerzas llevó a una suerte de feudalización del poder. El comandante de la Marina, almirante Massera que ambicionaba la presidencia, se opuso a Videla y sobre todo a Martínez de Hoz. Varios generales manifestaron también sus pretensiones y objetaron el reemplazo de Videla por Viola. Cuando éste asumió el mando, prescindió de Martínez de Hoz e inició la tímida búsqueda de una «salida política». La falta de confianza en la estabilidad y en posibilidad de mantener las condiciones económicas desencadenó la crisis, que se manifestó en una inflación desatada y una conmoción reveladora de las endebles bases de la estabilidad lograda por Martínez de Hoz. A fines de 1981 Viola fue remplazado a su vez por el general Leopoldo Fortunato Galtieri.

Por entonces, cesaba en todo el mundo el flujo fácil de capitales especulativos y comenzaron los problemas para los deudores. La Argentina, como muchos países, tuvo dificultades para pagar los intereses de los préstamos recibidos, con lo que la deuda comenzó a multiplicarse y los acreedores a presionar para imponer a la política económica las orientaciones que les permitieran cobrar sus créditos. La crisis se agudizó, y en la sociedad comenzaron a oírse voces de protesta, largamente silenciadas. Los empresarios reclamaron por los intereses sectoriales golpeados, los sindicalistas se atrevieron cada vez más, y el 30 de marzo de 1982 organizaron una huelga general, con concentración obrera en la Plaza de Mayo, que el gobierno reprimió con dureza. La Iglesia, que, como muchos, no había hecho oír su voz ante la represión, se manifestó partidaria de encontrar una salida hacia la democracia, en momentos en que los partidos políticos se agrupaban en la Multipartidaria, tras un reclamo de la misma índole. Pero lo más notable fueron las agrupaciones defensoras de los Derechos Humanos, y particularmente las Madres de Plaza de Mayo, un grupo formado en el momento más terrible de la represión, que ellas mismas debían soportar y que reclamaba por sus hijos desaparecidos y por uno de los derechos más esenciales e incontrovertibles. La fuerza de este reclamo de tipo ético fue enorme, y ayudó a despertar a la sociedad dormida.

El propio régimen militar contribuyó a agravar su crisis. El general Galtieri, que se había propuesto encontrar una salida política satisfactoria para el Proceso, se lanzó a una aventura militar que, de haber resultado exitosa, hubiera revitalizado el prestigio de las Fuerzas Armadas. En 1978 el gobierno militar había estado a punto de entrar en guerra con el de Chile a raíz de una disputa por algunos puntos fronterizos sobre el canal de Beagle, que implicaban el control de ese paso. La guerra fue evitada por la intervención del Papa, por medio de un hábil diplomático, el cardenal Samoré. Después de un tiempo de estudio, la mediación papal dio en lo esencial la razón a Chile, y los militares —particularmente la Marina— buscaron una compensación en otra área tradicionalmente conflictiva: las Islas Malvinas, ocupadas por Gran Bretaña desde 1833. Desde la década de 1960 la Argentina venía realizando una paciente tarea diplomática, a través de las Naciones Unidas que, sin embargo, no había llegado a resultados. Los jefes militares concibieron el plan de ocupar militarmente las islas por sorpresa y forzar a los británicos a una negociación, para lo cual Galtieri confiaba en el apoyo de los Estados Unidos, donde había establecido excelentes relaciones.

El 2 de abril de 1982 tropas argentinas desembarcaron en las islas y las ocuparon. La acción excitaba una veta chauvinista y belicista de la sociedad, largamente cultivada por las corrientes nacionalistas de diverso signo. Suscitó un apoyo generalizado en la población argentina y en casi todos sus representantes políticos, y los militares se anotaron una importante victoria. Cosecharon también apoyo entre los países latinoamericanos, pero la mayoría de los países europeos se alineó tras de Gran Bretaña que, lejos de aceptar la negociación, se dispuso a combatir para recuperar las islas. Los Estados Unidos hicieron un gran esfuerzo para mediar entre el gobierno argentino y el británico, y convencer a aquél de que evacuara las islas, pero los militares, apresados en su propia retórica, estaban imposibilitados de retroceder sin perder todo lo que habían ganado en el orden interno, y aún más. Finalmente, los Estados Unidos abandonaron su posición neutral y se alinearon detrás de su aliado tradicional y contra la Argentina, revelando que los militares habían iniciado su acción ignorantes de lo más elemental de las reglas del juego internacional.

