Navidad en Bamiyán

No voy a decir que esta Navidad fue la mejor de mi vida, pero por lo menos la más llena de peripecias, sí. Luego de múltiples peleas dentro del grupo de expatriates, decidimos salir hacia las montañas para pasar la Navidad con el equipo de MSF que está en Bamiyán. Bamiyán es una ciudad muy antigua y famosa porque, hace miles de años, los monjes budistas construyeron en sus montañas tres gigantescos budas. A ambos lados de los budas hay cientos de cavernas y laberintos, que conforman la «ciudad». En realidad no se trata de una ciudad, porque dentro de estas cavernas habitan sólo unas 700 familias. Es más bien un pueblito prehistórico. Los incultos talibanes hace dos años resolvieron dinamitar los enormes budas hasta volverlos arena porque, según ellos, tenían que impedir la adoración de imágenes. Aunque Afganistán es claramente un país musulmán, en ciertas zonas aún se pueden ver rezagos de la cultura persa premusulmana y de la influencia budista. Para tratar de abolir cualquier señal de politeísmo, los talibanes resolvieron atacar fervorosamente todas las esculturas, templos o manifestaciones artísticas que incluyesen figuras potencialmente adorables.

Si MSF tiene un programa médico en esta zona es porque Bamiyán queda en el fin del mundo. Desde Kabul hay que viajar nueve horas en Toyota Carevaca con cadenas en las llantas y hay que cruzar pasos tenebrosos entre las montañas para llegar. Viajamos durante nueve horas en medio de una nevada aterradora, pero como estábamos embriagados de espíritu navideño, no nos importaba ni morirnos debajo de una avalancha. Cuando uno llega y se encuentra ante un peñasco lleno de cuevas, y los huecos de los budas y en el fondo las imponentes montañas que conforman el Hindu Kush, se da cuenta de que está ante una de las maravillas del mundo. Bamiyán está habitada por los hazaras. Los hazaras son un pueblo conocido como «los esclavos de Afganistán» porque son altamente repudiados a causa de su apariencia física. Descienden de los mongoles y tienen rasgos fuertemente orientalizados. Por siglos, los hazaras se han dedicado a recoger los excrementos de los baños de las ciudades, a jalar las carretas llenas de ladrillos, a hacer cualquier trabajo que nadie en el mundo haría. Unos 120 000 hazaras viven en la región de Bamiyán y la única estructura médica que tienen es un hospitalito de MSF que funciona junto con un quirófano de la Cruz Roja. A nadie en el mundo le importan estas personas y por eso MSF tiene que estar ahí. A estas personas se las conoce también como «los olvidados». Se las llama así porque viven en condiciones tan horrendas que ni siquiera a su propio país le interesa mantenerlos vivos.

Literalmente tienen el desarrollo tecnológico de hace 300 años, hacen la ropa en telares, viven en cuevas, no saben leer ni escribir y, como les conté antes, todavía se los comen los lobos cuando se descuidan. Para la muestra un botón.

Una mañana salí a dar un paseo por la nieve con un traductor y me encontré a un campesino viejito. Como yo soy chibchombiana, cada vez que me bajo del carro me meto un puñado de nieve en la boca porque me sabe rico. El campesino me vio y me hizo señas para que no comiera más porque me iba a dar tos. Se me acercó y le dijo al traductor que me explicara que comer nieve era muy malo y que me preguntara por qué estaba haciéndolo. Entonces yo le dije: «Es que en mi tierra no hay nieve». (Nota: en Afganistán uno no habla de «mi país» sino de «mi tierra» porque la estructura es aún tribal, y a ellos en general les vale huevo que la tierra esté dividida en mapas. Para ellos la tierra está dividida en pueblos. Por ejemplo, el sufijo istán significa lugar, tierra. Por eso hay Pakistán, Afganistán, Turkmenistán, Tayikistán, Uzbekistán etc., y cada pueblo tiene su tierra. Es más, cuando a mí me preguntan de dónde soy, respondo: «pues de Colombistán»). En fin, él me respondió aterrado: «¿Cómo?, ¿no hay nieve?», y miró al traductor para que le confirmara tan asombroso hecho. «Y si no hay nieve, ¿entonces ustedes qué siembran?». Le dije: «café». Me preguntó: «Pero si no hay nieve, entonces no hay agua para llenar los canales». Le expliqué que en mi tierra el agua cae de los cielos en cantidades tan abundantes que ni siquiera tenemos que construir canales para irrigar los cultivos.

No quedó muy convencido pero de todas maneras se rio mucho y me empezó a contar historias de lobos. Los campesinos de esta zona saben que a los extranjeros les encanta oír historias acerca de los lobos y las peleas y desapariciones por los lobos. En realidad lo que ocurre es que, en el invierno, los animalitos silvestres escasean y los lobos hambrientos bajan por las noches a buscar comida. Normalmente se comen las gallinas, las ovejas y los terneros, pero si un campesinito da papaya también se lo comen. Sorprendente, ¿no? Pero bueno, en este pueblo también me di cuenta de que los burros no son tan «burros». Los hazaras no tienen caballos sino miniburritos que llevan unas cargas enormes. Cuando uno ve una recua de miniburros desde lejos, parece una fila de hormigas cachonas porque, proporcional a su tamaño, pueden llevar a cuestas volúmenes enormes. No son nada de burros y no utilizan riendas. El campesino los guía con un palito. Cuando el campesino baja a mercar al bazar, carga al burro y lo saca hasta el camino principal, le da un golpecito y lo manda solo (mejor dicho, lo pone en piloto automático). El burrito conoce el camino perfectamente, así que unas horas más tarde el burrito llega a la casa, la mujer lo descarga, le pone el abrigo, y lo alimenta. Mientras tanto, el dueño todavía está tomando té con los parceros en el bazar.

El viernes, día de mercado, vimos en la carretera como unos veinte miniburros que iban rumbo a casa sin el amo pero con el mercado. Pero bueno, volviendo al tema de la Navidad, la Nochebuena la pasamos metidos en un cuarto minúsculo, pegados a una estufa de madera. A mí me dieron de regalo un patu (es como una ruana súper caliente de lana) hermoso y un adorno para el pelo. La temperatura bajó hasta -18°C en la noche, y las puntas de los dedos y las orejas nos dolían terriblemente. Sin embargo, fue muy agradable quedarnos callados mirando las estrellas, sin ninguna luz que contaminara el paisaje, y oír a los lobos aullando. Al otro día salimos para Yakaolang (significa: la tierra del cojo), y me di cuenta de que ese lugar sí es el fin del mundo. Hay un lago hermoso, que se llama el Bandiamir, pero nos atrancamos en la nieve y nos tocó sacar las palas y hacer caminos para desatrancar la «Lima» (nota: nuestras Toyotas se llaman «Lima 1», «Lima 2», «Lima 3», etc., y tenemos en Bamiyán un burro que carga el agua desde el río hasta la misión, que lo apodamos «Lima Zero»).

En fin, pasamos rico porque tuvimos que almorzar con los camioneros en una estación en la mitad de ninguna parte. Acababan de matar una vaca y en cuestión de media hora ya nos tenían un platado de kebabs y un reguero de sangre roja que había formado en la nieve un bonito dibujo.