Once

Pronto se dio cuenta Jennifer de que en Leicester la esperaba mucho trabajo. Los últimos quince días de la enfermedad de su madre la casa estuvo sumida en una completa confusión. Una enfermera vivía en ella. Debido al exceso de trabajo la mujer que iba todas las mañanas a realizar las tareas más imprescindibles se despidió y no encontraron a nadie para reemplazarla. La enfermera del hospital, como hacen todas las enfermeras en los casos de urgencia, hacía la limpieza y atendía la casa, aunque aquellas tareas no formaban parte de sus obligaciones. Desde que Jennifer se había marchado, la casa no había sido objeto de una limpieza a fondo. El padre de Jennifer tuvo mucho trabajo aquel invierno y durante la enfermedad de su mujer comió siempre fuera para disminuir el trabajo de la enfermera. Siguió comiendo fuera después del entierro y la casa quedó casi abandonada. Las habitaciones se hallaban sucias y descuidadas y el dormitorio de la madre estaba aún lleno de vestidos y objetos personales suyos. Su padre trabajaba entonces catorce horas diarias y hacía las comidas a horas irregulares. Todos los días, a las horas de consulta, Jennifer tenía que amonestar a los innumerables pacientes que acudían a pedir que se les recetara unas tabletas de aspirina a cargo del Servicio Sanitario o un certificado que demostrara que no podían acudir al trabajo. Hasta que emprendió ella misma una parte de aquel trabajo, Jennifer no comprendió la enorme carga que podía recaer sobre la esposa de un médico, según el sistema inglés establecido para los médicos de Estado, sin ayudantes y sin un edificio capaz para la enorme cantidad de pacientes que acudían a la consulta.

Como había imaginado Jenny, la muerte de su madre había abierto una brecha enorme en la vida de su padre. Se le veía distraído y malhumorado, complaciéndose en visitar frecuentemente la sepultura y experimentando un placer morboso en hablar continuamente de la lápida y de la inscripción que había de grabarse en ella. Al principio, ella consideró lógico aquel interés, pero pronto se dio cuenta de que aquellas idas continuas al cementerio no eran convenientes para el pobre hombre y procuró interesarle en otros asuntos. Cenaron varias veces en un restaurante y fueron al cine, pero a ninguno de los dos les resultaron muy divertidas aquellas noches. Edward Morton no sentía un gran entusiasmo por el cine y a los dos les disgustaban las comidas racionadas y mal condimentadas del hotel.

Pronto se dio cuenta de que cuando su padre lograba librarse de sus pacientes y se iba a jugar una partida de bridge antes de cenar, volvía descansado y alentado por la buena compañía y el whisky. Entonces Jennifer empezó a hablar con los pacientes y les dijo que el doctor necesitaba por lo menos dos tardes libres a la semana. Le indignaban los pacientes de la consulta con sus peticiones de medicinas gratuitas y de autorizaciones para no ir a trabajar. Su indignación llegó al colmo un día que acudió a la consulta un hombre en busca de medicinas y un certificado que le eximiera de acudir al trabajo porque le costaba mucho despertarse temprano.

No tardó Jennifer en aumentar sus actividades y acabó por imponerse a los pacientes, con lo cual logró proporcionar un poco de libertad a su padre para que fuera a comer de vez en cuando en el Club Rotary. Incluso, al llegar el verano, pudo el buen hombre acudir a algunas partidas de bolos. Los pacientes empezaron a evitar los encuentros con aquella joven de cabellos rojos y mal carácter que tan poco caso hacía de sus derechos a los laxantes gratuitos y que trataba con tanta rudeza a los que acudían al consultorio sin estar enfermos. Unos y otros empezaron a transferir sus visitas así como sus cuotas a otros médicos más acomodaticios, lo cual le pareció muy bien a Jennifer. Cuando pudo ver de cerca la situación económica de su padre, llegó a la conclusión de que podía trabajar mucho menos sin que sus ingresos dejasen de ser relativamente respetables. Le apenó saber lo mucho que él había ahorrado para su madre, por si moría antes que ella y lo muy modesta que, en consecuencia, había sido su vida. También se asombró Jennifer de lo mucho que había costado la enfermedad de su madre y la gran cantidad de seguros que había estado pagando.

En junio le hizo que recuperase el valor de rescate de una póliza.

Como había trabajo siempre en Londres, la joven no tenía muchas amistades en Leicester. Las dos o tres amigas con las cuales había intimado en la escuela se habían casado y se habían marchado de allí, y aunque tenía muchas conocidas de la infancia, no mantenía un gran trato con ellas. Sentíase forastera en su tierra natal y a pesar de no haber estado en Australia más que unos treinta días considerábase más australiana que inglesa. Los controles que siempre había aceptado como algo normal en su vida, la irritaban ahora. Se enfurecía cuando por haberse olvidado de encargar el carbón en la fecha debida se quedaba dos meses sin suministro de aquella preciosa mercancía. Al calcular la manera de preparar las comidas más sustanciosas para su padre recordaba con melancolía el vino clarete que Jack compraba en tinajas de cinco galones a siete chelines el galón de la mejor clase. Las cartillas de racionamiento la dejaban perpleja y la escasez de carne era siempre motivo de indignación.