También ignoraban las específicamente militares. Trasladaron a las islas una enorme cantidad de soldados, mal entrenados, escasamente pertrechados, sin posibilidades de abastecerlos y con jefes que carecían de ideas acerca de cómo defender lo conquistado. A principios de mayo comenzó el ataque británico. La Flota debió abandonar las operaciones, luego de que un submarino inglés hundiera al crucero General Belgrano. Pese a algunas eficaces acciones de la Aviación, pronto la situación en las islas se hizo insostenible, y su gobernador, el general Menéndez, dispuso su rendición.

La derrota desencadenó una crisis en las Fuerzas Armadas. Galtieri renunció, los principales responsables fueron removidos, pero luego ni la Armada ni la Fuerza Aérea respaldaron la designación del nuevo presidente, general Reynaldo Bignone. Por otra parte, la sociedad, que hasta último momento se había ilusionado con la posibilidad de un triunfo militar —alentada por informaciones oficiales que falseaban sistemáticamente la realidad— se sintió tremendamente decepcionada y acompañó a quienes exigían un retiro de los militares y aún la revisión de toda su actuación desde 1976. Por ambos caminos, se imponía la salida electoral, que se concretó a fines del año siguiente, en octubre de 1983.

Durante ese año y medio, la sociedad argentina no sólo revivió y se expresó con amplitud sino que se ilusionó con las posibilidades de la recuperación democrática. En muchos ámbitos sociales, estudiantiles, gremiales o culturales hubo un renovado activismo, así como una coincidencia general en el reclamo por la vigencia de los derechos humanos y el retorno a la democracia. A diferencia de experiencias anteriores, la politización se tiñó de una dimensión ética, y el pluralismo —escasamente apreciado en experiencias anteriores, donde el adversario era sistemáticamente tachado de enemigo— se afirmó como valor político fundamental.

Todo ello se canalizó en una actividad política renovada. La afiliación a los partidos fue muy grande, y éstos remozaron su fisonomía. El Partido Justicialista designó sus autoridades y candidatos luego de un proceso electoral interno razonablemente ordenado, y junto a muchos dirigentes tradicionales, sindicales y políticos, que conservaron lugares muy importantes, aparecieron nuevas figuras, más consustanciadas con la nueva experiencia democrática. Las izquierdas se congregaron en torno de los partidos tradicionales, pero sobre todo alrededor del Partido Intransigente, mientras que en la derecha, el ingeniero Alsogaray daba forma a una nueva agrupación, más exitosa que las anteriores, la Unión del Centro Democrático. La gran renovación se produjo en la Unión Cívica Radical, en torno de Raúl Alfonsín, luego de la muerte de Ricardo Balbín, ocurrida en 1981. A diferencia de la mayoría de los políticos, Alfonsín se había mantenido lejos de los militares, y no había apoyado la aventura de Malvinas. Reunió en torno suyo un grupo de activos dirigentes juveniles, provenientes de la militancia universitaria, y también un grupo de intelectuales que le dio a sus propuestas un tono moderno y renovador que faltaba en otras fuerzas políticas. Pero sobre todo, Alfonsín encarnó las ilusiones de la democracia, y la esperanza de doblegar con ella los escollos que desde hacía varias décadas impedían que el país lograra simultáneamente una forma de convivencia civilizada, una estabilidad política y la posibilidad de un crecimiento económico. Alfonsín afirmó que todo eso se podía conseguir con la democracia, y con esa propuesta ganó las elecciones de octubre de 1983, infligiendo al peronismo la primera derrota electoral de su historia.

