La mañana siguiente Jane y Jack Dorman estaban de pie en la galería de su casa de campo viendo alejarse la vieja camioneta conducida por Carl Zlinter, a través de los prados, con Jennifer a su lado. El ganadero hizo un guiño y comentó:
—Supongo que ahora se lo dirá.
Su esposa asintió:
—Quizá no habrá querido decírselo aquí, delante de nosotros.
—¿La consideras una muchacha realmente seria? —preguntó él mirando a Jane.
—Completamente seria. He pensado mucho en este asunto y estoy segura de que no ha tenido ni una duda acerca de cómo debe comportarse con él.
Jack dio un puntapié a una silla y gruñó:
—No pueden casarse en mucho tiempo. Carl tiene que pasar todavía nueve meses en el campo maderero y luego estudiar tres años si quiere hacerse médico. Probablemente es lo mejor que puede hacer.
Encaminándose a la puerta de la cocina, Jane dijo:
—Bueno. Pero nosotros no podemos hacer nada. Hace poco que lo conoce. Puede olvidarlo, pero pasará un mal rato.
Jennifer se mantuvo quieta mientras Carl llevaba la camioneta desde la carretera de Lamirra, por los prados, caminos del Howqua, saliendo del vehículo cada vez que llegaban a una empalizada para abrir y cerrar la puerta. Jennifer estaba cansada y muy pálida, pues había estado mucho rato preparando una buena comida. Fuera lo que fuera lo que hubiese sucedido, parecía lo más importante para ella no estropear el día a su compañero. Hacía el mismo buen tiempo de verano sin una nube que había hecho todos los días desde su llegada a Leonora; los mismos penachos de humo ascendían por detrás de las cimas del Buller, las mismas bandadas de blancas cacatúas proferían chillidos agudos y volaban de un árbol a otro bajo un cielo límpido.
Cuando dejaron atrás los prados y se internaron en los bosques, ella pareció animarse y preguntó:
—¿Cómo piensas averiguar dónde estuvo la casa, Carl?
—Tengo una cinta métrica de agrimensor —sonrió él—. Le pedí a Jim Forrest que me la prestara.
—¿La usarás para medir?
—Espero que así podamos averiguar dónde estuvo la casa —dijo asintiendo—. Billy Slim nos ayudará, si está. Subieron por el camino hasta el prado de Jock McDougall. Los periquitos azules y carmesí volaban sobre ellos y un canguro pasó brincando hasta desaparecer en las sombras. Pronto llegaron a la loma, aparcaron a la sombra y se apearon del vehículo. Jennifer se detuvo a mirar el amplio panorama, con las colinas cubiertas de vegetación que parecían adquirir un especial relieve bajo el sol resplandeciente.
—Éste debe ser uno de los lugares más bellos del mundo —dijo—. Aquí es donde yo me haría una casa si viviera en estas tierras.
Con una sonrisa, él respondió:
—Seguramente será húmedo y frío. El viento lo azotará en invierno y a veces quedará completamente cubierto de nieve. Resultaría más confortable construirla en el valle, a la orilla del río.
Jennifer no contestó. Siguió contemplando el horizonte como si quisiera conservar aquel panorama grabado en su mente. Él la miró y por vez primera notó que estaba pálida y preocupada y casi ojerosa.
—Tienes aspecto de estar cansada. ¿Quieres que intente conducir el Chevrolet hasta el río?
Ella forzó una sonrisa. No quería estropearle el día.
—Estoy bien —dijo—. Lo que me pasa es que no he podido dormir bien esta noche. Un paseo me irá muy bien. Es mejor que no nos arriesguemos a llevar la camioneta hasta abajo no vaya a ser que después no pueda subir.
Volvieron al vehículo, cogieron la cesta y los paquetes del almuerzo, la parrilla y la cinta métrica. Él no dejó que Jenny llevara nada.
—Así voy bien —dijo, rotundo—. Si vuelves a insistir te llevaré también a ti.
—Me gustaría que lo intentaras —contestó incautamente Jennifer.
Carl dejó todo lo que tenía en las manos y cogiéndola por la cintura la levantó. Ella permaneció entre sus brazos un momento, sintiéndose segura por primera vez aquel día. En seguida se mostró molesta y protestó:
—Ya está bien. Suéltame… Ya sabía yo que no iba a estar segura en estos bosques con Charlie Zlinter.
Carl la besó en la mejilla y la soltó, y riendo se inclinó para volver a coger los paquetes y la cesta.
Jennifer permaneció un rato confusa.
—No me gusta pensar que esto de los besos va a convertirse en una costumbre —dijo al fin.
—Es lo corriente —aseguró él—. En mi país todos nos besamos por la mañana al darnos los buenos días.
—No creo que sea verdad. Y en cualquier caso, esto es Australia. Si vas besando a todas las mujeres a las que des los buenos días te buscarás alguna complicación.
—No me interesa besar a todas las mujeres a quienes dé los buenos días, sino solamente a una.
Ella le miró fijamente y juntos emprendieron la marcha por el camino que bajaba al Howqua. Cuando llegaron a la orilla del río depositaron la cesta y los paquetes en un extremo del puente y lo cruzaron para ir a la casa de Billy Slim. Lo encontraron cortando madera. Apenas los vio se irguió para saludarles:
—Buenos días, Jenny. Buenos días, Carl. ¿Han venido de pesca?
El checo repuso:
—No. ¿Recuerda usted la última vez que estuvimos aquí?… Hablamos de la ciudad de Howqua y de donde vivió Charlie Zlinter.
—Sí. Y usted habló de comprar una parcela.
—He averiguado dónde vivió Charlie Zlinter.
—¿Dónde vivió?
