La tenebrosa república islámica de Irán

Tras muchos días de silencio reaparezco para contarles lo que acontece en esta maravillosa vida mía. La causa de mi silencio fue el viaje a Irán. O, para ser más exacta, a «La tenebrosa república islámica de Irán». Sólo les digo una cosa: si Afganistán es una jaula, Irán es una celda para confinamiento solitario. Mi destino de vacaciones, como bien lo saben, no fue escogido basándome en mis apetitos sino en mis posibilidades aeroportuarias y migratorias. Yo me imaginaba un país musulmán moderno con una cultura antigua bien preservada y lleno de rinconcitos históricos para explorar. Lo que me encontré fue algo muy distinto y, para mi libertino y libre mundo, muy difícil de aceptar.

Salimos rumbo a Teherán: Dalila, Katrina y yo. Nos fuimos en un avión súper destartalado de una compañía rusa que tenía cinturones de seguridad, pero de adorno porque ninguno servía. Íbamos tan contentas de salir a vacaciones que nos sentíamos en un jumbo. Obvio: el umbral del placer se te baja y casi cualquier estímulo se te hace placentero. La risa se torna inmotivada y hasta unas escaleras eléctricas parecen un parque de diversiones. Teherán es una ciudad moderna y enorme. Tiene catorce millones de habitantes y, como tal, incontables rascacielos y tugurios. Desde que uno aterriza en esta tenebrosa tierra, siente un tenue aire de represión y fundamentalismo.

Quizás fue más impactante para nosotros porque justo el día en que aterrizamos se estaba celebrando el vigésimo quinto aniversario de la revolución islámica (o sea el destierro del Sha y el comienzo del régimen del Ayatolá Jomeni). Había banderas y pancartas enormes por todas partes que decían: «la obediencia al ayatolá es el único camino». «Los Estados Unidos son el enemigo, y el islam se unirá contra ellos». Había grandes pinturas que mostraban banderas de Estados Unidos en las cuales las rayas rojas se tornaban en gotas de sangre y las azules en bombas que caían hacia el pueblo islámico. Pancarta tras pancarta, la una más agresiva que la otra. No vi ni un mensaje en la calle que tuviese un sentido de paz o por lo menos algo positivo. Honestamente, palabras y frases como «obediencia» y «el único camino» me hacen estremecer. Sin embargo, lo más espeluznante no eran los avisos ni las pancartas. Eran las mujeres de Irán. Absolutamente todas tenían la pañoleta. No cualquier pañoleta, una pañoleta especial negra, atada bajo el mentón, que cubre absolutamente todo el pelo, el cuello y baja hasta los codos por delante, y por detrás muy similar a lo que usan las monjas. Para completar este horror, se ponen unos mantos gigantescos y negros hasta el piso, los cuales agarran con la boca para impedir que se les abra. Ocho mujeres iraníes juntas parecen una convención de cuervos. Ocho afganas juntas parecen un festival en Rio de Janeiro (optimistamente hablando). Esto nos llamó mucho la atención porque en Afganistán la pañoleta es un adorno, y mientras más colorinchuda y lentejueluda sea la ropa, mejor. Es más, las burkas son azul cielo y tienen incontables bordados en seda blanca. En Afganistán el color negro es para los muertos y sólo lo utilizan cuando es en terciopelo por lo brillantoso. Yo sentí de inmediato que las mujeres de Irán viven absolutamente sometidas. Y si bien las afganas no son ningunas palomitas mensajeras, sí se les permite reírse y cantar. A las iraníes no, nunca. Pero bueno, teniendo muy claro que Teherán no tenía nada para ofrecernos como destino turístico, nos montamos en un bus hacia Isfahan.

Isfahan es una de las ciudades más antiguas de Persia y está llena de mezquitas azules y de puentes que fueron construidos durante el reinado de los mongoles. Nos la pasamos de bazar en bazar y de mezquita en mezquita y terminamos cada día acostadas en una casa de té, chismoseando y agradeciéndole a la vida que nos permitió nacer y vivir bien lejos de este aterrador lugar. Lo primero que yo hice al llegar a Isfahan fue salir a comprar una pañoleta tradicional (bien negra y bien grande) porque eso sí, yo soy muy renegona pero finalmente muy obediente. Ese mismo día salimos a comprar acondicionador para el pelo y en la farmacia a Dalila se le corrió la pañoleta hacia atrás descubriéndole no más de diez centímetros de cabello. El farmaceuta se le acercó y le dijo lo siguiente: May I remind you that you are in The Islamic Republic of I ran, so please cover your head. Traducción: «me permito recordarle que usted está en la República Islámica de Irán, así que cúbrase la cabeza por favor». No lo dijo en tono agresivo, pero de inmediato nos sentimos totalmente aterrorizadas y decidimos evitar al máximo cualquier incidente de esta índole. Me pasé toda la semana vestida de negro como una viuda.

Al día siguiente salimos de cacería por toda la ciudad en busca de una piscina donde pegarnos una zambullida (pero les recuerdo que es invierno en Irán también). Honestamente yo ya estaba desesperada por la falta de agua. En Afganistán mis compañeros me dicen Mrs. Fish [Doña Pescado] porque todas las mañanas llego con el pelo mojado y muy perfumada, tal como me gusta, y a ellos les parece muy raro que a mí me guste tanto el agua. Claro está que yo vivo entre los franceses y los afganos, y no se sabe cuál le tiene más pereza al agua. Durante cinco meses sólo me he podido bañar una vez al día, y el vestido de baño se me estaba cristalizando en el clóset. Encontramos, pues, una piscina cubierta en el hotel más elegante, pagamos catorce dólares por una zambullida de dos horas porque llegamos a las 10 a.m. y la piscina funciona de 8 a 12 para las mujeres y de 12 en adelante para los hombres. ¡Qué horror este mundo tan dividido! Pero me salí del tema otra vez.

Finalmente, después de una semana de pasear por los bazares comiendo pistachitos enormes y comprando azafrán para mandarles regresamos a Afganistán. Y, quién creyera, nos sentimos tan pero tan libres al llegar aquí y nos dimos cuenta de que por muy moridero que sea, lentamente hemos aprendido a apreciar y a querer este país.