La ilusión por la restauración democrática ocultó entonces la magnitud de los problemas que el nuevo gobierno heredaba así como las limitaciones de su poder, pues no sólo subsistían en pie los grandes sectores corporativos que tradicionalmente habían limitado la acción del poder político, sino que el partido gobernante no había logrado la mayoría en el Senado, desde donde se bloquearon muchas de sus iniciativas. El nuevo gobierno se preocupó especialmente por la política cultural, convencido de la importancia de combatir las ideas autoritarias que habían arraigado en la sociedad. Así, se dio un fuerte impulso a la alfabetización, se renovaron los cuadros de la Universidad y del sistema científico, y se estimuló la actividad cultural. La sanción de la ley de divorcio, que suscitó la fuerte oposición de la Iglesia, contribuyó a modernizar las normas de la vida social. En política internacional se aprovechó el prestigio del nuevo gobierno democrático para mejorar la imagen exterior del país y para solucionar legítimamente algunos problemas pendientes, particularmente la cuestión de los límites con Chile: un plebiscito dio amplia mayoría a la aprobación de la propuesta papal, que aseguraba la paz entre los dos Estados.

La relación con los militares resultó muy difícil debido al reclamo generalizado de la sociedad de investigar los crímenes cometidos durante la represión y sancionar a los responsables, y a la negativa de éstos a rever su actuación durante lo que ellos llamaban la «guerra antisubversiva», y sus críticos calificaban de genocidio. El presidente Alfonsín, que había participado activamente en las campañas en favor de los derechos humanos y había incorporado el tema a su campaña electoral, propuso distinguir entre quienes, desde el máximo nivel, habían ordenado y planeado la represión —los miembros de las Juntas Militares, a los que se enjuició—, quienes habían cumplido órdenes y quienes se habían excedido en ello, cometiendo delitos aberrantes. Igualmente propuso dar a las Fuerzas Armadas la oportunidad de que ellas mismas sancionaran a los responsables, para lo cual impulsó una reforma del Código de Justicia Militar. Este último procedimiento no dio resultado, debido a la total negativa de los militares a admitir que hubiera algo punible en lo que entendían como una «guerra». La sociedad, por su parte, sensibilizada por la investigación de la CONADEP y la revelación cotidiana de los horrores de la represión, reclamó con firmeza el castigo de todos los responsables.

Durante 1985 se tramitó el juicio a los miembros de las tres primeras Juntas militares, que culminó con sanciones ejemplares. Los tribunales siguieron su acción y citaron a numerosos oficiales implicados en casos específicos, lo cual produjo la reacción solidaria de toda la corporación militar en defensa de sus compañeros, particularmente oficiales de baja graduación, que —según estimaban— no eran responsables sino ejecutores de órdenes superiores. Un primer intento de encontrar una salida política a la cuestión —la llamada ley de Punto Final— fracasó, pues no detuvo las citaciones a numerosos oficiales de menor graduación. En los días de Semana Santa de 1987 un grupo de oficiales se acuarteló en Campo de Mayo y exigió lo que denominaban una solución política. El conjunto de la civilidad, así como todos los partidos políticos, respondió solidarizándose con el orden constitucional, salió a la calle, llenó las plazas y exigió que depusieran su actitud. La demostración fue impresionante, pero las fuerzas militares que debían reprimir a los rebeldes, que empezaron a ser conocidos como «carapintadas», sin apoyarlos explícitamente, se negaron a hacerlo. El resultado de este enfrentamiento fue en cierta medida neutro. Luego de que el propio presidente fuera a Campo de Mayo, los rebeldes se rindieron, pero poco después, a su propuesta, el Congreso sancionó la ley de Obediencia Debida, que permitía exculpar a la mayoría de los oficiales que habían participado en la represión. Aunque este resultado no era sustancialmente distinto de lo que el presidente Alfonsín había propuesto a lo largo de su campaña —los principales responsables ya habían sido condenados— el conjunto de la civilidad lo vivió como una derrota y como el fin de una de las ilusiones de la democracia, incapaz de doblegar a un poder militar que seguía incólume.

