Capítulo 6

HOSPITAL NAVAL, BETHESDA

Por dentro, El hospital Walter Reed era como cualquier otro hospital. Pero las pocas personas que Mulder y Scully encontraban llevaban uniforme de la marina y la figura del final del pasillo era un joven de uniforme. Al oír los pasos, levantó la vista, completamente alerta a pesar de que era medianoche.

—Identificación y planta que van a visitar —dijo. Le mostraron las identificaciones del FBI.

—Vamos al depósito de cadáveres —explicó Mulder.

El guarda negó con la cabeza.

—Esa zona está actualmente restringida a cualquiera que no sea personal médico autorizado.

—¿Por orden de quién? —inquirió Mulder con frialdad.

—Del general McAddie.

—El general McAddie es quien requirió nuestra presencia. Nos despertó a las tres de la madrugada y nos dijo que acudiéramos inmediatamente —continuó Mulder.

—No he sido informado de nada al respecto —contestó el guardia extrañado, mirando a su hoja de notas.

—Entonces, llame al General McAddie —le urgió Mulder, que vigilaba impaciente el pasillo.

—No sé su número.

—Le pueden conectar en la centralita.

El guardia se mordió el labio y finalmente cogió el teléfono y comenzó a buscar en una guía inmensa. Mulder le miró desconcertado.

—¿No sabe el número de la centralita?

—Estoy llamando a mí superior.

Mulder se inclinó, desconectó el teléfono y miró al guardia con frialdad.

—Escuche, hijo, no tenemos tiempo para andar tonteando viéndole demostrar su ignorancia respecto a la cadena de mando. La orden procede directamente del general McAddie. Llámelo. Nosotros llevaremos a cabo nuestro cometido mientras usted confirma la autorización.

Sin mirar atrás. Mulder invitó a Scully a sobrepasar el puesto de seguridad. Tras ellos, el guardia cogía de nuevo el teléfono.

—Sigan adelante y yo confirmaré la autorización —les gritó.

—Gracias —asintió Mulder.

Caminaron deprisa por el pasillo, relajándose únicamente al volver la esquina y entrar en otro pasillo

—¿Por qué un depósito está de pronto restringido a las órdenes de un general?

—Creo que pronto lo averiguaremos —respondió Scully señalando a la entrada del depósito.

Al entrar notaron una bocanada de aire gélido. Allí había muchas camillas, cada una ocultando un cuerpo bajo una sábana blanca. Scully recorrió rápidamente las hileras. Leyó las identificaciones y las tablillas que sujetaban los informes hasta que halló lo que buscaba.

—¿No es éste uno de los bomberos que murió en Dallas? —preguntó.

—Según esta identificación si —asintió Mulder.

—¿Y estás buscando?

—La causa de la muerte.

—Puedo decírtelo sin mirarle —dijo Scully—. Conmoción de los órganos debida a una exposición máxima al origen y caída de escombros.

Acto seguido, extrajo el informe de la autopsia.

—A este cuerpo ya le han practicado la autopsia. —Mulder explicó pacientemente—. Se sabe por la forma en que está envuelto y vestido.

Mulder retiró la sábana del cuerpo. Lo primero que vieron es que todavía estaba en uniforme de bombero. Una manga yacía vacía junto al torso, y donde había estado el pecho, el uniforme se hundía hasta la camilla.

—¿Encaja esto con la descripción que me acabas de leer, Scully? —preguntó Mulder.

—¡Dios mío! El tejido de este hombre… —exclamo Scully sacando un par de guantes de látex. Tocó suavemente el pecho del hombre—. Es… es como gelatina. Hay algún tipo de colapso celular. Está completamente edematoso.

Sus manos expertas buscaron heridas, quemaduras, cualquier cosa que habría encontrado normalmente en una víctima de bomba.

—Mulder, no han realizado ninguna autopsia. No hay señal de ninguna incisión en Y, ni de ningún examen interno.