Sin embargo, hacía todo lo posible para ocultar todo aquello a su padre. No había vuelto de Australia para preocuparle con lamentaciones sobre un país mejor situado en el otro extremo del mundo. Todos los amigos y los intereses de él estaban en Leicester y la labor de ella era hacerle grata la vida. Pero la joven no lograba un éxito completo en sus esfuerzos. Edward Morton no era un tonto y cuando la pena por la muerte de su esposa empezó a calmarse un poco volvió a poner más interés en su hija. Las frecuentes cartas por correo aéreo, de las que ella nunca hablaba, le tenían intrigado. Era lo bastante perspicaz para comprender que, en las pocas semanas que Jennifer había estado fuera, un hombre había entrado en su vida. Una tarde, cuando, después de lavar los platos, se sentaron junto al fuego, él intentó averiguar algo.

—¿Cómo es en realidad Australia, Jenny? ¿Es muy distinto de esto? No me refiero a las cosas materiales como la comida y la bebida, ¿entiendes?

Ella mantuvo la vista fija en los calcetines que estaba zurciendo.

—En muchos aspectos es muy parecida a Inglaterra. La gente piensa y actúa muy a la inglesa. Se preocupan de los reyes más que nosotros mismos. Por lo visto, Inglaterra representa mucho para ellos. No sé explicarte cómo es en realidad. Es como Inglaterra, pero mejor.

Durante unos minutos él meditó la respuesta de su hija.

—¿Es, como pensaba Ethel Trehearn, como era Inglaterra hace medio siglo?

—Exactamente, no. No hay criados, ni la vida social de que ella hablaba. Todo eso es completamente distinto. Pero cuando se está allí, se siente que aquella tierra, en el fondo, es como la Inglaterra que la abuelita añoraba. Si se tiene un buen trabajo, se puede vivir bien…

Levantó la mirada y exclamó:

—¡Es todo tan inglés!… El dinero que ganan los australianos lo gastan del mismo modo que lo gastaríamos nosotros si tuviéramos las mismas posibilidades de ganarlo y de gastarlo.

—¿No te sentías extraña allí?

—Nunca me he sentido extraña —aseguró ella.

El padre encendió su pipa.

—¿Has conocido allí algún médico?

—Sí. Uno.

—¿Tienen Servicio Sanitario?

—No lo creo. No lo tienen tan organizado como nosotros. Me figuro que habrá alguna clase de seguro voluntario, pero no estoy del todo segura.

—¿Cuentan con médicos suficientes?

—En los campos y en las aldeas, como en la región en que viven los Dorman, no abundan. En las ciudades no lo sé.

Pensando en las palabras de su hija, Edward Morton guardó unos instantes de silencio.

—¿Qué cobraba por visita ese médico que conociste?

—Ese médico no ejercía.

No había ningún inconveniente en hablar de aquello y es posible que las relaciones entre padre e hija fuesen más fáciles si se evitaban todas las reticencias. Jennifer prosiguió:

—Era un médico checo procedente de un campo de refugiados alemanes y en Australia no está autorizado para ejercer. Es él quien me escribe tanto.

—No quiero ser indiscreto, Jenny.

—Ya lo sé… pero es que no me importa hablarte de él.

—¿Cómo se llama?

—Carl Zlinter. En el campo maderero le llaman Splinter. Todos los que llegan allí con viaje gratuito tienen que pasar los dos primeros años trabajando para la oficina de emigrados. Él trabaja como leñador. Está graduado en Praga y fue cirujano en el ejército alemán durante la guerra.

Edward Morton abrió mucho los ojos. Verdaderamente su hija había corrido mucho mundo desde que se fue de Leicester.

—¿Y cómo lo conociste, Jenny?

—Se produjo un accidente en el campo maderero con una máquina de aserrar. Yo había salido con Jack Dorman y llegamos allí cuando acababa de suceder la desgracia. Jennifer parecía aspirar los olores aromáticos del bosque de árboles cauchíferos y sentir la caricia del sol ardiente. Fijó la mirada en el fuego, insuficiente para calentar la estancia debido al racionamiento del carbón.

—Dos hombres resultaron muy malheridos: uno, con un pie cogido por la máquina y el otro con el cráneo fracturado. No había nadie más que Carl Zlinter que pudiera hacer algo, ni otra mujer más que yo que pudiera hacer las veces de enfermera. Por eso me pidió que le ayudara en una amputación y una trepanación. Realizó muy bien las dos intervenciones, pero el hombre del pie amputado consiguió una botella de whisky, se la bebió entera y estuvo mucho rato medio enloquecido. Después murió. Desde luego, esto provocó algunas incidencias desagradables ya que Carl no estaba autorizado para ejercer.

Edward Morton se mostró muy interesado por lo que le contaba Jenny. A lo largo de toda su existencia nunca se había encontrado en una situación como aquélla. Hizo muchas preguntas sobre las intervenciones y el tratamiento, pero evitó las cuestiones más personales y la joven en sus respuestas no habló más que de aquel desgraciado suceso que había costado la vida a un hombre. Su padre tenía ya bastante en qué pensar sin que fuera necesario hablarle de la ciudad de Howqua o de Charlie Zlinter y su perro.

Así concluyó:

—Por haberle ayudado, hicimos un poco de amistad. Él todavía me escribe.

—Me figuro que no era fácil olvidarse en seguida, después de haber pasado juntos por una prueba como ésa.