El gobierno también se propuso democratizar la vida sindical y abrir las puertas a distintas corrientes de opinión, lo que suponía debilitar el poder de la dirigencia tradicional, casi unánimemente peronista, que había sido restaurada al frente de los sindicatos al fin del gobierno militar. La ley propuesta establecía el derecho de las minorías a participar en la conducción sindical, así como mecanismos de control de las elecciones; fue resistida exitosamente por los dirigentes sindicales, y luego de que la Cámara de Diputados la aprobó, el Senado la rechazó, por apenas un voto de diferencia. Desde entonces el gobierno debió lidiar con una oposición sindical encrespada. Saúl Ubaldini, secretario general de la CGT, encabezó trece paros generales contra el gobierno y su política económica, y aunque al principio no preocuparon demasiado, cuando se sumaron otros factores de intranquilidad la oposición de la CGT resultó inquietante. En marzo de 1987, en vísperas del levantamiento de Semana Santa, el gobierno acordó con quince de los mayores sindicatos —al margen de Ubaldini— una serie de concesiones importantes para los dirigentes, e incluyó a uno de ellos en el Ministerio de Trabajo. La medida resultó oportuna, a la luz del subsiguiente conflicto militar, pero significó también el fin de otra ilusión: el gobierno democrático renunciaba a doblegar el poder de la corporación sindical.

Los problemas económicos heredados por el gobierno eran enormes: inflación desatada, déficit fiscal, alto endeudamiento externo, estancamiento de las actividades productivas, y una fuerte concentración, por la que algunos grupos empresarios poseían un amplio control de la vida económica. Sin embargo, en un primer momento el enfrentamiento con estos problemas fue postergado en aras de afirmar la institucionalidad democrática. Inicialmente se impulsó una política de redistribución de ingresos y ampliación del mercado interno similar a la que habían practicado anteriormente tanto los gobiernos peronistas como el radical. Pero en la nueva situación de recesión pronto se desató la inflación, agravada por el fracaso en la concertación con los sindicatos.

A mediados de 1985, con el país al borde de la hiperinflación, el ministro de Economía Juan Sourrouille lanzó un plan económico, el Austral, de excelente factura técnica, con el que logró estabilizar la economía sin causar recesión ni afectar sustancialmente ni a trabajadores ni a empresarios. Hubo buena voluntad de los acreedores externos y un vasto esfuerzo colectivo para detener la inflación. El plan resultó popular; y el gobierno obtuvo en 1985 un buen éxito electoral. Pero no incluía mecanismos para avanzar de la estabilización hacia la transformación de la economía requerida tanto por el cambio de las condiciones externas —la crisis iniciada en la década de 1970 había impulsado en todo el mundo un vasto proceso de reestructuración— como por la angustiante situación financiera y económica. Cuando la disciplina de la sociedad se aflojó, reaparecieron las causas persistentes de la inflación, y con ellas la puja entre las grandes corporaciones, empresaria y sindical, por la defensa de su parte en el ingreso. Hacia 1987 el gobierno se propuso emprender el camino de las soluciones más profundas para el problema del déficit fiscal, apoyándose en el grupo de los empresarios más poderosos. Como en los casos anteriores, llegaba a su fin otra de las ilusiones de la democracia.

Frente al poder de las corporaciones tradicionales que no podía doblegar, el presidente Alfonsín trató de fortalecer su más sólido respaldo: la civilidad. Procuró que la sociedad discutiera las grandes cuestiones por resolver, desde el tema del autoritarismo al de la modernización política y la reforma del Estado, alimentó permanentemente el debate y desarrolló sus dotes pedagógicas y persuasivas. La suma de los fracasos parciales señalados, unida a la escasa ductilidad de su partido para acompañarlo, hizo que perdiera la iniciativa. Los beneficiarios fueron en parte los grupos de izquierda, en parte la derecha liberal, con las populares, aunque algo vacías, recetas del liberalismo económico, pero sobre todo el peronismo, donde un conjunto de dirigentes logró imponer al tradicional movimiento un nuevo rumbo. El peronismo renovador, que encabezaba Antonio Cafiero, desplazó de la dirección a los antiguos sindicalistas y políticos e impuso al partido una línea moderna, fuertemente comprometida con las instituciones democráticas y con las mismas banderas que Alfonsín no había podido defender exitosamente. En septiembre de 1987 el peronismo obtuvo una importante victoria electoral.

