El cadáver

Fue en una mañana kabulí común y corriente, o sea fría y empolvada. Me fui para mi cliniquita en Dashte Barchi, una pequeña vereda de la ciudad habitada únicamente por hazaras. Más o menos a las 9 de la mañana un señor de edad indeterminada (aproximadamente 60 años) entró a la clínica, se puso la mano en el pecho y dijo: «… No puedo respirar» y… se murió. Les aclaro que aquí nadie sabe cuántos años tiene. Los más viejos le muestran a uno los dientes para que uno haga el cálculo, como si fueran caballos, y los más jóvenes le dicen a uno que nacieron antes de la invasión rusa, después de los mujaidines, durante los talibanes, etc. (Nota: los mujaidines son señores de la guerra que reinaron antes de los talibanes y que viven de los cultivos de opio). No hay tampoco percepción del tiempo. Todo aquí es «porai». Por ejemplo: ¿Cuántos hijos tiene? «Porai ocho». ¿Hace cuánto que no comen carne? «Porai un año». ¿Hace cuánto que volvieron de Irán? «Hace porai cuatro inviernos». ¿En dónde vive? «Porai». ¿Cuántas almendras quiere? «Porai un puñado». Nadie tiene cédula, casi nadie sabe escribir, y no tienen billetera (amarran los billetes con un caucho negro).

Volviendo al muertecito en cuestión, el personal de la clínica me llamó corriendo para ver qué hacíamos. Cuando llegué al sitio del fallecimiento, me encontré con que los otros pacientes lo habían envuelto en una sábana y lo habían sacado al patio. Le tomé el pulso y, tal como me lo esperaba, irremediablemente muerto. Buscamos familiares dentro de la clínica pero nadie apareció. Gritamos a todo pulmón el nombre del señor porque antes de morirse se hizo apuntar en la entrada como Salim hijo de Naguibula. (Aquí yo no soy Natalia Aguirre sino Natalia hija de Isaías. Nada de apellidos). Pasó una hora y las moscas y los curiosos se acercaron al cadáver. Nadie lo conocía, así que mandé al enfermero a que gritara en un carro por todo el bazar. «¡Salim el hijo de Naguibula está muerto! Por favor, recójanlo en la clínica». Obviamente esto no fue idea mía, pero adonde fueres haz lo que vieres, y el personal de la clínica me dijo que ese era el procedimiento normal. Pasó otra hora y nada de nada; nadie reclamaba a mi muertecito. Le pusimos una sábana encima y mandamos a otro enfermero a la estación de radio para que anunciara lo mismo. Nada. Se llegaron las tres de la tarde y nadie lo reclamaba. Se me ocurrió la idea de esculcarle los bolsillos y le encontramos una invitación a una fiesta el día anterior. Pues nos hemos ido de barrio en barrio buscando la dirección y no la pudimos encontrar. Me devolví para la clínica y le pregunté al director qué hacía, porque a las 4 p.m. se va todo el mundo para la casa. Me sugirió que nos lo lleváramos para la mezquita. Le dije a Oggi que trajera el carro para montarlo pero me abrió unos ojotes y me dijo que por ningún motivo iba a dejar que le montáramos un muerto en el carro. Leilomá se puso pálida y me dijo lo mismo. Como ya me les estaba enojando, se miraron y muy seriamente me dijeron: «Está contra las reglas de MSF». (Horas después me enteré de que no existe tal regla). Me cansé de pelearles y de rogarles y de decirles que se pusieran en el lugar de la familia de mi muertecito y no hubo manera. Finalmente, me tocó montarlo en una camilla, tirarle una sábana encima, conseguir cuatro macancanes y mandarlo a través del bazar para la mezquita. Al otro día me enteré de que por la noche aparecieron los propietarios y se lo llevaron. Así terminó la historia y la vida de Salim hijo de Naguibula.