Mulder cogió el informe de la autopsia y lo agitó.

—Me estás diciendo que la causa de la muerte de este informe es falsa. Que este hombre no murió a causa «de una explosión o de la caída de escombros».

—No sé qué mató a este hombre. Y tampoco estoy segura de que alguien pueda saberlo.

—Quiero llevarlo al laboratorio —dijo Mulder—. Me gustaría que lo examinaras con calma. Scully.

Ella asintió. Los dos sacaron la camilla del congelador y la arrastraron hasta el laboratorio de patología. Mulder la empujó hasta la pared mientras Scully encendía las luces.

—Antes de venir aquí ya sabías que ese hombre no murió en el lugar de la explosión —le dijo.

—Me lo habían dicho.

—Estás diciendo que la explosión fue una tapadera ¿De qué?

—No lo sé —admitió Mulder—. Pero tengo la corazonada de que lo que vas a encontrar aquí no es algo que se pueda explicar fácilmente.

Scully aguardó para oír si había alguna otra explicación. Al ver que no era así, se puso un guante de látex y suspiró.

—Mulder, esto va a llevar algún tiempo, y alguien pronto va a averiguar que no debemos estar aquí. Esto es una violación serie de la ética médica.

Mulder señaló el cuerpo que yacía en la camilla metálica

—Nos están culpando de estas muertes, Scully. Quiero saber de qué murieron estos hombres. ¿Tú no?

Ella le miró y después bajó la vista hacia el cuerpo. Finalmente se volvió hacia una mesa situada en la pared llena de escalpelos, tijeras, pinzas y bisturíes esterilizados, esperando a ser utilizados En silencio, comenzó a reunir lo que iba a necesitar para realizar el trabajo.

DUPONT CIRCLE. WASHINGTON D. C.

La avenida Connecticut estaba prácticamente vacía cuando Mulder saltó del taxi y la cruzó, pisando entre los montones de bolsas de basura apiladas en la acera. Tomó la calle R y vio dos coches de policía aparcados delante de una casa de ladrillo. Miró la dirección garabateada en un trozo de papel que llevaba en la mano, recorrió el caminillo y entró.

Varios oficiales uniformados ocupaban la sala de estar. En la oficina contigua, un detective de la policía contemplaba montones de lo que parecían ser revistas medicas. Levantó la vista al ver la sombra de Mulder extenderse desde la puerta.

—¿Es esta la residencia del doctor Kurtzweil?

—¿Tiene algún asunto pendiente con él? —preguntó el policía con gran sospecha.

—Estoy buscándole.

—¿Buscándole para qué?

Mulder sacó su identificación y se la mostró. El detective la miró, después le miró a él y por fin llamó a sus compañeros de la habitación de al lado.

—Eh, los Federales también le están buscando. Mulder dio un paso al centro de la oficina mientras contemplaba la estantería. Todos los libros tenían el mismo nombre escrito en grandes letras:

DR. ALVIN KURTZWEIL.

Mulder cogió uno de los libros.

LOS CUATRO JINETES DE LA CONSPIRACIÓN PARA DOMINACIÓN GLOBAL.

Le echó una ojeada y lo volvió a colocar en la balda.

—¿Quiere que le avisemos si encontramos a Kurtzweil? —preguntó el detective.

—No. No se moleste —respondió Mulder avanzando hacia la puerta.

Mulder abandonó el edificio de apartamentos con la esperanza de que no tardaría mucho en encontrar un taxi. Apenas había caminado unos metros cuando vio una silueta larguirucha que le hacía gestos furtivos. Era Kurtzweil. Al comprobar que Mulder se había percatado de su presencia, asintió y se dirigió hacia el hueco existente entre dos edificios. Mulder se apresuró tras él.

Kurtzweil se apoyó contra la pared de ladrillo y agitó la cabeza con furia.