La madre de Jennifer había sido enfermera, y a la mente del doctor Morton volvió el recuerdo del día que la vio por vez primera en el hospital de St. Thomas, cuando él no era más que un estudiante de Medicina. Se había detenido repentinamente y esto hizo que a ella se le cayera al suelo un termómetro, que se rompió. Se creyó en el caso de tranquilizar a la encargada de la sala asegurándole que no había sido culpa de la muchacha, sino suya. La Medicina había atraído siempre a la familia de Jennifer, pero era una pena que su hija se hubiera interesado por un extranjero que no podía ejercer su profesión.

Jennifer sostenía correspondencia con Jane sobre el propósito de Angela de ir a Inglaterra. A pesar de su contrariedad, los Dorman habían decidido permitirle que fuera a trabajar a la patria, siempre que tuviera el trabajo asegurado antes de salir de Australia, y ya tenía reservado pasaje para el mes de enero siguiente. Jennifer y su padre se ocuparon de buscarle un empleo y al fin lo encontraron en el hospital de St. Mary, en Paddington, y entonces le reservaron una habitación en una residencia de señoritas en Marylebone. Esto les valió una exaltada carta de Angela y una verdadera lluvia de paquetes de comida que les envió Jane. Tim Archer también escribió a Inglaterra una carta en la que se le adivinaba muy deprimido y Jennifer le contestó asegurándole que no tenía que preocuparse. Estaba segura de que Paddington curaría a Angela de su obsesión en menos de dos años y le aconsejaba que durante aquel tiempo procurase adquirir una granja.

Jane habló a Jennifer en sus cartas de su retrato al óleo. Stanislaus Shulkin había hecho un cuadro con la calle Mayor de Banbury, resplandeciente bajo la luz del sol, que había gustado mucho a Jane por la viveza de sus colores y a Jack por la precisión de los detalles y porque en él aparecía el hotel «Cabeza de la Reina». Lo habían colgado en la cocina de Leonora y si construían una casa nueva Jane le reservaría un lugar especial, donde pudiera verlo siempre que estuviese sentada ante el fuego. El cuadro había sido muy admirado por los vecinos y el señor Shulkin había recibido dos encargos, pues los que habían visto la pintura habían llegado a la conclusión de que era muy agradable tener una obra de arte en casa.

No sé lo que habrá hecho con tu retrato. Me dijo que como te habías marchado no podía acabarlo y que, de todos modos, no era muy bueno. Le pedí una vez que me dejara verlo, pues ni siquiera sabía como es. Se mostró muy artista y aseguró que nunca enseñaba a nadie sus trabajos antes de terminarlos. Mi opinión sincera es que Splinter se ha quedado con él, pero no lo sé con seguridad; tal vez tú estés enterada de algo.

Después hablaba de Carl Zlinter.

Le vemos una vez al mes, en domingo, cuando viene a tomar el té con nosotros. El doctor Jennings ha escrito a la Asociación médica Británica para ver si es posible que le inscriban como médico antes de tres años, y Carl ha estado dos veces en Melbourne para hacer otras gestiones. Creo que podrá obtener alguna concesión y ahora parece muy interesado en que se le permita ejercer en Victoria, pero no sé de dónde sacará el dinero para los estudios. Jack me encargó que procurase enterarme de su situación económica y yo lo intenté, preguntándoselo directamente, pero él no se mostró muy explícito. Por lo visto, cree que puede resolver ese asunto solo y desde luego es muy conveniente que sea así, pero no sé de dónde sacará el dinero. Lo cierto es que él está seguro de volver a ser médico. Lo único que le preocupa es pensar que pasará demasiado tiempo y que será ya demasiado viejo cuando pueda formar un hogar.

Jennifer recibía noticias de Carl Zlinter con muy poca regularidad, generalmente cuatro o cinco veces al mes. No le escribía más que cuando estaba de buen humor. En una ocasión la joven recibió tres cartas en una semana y después estuvo quince días sin recibir ninguna. En aquella correspondencia apenas había unas palabras de amor. Se limitaba a explicar lo que iba haciendo, a veces con cierta reserva. Como Jane había supuesto, Jennifer estaba enterada de lo sucedido con su retrato.

Lo tengo colgado en mi cabaña del Howqua y por eso voy allá con frecuencia, aunque haga mal tiempo, para verte. Voy todos los fines de semana. El sábado pasado había tres pulgadas de nieve en el prado de Jock McDougall, donde dejábamos la camioneta. Llegué con los pies mojados, pero tenía mucha madera en la cabaña y pude encender un buen fuego. Harry Peters, el hombre que manejaba la máquina de aserrar y al que operamos el cráneo fracturado, estuvo conmigo. Se ha repuesto por completo y vuelve a trabajar conduciendo un camión, pero no creo que se atreva a volver a manejar una máquina de aserrar con seguridad. Además, no es eso lo que le interesa. Quiere ir a Melbourne a practicar metalurgia para lograr un puesto en una fábrica de aceros, y creo que lo conseguirá dentro de poco. Entre tanto, viene conmigo todos los fines de semana al Howqua.

Jennifer se preguntó qué irían a hacer al valle del Howqua estando nevado. En cartas anteriores él le había dicho que la temporada de la pesca había pasado. Tal vez estarían dando los últimos toques a la casa…

Tuve una fuerte discusión con Stan Shulkin debido a tu retrato, porque no me lo quería dar. Dijo que era demasiado bueno para la señora Dorman y que se quedaría con él para presentarlo en una exposición. Yo le aseguré que lo llevaría a los tribunales, si lo hacía sin tu permiso y que yo acudiría en seguida a la policía para decírselo al sargento Rusell. Entonces me dijo que podía quedarme con él si se lo pagaba bien. Le repuse que era muy avaro, pues la señora Dorman ya le había pagado por las tres pinturas, pero él aseguró que aquélla era una extraordinaria que no enseñaría a Jane Dorman. No obstante, he logrado quedarme con tu retrato, prometiéndole pagárselo cuando me califique como médico, y ahora tengo el cuadro en la cabaña del Howqua y no hago más que esperar los fines de semana para volver a verte.