—En el número quince de Buller Street.
El guardabosques se rascó, pensativo, la cabeza:
—Buller Street… Alguien me dijo un día dónde estaba eso… ¿No sería subiendo la colina desde Victoria Avenue?…
—Aquí tengo un plano. Lo encontré en el Ayuntamiento de Banbury y saqué una copia.
Entraron en el comedor de la casa del guardabosques y extendieron el mapa sobre la mesa.
—En todo el tiempo que llevo aquí es la primera vez que veo un mapa del Howqua —aseguró Billy Slim—. Eso es. Aquí está Buller Street, aquí Victoria Avenue y aquí el río… Parece que subía por la colina en la misma dirección ascendente del río. Como si fuera el camino de la ciudad.
—Tal vez viviera allí precisamente por ese motivo —opinó Jennifer.
—Tiene usted razón. Sería el sitio mejor para un boyero —convino el guardabosque.
—¿Hay alguna señal en la tierra desde la que podamos medir para encontrar el lugar en que vivió? —preguntó Carl.
—No será demasiado difícil. Vamos al otro lado del río y lo veremos. Me gustaría tener una copia de este plano —dijo Billy Slim.
—Ya le haré una —prometió el checo.
Al cabo de dos horas, que emplearon midiendo y argumentando sobre las ligeras huellas que se veían en la tierra y trazando líneas sobre el plano, llegaron a una conclusión. Estaban de pie en la ladera de la colina, a unos cincuenta pies sobre el nivel del río, contemplando el llano donde en otro tiempo se había asentado la ciudad. Allí, donde ellos se encontraban, en medio de los bosques, había una pequeña extensión de tierra llana, que mediría la mitad que un campo de tenis.
—Debía de ser esto —aventuró el guardabosque—. Aquí debió de vivir Charlie Zlinter.
—Me parece que la casa que hubo aquí debió ser mucho más grande que la de él —indicó Jennifer—. Mary Nolan me dijo que era una casa pequeña con una sola habitación.
—¡Claro! —dijo Billy Slim—. Todo el terreno no estaría ocupado por la casa. Necesitaría un espacio para la carreta y los víveres y la paja. La casa no ocuparía más que un pequeño trozo del solar. Si le interesa encontrar el lugar exacto en que estuvo enclavada, no tiene más que excavar un poco. Seguramente se encontrarán los cimientos y la parte que correspondió a la chimenea.
—Me gustaría hacer lo que usted dice —aseguró Zlinter—. Si voy a su casa, ¿podrá usted prestarme un pico y un azadón?
—¡Claro! Le prestaré todo lo que necesite.
Jennifer bajó con ellos hasta el puente. Carl lo cruzó con el guardabosques para recoger el pico y el azadón, y ella cogió la cesta de la comida y volvió al bosque donde estaba el terreno en que vivió Charlie Zlinter. Se sentó sobre la hierba a la sombra escasa de los árboles cauchíferos y esperó que él volviera con las herramientas. Se sentía cansada, muy cansada, sintiendo al mismo tiempo preocupación y alegría. La alegraba que él hubiera encontrado un lugar tan bello para construir su cabaña y se sentía apenada porque ella no vería nunca aquella vivienda.
Carl volvió al poco rato. Jennifer había extendido un mantel sobre la hierba y había sacado la comida.
—¿No será mejor que no hagamos fuego aquí, Carl? No me gustaría que prendiéramos fuego al bosque. Jane me ha puesto carne fría, de modo que no nos harán falta las chuletas.
—Desearía encontrar la chimenea de Charlie Zlinter y asar en ella una chuleta, aunque sólo sea por cumplido.
Ella sonrió.
—Cavaremos un poco después de comer y asaremos esa chuleta de cumplido.
Sentados sobre la hierba, comieron mientras observaban el lugar preguntándose dónde habría estado situada la casa. De pronto, Zlinter se levantó con un bocadillo en la mano y puso el azadón en la parte vertical de la colina, sobre el borde más alejado del río. La tierra estaba ennegrecida de hollín.
—Aquí estaba la chimenea —dijo, satisfecho—. Si construyó la casa apoyada en la ladera lo más fácil era poner aquí la chimenea. La misma ladera serviría de pared posterior y el calor sería más intenso. La parte de encima pudo hacerla de madera. De esta manera apenas necesitaría ladrillos.
Hablaron de todo esto mientras comían. Todo les parecía lógico y razonable.
—¿Harás tu casa igual que la suya? —preguntó Jenny. Carl meditó unos momentos.
—No lo sé. En invierno, cuando no haya pesca, mi cabaña puede estar vacía muchos meses y entonces la tierra estará húmeda y no habrá fuego que pueda secarla. La chimenea podría derrumbarse. Creo que será mejor que construya mi casita distinta, con una chimenea de ladrillo y separada de la ladera. No me parece muy acertado construir mi casa en la falda de la montaña como él lo hizo. Será preferible levantarla aquí, donde estamos sentados, y no utilizar la ladera para nada. De otro modo, el agua podría entrar en la casa cuando yo estuviese ausente.
Ella asintió.
—Levanta la pared a unos tres o cuatro pies de esa ladera, aunque no te conviene levantar la otra pared demasiado cerca del borde opuesto. La tierra podría derrumbarse con el peso de la pared…
Él midió con una mirada el terreno.
—Será un lugar muy pequeño —murmuró—. No tendrá más que unos pies de longitud. No tengo dinero para construir un palacio. Creo que, de todos modos, tendré espacio de sobra. Sin embargo, tienes razón. La pared trasera debe estar separada unos tres o cuatro pies de la ladera y la fachada debe quedar mirando al río. Y en la parte exterior se puede hacer una galería con un banco o sillas de jardín para poder contemplar el río desde allí.