En los dos últimos años de gobierno el radicalismo no pudo recuperarse. A lo largo de 1987 los «carapintadas» protagonizaron dos nuevos episodios, que revelaron no sólo las profundas fracturas en el Ejército, sino también las dificultades del gobierno civil para controlar la institución. Dentro del justicialismo, el grupo encabezado por Cafiero, que tenía importantes afinidades con el gobierno radical, resultó desplazado por una heterogénea alianza encabezada por el gobernador de La Rioja Carlos Menem, quien utilizó en la campaña electoral que lo consagró candidato presidencial, los recursos más tradicionales del peronismo. Para enfrentarlo, la UCR postuló al gobernador de Córdoba Eduardo Angeloz, con figura de buen administrador, pero sin la fuerza carismática que había tenido Alfonsín en 1983.

En los dos últimos meses de 1988, cuando la inflación volvía a ser fuerte, el gobierno lanzó un nuevo plan económico que debía frenarla hasta la época de las elecciones. Pero el plan Primavera, que se inició con escasísimos apoyos, se derrumbó cuando los acreedores externos retiraron su confianza al gobierno: a principios de 1989 sobrevino una crisis, y el país comenzó a conocer su primera experiencia de hiperinflación, acompañada por asaltos y saqueos, que produjeron una fuerte conmoción en la sociedad. En ese contexto, en mayo de 1989 el candidato justicialista Carlos Menem se impuso con facilidad. Faltaban más de seis meses para la fecha prevista para el traspaso del mando, pero el gobierno, carente de respaldo político, jaqueado por los vencedores e incapaz de dar respuesta a la hiperinflación, optó por adelantar la fecha de entrega. De este modo un poco accidentado, se logró concretar la renovación presidencial, la primera desde 1928 que se realizaba según las normas constitucionales.

El nuevo presidente vio en la crisis hiperinflacionaria el riesgo de que su propio poder quedara licuado, pero también una oportunidad: introducir las reformas recomendadas por los círculos financieros internacionales. De acuerdo con el llamado Consenso de Washington, el problema de los países como la Argentina consistía en que el estado recaudaba poco, gastaba mucho y de manera poco razonable, y protegía a sectores de la economía poco eficientes, como el industrial. Abrir la economía a la competencia internacional y reducir los costos del estado —una fórmula que comenzó a aplicar Martínez de Hoz en 1976— era la política recomendada, que la sociedad argentina había resistido desde 1983. Menem buscó aliados en el establishment económico, desechó el tradicional programa populista del peronismo, y con gran pragmatismo introdujo un giro copernicano en las políticas estatales.

En los primeros años, cuando la angustia de la crisis aún persistía, se aprobaron las leyes de Emergencia Económica y de Reforma del Estado y se inició la privatización de las empresas estatales. Se comenzó por la telefónica Entel, vendida a dos empresas extranjeras, asociadas con grandes bancos internacionales y con grupos económicos locales. Fue un caso testigo, y el procedimiento siguió aplicándose con celeridad en otros. Los ingresos percibidos por las ventas no alcanzaron para solucionar el grave déficit fiscal, y a fines de 1990 se produjo una segunda hiperinflación. Poco después, Menem convocó para el ministerio de Economía a Domingo Cavallo, que encaró la crisis desde otro ángulo. La Ley de Convertibilidad, de 1991, vinculó el peso con el dólar; el estado se vedó la posibilidad de emitir moneda por encima de sus reservas en dólares y de ese modo se frenó la inflación. Poco después, se llegó a un acuerdo con los acreedores externos para consolidar la deuda externa, y en un contexto de prosperidad financiera mundial, los capitales retornaron a la Argentina y fluyeron abundantemente. Cavallo encaró entonces el segundo tramo de las reformas estatales: el sistema privado de jubilaciones, la restructuración de las obras sociales y una nueva tanda de privatizaciones, hechas con mucho más tino y prolijidad que las primeras.