Carl hablaba poco de sus avances en el Registro de Médicos Extranjeros. En todas sus cartas dejaba adivinar la seguridad de que volvería a ser médico, pero no daba una idea de lo que tardaría en conseguirlo. Una vez dijo:

La semana próxima iré otra vez al Registro de Médicos Extranjeros. Me parece que será más sencillo ingresar en un hospital de Inglaterra que en uno de Melbourne, pues los de Melbourne están completamente ocupados por los estudiantes australianos. He pensado reservar un pasaje para Inglaterra, pues tarda mucho en conseguirse, y en el caso de que no llegue a ir siempre me devolverán su importe.

Carl no parecía andar escaso de dinero y eso intrigaba grandemente a Jennifer. En la carta siguiente le preguntó si realmente había reservado el pasaje, pero él no contestó a aquella pregunta en aquella ocasión, ni la segunda vez que ella insistió. Por lo tanto, dejó de preguntar más. Si Carl no quería hablar más de su proyectado viaje no tenía por qué hacerlo. Los dos eran de distinta nacionalidad y la joven se dio cuenta de que pasaría mucho tiempo, si llegaban a casarse, antes de que ella le comprendiera. Las cartas del checo le proporcionaban una gran placer y la tranquila seguridad del hombre le reconfortaba. En septiembre recibió una carta con más información y que al mismo tiempo le emocionó.

Se ha resuelto que yo pueda estudiar para revalidar mi título en Inglaterra, en el hospital Guy de Londres, porque no hay habitación en los hospitales de Melbourne. No sé cuánto tiempo tendré que estudiar ni creo que me lo digan hasta que llegue aquí. He pasado dos exámenes en Melbourne desde que tú te fuiste y los resultados obtenidos han sido buenos y me beneficiarán para mis estudios en Londres. Como puedes figurarte, he estudiado seriamente por las noches en Lamirra y en el Howqua, aprendiendo de nuevo todos los textos de medicina en inglés. Todo lo había estudiado de joven, pero ya lo tenía casi olvidado. Me han dicho que si me es posible ir a Inglaterra, podré practicar en el hospital Guy. No sé cuánto tiempo pasará antes de que me vuelvan a dar el título. Tal vez no sea más que un año y en todo caso nunca será más de dos.

Por consiguiente, ahora tengo que ir a Inglaterra. Hay un barco, el «Achilles», que transporta azúcar a Townsville, en Queensland, y a lo mejor encuentro trabajo como camarero en este u otro barco, pues ésta es la época en que se envía el azúcar a Inglaterra. Podría pagarme el pasaje y si es necesario, lo pagaré, pero no me sobra el dinero y si puedo trabajar para costearme el viaje, lo prefiero.

Saldré de Lamirra el fin de semana para ir en tren hasta Townsville, donde estaré unos tres días. Siento dejar este lugar, pues me ha ido muy bien trabajar en los bosques después de los años pasados en los campos europeos. Me gusta mucho este país, y cuando obtenga mi nueva calificación médica me gustará volver a Banbury y trabajar como ayudante del doctor Jennings, si es que todavía no tiene quién le ayude.

Me llevo tu retrato en el equipaje. He pedido a Billy Slim que atienda mi cabaña del Howqua y le he dejado algún dinero para reparaciones, por si se rompe un cristal o se estropea el tejado. Así cuando vuelva tendré mi casita, y tú también, si sigues deseándolo.

No creo que tengas tiempo de contestarme. No sé en qué barco saldré de aquí ni cuándo llegaré a Inglaterra. Te escribiré diciéndotelo tan pronto como lo sepa, y muy pronto iré a Leicester a verte.

En la soledad de su dormitorio, Jennifer leyó la carta una y otra vez. El drama de su retorno a Inglaterra iba a tomar un cariz menos trágico. Carl Zlinter se ponía en camino para Inglaterra y ella podría verle otra vez. A su mente acudió la imagen de aquel hombre enérgico y dinámico, delgado y de tez broncínea que tan buenos resultados había conseguido en tan poco tiempo. En una cabaña de Lamirra, desmantelada, de madera sin pintar, como aquélla en que practicó una operación estando ella a su lado, había estado estudiando todas las noches sus libros de Medicina. Luego había estado en Melbourne para pasar dos exámenes en un idioma extraño para él, en un país extraño y entre personas extranjeras también, y salió de ellos con éxito. Y sobre aquel esfuerzo de inteligencia alguien debió de salir fiador por él y Carl habría tenido que iniciar unas negociaciones para conseguir una plaza en un hospital inglés, a doce mil millas de donde él vivía, en un país en el que nunca había estado, que había sido aliado de sus enemigos y al que tal vez pudiera llamar enemigo. Aquel checo afrontaba todas aquellas dificultades y las arrostraba porque quería ser médico en el país que había escogido y porque, además, deseaba casarse con Jennifer.

No pudo la joven reservarse aquellas noticias y por la noche durante la cena, dijo a su padre, como por casualidad:

—Carl Zlinter viene a Inglaterra, papá. Va a estudiar para que le den la reválida en el hospital Guy.