—Lo estás planeando todo —sonrió ella.
Él rió con cierto embarazo.
—Es muy importante para mí tener una vivienda propia.
—Lo sé y debes construirla, Carl. Has elegido un lugar muy bello.
Fumaron los dos cuando acabaron de comer y estuvieron hablando de la casa: dónde estaría la puerta, dónde la chimenea, dónde la ventana y en qué sitio pondría la cama. Después apagaron cuidadosamente las colillas y recogieron los restos de comida. Pusiéronse después en pie y empezaron a inspeccionar aquellos lugares. Zlinter cogió el azadón para arrancar las zarzas y las malezas de la ladera. La tierra estaba ennegrecida por el hollín hasta unos tres pies por encima de sus cabezas. Era indudable que allí había estado la chimenea.
—Las paredes laterales se extenderían desde la pared frontera formando unos ángulos rectos —opinó él mirando la ladera—. Puede que una de las paredes estuviese aquí.
Se puso a manejar otra vez el azadón y empezó a arrancar el césped y el musgo. A los pocos minutos su esfuerzo se vio recompensado, pues encontró un montón de madera carbonizada.
—Aquí hubo una pared —exclamó Carl.
Luego se quitó la chaqueta y siguió trabajando. Poco a poco fue descubriendo los restos de paredes carbonizadas que formaban líneas rectas. En media hora el hombre dejó al descubierto dos rectángulos de terreno ahumado y con restos de cimientos, y se sintió cansado. El sudor le corría por su cuello y brazos.
—¡Es magnífico! —comentó la muchacha—. Me recuerda las ruinas de Pompeya. —Y señalando un rectángulo exterior, preguntó—: ¿Qué debía de ser esto?
Carl se encogió de hombros.
—Es posible que fuese un almacén para el heno, o un establo. Pero no… Ahí no habrían cabido ocho bueyes. Sería para el heno y los arneses.
Permanecieron quietos un rato, contemplando lo que él había dejado al descubierto.
—¿Dónde harás tu casa, Carl?
—Debo hacer primero un proyecto. Lo haré esta semana y pediré al señor Forrest madera y planchas. Me parece que lo mejor será poner aquí la chimenea y la puerta aquí…
—Habrá mucha corriente de aire. No tendrás un rincón abrigado en la casa si pones la puerta frente a la chimenea.
—Es verdad —asintió él—. Tendré que hacer una ventana en la pared delantera para poder ver la altura del río cuando me levante y comprobar si puedo ir a pescar. La puerta estará a este lado, pero pondremos la chimenea aquí, en la parte de la ladera, de la que estará separada cuatro pies.
—Así es como la tenía Charlie Zlinter, aunque un poco más separada de la ladera.
—Exacto.
Con la vista calculó él cuatro pies a partir de las huellas de humo de la chimenea que se advertían en la falda de la montaña y dijo:
—La chimenea quedará aquí.
Clavó la pala en la tierra para señalar dónde quedaría situada, y la herramienta rechinó con un sonido metálico.
—Aquí hay roca —dijo él sorprendido.
Hasta entonces no había encontrado otra cosa que tierra blanda. Apartó las hojas caídas y el musgo y dejó al descubierto la superficie lisa de una piedra.
—Ésa es la piedra de Mary Nolan, Carl —gritó Jennifer.
—¿La piedra de Mary Nolan?
—Me dijo que había un bloque de piedra frente a la chimenea de la casa para evitar que saltaran las chispas del fuego. Dijo que pesaba cuatrocientas libras y que él la levantaba y la llevaba de un lado a otro para demostrar su fuerza. Debe de ser esa piedra.
Carl miró a la joven.
—Si pesa cuatrocientas libras no pienso llevarla a cuestas para demostrar mi vigor. Ya lo haré otro día…
—No eres Charlie Zlinter —dijo ella.
—Es verdad. Ni tú eres Mary Nolan.
Carl se inclinó para acabar de dejar al descubierto la piedra, que tenía una superficie irregular de cuatro pies cuadrados. Un movimiento de la pala dejó al descubierto unos residuos de ceniza entre las piedras y el suelo.
—El fuego se encendía allí. Es como ella te dijo.
—Y sobre todo demuestra que se trata de la casa de Charlie Zlinter.
Él asintió.
—Desde luego. Supongo que en la chimenea pondrían a calentar el té y la comida.
Ella frunció el ceño.
—¿Sería de madera el suelo? —preguntó.
—Es posible. Parece lógico que el suelo fuese de madera y no de tierra simplemente. Esta piedra estaba aquí para impedir que el fuego prendiese en la madera. Una buena idea.
—Si también piensas utilizarla tendrás que sacarla de ahí. Ahora está precisamente donde tú pondrás el fuego… Tendrás que hacer lo mismo que hacía Charlie Zlinter, levantarla y transportarla.
—Tendré que trasladarla, en efecto. —Durante unos minutos estudió la posición de la piedra y luego dijo—: La cambiaré de sitio un día que tú no estés. Después podrás venir a verla puesta.
Jennifer levantó sus ojos hasta los del hombre.
—No podré venir, Carl —dijo serenamente.
—¿Por qué no? —se extrañó él.
—Porque me voy.
—Pero supongo que vendrás cuando tengas vacaciones, a pasarlas con los Dorman.
Ella movió la cabeza negativamente.
—Ya no volveré más aquí, Carl. Me voy a casa, a Inglaterra.
Él la miró consternado.
—Necesitaba venir por última vez al Howqua y decírtelo aquí, no en Leonora, delante de todos los demás. He de volver a Inglaterra, Carl… en seguida. Me voy el martes en el «Quantas Constellation», que sale de Sidney. Mañana saldré de Leonora.
