BLACKWOOD. TEXAS
Dos helicópteros sin identificación sobrevolaban las llanuras de Texas, sus dos turbinas zumbando sobre el erial. Volaban a una altura peligrosamente baja hacia su destino: una enorme cúpula que relucía bajo el sol. A sólo unos metros había una urbanización y el agujero donde Stevie se había caído.
Ahora, varias tiendas geodésicas circulares ocupaban el terreno. Estaban rodeadas por camiones de carga blancos y un sinfín de vehículos de apoyo: coches, furgonetas y camionetas. Hombres de negro y otras personas con trajes de protección andaban entre las cúpulas.
En el aire, los dos helicópteros se ladearon y lentamente se posaron sobre el suelo, levantando grandes nubes de polvo: las tiendas se hincharon y tensaron los puntales. Un instante después se abrió la puerta de un helicóptero. Un hombre bajó y encendió un cigarrillo.
—¿Señor?
El Fumador dio una calada y miró al hombre de uniforme que le hablaba.
—El doctor Bronschweig le está esperando.
El Fumador estrechó la mirada. Después, asintió y siguió al otro hombre hacia la cúpula central.
El interior de la cúpula era un laberinto de tubos de plástico transparente y paredes de vinilo que separaban una zona de trabajo de otra. Hombres y mujeres, todos ellos ataviados con trajes de protección y mascarillas quirúrgicas, trabajaban en mesas de acero inoxidable. Por todas partes había unidades de refrigeración. El Fumador se puso un traje de protección y entró en otra zona de trabajo.
Hacía frío allí dentro. Varias camillas metálicas estaban cubiertas con un revestimiento de plástico. En medio de todo había un montículo de tierra tapado con una cubierta de plástico transparente, parecida a una tapadera de alcantarilla: su superficie transparente, de unos veintiocho centímetros de grosor, estaba atravesada por gruesas barras de acero inoxidable. Las paredes del agujero de tierra se habían reforzado insertando un tubo metálico en el suelo, lo bastante grande para que por él entrara un hombre. Fue de aquí de donde salió el doctor Bronschweig, también vestido con un traje de protección. Apartó la escotilla de plástico y salió.
—Tiene que enseñarme algo —dijo el Fumador.
—Si —asintió el doctor Bronschweig.
Le indicó la escotilla. El Fumador se deslizó por el agujero, moviéndose incómodo en el traje mientras descendía la escalera. El doctor Bronschweig le siguió.
Llegaron al interior de la cueva.
—Hemos hecho descender la temperatura de la atmósfera hasta el punto de congelación para controlar su desarrollo —explicó el doctor—. Y dicho desarrollo no se parece a nada que hayamos visto antes…
El Fumador permanecía a su lado, tomando aliento.
—¿Provocado por qué?
—El calor, creo. La coincidencia de la invasión del anfitrión —el bombero— y un medio que elevó la temperatura de su cuerpo por encima de 37.5°C.
Hizo una seña para que le siguiera. Más fundas y cortinas de plástico colgaban del techo. El doctor las apartó.
—Aquí está…
Detrás del plástico había otra camilla, distinta de las anteriores. Habia un cuerpo encima. Un cuerpo cubierto de tubos, cordones y cables conectados a los monitores que se apilaban contra la pared.
—Este hombre aún está vivo —dijo observando el cuerpo. La piel era casi transparente, una gelatina de color grisáceo claro de tejido corporal y músculo. Las venas y capilares eran claramente visibles y palpitaban débilmente.
—Técnica y biológicamente sí. Pero nunca se recuperará —comentó el doctor encogiéndose de hombros.
—¿Cómo es posible?
—El organismo en desarrollo está utilizando su energía vital, digiriendo el hueso y el tejido. Nosotros sólo hemos ralentizado el proceso —contestó. Y dirigió una luz sobre el rostro del bombero. Algo se movía bajo la piel.
El Fumador hizo una mueca.
El cuerpo del bombero se estremeció en la camilla. Su pecho se levantó. No como si respirara, sino como su algo dentro de él se hubiera movido. El Fumador pudo ver una mano unida a lo que tenía que ser un organismo.
Y entonces la oscura silueta parpadeó. Una sola vez, muy despacio.
Era un ojo, un ojo despierto. Y le miraba.
Esperaba.
La mente del fumador hervía al considerar las posibilidades de lo que tenía ante sí, las consecuencias…
—¿Quiere que destruyamos este también? —Preguntó Bronschweig—. ¿Antes de que entre en gestación?
El Fumador tardó un instante en contestar.
—No… Necesitamos probar la vacuna en él.
—¿Y si no tiene éxito?
—Quémenlo. Como los otros
—La familia de este hombre querrá dar sepultura al cuerpo —comentó el doctor
—Díganles que murió tratando de salvar la vida del niño. Que murió heroicamente, como los otros bomberos.
—¿De qué?
—Parece que se tragaron nuestra historia sobre el virus Hanta —respondió el Fumador—. Encárguese de indemnizar económicamente a las familias, así como de realizar una importante donación a la comunidad. Tal vez un monumento a pie de carretera.
Y dicho esto, se dio la vuelta y salió.