Edward Morton observó el brillo de los ojos de su hija y se alegró por ella, a pesar de los cambios que aquello pudiera introducir en su existencia.

—¡Vaya! Esto es interesante —repuso como si no diera mucha importancia a la noticia—. ¿Cómo lo ha conseguido?

Ella le contó lo que creyó conveniente que él supiera. Hablaron del asunto un cuarto de hora y al fin él preguntó:

—¿Y qué hará cuando consiga el título? ¿Ejercer en Inglaterra, en el Servicio de Sanidad?

Ella movió la cabeza.

—No lo creo. Desea volver a Australia y ejercer en Banbury. Allí hay un médico, el doctor Jennings, del que ya te he hablado, que tiene demasiado trabajo. Carl cree que este médico puede tomarle como ayudante si antes no ha conseguido otro.

Edward Morton estuvo a punto de preguntar si a ella también le gustaría volver a Australia, pero decidió callar. Sabía que si su hija hubiera estado libre, si no hubiera tenido ninguna obligación con él, no habría vuelto a Inglaterra. Si aquel individuo quería casarse con Jennifer, él no debía oponerse.

Por primera vez, la idea de marcharse a Australia acudió a la mente del padre como una seria posibilidad. Leicester, sin su esposa, no era para él el lugar que había sido. Si Jennifer se casaba y se marchaba a Australia, él podría elegir entre marcharse con sus hijos o amoldarse a seguir viviendo en Leicester, donde había trabajado toda su vida y donde tenía sus amigos. No era una cosa que se debiera decidir a la ligera. A su edad, en Australia le resultaría muy poco probable hacer amistades, pero se sentiría desesperadamente solitario si intentaba vivir solo en su casa de Leicester. Tal vez en Australia pudiera hacer algún pequeño trabajo y ganar algún dinero que le permitiera ir a Inglaterra cada uno o dos años…

Jennifer volvió a saber de Carl una semana más tarde. El «Achilles» había zarpado sin él y Carl saldría para Inglaterra en el «Innisfail», que probablemente zarparía tres días después.

No me han aceptado como camarero y he de pagarme el viaje, lo cual es un mal asunto, aunque así tendré tiempo para estudiar. He comprado muchos libros de Medicina para leerlos en el trayecto. Si hubiera obtenido ya la reválida podría trabajar como médico en el barco durante este viaje, pues parece que hay dificultades para conseguir revalidar el título en Townsville ahora. Aunque les enseñé mi título de Praga no han podido aceptarme porque en los barcos ingleses tienen que llevar un médico inglés. Cuando sea médico inglés, podré ejercer en cualquier parte del mundo.

Ya no volvió a tener noticias de Carl hasta que llegó una carta por avión desde Port Said, casi un mes después. El barco había hecho escala en Colombo para reponer el combustible.

No vamos a mucha velocidad y aunque viajamos continuamente, nos ha costado treinta y cinco días llegar a este puerto. Creo que tardaremos otros quince días en llegar a Inglaterra y entonces tendré que buscar un lugar para vivir, barato y cercano al hospital. Tan pronto como me sea posible iré a Leicester, pero no puedo decirte qué día será.

Y llegó la tarde de un viernes, a últimos de noviembre. Jennifer había ido a la farmacia para recoger unos paquetes para su padre. Era un anochecer claro y estrellado, con un viento frío que hacía que la muchacha anduviera con rapidez. De vuelta iba con la cabeza baja, evitando en lo posible el viento. Levantó la mirada cuando ya estaba cerca de su casa y vio un hombre que a la escasa luz de los faroles intentaba leer los números de las puertas o tal vez buscaba una placa de médico. Era un tipo alto, muy delgado, y llevaba un raro sombrero de fieltro y una raída gabardina.

—¡Carl! —gritó Jennifer corriendo a su encuentro.

Él se volvió y exclamó a su vez:

—¡Jenny!

A Jennifer se le cayó el paquete y se oyó un ruido seco, lo que demostró que se había roto algo de lo que contenía. Siguió olvidado en el suelo mientras la pareja se besaba.

—¡Oh, Carl! ¿Cuándo has llegado?

Sin apartarse de su lado, él repuso:

—Llegamos el martes a Londres. He encontrado una habitación para vivir en Coram Street, en Bloomsbury. Ayer estuve en el hospital. Empiezo a trabajar el lunes. No sé cuánto tiempo tendré que estudiar. Me parece que un año y medio, no creo que sea más.

—¡Esto es magnífico, Carl! Y ahora, ¿qué vas a hacer? ¿Has venido a pasar el fin de semana?

—No sé si será oportuno —dijo tímidamente—. He traído equipaje, pero lo he dejado en la consigna. Podría alquilar una habitación en el hotel y mañana volveré a verte.

—Eso no, Carl. Nosotros tenemos habitaciones de sobra. Te prepararé una cama. Aquí es donde vivimos… Ahora está papá y quiere conocerte. Tenemos tantas cosas de que hablar… Esta noche papá tiene una reunión del Club de Bolos en casa. Creo que es el presidente o algo así. No nos interesa mezclarnos en eso. ¿Qué te parece si fuéramos a cenar a alguna parte donde pudiéramos hablar? Generalmente esas reuniones acaban a eso de las nueve. Podemos volver entonces y conocerás a papá.

Él le contestó sonriente.

—De acuerdo. Cualquier cosa que tú digas me parece bien.