Dejando caer la pala, Carl se acercó a la muchacha y le cogió una mano.
Ella le miró pestañeando.
—Anoche recibimos un cable, al poco rato de irte tú. Era de papá. Mi madre murió ayer, Carl… Ayer o anteayer. Las fechas están algo confusas. —Después de un corto silencio añadió—: Esto quiere decir que papá está ahora completamente solo. Yo tengo que ir a hacerle compañía. —Una lágrima se escapó de sus ojos y resbaló por su mejilla.
—Siéntate aquí y cuéntamelo todo.
La llevó hasta el pequeño montículo y los dos se sentaron allí. Ella lloraba experimentando el alivio de no tener que seguir fingiendo. Él sacó su pañuelo y lo miró indeciso.
—¿Tienes pañuelo, Jenny? Éste está bastante sucio de sudor.
Jennifer le sonrió a través de sus lágrimas y cogió el pañuelo que él le ofrecía. Carl volvió a cogerla por los hombros y le enjugó las lágrimas.
—Debo de tener el mío en alguna parte —repuso ella, sin hacer nada por encontrarlo—. Siento estar portándome como una tonta, Carl. Pero es que esta noche no he podido dormir.
—Nunca se me ha ocurrido pensar que esto es portarte como una tonta. ¿Quieres contarme lo sucedido, o prefieres no hacerlo?
Jennifer cogió de manos de Carl el pañuelo y se secó los ojos.
—Podría contarte mucho sobre lo ocurrido —dijo con un tono de profunda amargura—. Mamá padecía asma y bronquitis, y ha muerto.
Un chispazo de interés médico brilló entre la preocupación que sentía Carl.
—¿Estaba ya enferma cuando te marchaste de Inglaterra?
—Siempre se ponía enferma en invierno. No es que estuviera muy mal, pero no pasaba los inviernos nada bien. En los meses más crudos apenas salía de casa. Nunca creí yo que estuviera en peligro, pues en este caso no habría venido.
Él asintió recordando los prisioneros que padecían aquella enfermedad en los campos alemanes. Un esfuerzo fuera de lo común o una sencilla infección, y el corazón se paralizaba inesperadamente.
—Los periódicos dicen que ha hecho muy mal invierno en Europa.
—Supongo que eso habrá influido —asintió ella.
Durante unos momentos los dos guardaron silencio. Carl contemplaba los árboles de la orilla del río que centelleaban bajo el sol del atardecer, pensando en el vacío que sentiría en su vida cuando ella se fuese.
—Dime, Jenny, ¿tienes hermanos?
Ella sabía lo que Carl estaba pensando y movió la cabeza negativamente.
—Soy hija única, Carl. Tengo que volver a casa. Anoche hablé con papá por teléfono y le dije que iría inmediatamente. No volveré aquí jamás.
—Sería muy bueno para mí que te quedaras. ¿Y pudiste hablar con tu padre desde el rancho de Leonora?
—Jack Dorman dijo que podía hacerse y lo consiguió. La llamada se hizo a las cuatro de la mañana, las seis según la hora inglesa. Pude oír a papá perfectamente. Sólo me costó tres libras… Los Dorman han sido amabilísimos. Yo no tenía bastante dinero para volver en avión y habría tardado meses en conseguir un pasaje por mar. Pero no han querido que hablara siquiera de marcharme en barco. Mañana me llevarán hasta un lugar que se llama Albury, para tomar el tren que va a Sidney, y Jane vendrá conmigo a Sidney para despedirme en el aeropuerto. No han podido portarse mejor conmigo.
Él la miró a los ojos.
—¿Estás completamente segura de que te conviene volver a Inglaterra? ¿No puede venir tu padre aquí para reunirse contigo?
—Ya había pensado en ello, pero no sería una solución. Papá ha sido médico en Leicester toda su vida. No le gusta el nuevo Servicio de Sanidad, pero de todos modos no dejaría Leicester en una ocasión como ésta. Tú no conoces a mi padre. Él y mi madre estaban tan compenetrados que ahora se sentirá completamente perdido durante algún tiempo. En Leicester es donde tiene todos sus intereses, sus amigos del Club Rotary, del Club Conservador y de la Asociación Médica Británica. Se restablecerá una vez pasada la primera impresión si estoy yo allí para cuidarle y gobernar la casa. En esta situación crítica no puede dejar a todos sus amigos para venir a un país extranjero donde no conoce a nadie. No sería justo pedirle una cosa así.
—Pero ¿y tú? ¿Prefieres vivir en Inglaterra o aquí?
—Desde luego me gustaría vivir aquí. No tiene comparación. Es lastimoso que haya conocido este país teniendo que volver a marcharme.
Él dijo de nuevo:
—Era demasiado bueno para mí.
Ella le oprimió la mano, diciendo:
—Lo siento, Carl. Es una de esas cosas que no tienen remedio.
Volvieron a guardar silencio. Ella le había dicho ya cuanto podía decirle y él necesitaba tiempo para pensar en lo que había oído. Al cabo de un rato, Carl preguntó:
—¿Crees que no volverás nunca a Australia?
—Lo intentaré, Carl —repuso ella, pensativa—. Es todo lo que puedo decirte. Lo intentaré. Es posible que haya una guerra y recibamos todas las bombas atómicas en Inglaterra o que no tengamos dinero suficiente para volver… Si el Servicio Sanitario se pone peor para los médicos, puede haber una posibilidad de que papá piense en trasladarse aquí, pero tiene cerca de sesenta años y es demasiado viejo para dejar todas sus cosas y sus conocidos. No creo que nunca vuelva a sentirme bien en Inglaterra después de haber visto esto, aunque lo procuraré.