—¿Qué le han dicho? —dijo—. Asunto clandestino… Alguien sabe que he hablado con usted.

Mulder se encogió de hombros.

—No, según los hombres de azul. Parecen pensar que usted es alguna clase de criminal.

—¿De qué se trata esta vez? ¿Negligencia? —Espetó Kurtzweil—. Me han retirado la licencia en tres estados.

—Quieren desacreditarle, ¿por qué? —se interesó Mulder.

—¿Por qué? ¡Porque soy un hombre peligroso! Porque sé demasiado sobre la verdad…

—Quiere decir sobre el fin del mundo, ¿la basura apocalíptica que escribe?

—¿Conoce mi trabajo? —preguntó con una luz de esperanza en los ojos.

—Doctor Kurtzweil, no me creo nada de nada —respondió Mulder tras respirar hondo.

—Yo tampoco, pero vende muchos libros —sonrió Kurtzweil.

Asqueado. Mulder comenzó a alejarse. Pero antes de que alcanzara la acera, Kurtzweil le agarró del hombro.

—Tenía razón en lo de Dallas ¿verdad, agente Mulder?

—¿Cómo? —musitó Mulder.

—Cogí el documento histórico de la hipocresía del gobierno americano. El periódico del día.

El rostro de Mulder irradiaba impaciencia.

—Usted dijo que los bomberos y el niño fueron hallados en las oficinas temporales de la Agencia federal de Gestión de Emergencias. ¿Por qué?

Kurtzweil observaba nervioso la acera.

—Según el periódico, la FEMA estaba allí temporalmente para controlar un brote del virus Hanta. ¿Ha oído hablar del virus Hanta, agente Mulder?

—Se trataba de un virus mortal extendido por los ratones de campo en el suroeste de EE. UU. hace varios años.

—¿Y ha oído hablar de la FEMA? ¿Cuál es el poder real de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias?

Mulder levantó las cejas, esperando oír cómo encajaba todo esto.

Kurtzweil continuó:

—La FEMA permite a la Casa Blanca suspender el gobierno constitucional ante la declaración de emergencia nacional. Permite la creación de un gobierno no electo. Piense en ello, agente Mulder.

Mulder daba vueltas al asunto. La voz de Kurtzweil se elevó, sabiendo que por fin tenía público.

—¿Qué está haciendo una agencia con un poder tan inmenso controlando un pequeño brote de virus en el centro de Texas?

Kurtzweil parecía completamente febril.

—Lo que quiero decir es que no se trataba del virus Hanta.

—¿Qué era? —murmuró Mulder.

—Cuando éramos jóvenes en la armada, su padre y yo fuimos reclutados para un proyecto. Nos dijeron que era un asunto de guerra biológica. Un virus. Corrían… rumores… sobre su origen.

—Pero ¿qué mató a esos hombres? —preguntó Mulder.

—Ni siquiera escribiré sobre lo que les mató —explotó Kurtzweil—. Se lo digo con toda sinceridad, harían mucho más que hostigarme. Tienen un futuro que proteger.

—Pronto lo sabré —añadió Mulder.

Pero Kurtzweil estaba demasiado embelesado para oírle.

—Lo que mató a esos hombres no puede identificarse en simples términos médicos —continuó—. ¡Por Dios, ni siquiera podemos comprender algo tan evidente como el VIH! Carecemos de contexto para lo que mató a esos hombres, o de cualquier apreciación en la escala en que se desencadenará en el futuro. O de cómo se transmitirá, o de los factores medioambientales implicados…

—¿Una plaga?

—La plaga que acabará con todas las plagas, agente Mulder —susurró Kurtzweil—. Un arma silenciosa para una guerra muda. La liberación sistemática de un organismo indiscriminado para el que los hombres que lo traen todavía no tienen cura. Llevan cincuenta años trabajando en ello…

Lanzó el puño al aire para dar más énfasis.