—Espera un minuto. Voy a dejar este paquete y a decirle a papá lo que vamos a hacer.

Jennifer desapareció en el interior de la casa y él la esperó en la calle. En el comedor, el padre de la muchacha ponía cuartillas y lápices sobre la mesa, delante de cada silla, preparándose para la reunión del Club de Bolos. Cuando se celebraban aquellas reuniones, él y su hija cenaban en la mesa de la cocina.

Jennifer apareció con el abrigo puesto, la cara llena de rubor y los ojos iluminados.

—Papá, he recogido el paquete, pero se me ha caído y me parece que se ha roto algo. Temo haber estropeado lo que iba en él. Carl Zlinter está aquí y voy a prepararle la habitación libre. Ahora salgo a cenar con él y volveré cuando hayáis acabado la reunión. ¿Te parece que puedes prepararte la cena tú mismo? En la nevera hay salchichas y media tarta de mermelada de la que comimos ayer. La encontrarás en un plato, dentro de la despensa.

El padre sonrió viendo la excitación de su hija y casi se olvidó del paquete roto.

—Bien. Muy bien. ¿Y qué has hecho con él?

—Está fuera, esperándome.

—Pues hazlo entrar para que yo le dé la bienvenida.

—Ahora, no. Lo traeré cuando haya acabado la reunión y puedas recibirle debidamente. Volveremos a las nueve y media o las diez.

Jennifer se alejó rápidamente y la puerta de la calle resonó tras ella. Dejó a su padre desenvolviendo el paquete y sonriendo pensativo. Le gustasen o no, volvían a surgir novedades y cambios para él. Jennifer se reunió con Carl bajo el farol de la calle.

—Conozco un pequeño restaurante donde podremos cenar. No tan bien, desde luego como habríamos cenado en Australia, pero no está mal. Es un lugar tranquilo y podremos hablar.

Se cogió del brazo de él y echaron a andar muy juntos. Jennifer le condujo a un café cercano a la estación. Era un saloncito destartalado y sin decorar desde hacía por lo menos cincuenta años, pero relativamente templado y, además, barato. La joven sabía que él andaba escaso de dinero y tampoco ignoraba que no le permitiría pagarse el cubierto. Se habían acabado los platos del cubierto y por esto pidieron empanadillas de pescado, col, tarta de manzana y natillas. Después se sentaron y empezaron a hablar.

Se entretuvieron tanto que la camarera, aburrida, empezó a apagar las luces. Volvieron a la realidad al darse cuenta de que eran las ocho e iban a cerrar el local.

—Tenemos que irnos, Carl —recordó Jennifer.

Él pagó la cuenta y la ayudó a ponerse el abrigo.

—¿Pasamos por la estación para recoger mi maletín y llevarlo a tu casa?

—Es demasiado pronto. Esa estúpida reunión no habrá acabado y en el salón no hay fuego encendido.

Meditó unos momentos y luego dijo:

—Cerca de casa hay una pequeña sala de cine. Hacen una de esas películas de la América del sur, llenas de «gigolos» y bellezas de negros cabellos que bailan tangos. El local estará medio vacío y podremos hablar tranquilamente si nos colocamos en las últimas filas.

Fueron allá y la película resultó ser como Jenny había dicho, con mucha música. Se sentaron muy juntos, gozando de la tibia temperatura del local y sin prestar ninguna atención a la pantalla.

—Dime una cosa, Carl —inquirió ella apenas se sentaron—. ¿Cómo te has arreglado en el asunto del dinero? Una vez me dijiste que no podrías volver a ser médico porque no contabas con el dinero necesario. ¿Te ha resultado muy difícil solucionarlo?

Él oprimió entre las suyas las manos de Jenny.

—Tengo unas mil libras y con ellas he de vivir hasta que me revaliden el título. Entonces te pediré que te cases conmigo, pero estaré completamente arruinado.

—Ya lo resolveremos, Carl.

—Todavía no te he preguntado si quieres que nos casemos —recordó él—. No hago más que decir lo que puede ocurrir.

—Y lo que puede ocurrir es que si tú no tomas precauciones yo te contestaré que sí.

Carl buscó en el bolsillo de su gabardina y sacó un pequeño objeto y lo puso en la mano de ella.

—Será para ti algún día.

Ella lo levantó hasta que en el objeto se reflejó la luz de la pantalla. Era un pesado anillo de oro rojizo, adornado con curiosas filigranas.

Ella exclamó:

—¡Carl! ¿Es un anillo de boda?

Volviendo a cogerlo él contestó:

—Vas demasiado de prisa. Es un anillo de compromiso, pero aún no es para ti. No lo será hasta que yo conozca a tu padre y me diga que está de acuerdo…

—Bueno. De todos modos, déjame verlo. Te prometo que no me lo pondré.

Carl se lo dio otra vez.

—Es igual que un anillo de boda —dijo Jenny—. Es de oro, ¿no?

—Ya sé que los anillos de prometida han de tener piedras preciosas, pero no he podido llegar al precio de las piedras. Es oro macizo, oro del Howqua… Sé que es oro porque he hecho el anillo yo mismo.

A la escasa luz que proporcionaba la pantalla ella miró a Carl fijamente.

—¿Lo has hecho tú?

—Sí. Harry Peters me enseñó cómo se hacía un anillo como éste, un brazalete o unos pendientes de oro. Harry es el hombre que se fracturó el cráneo y al que nosotros operamos. Fue una suerte que le salváramos la vida…

—Pero, Carl, ¿de dónde sacaste el oro?