Las manos de Carl se posaron sobre los hombros de Jennifer.
—¿Sabes qué habría ocurrido si te hubieras quedado aquí un año? —preguntó.
Levantando sus ojos hasta él, la muchacha preguntó:
—¿Qué?
—Habría buscado trabajo tan pronto como quedara libre del campo maderero y te habría preguntado si querías casarte conmigo.
Jenny permaneció inmóvil, rodeada por los brazos del hombre, pero sin mirarlo, con la vista fija en el río.
—¿Qué trabajo habrías buscado, Carl?
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Tal vez en una oficina. Buscaría cualquier trabajo que me permitiera ganar lo necesario para casarme. —Después de una pausa, preguntó dulcemente—: ¿Y tú, qué habrías contestado?
—No lo sé, Carl. No siempre se hace lo que se tendría que hacer. Supongo que te habría dicho que sí.
—¿Por qué has dicho eso, Jenny?
Jennifer adivinó el miedo que sentía Carl.
—Después de todo, tal vez sea conveniente que vuelva a Inglaterra —dijo resueltamente—. Me resulta odioso pensar que tuvieras que amoldarte a un trabajo de cualquier clase sólo por casarte conmigo. Me indignaría ser la mujer que te permitiera eso. —Se liberó de los brazos de Carl para mirarlo a la cara—. Debes ser médico otra vez. Ya sé que eso representa tres años en la Escuela de Medicina y que quizá no tengas bastante dinero para eso, pero también puede ocurrir que no lo intentes con demasiado interés. Pero si dejaras la medicina y buscaras un trabajo cualquiera por casarte conmigo… no me gustaría. Con tu habilidad debes ser médico, y aún mejor, cirujano.
—Eso no es posible. Lo he pensado muchas veces. Para mí volver a ser médico representa otros tres años de estudios, lo que me costaría, por lo menos, mil quinientas libras y yo no tengo ni una décima parte de esa suma. Además, tendría casi cuarenta años cuando pudiera ejercer la medicina en Australia. Yo sé que es una experiencia amarga, pero las guerras traen muchas amarguras y esto es una parte de las consecuencias de la guerra. Nunca volveré a ser médico.
—Creo que sí lo serás. A tu edad no creo que te consideres feliz con otra clase de trabajo.
Tras un rato de silencio, él preguntó serenamente:
—¿No volveré a verte nunca, Jenny?
La muchacha no contestó, pero al mirarla, él vio que unas lágrimas brotaban de sus ojos y resbalaban por las mejillas. Abrazó otra vez a la joven y luego le secó las lágrimas con un gesto lleno dé cariño.
—Perdona. No debí haberte hecho esa pregunta.
Levantando la cabeza, ella aseguró:
—Era natural que lo preguntaras… y hay que afrontar las circunstancias. Yo vuelvo a mi tierra, a doce mil millas de aquí, al otro lado del mundo, y probablemente transcurrirán años antes de que pueda volver a Australia. Tú pasarás nueve meses más en el campo maderero y después no tendrás bastante dinero para trasladarte a Inglaterra.
—Iría a Inglaterra de cualquier manera si supiera que deseas verme.
—Siempre necesitaré verte —contestó sencillamente la muchacha—. No hemos estado juntos mucho tiempo, Carl. No nos conocemos demasiado. Si todo hubiera ido bien y tú hubieses deseado casarte conmigo en cualquier época del año, probablemente yo habría sido muy feliz. Pero las cosas no han ido como era de esperar y puede que sea un bien. Mientras sigas siendo soltero tendrás una oportunidad de ser nuevamente médico. Con una esposa y tal vez un hijo al que mantener no habría ninguna esperanza. No necesitarás aceptar cualquier clase de trabajo, te convenga o no. No creo que eso te hubiera hecho feliz, ni es de imaginar que yo me hubiera sentido feliz casándome en estas condiciones.
Ella miró sonriendo con dulzura.
—Creía que te conocía, que sabía cómo eres, pero ahora veo que no te conozco en absoluto.
—Es lo que yo te he dicho… Pero esto no altera el hecho de que habríamos sido felices si nos hubiéramos casado.
Él callaba mirando la corriente que reverberaba bajo el sol al saltar el agua sobre las blancas piedras. Mientras, seguía sosteniendo a la mujer entre sus brazos.
—Me gustaría poder pensar que volveremos a encontrarnos nuevamente antes de ser demasiado viejos —dijo al fin—. Lo que has dicho es verdad… Te vas a doce mil millas de aquí, al otro extremo del mundo. Acaso no volvamos a vernos nunca. Pero yo soy mayor que tú, Jenny, y he aprendido que si uno desea una cosa con todas sus fuerzas, a veces sucede lo que se ansia. Yo necesito inmensamente encontrarte de nuevo antes de que nos hayamos olvidado el uno del otro. ¿Podrás escribirme alguna vez?
—Si lo hago, Carl, no dejaré de repetirte que vuelvas a hacerte médico.
—Puedes hacerlo. En este país un médico puede ahorrar el dinero suficiente para irse a Inglaterra.
Estuvieron sin moverse un largo rato, tal vez un cuarto de hora. Ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse. Por fin, Jennifer se separó de los brazos de él.
—¿Construirás igual tu casita, Carl?
Él se mostró vacilante:
—No estoy seguro. Me costará algún dinero, aun cuando la madera pueda obtenerla muy barata por medio del señor Forrest. Ahora necesitaré todo el dinero que pueda ahorrar.
—Creo que debes hacerla. Tienes que pasar todavía nueve meses en el campo maderero y siempre te resultará un sitio barato para venir a pasar tus días libres. Escríbeme cómo te va la casa y qué aspecto tiene.
