Un país como Afganistán es una olla llena de aceite hirviendo, puesta sobre un fogón de leña, sin mango o agarradera, que se tambalea ligeramente a medida que su contenido se calienta, y a la que no hay por dónde coger para evitar que se derrame. ¿Y si este aceite se derramara en medio del desierto a quién le importaría? El problema es que cuando esto pasa hace desastres en el mundo occidental y sólo por eso súbitamente al mundo entero le dio por volverse humanitario.
Durante veintitrés años de guerra a nadie le importaron los afganos, pero como se volvieron un «caldo de cultivo» para los «terroristas» y las Torres Gemelas se desplomaron, el resto del planeta de pronto se tornó muy sensible al sufrimiento de este pueblo. ¡Por favor! La reconstrucción de este país tiene más que ver con el temor occidental que con la solidaridad de la especie.
A su vez, los afganos son como un perro callejero a quien un humano llama con un pedazo de carne y cuando aquel se acerca, lo intenta atrapar y amansarlo a golpes. Los afganos son el perro, los humanos somos los extranjeros.
Los afganos son tribales, nómadas, salvajes, son ellos y se quieren a sí mismos. Son orgullosos de lo que son y esto implica que se enorgullecen de no ser muy pacíficos, de no dejarse dominar. Como los perros callejeros, los afganos aprendieron a ser desconfiados. Aun cuando están tirados en el piso y medio agónicos, intentan morder a quien se acerca a socorrerlos. Perdieron la capacidad de discernir quién es quién y quién hace qué y por qué. Tras años de invasiones (la rusa, la inglesa) y de guerras, hoy piden a gritos una temporada de paz para reconstruir su país pero al mismo tiempo les temen a estos peace keepers (fuerzas militares internacionales) porque los perciben como otra invasión más. El país está dividido y el lema parece ser «sálvese quien pueda» y «salvemos lo que queda».
La comunidad internacional se ufana de enviar toneladas de dinero para mejorar las redes públicas y hacer este país habitable, pero lamentablemente la mitad de este dinero se pierde en las manos de los intermediarios y de los corruptos. Hagan de cuenta que Afganistán es Colombia e imagínense qué pasaría en Murindó si alguien le mandara 400 000 dólares al alcalde más un camionado de cobijas y una tractomula llena de computadores. ¿Quiénes serían los principales beneficiarios? Pues los amigos del alcalde. Aquí no hay alcaldes, hay wakiles. Estos supuestos representantes de las comunidades son unos monstruos de la corrupción, y como aquí no se trata de vivir sino de sobrevivir, en época de bonanza la gente recoge todo lo que puede porque tiene la certeza de que más días difíciles están por venir. Quienes crecieron (o crecimos) sumergidos en la violencia no tenemos más opción que reaccionar primitivamente y no tenemos el don de la «visión». No podemos planear para el futuro cuando aprendimos a pensar sólo para el presente. El desarrollo se basa en pensar hoy en lo que vamos a necesitar mañana, pero los afganos están en el punto de pensar hoy qué van a comer por la noche y mañana «amanecerá y veremos». El bien común es un espejismo cuando se vive con el constante temor de no poder siquiera suplirse a sí mismo las necesidades básicas.
Cuando uno camina por las calles de Kabul, es evidente el proceso de reconstrucción. La gente está comenzando a rehabilitar sus casas, a ponerles vidrios a las ventanas y a quitar las bolsas de arena que ponían frente a ellas para atrincherarse contra las esquirlas de los rockets. Se ven camiones pakistaníes cargados de madera y columnas de humo negro que llegan hasta el cielo y nacen de las rudimentarias fábricas de ladrillos que trabajan sin parar.
Hace un año y medio había cinco millones de afganos entre Pakistán e Irán, viviendo como refugiados, y unos 500 000 en Europa. Se está llevando a cabo el proceso de repatriación más grande en la historia del planeta, y el mundo entero está empujando a los afganos hacia su tierra. Algunas veces por las buenas, otras por las malas. Pero casi siempre cuando uno les pregunta por qué volvieron, casi todos responden: «Porque esta es mi tierra». Para los afganos vivir en el exilio es como no estar vivos y lo verbalizan constantemente.
Parte de lo que hacemos en Kabul es monitorear el proceso de repatriación indirectamente mientras prestamos servicios de salud de emergencia. Tenemos un puesto de salud en el centro de pagos de UNHCR (la división de Naciones Unidas para los refugiados). Tenemos un equipo médico básico que se encarga de prestar primeros auxilios a los recién llegados. Si los repatriados nos cuentan que mucha gente se está muriendo en el camino o que no hay agua en tramos muy largos de las carreteras, les jalamos las pelotas a los de UNHCR para que rapidito abran «puntos de agua» en ciertos sitios estratégicos.
Pero les quiero explicar el proceso de repatriación de manera simplificada. La familia toma, por X o Y motivo, la decisión de volver a su país. Algunos vienen de campos de refugiados en las fronteras y otros de Islamabad o Teherán. Se juntan cinco familias y durante un mes, aproximadamente, se la pasan empacando todo. Cuando les digo todo, es todo. Descuartizan literalmente las casas en donde viven. Se traen las puertas, las ventanas, la madera de los techos, las cabras, las bicicletas y sorprendentemente se traen hasta los árboles. Cada camión viene cargado de vacas, ovejas, mujeres, niños, troncos, colchones, ancianos, tapetes, peroles, etc. Emprenden el viaje que dura tres días y que sólo lo resisten los más fuertes. En el camino se quedan los débiles. Es como una migración de búfalos. Arrancan a viajar y no paran por ningún motivo. Llegan a este sitio deshidratados, con diarrea y exhaustos. Pero aun así, cuando les preguntamos cómo se sienten, casi todos aseguran estar felices de volver a su tierra. Están agotados pero contentos. Nos dicen y nos repiten que ahora sí están vivos. Saben que el país está minado, que no hay servicios de salud, que no hay trabajo pero prefieren soportar todo esto con tal de volver a su tierra. Yo estoy convencida de que vivir en el exilio es una tortura (y no me refiero sólo a los afganos).
Mientras los atendemos en el puesto de salud, les preguntamos detalles de su proceso de repatriación y así nos enteramos de cuál es su motivación para regresar y qué sienten cuando vuelven a ver lo que quedó de sus casas y los pedazos de sus familias. Para no hacer más larga esta carreta: en Afganistán se confunden los buenos propósitos con las ilusiones, se cuenta con los prejuicios y decepciones y, aún hoy, se convive con el ruido de las explosiones.