—Es oro de Charlie Zlinter —explicó él con voz tranquila—. No conviene que hables de esto ni aquí, en Inglaterra, ni en ningún otro lugar.

Ella volvió a mirarlo.

—No diré una palabra, Carl. ¿Pero qué es eso del oro de Charlie Zlinter?

—Encontré una caja. La caja de metal de que habló Mary Nolan. En aquella caja, Charlie Zlinter guardaba sus cosas de valor.

—Pero cuando ella fue a la casa, el día que él se ahogó, buscó la caja y no la encontró.

—Charlie Zlinter la había escondido. No estaría lo bastante bebido para descuidar su dinero.

—¿A qué te refieres? ¿Dónde lo puso?

Sonriendo, Carl repuso:

—Tenía un escondrijo muy sencillo para su caja, un lugar donde estaba a salvo de los incendios forestales, robos y cualquier otra cosa. Es posible que solamente a un hombre listo, y él lo era, según dicen los que lo conocieron, se le hubiera ocurrido un lugar tan sencillo y al mismo tiempo seguro para guardar su caja.

—¿Dónde estaba, Carl?

—Debajo de la piedra, aquella piedra que pesaba cuatrocientas libras y que sólo él podía levantar. ¿Recuerdas aquella gran piedra que encontramos el último día que estuvimos en el Howqua?

Jennifer recordaba todos los detalles de aquel día, la pesadumbre que la atenazaba, el sol, esplendoroso, el aroma de heno y de eucaliptus, los reflejos centelleantes del río y los colores brillantes de los periquitos en los árboles.

—Claro que la recuerdo… ¿La caja estaba debajo?

—Allí estaba. La encontré una semana después de haber salido tú para Inglaterra, pero no me atreví a decírtelo por carta. Creo que si se supiera que había encontrado oro, en seguida intervendría la policía, incluso aquí en Inglaterra, de modo que no debes decir nada. Creo que lo mejor es emplearlo en hacerme médico.

—No diré una palabra, Carl —aseguró Jenny—. ¿Cuánto oro había?

—Cincuenta y dos monedas de una libra, todas de oro. Eran de las que se llaman soberanos. Además, había unas cinco libras del polvo de oro que se desprende cuando se lavan en el río las arenas auríferas. Billy Slim me dijo que en el Howqua este polvo de oro se usaba como dinero. El hotel lo aceptaba como pago y se empleaban unas pequeñas balanzas para pesarlo y saber su valor. Supongo que también los boyeros aceptaban que les pagasen el importe de sus transportes con eso, porque en la caja había además unas balanzas pequeñas. El polvo de oro estaba guardado en dos talegas, una más grande que otra.

—¿Era pariente tuyo, Carl? ¿Había documentos que lo demostrasen?

Con un gesto negativo, Carl respondió:

—No lo sé. Había penetrado agua por un agujero debajo de la piedra y la caja estaba llena de orín. Había unos documentos, pero ninguno era legible. Sólo quedaban restos en el centro de la caja, dos talegas de piel con el polvo de oro y las cincuenta y dos monedas y las balanzas. No creo que lleguemos a saber nunca quién era Charlie Zlinter.

—¡Qué cosa más horrible! —se lamentó Jennifer. Contempló un rato lo que ocurría en la pantalla y después se volvió hacia él—: Te costaría un trabajo enorme levantar la piedra, Carl. ¿No tuviste quién te ayudara?

—Estaba completamente solo. Pude haber pedido ayuda a Billy Slim, pero fue una suerte que no lo hiciera. La levanté la primera vez que volví allí después de irte tú. Como me sentía triste, deseaba trabajar de firme y completamente solo. Es conveniente trabajar mucho cuando las cosas se presentan mal. —Oprimió la mano de la muchacha—. Llevé la madera al solar y pedí prestada a Billy Slim la palanca de hierro. Levanté la piedra y puse una cuña de madera debajo. Cuando la cogí para cambiarla de lugar, encontré la caja.

—¿Qué hiciste al verla, Carl? ¿Te produjo mucha emoción?

—Me apenó que no la hubiéramos encontrado juntos. Permanecí largo rato contemplando los objetos llenos de herrumbre y pensando que aquélla debía de ser la caja de que había hablado Mary Nolan. No perdí la serenidad. Estaba triste por tu marcha y porque no te encontrabas allí para compartir conmigo el descubrimiento.

Ella levantó la cabeza impulsivamente y lo besó…

—Y si no podías hablar con nadie de tu descubrimiento, ¿qué hiciste con el polvo de oro que encontraste?

—Hay muchas cosas que pueden hacerse —sonrió él—, pero no son del todo honradas y si se descubren pueden hacer ir a la cárcel. Una solución es inscribirse como buscador de oro. Después se acampa en la parte alta del río y en lugares desiertos para intentar encontrar oro lavando la arena en una cacerola. Pasado un tiempo, uno vuelve con el polvo y lo vende en el Banco.

—¿Eso fue lo que hiciste?

—No. Pensé que resultaría demasiado difícil tener que explicar dónde lo había encontrado.

—Es natural —repuso Jenny—. Y entonces, ¿qué hiciste?

—Otra solución —siguió él imperturbable— es hacer un pequeño agujero en un lugar del bosque donde nadie pueda figurarse nunca que hay algo.

—¿Como en el Howqua?