—Si sigo será recordándote siempre, especialmente en el momento en que encontramos juntos el lugar en que estuvo la casa de Charlie Zlinter.
Una débil sonrisa iluminó el rostro de Jennifer.
—Construye la casa, Carl. No quiero que me olvides nunca.
—Antes de volver a Leonora, ¿quieres explicarme algo de tu casa, Jenny? Así, cuando te escriba podré imaginarme dónde éstas.
—Sí, Carl. ¿Qué quieres que te explique?
—Cosas sobre Leicester. Una vez me dijiste que era una ciudad muy fea. ¿Ha sido perjudicada por la guerra?
—No ha sido muy bombardeada. Por lo menos, no tanto como otros lugares. Pero no se puede decir que sea una ciudad bonita. Es una población industrial donde hay muchas fábricas de zapatos. A mí me parece muy fea y nadie la elegiría para vivir por gusto.
—¿Son bonitos los alrededores de la ciudad?
—Toda la campiña está llena de granjas y es muy llana. En invierno es terriblemente fría y gris.
—¿Tú vives en la ciudad o en las afueras?
—Vivimos en una casa que está a una milla y media del centro, en un barrio muy bueno, cerca de la Universidad. Es una calle suburbana de casas colocadas en hilera, todas iguales. No está lejos de las tiendas. No tendré nada de interés que decirte en mis cartas, Carl, porque no ocurre nada interesante a las amas de casa de Leicester. Pero procuraré resultar lo más amena posible.
—Otra cosa. Son tantas las cosas que quisiera saber y no sé… ¿Cuándo celebras tu cumpleaños?
—El veinticinco de agosto. Y tengo veinticuatro años, por si te interesa saberlo. ¿Y tú, cuándo cumples los tuyos?
—El diecisiete de junio y tengo treinta y seis años. Soy demasiado viejo para ti, Jenny.
—¡Qué tontería! Ya tenemos bastantes complicaciones, no añadamos esta otra. Hay tantas cosas que ignoramos el uno del otro y tan poco tiempo para averiguarlas… Ni siquiera puedo pensar en todo lo que quisiera saber.
—Así tendrás cosas que escribir desde Leicester. Podrás preguntarme todo lo que desees saber de mí.
Carl se puso de pie y ayudó a la muchacha a levantarse.
—Voy a llevarte a Leonora, Jenny. Ya nos hemos dicho todo cuanto teníamos que decirnos y tú estás cansada. Mañana tienes que salir y te pasarás seis días cruzando el mundo. Antes de que nos digamos adiós, prométeme dos cosas.
—Si puedo… ¿Qué cosas son?
—Que te acostarás en seguida que llegues a Leonora.
—Querido Carl —repuso Jennifer oprimiéndole la mano—, tengo qué hacer el equipaje, pero ya tendré tiempo de hacerlo por la mañana. Sí, me acostaré en seguida. ¿Cuál es la otra cosa?
—Deseo que recuerdes lo mucho que te quiero.
—Lo recordaré siempre, Carl.
Separándose de ella, Carl cogió el pico y la pala y bajó por la colina para devolver las herramientas a Billy Slim. Jenny se quedó inmóvil contemplando su delgada silueta. Estaba demasiado cansada para pensar con claridad. Solamente se daba cuenta de que amaba a Carl y de que Carl estaba excesivamente delgado. Se dejó caer otra vez sobre la hierba, bajo los grandes árboles todavía iluminados por los últimos rayos del sol, atontada por el dolor y la fatiga.
Cuando volvió a su lado, Carl parecía tranquilo y dispuesto a afrontar la realidad. Recogió la cesta y la parrilla y ayudó a la muchacha a ponerse en pie.
—Ahora voy a llevarte a casa, Jenny. Tú tienes un largo viaje por delante y yo mucho trabajo. No representará ninguna ayuda ni para ti ni para mí lamentarnos de nuestra mala suerte.
—Estás en lo cierto, Carl —convino ella con una sonrisa forzada—. No llevo más que tres semanas en este país y me estoy acostumbrando a hablar como una australiana.
—Por nuestro gusto los dos seríamos australianos. Algún día lo seremos de verdad y viviremos aquí juntos.
Comenzaron a subir por el sendero desigual atravesando los bosques, cogidos de la mano y sin hablar apenas. La calma y la seguridad de Carl reconfortaban a la muchacha y las perspectivas que se le ofrecían no le parecieron tan agobiadoras. Andaban a un paso moderado, sin correr, pero tampoco con excesiva calma. Al cabo de una hora llegaron ante el viejo Chevrolet, parado en el prado de Jock McDougall.
Carl puso la cesta en la parte trasera de la camioneta y se volvió hacia Jennifer.
—Aquí es donde debemos despedirnos —dijo abrazándola otra vez—. Tal vez no por mucho tiempo. Los dos somos jóvenes y doce mil millas no son suficientes para separarnos. No vamos a quedarnos aquí mucho rato, porque ya nos hemos dicho cuanto era necesario, y tú estás muy cansada. Todo lo demás ya nos lo diremos por carta.
La estrechó él contra su pecho mientras se besaban. La soltó en seguida y sin decir nada más la hizo subir a la camioneta y se sentó a su lado. Puso en marcha el auto y emprendió la dirección de la carretera y el rancho de Leonora.
Llegaron al rancho media hora más tarde. Jenny se apeó para ir abriendo las puertas. Al fin entraron en el patio de la casa y Carl se detuvo ante la puerta de la cocina.
—Despidámonos de prisa —dijo en voz baja—. Adiós, Jenny.
—Adiós, Carl —murmuró ella con una sonrisa triste.
