BAR CASEY’S
WASHINGTON D.C.
A Mulder nunca le gustó demasiado el bar Casey’s, pero llevaba ahí desde por la tarde y la camarera comenzaba a preguntarse cuándo pensaba marcharse. El lugar estaba prácticamente vacío, a excepción de dos o tres personas y otro hombre que le miraba desde el otro lado de la barra. Un hombre mayor de pelo cano, con un rostro ajado vestido con un traje viejo y arrugado. Mulder le miró adormecido y después se volvió a la camarera.
—Otro trago.
La camarera se lo sirvió.
—Entonces ¿a qué te dedicas? —le preguntó.
—¿Que a qué me dedico? Soy una figura clave de una farsa del gobierno. Una molestia para mis superiores La risa de mis compañeros, me llaman «Siniestro», Mulder «el Siniestro».
»Cuya hermana fue abducida por los alienígenas cuando sólo era un chaval. Que ahora persigue hombrecillos verdes con una placa y un arma, gritando al cielo y a quien quiera escuchar que todo está amañado. Que nuestro gobierno está al día de la verdad y forma parte de la conspiración. Que el cielo se está derrumbando y cuando lo haga va a ser la explosión de todos los tiempos.
Menudo pringado, pensó la camarera. Y rápidamente retiró el vaso que acababa de servir.
—Creo que ya está bien por hoy, Siniestro —dijo tirando la bebida al fregadero.
—¿El qué?
—Parece que el ochenta y seis es tu número de la suerte.
—El uno es el número más solitario.
—Mala suerte. Se acabó por hoy.
Mulder se encogió de hombros y bajó del taburete. Caminó balanceándose hacia el fondo de la habitación, donde había una puerta que daba a un callejón. Salió, pero antes de que diera un paso más, oyó una voz a su espalda.
—¿Está en misión oficial del FBI?
—¿Qué? —Mulder se dio la vuelta.
De entre las sombras surgió una figura: el mismo hombre del traje arrugado que estaba dentro del bar.
—¿Le conozco? —preguntó Mulder.
—No. Pero he vigilado su carrera desde hace bastante. Desde que no era más que un joven agente prometedor. Antes de que…
—¿Me ha seguido hasta aquí por alguna razón?
—Sí. Me llamo Kurtzweil. Doctor Alvin Kurtzweil.
Mulder frunció el ceño.
—Un viejo amigo de su padre —Kurtzweil sonrió ante la expresión de asombro de Mulder—. En el Departamento de Estado. Éramos lo que se puede llamar compañeros de viaje, pero su desencanto duró más tiempo que el mío.
—¿Cómo me ha encontrado? —interrogó Mulder—. ¿Es un informador?
—Soy médico; creo que ya se lo mencioné antes.
—¿Quién le envió?
—Vine por mi cuenta. Después de leer sobre la bomba de Dallas.
—Bien, si tiene algo que decirme, dispone del tiempo que tardo en llamar a un taxi —dijo Mulder. Y echó a andar por el callejón.
Kurtzweil le agarró del brazo.
—Van a colgarle el muerto de Dallas, agente Mulder. Pero no había nada que usted pudiera hacer. Nada que nadie pudiera hacer para evitar que la bomba explotara…
«Porque la verdad es algo que usted nunca hubiera adivinado. Ni siquiera previsto».
Mulder se alejó caminando por la acera. Kurtzweil le siguió.
—Y, ¿cuál es? —espetó Mulder.
—Que el Agente Especial Darius Michaud nunca pretendió ni intentó desactivar la bomba.
—Claro. Simplemente la dejó escapar —dijo Mulder con desgana.
—¿Cuál es la pregunta que nadie está formulando? ¿Por qué ese edificio? ¿Por qué no el edificio federal? —preguntó Kurtzweil agarrando a Mulder de la gabardina.
—El edificio federal estaba demasiado vigilado.
—No —continuó el doctor mientras Mulder levantaba la mano para llamar a un taxi—. Pusieron la bomba en el edificio del otro lado de la calle porque sí tenía oficinas federales. La Agencia Federal de Gestión de Emergencias tenía una oficina provisional de cuarentena médica allí. Que es donde hallaron los cuerpos. Pero ese es el asunto.
Un taxi se detuvo. Kurtzweil siguió a Mulder hasta la puerta.
—… el asunto que usted no sabía. Que nunca se le hubiera ocurrido comprobar.
Mulder ya estaba abriendo la puerta. Kurtzweil le miró desafiante antes de proseguir.
—Esas personas ya estaban muertas.
—¿Antes de que la bomba explotara? —dijo Mulder, atónito.
—Eso es lo que estoy diciendo.
Mulder le miró y negó con la cabeza.
—Michaud era un veterano, llevaba en la Agencia veintidós años.
—Michaud era un patriota. Los hombres a los que era leal sabían muy bien lo que hacían en Dallas. Volaron ese edificio para ocultar algo. Tal vez algo que ni siquiera ellos podían predecir.
—¿Me está diciendo que destruyeron un edificio entero para ocultar los cuerpos de tres bomberos…? —Y de un niño.
Mulder entró en el taxi y dio un portazo. Miró al taxista y dijo:
—Lléveme a Arlington.
Bajó la ventanilla y miró fijamente a Kurtzweil.
—Creo que ya es suficiente —dijo.
—¿Usted cree? —Kurtzweil preguntó. Dio un golpecito en el techo del taxi y se separó, contemplando cómo se alejaba calle abajo—. ¿Usted cree, agente Mulder?
En el taxi, Mulder se inclinó hacia delante.
—He cambiado de opinión —le dijo al conductor—. Quiero ir a Georgetown.
APARTAMENTO DE LA AGENTE DANA SCULLY.
Scully estaba tumbada en la cama, mirando al techo. Escuchaba el batir de la lluvia en las paredes de su apartamento cuando oyó algo más. Se sentó y aguzó el oído.
Alguien golpeaba la puerta. Scully miró el reloj de su mesilla. 3:17. Se puso la bata y se apresuró a la sala de estar. Echó un vistazo por la mirilla,
Allí estaba Mulder, despeinado y con la ropa completamente mojada. Parecía extrañamente despierto.
—¿Te he despertado? —preguntó.
—No —dijo Scully moviendo la cabeza.
—¿Por qué no? —inquirió Mulder entrando al apartamento—. Son las tres de la mañana.
Ella cerró la puerta y le miró con aire incrédulo.
—¿Estás borracho, Mulder?
—Lo estaba hasta hace veinte minutos.
—¿Eso fue antes o después de que decidieras venir aquí? —respondió Scully cruzándose de brazos.
—¿Qué quieres decir? —contestó Mulder, confuso.
—Pensé que tal vez te habrías emborrachado y decidiste venir para convencerme de que no lo dejara.
—¿Te gustaría que hiciera eso?
Scully cerró los ojos, recordando cómo hace quince minutos, hace una hora, había estado pensando exactamente en eso. Después de un breve instante, suspiró.
—Vete a casa, Mulder. Es tarde.