—Podía ser el Howqua… Pero uno puede tener un buen amigo que considere que tiene una deuda contigo y entienda de metales y la manera de fundirlos.

—Como Harry Peters —interrumpió ella—. Yo me preguntaba por qué lo llevabas al Howqua.

—Sí. Como Harry Peters. Se hace un hoyo y en él un pequeño horno con un cilindro de gas para calentar un crisol. Todo esto había que hacerlo a escondidas de Billy Slim.

—¡Oh, Carl!

—Se lleva muchas velas, las fundes y haces un molde de cera para una pulsera o un anillo como éste. Después se recubre el interior del molde con un pan de yeso tierno y se deja reposar hasta que se seca. Más tarde se calienta el yeso, y al fundirse la cera sale por un pequeño orificio que previamente se ha hecho y de este modo se consigue un molde de yeso. Se llena este molde con el oro fundido, se deja enfriar, se rompe el yeso y ya está hecha la pulsera o el anillo.

Jennifer volvió a mirarlo sonriendo:

—¿Es así como has hecho mi anillo, Carl?

—He hecho este anillo y ciento cinco pulseras en cuatro fines de semana.

—¡Ciento cinco pulseras! ¿Y qué has hecho con ellas?

—Algo muy fastidioso… Coger una, llevarla a una joyería de Melbourne y decir que tía Catalina ha muerto y que en su caja se ha encontrado aquella pulsera. Se le pregunta al joyero si quiere comprarla a peso. Su verdadero valor son quince libras la onza, pero el joyero no ofrece más que nueve o diez. Es una tarea muy lenta y difícil porque es peligroso ir a más de dos joyerías en una misma ciudad. Después encontré una solución mejor.

—¿Cuál?

—¡Oh! Una solución sencilla y cómoda. Esperar la llegada de un barco de la India cuyo capitán sea hindú, ir a verlo y ofrecerle el oro. En Bombay él puede sacar treinta libras por onza, pero es necesario que pase el oro desde Australia a la India.

—¿A cuánto te lo pagaron?

—A dieciocho libras la onza. De ahí es de donde han salido las mil libras. Creí que valía la pena arriesgarse, porque tenía que verte, Jenny, y rehacer de nuevo mi carrera.

—Fue una suerte, Carl. Pero ahora será mejor que nos olvidemos de todo y no volvamos a hablar de ello.

Estuvieron hablando hasta las nueve y media, sin prestar la menor atención a la película. Jennifer miró la hora a la luz de la pantalla.

—Vámonos a casa, Carl. La reunión ya habrá acabado y papá nos estará esperando. Pasaremos por la estación y recogeremos tu maleta. ¿Pesa mucho?

—No llevo más que lo justo para pasar la noche. Además, tampoco tengo muchos trajes. Tendré que comprar alguno, pero he de buscarlo barato.

Salieron de la sala y se detuvieron en el vestíbulo para ponerse los abrigos. Ella se cogió del brazo de Carl y salieron a la calle. En la oscuridad un vientecillo helado les azotó el rostro. Jennifer palpó las ropas de Carl.

—¿Éste es el abrigo más grueso que tienes?

—He de comprarme uno que abrigue más. No creí que el clima en Inglaterra fuese tan frío. Lo es tanto como en Alemania.

Inclinaron sus cabezas para librarse del viento y anduvieron rápidamente, cogidos del brazo, hasta la estación de London Road.

—Quiero que me digas una cosa con sinceridad, Carl.

—Te la diré si conozco la contestación.

—¿Es cierto que has venido a Inglaterra para seguir tus estudios de Medicina? ¿No tenías ninguna posibilidad de estudiar en Australia?

Carl la miró sonriendo:

—¡Qué cosas preguntas, Jenny!

—Has prometido decirme la verdad.

—Podía haber estudiado en Australia —admitió—. Estaban tan cansados de verme en las oficinas que me habrían concedido cualquier cosa que se me hubiera ocurrido pedir. He venido a Inglaterra porque quería volver a verte.

Penetraron en la estación del tren, sucia y desierta, escasamente iluminada por una mezquina luz de petróleo.

—Es lo que me figuraba. Eres muy bueno, Carl. Has dejado todo lo que te ofrecía Australia para venir a Europa de donde te habías marchado hace tiempo sin deseos de volver.

Calló y miró los descoloridos ladrillos del suelo, el anticuado edificio y las húmedas calles en las que soplaba el viento de la noche.

Con una sonrisa llena de ternura, Carl repuso:

—Australia es fría y húmeda en invierno y también allí hay estaciones de ferrocarril muy sucias y calles muy feas.

Se acercaron a la consigna y Carl entregó su resguardo. Esperaron que el mozo encontrase el maletín.

—Carl, tu cabaña del Howqua ¿se conservará bien? —Lo miró con cierto temor reflejado en el rostro—. No querría que ocurriese como con la del otro Charlie Zlinter, que la encontrásemos con la puerta entreabierta, el pan enmohecido sobre la estantería y un nido de ratas en la cama.

—Ya he pensado en eso —contestó él apretando la mano de Jennifer—. Lo he dejado todo muy limpio, las ropas de cama y los vestidos también, y lo he rociado todo con un líquido insecticida. Billy Slim irá todas las semanas, encenderá el fuego y abrirá las ventanas. Además, tiene dinero para las posibles reparaciones. Allí estará la casa, limpia, esperando que dejemos Europa por segunda vez.

—Sí. Volveremos. Algún día volveremos —asintió Jennifer.