El hombre, andando maquinalmente, volvió a la camioneta, cogió la cesta, la puso en el borde de la baranda, subió otra vez al vehículo y la condujo al cobertizo. Permaneció unos momentos dudando, pensando si debía entrar a saludar a los Dorman y acabó optando por marcharse. Volvería cualquier tarde, cuando Jennifer se hubiera marchado, para darles las gracias por haberle permitido usar el Chevrolet. Cogió su parrilla y la cinta métrica y se dirigió a la puerta del patio. Dio la vuelta a la casa y allí encontró a Jack, sentado en la galería, esperándole.
Carl se detuvo.
—He vuelto a dejar el Chevrolet en el cobertizo, señor Dorman. Ha sido usted muy amable al prestárnoslo. No creo que volvamos a necesitarlo…
—¿Le ha dicho Jenny que se va a Inglaterra? —preguntó el ganadero ofreciendo un cigarrillo a su interlocutor.
—Sí… Me lo ha dicho.
—Es una lástima que tenga que regresar y que no haya podido prolongar su estancia en Australia —dijo Jack.
—Ha sido mala suerte, pero ella hace lo que debe y sigue el camino que ha de seguir.
—Es verdad —admitió el ganadero.
Fumaron unos minutos en silencio.
—¿Y usted qué piensa hacer? Aún parará nueve meses en el campo, ¿no?
Carl asintió.
—Después intentaré volver a hacerme médico. Iré a ver al doctor Jennings para ver si puedo revalidar mi título. Si no puedo hacerme médico aquí probaré en cualquier otro país. En el Pakistán creo que se puede ser médico en seguida… Claro que yo prefiero vivir aquí.
—Lo más práctico es que hable con el doctor Jennings —dijo el ganadero—. Hace muchos elogios de las dos operaciones que usted realizó.
—Fue muy amable conmigo en el juzgado. Desde luego, hablaré con él.
Poniéndose lentamente de pie, el ganadero dijo:
—Venga a vernos alguna vez para que sepamos cómo van sus gestiones. Si necesita usted un vehículo recuerde que aquí tiene el Chevrolet.
—Es usted muy amable, pero no quiero usarlo más.
—Ahora tenemos tres coches en el rancho, y pienso comprar otro, un Land Rover. No echaremos de menos el Chevrolet, aunque usted se lo lleve. Si tiene que ir de un lado a otro para la cuestión de su doctorado, no tiene que preocuparse por no tener coche.
—Verdaderamente sería una gran ayuda.
—Será mejor que saque su licencia de conducir —aconsejó Jack—. No tiene por qué ponerse en mala situación con la policía. Puede venir a buscar el Chevrolet cuando lo necesite.
Al día siguiente por la tarde, Jack y Jane acompañaron a Jennifer, pálida y silenciosa, a Albury donde tenía que tomar el expreso de Sidney, situado a unas cien millas de allí. Jack se despidió ceñudamente de la muchacha en la estación y subió nuevamente a su Ford para volver a casa. Llegó a Banbury a las cinco, sudoroso y sediento, y se dispuso a tomar una cerveza. Dejó el coche bajo los árboles y entró en el bar del hotel «Cabeza de la Reina».
El bar estaba lleno y Jack vio a Pat Halloran y al doctor Jennings. Se acercó al doctor y bebió un par de cervezas para refrescar su garganta seca. De pronto dijo:
—Ayer hablé con Zlinter. Parece que le gustaría hacerse otra vez médico, cuando haya cumplido sus dos años en el campo.
—Hoy ha venido a verme. Le he prometido escribir al secretario de la Asociación Médica Británica, de Melbourne, aunque no sé si podré conseguir gran cosa. El Registro de Médicos Extranjeros tiene sus reglas…
—Es una lástima. Zlinter me dijo que se marcharía de Australia si aquí no podía ser médico. Por lo visto, con las calificaciones que tiene podría ejercer en el Pakistán.
—No me sorprendería —repuso el médico mirando pensativo su vaso de cerveza—. A mí no me habló de eso. Acaso debiera hacer constar eso en mi carta.
—¿Cómo sigue el individuo del cráneo fracturado?
—Va muy bien. Zlinter afrontó un peligro enorme operando en aquellas condiciones. Pero no podía hacer otra cosa. De todos modos, el paciente sigue muy bien. Hace ya unos días que ha recobrado el conocimiento y está casi normal. Desde luego, hablaré de esta operación en mi carta.
—Debemos hacer algo por ese muchacho —repuso el ganadero—. Sería lamentable que tuviera que marcharse al Pakistán.
—Hasta cierto punto, sí. Probablemente tiene condiciones de cirujano. Una destreza como la de ese muchacho no es corriente. Hay cosas que uno puede realizar fácilmente y otras que no, y cuando no resultan fáciles es mejor dejarlas. Sin embargo, en la técnica de Zlinter hay muchos vacíos que sólo se pueden llenar en un hospital de instrucción.
—Pero eso exigirá tres años de práctica.
—Tal vez no. No estoy muy al corriente de estas cosas, pero en un caso como éste se puede hacer una excepción. Dentro de quince días pienso ir a Melbourne y hablaré con el secretario.
—Me agradará saber cómo van sus gestiones, doctor. —Hizo una pausa para echar otro trago y prosiguió—: Hay otra cosa, y es que no tiene dinero. Si fuera la única dificultad no me importaría ayudarle.
El médico levantó la vista.
—Es una gran generosidad por parte suya.
—Ya sabe usted lo alto que está el precio de la lana en esta época. A mi esposa le gusta ese muchacho y a Jenny también. Zlinter es un buen hombre. Si lo demás se pudiera solucionar, me disgustaría ver que la cosa se estropea por falta de dinero. Sin embargo, a él no le he dicho nada ni pienso decírselo por el momento.
