Las rosas son las flores más apreciadas en Afganistán, orgullo tanto de los hombres como de las mujeres. Los porteros y los choferes de la oficina, cuando no están atareados se entretienen arreglando el jardín, comprando matas y podando las rosas. De salida para las clínicas, yo corto una (la que me salga mejor con la pañoleta) y me la pongo detrás de una oreja. Suena súper cursi pero así como aquí no hay ni acueducto ni alcantarillado, tampoco hay reglas que dominen la moda. Todo vale: mezclar colores y telas, flores en el pelo, mirella en las manos, pulseras en los pies. Inclusive, como no hay televisión, los niños varones se dejan poner chaquetas de la Barbie (segundazos importados de Europa) porque para ellos el rosado no es de mujeres y el azul no es de hombres. Lo único que es verdaderamente libre en Afganistán es la moda.
Cuando uno camina por las calles de Kabul y en algunas veredas aledañas, se encuentra con muchos hombres que llevan una rosa entre los dientes. Se ven muy cómicos porque son muy masculinos, con la barba larga y negra, con ojos verdes que parecen poseídos por el demonio, con turbantes enormes y entre los labios una rosa. En las calles los hombres paran en los antejardines de las casas, se agachan, cierran los ojos y se inhalan el aroma de las rosas y las toman entre las manos delicadamente para no dañarlas; son machos en todo su esplendor pero ante una rosa se vuelven los más suaves de los suaves. Se ponen una rosa entre los labios porque les encanta el olor.
Los contrastes en este país son sorprendentes, los hombres son los más agresivos del mundo pero al mismo tiempo se sientan horas en mangas a tomar té y a recitar poesía. Quién lo creyera, pero al igual que las rosas, la poesía les encanta. En la cultura persa, la poesía es importante y desde chiquitos los niños recitan historias de amor. En la estación de policía que queda al lado de la clínica, los policías montan la ametralladora en una mesa y le meten por el barril un ramo de rosas.