Entre 1991 y 1994 transcurrieron tres años dorados para la economía: crédito fácil, baja inflación, aumento del consumo interno. Los beneficios se concentraron en un pequeño sector económico, que incluía a los inversores extranjeros, los grandes grupos económicos locales y un conjunto de amigos del gobierno rápidamente enriquecidos; pero en una cierta medida se derramaron sobre el resto de la sociedad. Con recursos abundantes, el gobierno se dedicó a mejorar, aquí y allá, la situación de quienes resultaban golpeados por las reformas, y a atenuar así la resistencia a la nueva política: los despedidos de las empresas estatales privatizadas recibieron importantes indemnizaciones; los grandes contratistas del estado fueron compensados con la participación en las privatizaciones, lo mismo que muchos sindicalistas; los gobiernos provinciales recibieron fondos para usar discrecionalmente, mitigar la desocupación y asegurarse una clientela electoral. La bonanza ocultó el lado oscuro de la transformación. Para la mayoría de las empresas industriales, la apertura a la importación fue fatal. Pero el signo premonitorio fue la elevada tasa de desocupación, que en 1993 superó el 10%.

En estos años, Menem logró establecer una jefatura exitosa. Las instituciones de la República fueron forzadas, para asegurar el predominio presidencial: los Decretos de necesidad y urgencia le permitieron pasar por encima del Congreso, y pudo contar con una Corte Suprema de Justicia adicta, luego de ampliar el número de sus miembros. Menem gobernó con la discrecionalidad de un príncipe, muy atento a las cuestiones del poder y la política pero desinteresado de la administración. Lo acompañó un grupo de colaboradores, cuyas prácticas se asemejaron a las de una banda gangsteril. La fidelidad se compensó con protección e impunidad. El erario público fue el botín de guerra, la corrupción se hizo normal, y hasta se regularizó: «yo robo para la Corona», pudo decir un ministro del Interior.

Menem se aseguró el control del peronismo, que debió cambiar radicalmente de banderas y de consignas: golpeó con dureza a los que se resistieron, premió a quienes se acercaron y promovió a nuevos dirigentes, de fuerte imagen popular, como el cantante Ramón «Palito» Ortega y el automovilista Carlos «Lole» Reutemann. Además pudo liberarse de la dependencia partidaria, por la popularidad ganada a través de los medios masivos de comunicación, que usó con destreza. Conquistado el establishment económico con su política ultra liberal, supo ganar aliados en el sector más conservador de la Iglesia y en el Ejército. Indultó a los jefes militares del Proceso, condenados por la Justicia, y también a quienes participaron en los alzamientos «carapintadas»; cuando en diciembre de 1990 se produjo otro episodio con esos grupos, los reprimió con dureza y acabó con el problema; el comandante en Jefe, general Balza, aseguró la disciplina interna y hasta inició la autocrítica de la Fuerza por la represión clandestina. En suma, Menem fue un político exitoso.

La oposición poco pudo hacer en esos años. La UCR arrastró el desprestigio de la hiperinflación y retrocedió en las elecciones. La protesta social consistió en estallidos o manifestaciones aislados; a veces fueron muy fuertes pero no lograron articularse, pues las tradicionales instituciones mediadoras de la protesta, como los sindicatos, afectados por la creciente desocupación, estaban en plena crisis. Menem inició una campaña para reformar la Constitución y lograr la posibilidad de ser reelecto. Pese a la oposición inicial de los partidos de oposición y de parte del peronismo, a principios de 1994 acordó con Raúl Alfonsín, jefe del radicalismo, los términos de una reforma constitucional que, junto a la reelección, introducía una serie de modificaciones destinadas a mejorar la calidad institucional republicana. Luego de reformada la Constitución en 1994, Menem logró en 1995 un segundo mandato, con un caudal de votos que superó el 50%. En esos comicios retrocedió la UCR y avanzó una nueva fuerza, el Frepaso, formada con desprendimientos del peronismo y grupos de izquierda.

