Olores: de la gente, de las flores

Los franceses huelen a grajo, con alcohol, orégano y aliento mañanero. Los conductores de los carros huelen a grajo sencillo, y los hospitales a orines (no tienen agua corriente, sino unos tanquecitos en cada consultorio). Los baños de nuestra casa huelen a lo mismo que los franceses, mezclado con berrinche (porque los hombres franceses tampoco le atinan a la taza).

Pero el almuerzo, cuando uno viene de la clínica muerto del hambre, huele a gloria: a pan fresco, a carne asada, a torta en el horno. La otra razón para que la comida sea tan buena es que como el cocinero Zaman lleva tantos años trabajando en la casa, cada expat le ha enseñado su mejor receta. Cuando quiere, nos hace italiano o a veces neozelandés o de pronto carne con papitas (eso, fijo, se lo enseñó alguien como yo).

Quién lo creyera, pero a los afganos les encantan las rosas. Hay un fenómeno único y particular en los jardines y es que no son verdes sino grises por el polvero. Lo más lindo es que los rosales son grises pero como las rosas se abren súbitamente y no se alcanzan a empolvar antes de morirse, el jardín parece una postal en blanco y negro a la cual alguien le coloreó las flores con óleos. Las rosas son, además de olorosas, de todos los tamaños y colores imaginables. Razul (mi choquidor favorito) me va a recoger las semillas al final del otoño para llevarlas a Colombia. Nota: choquidor significa vigilante.