Un corazón grande

Hace cuatro días estaba yo sentada en mi escritorio (como a las 4 p.m.) tratando de terminar el reporte mensual que les tenemos que mandar a los jefes de París, cuando de pronto me llamó Wakil (el portero) y me dijo que viniera corriendo. Cogí mi maletincito de emergencias y salí a la puerta a ver qué pasaba. Un hombre de la ONG Infants Afgans, que no hablaba ni pío de inglés, me hizo señales para que viniera. Esta ONG tiene su base en la casa de al lado de nuestra oficina y su función es llevar a París niños que necesitan cirugía para que los operen y luego los devuelvan. Los niños viajan solitos con un doctor viejito lo más de buena gente (parece un Papá Noel flaquito), que cada dos meses se lleva un avionado de muchachitos.

Resulta, pues, que llegué a la sala de la casa y me encontré con una niña de unos 13 años, completamente asfixiada, con los labios morados, sentada sobre las piernas de la mamá. Luego de examinarla, y sin entender bien lo que estaba pasando, me di cuenta de que la mamá la había traído porque tenía un problema cardíaco y albergaba la esperanza de que en este lugar se la llevaran para Europa a operarla. Cuando le quité el suetercito, me di cuenta de que estaba en los huesos, y que el corazón era del tamaño de un melón. Estaba en un edema agudo de pulmón. Tenía un soplo tan fuerte que se podía oír sin el estetoscopio. A los diez minutos apareció por coincidencia un médico que venía a recoger a su hijito ya operado y que hablaba algo de inglés. Al interrogar a la familia, me enteré de que a la niña le habían dado muchas amigdalitis en el campo hacía dos años y que la mamá nunca la llevaba al médico pues en ese tiempo en esa montaña no había médico. (Nota: en Afganistán hay provincias con dos millones de habitantes sin ninguna estructura médica, ya sea por lo peligrosas o por lo montañosas). Aparentemente, le dio una fiebre reumática porque la mamá describe que se le hincharon las articulaciones y que después de eso el corazón le empezó a fallar. De cualquier manera, esta mamá se dio a la tarea de traer a la hija desde el campo para buscar ayuda. Se recorrió todos los hospitales habidos y por haber, se recorrió todas las ONG durante dos años, y cada día la condición de la niña empeoraba. Como último recurso y en un acto de total desespero se apareció en la puerta de mis vecinos con la niña terciada al hombro y llorando. Es la escena más triste que se puedan imaginar. Una mamá metida entre una burka azul, literalmente mojada por las lágrimas, llorando y llorando y suplicando que le salváramos a la hijita (plenamente consciente de que la niña se estaba muriendo). El esposo lloraba parejo con ella pero no decía ni una palabra.

Lo único que yo podía hacer era conseguirle un lugar caliente y con oxígeno para que se muriera dignamente, así que llamé al conductor, pedí una cobija, la envolví y me fui con el médico como traductor improvisado, con su hijito recién operado, con la mamá emburkada y con el papá silencioso. En el carro casi me emperro a llorar pues yo la tenía cargada y metida entre mi chaqueta porque el frío la ponía peor y, cuando me quedé quieta por un momento, me di cuenta de que podía sentir contra mi camiseta el corazón de la niña trabajando como un carro viejo. En ese frío tan horrible, y en la oscuridad típica de Kabul, nos fuimos a buscarle una cama en un hospital. Nos recorrimos cuatro porque en todos nos decían que no había cama. (En realidad sí la había, pero como era una paciente terminal no se podían poner a ocupar la cama con ella pudiéndosela dar a un paciente de mejor pronóstico). Finalmente y después de mucho rogar la recibieron en uno de los hospitales, le pusieron oxígeno y cuando yo me fui, la niña repetía ya medio delirando «Dios, ayúdame, Dios ayúdame».

Como me dijo al despedirse una paciente kutchi: «Que muchas flores aparezcan en tu camino».