Menem había llegado a su cénit. Luego de la reelección, se inició el ciclo descendente de su jefatura. Acosado por la crisis económica, las demandas provenientes del peronismo y los nuevos reclamos de la sociedad, comenzó a perder la iniciativa. En 1995 se registró el primer cimbronazo de la economía internacional, provocado por el default de México. La vulnerabilidad de la economía, dependiente del flujo continuo de fondos externos, quedó manifiesta. Superada la crisis mundial, los fondos retornaron, el endeudamiento aumentó de manera notable y la economía pudo crecer fuertemente en 1997, aunque sin poder solucionar el problema del desempleo, que subió al 15%. Desde 1998 comenzó una recesión internacional, esta vez ocasionada por los default de Rusia y Turquía, y sus efectos locales se prolongaron hasta 2003. Menguaron los créditos, los acreedores exigieron mayores ajustes y disciplina fiscal y el gobierno no dispuso ya de fondos para suavizar las oposiciones.

Las tensiones internas se manifestaron primero en la oposición de distintos sectores del peronismo al ministro Cavallo, defensor de la ortodoxia y el ajuste. Luego de violentos enfrentamientos con grupos cercanos al presidente, a los que acusó de corruptos, Cavallo renunció en 1996. Su sucesor, Roque Fernández, debió enfrentar las demandas de los dirigentes peronistas, que crecían con la proximidad de las elecciones, y las de una oposición social creciente. Los núcleos conflictivos estaban en los trabajadores estatales, particularmente los docentes, y en algunas regiones muy castigadas por la privatización de empresas estatales, como aquellas donde YPF había tenido una presencia importante. En Salta y en Neuquén afloró un nuevo tipo de protesta, destinada a una larga trayectoria: los cortes de rutas por «piquetes» de desocupados que reclamaban la ayuda del estado.

Otro factor que complicó al gobierno fue el estallido público de algunos grandes escándalos, y particularmente el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas, por obra de allegados al poderoso empresario Alfredo Yabrán, muy cercano al grupo presidencial; en el asesinato resultaron implicados algunos integrantes de la Policía Bonaerense. El más afectado por el suceso fue el gobernador de la provincia, Eduardo Duhalde, quien enarbolando las banderas del peronismo histórico se postulaba para la candidatura presidencial justicialista en 1999. Menem aún pretendía lograr, por algún medio, un nuevo mandato, de modo que ambos dirigentes se enfrentaron de manera dura. Duhalde fue el candidato, pero el gobierno le retaceó su apoyo.

Mientras tanto, las fuerzas opositoras crecían, aprovechando la disconformidad engendrada por la crisis económica y las denuncias sobre corrupción, que por entonces se generalizaron, alcanzando a los más cercanos a Menem. Para encarar las elecciones presidenciales, el Frepaso y la UCR constituyeron una Alianza; su programa ponía el acento en la institucionalidad republicana, la equidad social, la lucha contra la corrupción y el mantenimiento del núcleo de la política económica: la Convertibilidad. El radical Fernando de la Rúa y Carlos «Chacho» Álvarez, jefe del Frepaso, se impusieron en las elecciones a un peronismo dividido y debilitado por la crisis. A fines de 1999, en el contexto de la nueva democracia, se produjo el segundo traspaso de gobierno a una fuerza opositora. Podía ser considerado como la expresión de la normalidad institucional alcanzada.

La Alianza triunfó en el peor momento: la «fiesta» menemista había terminado, y el nuevo gobierno debía hacerse cargo de la cuenta. El «modelo» económico hacía agua por todos lados: el flujo de fondos externos se había transformado en un goteo intermitente; el estado padecía de un déficit elevadísimo y con frecuencia no podía pagar sus sueldos; la Convertibilidad era un asfixiante corset, pero nadie sabía cómo abandonarla sin provocar un desbarajuste total.