—Mientras el resto del mundo se enfrentaba a los comunistas, estos hombres han estado negociando en secreto un Armagedón planeado.

—Negociando ¿con quién? —preguntó Mulder.

—Creo que usted lo sabe —respondió Kurtzweil apretando el gesto—. El programa está fijado. Sucederá durante unas vacaciones, cuando la gente no esté en sus casas. Cuando los funcionarios electos estén en la playa o en el campo. El Presidente declarará el estado de emergencia, ante el que todas las agencias federales, todo el gobierno pasará a estar bajo el mando de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias. La FEMA, agente Mulder. El gobierno secreto.

—Y dicen de mí que estoy paranoico —comentó Mulder silbando.

—Algo ha salido mal, algo imprevisto. Vuelva a Dallas y averígüelo, agente Mulder. O lo sabremos como el resto del país… cuando sea demasiado tarde.

HOSPITAL NAVAL, BETHESDA.

Scully estaba tan inmersa en la autopsia que casi no oyó el sonido de una puerta que se abría. Cubrió el cadáver del bombero con la sabana, corrió hada el congelador y se metió dentro. Se oían voces débiles en la habitación contigua. Contuvo la respiración y escuchó.

—… dijeron que tenían autorización del general McAddie.

De pronto, sonó su teléfono móvil. Lo cogió y apretó el botón de encendido ON.

—¿Scully?

Se agachó detrás de la puerta, aterrorizada ante la inminente entrada del guardia.

—¿Scully?

—¿Sí? —respondió en un susurro.

—¿Por qué estás susurrando? —preguntó Mulder, intrigado. Scully podía oír el intenso ruido del tráfico; él debía encontrarse en una cabina telefónica.

—Ahora no puedo hablar —dijo ella.

—¿Qué has encontrado?

—Pruebas de una infección masiva —contestó tomando aliento.

—¿Qué tipo de infección?

—No lo sé.

Scully, escúchame. Voy a casa, después voy a reservar un vuelo a Dallas. Voy a coger otro billete para ti.

—Mulder…

—Te necesito a mi lado, Scully —comentó con rapidez—. Necesito a un experto. La bomba que hallamos en Dallas estaba destinada a destruir esos cuerpos y lo que fuera que les había infectado.

—Pero tengo una vista mañana.

—Te traeré de vuelta a tiempo, Scully. Te lo prometo. Tal vez con pruebas que podrían echar por tierra tu vista.

—Mulder, no puedo —prosiguió Scully elevando la voz—. Ya he traspasado con creces el límite del sentido común.

Las voces aumentaron de volumen al otro lado de la puerta. Sin decir «adiós», Scully desconectó el teléfono y se lo metió en el bolsillo. Después, se deslizó por el suelo y se acurrucó bajo una de las camillas.

La puerta del congelador se abrió. Desde donde estaba, Scully podía ver pasar los zapatos del guardia a apenas unos centímetros de su cara. Otros dos pares de pies recorrieron la sala refrigeradora, haciendo resonar los pasos sobre el suelo de linóleo. Ella apretó los dientes: la mesa metálica de la camilla se le clavaba en la espalda como una hoja de acero.

Al llegar a la otra pared, los guardias dudaron.

Scully observó cómo primero uno y después el otro, se pusieron de puntillas. Se oyó el ruido de un armario de acero que se abría y cerraba, y después, los guardias dieron la vuelta y se dirigieron hacia la puerta, con el guardia naval tras ellos. Acababa de pasar la camilla donde se ocultaba Scully cuando, de pronto, se detuvo. Scully contuvo la respiración mientras el corazón saltaba en su pecho; podría haberle agarrado del tobillo si hubiera querido.

Vete, pensó, y cerró los ojos. Vete, márchate, vete

Por fin se fueron Las pesadas puertas del congelador se cerraron. Scully lanzó un suspiro y esperó hasta que todo estuvo en calma.