—¿Le importará que se lo diga al secretario? —preguntó el médico—. Siempre puede resultar ventajoso hablar en favor de una persona cuando se puede decir que hay gente dispuesta a prestarle ayuda monetaria.
—Dígaselo. Yo mismo hablaré con él si es necesario depositar una fianza. Pero si es posible, vale más que Zlinter no se entere. Y siempre será mejor que si puede, solucione él sus propios asuntos.
Un sábado por la tarde, cinco días después, el médico llevó al correo la carta para el secretario de la Asociación Médica Británica. Era mucho su trabajo y tenía poco tiempo para mantener correspondencia y poca práctica paca escribir cartas razonables. El miércoles hizo un borrador, el jueves otro y lo sacó en limpio el sábado. Envió la carta por correo diciéndose que si seguía haciendo modificaciones cada vez le quedaría peor.
La noche del sábado, Carl Zlinter durmió en la casa de Billy Slim, en el valle del Howqua. Se sentía muy cansado, pues había tenido un día de trabajo extenuante. Por la mañana llevó, en un camión de la compañía, un cargamento de madera y cien ladrillos al prado de Jock McDougall. Desde allí bajó a pie a la vivienda del guardabosques, que le prestó un caballo, y se pasó el resto del día subiendo y bajando por la colina transportando los materiales al terreno en que estuvo la casa de Charlie Zlinter. Trabajó duramente diez horas, animado constantemente por el recuerdo de Jennifer y sin permitirse ni un momento de descanso por temor de sentirse desconsolado. A la caída de la tarde había transportado todos los materiales y recogió los utensilios y se marchó. Asó un trozo de carne en el fuego del guardabosques y estuvo charlando con él un rato hasta que se acostó.
Como estaba agotado, se quedó dormido en seguida.
Aquel mismo sábado por la tarde, Jennifer se trasladaba desde el aeropuerto a la estación Victoria, nada contenta de encontrarse en Londres. Caía una llovizna fría y el ambiente resultaba húmedo y desapacible en comparación con el verano australiano. Compró un ejemplar del Evening Standard en el aeropuerto, leyó los titulares, y poco después el periódico yacía olvidado en su regazo. El racionamiento de carne había disminuido todavía más y el precio había aumentado. El Ministro de la Guerra había pronunciado un discurso de circunstancias, y el Ministro de Sanidad había hecho unas declaraciones mostrándose lleno de prejuicios de clase. Jennifer se sabía ya todo aquello de memoria y estaba cansada de aquella gente y de todo aquello a lo que había vuelto. Entonces se dio cuenta de que era una terrible equivocación salir de Inglaterra si había que volver. Era preferible permanecer tranquilamente en el país, haciendo la vida cotidiana, y no enterarse de que había otros países más felices.
Aunque podía haber ido, se sentía demasiado fatigada para ir a Leicester aquella noche y excesivamente angustiada para presentarse ante su padre. Antes quería dominar su propio dolor y procurar amoldarse de nuevo al modo de vivir en Inglaterra. Desde la estación terminal de las líneas aéreas tomó un taxi que la llevó a St. Pancras y alquiló una habitación en el hotel para pasar la noche. Le dieron un dormitorio limpio, frío e impersonal, pero con una cama confortable. Todavía se sentía deslumbrada por las vistas de los países que había cruzado, y tenía el estómago cansado de comidas fuertes, servidas a horas extrañas y en lugares extranjeros. Sin comer nada, se desvistió, tomó un baño y se metió en la cama. Pasó mucho rato escuchando el clamor del tráfico de Londres, llorando quedamente al recordar al hombre que amaba y el sol límpido y transparente del valle del Howqua.
Al amanecer el domingo, Carl Zlinter se levantó y salió hacia el terreno de su futura vivienda, andando bajo los árboles cauchíferos. Permaneció unos minutos planeando su trabajo y pensó que no era práctico edificar la casa en el mismo lugar que había estado antes. Sería mejor construir un poco más allá los cimientos de la nueva construcción. Por fin llegó a la conclusión de que construiría primero la chimenea de ladrillo, y la vivienda de madera podría amoldarse a la chimenea. Para un constructor sin experiencia aquél sería el modo más fácil de llevar a cabo su trabajo. Señaló los cimientos de la chimenea con la punta del pico y contempló la piedra que aseguraba tenía cuatrocientas libras de peso. Se hallaba aproximadamente en el mismo lugar en que estaría más adelante el hogar y, por lo tanto, debía trasladarla unos tres pies más allá. Volvió a la casa del guardabosques para pedirle una palanca de hierro, y resolvió trabajar todo el día y apaciguar sus preocupaciones nuevamente con la fatiga.
Aquel mismo domingo por la mañana, Jennifer salía del tren en la estación de Leicester. Dejó sus maletas en la consigna y echó a andar bajo la lluvia menuda a lo largo de la grisácea carretera de Londres hasta su casa de Victoria Park. Empujó la puerta de la entrada y penetró en el diminuto vestíbulo, que le pareció más pequeño y vulgar. Abrió la puerta de la sala y halló a su padre poniéndose de pie. Sin duda había estado durmiendo y se espabiló al oír los pasos de su hija. Parecía más viejo que cuando ella se había marchado diez semanas antes. La habitación estaba sucia y el fuego de la chimenea humeaba.
Su rostro se iluminó al ver a su hija.
—¡Jenny! —gritó—. Estaba pendiente del teléfono porque creí que me llamarías desde Londres.
—¡Pobre papaíto! —exclamó la joven corriendo hacia él—. Ya estoy aquí. ¡Ojalá no me hubiera marchado nunca!