Un día libre

Las actividades del viernes, mi día libre, se redujeron a atender el parto de la esposa de un compañero médico afgano en la casa, con una psiquiatra de asistente, y casi a oscuras, con la escasa luz de una lámpara de petróleo. Resulta que el doctor Khaled (el pediatra supervisor de mis clínicas) me dijo hace dos días que su esposa estaba embarazada y que le estaba saliendo líquido amniótico. Cuando le pregunté cuánto tenía de embarazo, me dijo: «porai nueve meses». Le sugerí que la trajera a una de las clínicas pero ella no quiso, así que me fui en el carro de MSF hasta la casa de ellos a revisarla. El pediatra vive a 45 minutos del centro de Kabul, en una casa de barro, toda la familia (él, ella y dos hijos) en una sola pieza. El barrio donde viven no tiene luz ni alcantarillado, así que entre casa y casa corre la materia fecal en riachuelos hediondos, pero la piecita en la que viven es muy limpia.

Revisé a la esposa y confirmé que tenía ruptura prematura de membranas (o sea que se le rompió la fuente antes de tiempo). Le dije a Khaled que se la llevara para un hospital grande para inducirle el parto y ambos dijeron que no. No hubo poder humano que los convenciera de la importancia de sacar al muchachito. Entonces les sugerí una ecografía, por lo menos para saber qué tan prematuro era. Al otro día Khaled me dijo que lo habían discutido, y que ella había decidido que como el ecografista era hombre, entonces no. Obviamente tampoco había hecho control prenatal a pesar de estar casada con un pediatra. Esta muchachita no sabe ni leer, ni escribir, y es además nieta de un mulá (o sea de un líder religioso de la vereda). En este país todo se deja en las manos de Dios, incluyendo la vida propia.

Nos despedimos y les dije que si me necesitaban, a cualquier hora me podían buscar. El viernes a las tres de la tarde (y cabe anotar que en el invierno a las cinco es de noche) Khaled bajó en la moto a buscarme. Cogí de la farmacia un equipo básico de emergencia que incluía pitosín y metergina, me eché la bendición, me llevé a Dalila y me fui en la Toyota Carevaca de MSF a ver qué hacía. Parece ser que la bendición funcionó muy bien (claro está que el 98% de los partos en el planeta no se complican) porque a las 6 p.m., en un cuartico oscuro y con sólo una lámpara de petróleo, le atendimos el parto a la esposa del pediatra. Salió como pepa de guama una hermosa afganita de unos 3000 gramos, rosada y chillona. Ella, muy feliz de nacer, pero la madre y las dos abuelas muy tristes al saber que era una hembra. Una afganita más que pasará a engordar las listas del ejército de mujeres afganas que se van como vacas para el matadero.