Había tres grandes frentes de tormenta. El primero era la conflictividad social. Los desocupados, nutrían en número creciente los piquetes, organizados para arrancar magros subsidios al gobierno; los sindicatos volvieron a las huelgas generales, olvidadas durante el período menemista. Un segundo frente lo constituían los peronistas, que controlaban la mayoría de las provincias y dominaban el Senado. Más que una oposición homogénea, era una cooperativa de demandantes, que presionaban para arrancar concesiones específicas: los sindicalistas defendían sus Obras Sociales; los gobernadores reclamaban subsidios fiscales para sus provincias; finalmente, los senadores resultaron ser otra corporación voraz, dispuesta a cobrar por su voto. El tercer frente estaba en los centros financieros mundiales; la Argentina no parecía ya un país seguro, y comenzó el retiro de fondos. Por su parte, el Fondo Monetario Internacional redobló en cada negociación la exigencia de un mayor ajuste. Tal receta implicaba mayor recesión económica, aumento de la desocupación y la conflictividad social, y reclamos de los dirigentes políticos. El gobierno estaba atrapado por una tenaza.

A eso se sumó el fracaso rotundo de la conducción política. Los partidos de la Alianza fueron socios poco fieles: hubo muchos recelos entre los radicales, y en el Frepaso muchos se pasaron a la oposición. El presidente, figura clave para articular una alianza política, demostró ser absolutamente incapaz para la política y para la administración. En octubre de 2000 se alejó del gobierno el vicepresidente Álvarez, arrastrado por un escándalo en el que el gobierno apareció aceptando la exigencia de «coimas» por senadores de ambos partidos, como precio para aprobar una ley laboral exigida por el Fondo Monetario. Poco después, acuciado por las dificultades económicas, el presidente convocó a Domingo Cavallo y le asignó funciones de superministro. De hecho, la primitiva alianza de centro izquierda se había convertido en otra de centro derecha. Cavallo falló como piloto de tormentas, exacerbó la conflictividad social y erosionó la base electoral del gobierno. En las elecciones de 2001 el gobierno fracasó estrepitosamente; además, mucha gente no votó o anuló su voto: una forma de crítica al propio sistema democrático.

A fines de 2001, luego de algunas medidas financieras extremas, se produjeron movilizaciones populares en los suburbios y en las cercanías de la Casa de Gobierno, a las que siguió una sangrienta represión policial. Su consecuencia fue la renuncia del presidente De la Rúa, a quien la oposición le había negado todo respaldo. Lo que siguió fue un período de inestabilidad política: se sucedieron varios presidentes, hasta que a principios de enero el Congreso designó a Eduardo Duhalde, el candidato derrotado en 1999, para completar el período de De la Rúa. 2002 fue el año de la crisis. En poco tiempo se declaró el default para la deuda externa, se congelaron depósitos y ahorros internos y se decretó una devaluación que acabó con la Convertibilidad. Todo sumado, dio lugar a un desbarajuste económico y a fuertes manifestaciones de descontento, que agravaron la inestabilidad política. En un contexto de intensa movilización, una consigna resumió el malhumor social: «que se vayan todos», constituía una condena a la clase política, sin distinciones, e implícitamente al sistema democrático construido desde 1983.

Sin embargo, la crisis no terminó en catástrofe. Duhalde y su ministro de Economía Roberto Lavagna lograron desactivar los principales problemas y postergar aquellos que no tenían solución. Con la suspensión del pago de la deuda, el gobierno fue reconstruyendo sus finanzas, y gradualmente logró poner en movimiento la economía. Se anticipó el llamado a elecciones, y pese al clima de hostilidad a la política, los ciudadanos votaron de manera reflexiva. En la primera vuelta el expresidente Menem obtuvo la mayoría relativa, pero no se presentó al balotaje, seguro de que sería derrotado por quien había quedado en segundo lugar, el gobernador de la provincia de Santa Cruz Néstor Kirchner, también peronista, quien asumió la presidencia el 25 de mayo de 2003. A la calma económica sucedió un crecimiento significativo, que se sumó a la rápida popularidad lograda por el presidente, hasta entonces casi desconocido: a principios de 2004 la crisis parecía conjurada. ¿Lo estaba realmente?