Nueve

El telegrama transportó a Jennifer hasta el crudo y frío invierno de Inglaterra, que el calor y la benignidad del clima de Australia le habían hecho casi olvidar. Solamente hacía unas siete semanas que había salido de Tilbury, pero en el corto tiempo que llevaba en Australia se había acostumbrado tanto a aquel país que le resultaba difícil recordar los rigores de la época invernal en Inglaterra. Con la blusa pegada a la piel por el calor, no era fácil pensar en las heladas neblinas de Leicester que producían la bronquitis y el asma a su madre.

Por sugerencia de Jane envió a su madre un telegrama que dictaron por teléfono a la oficina de Correos. Contenía las consabidas palabras de amoroso afecto. Mientras lo redactaba lo juzgó totalmente inadecuado y por primera vez se sintió apesadumbrada de haberse marchado tan lejos de su patria, pero ya no se podía hacer nada para evitarlo y no encontraba otras palabras sino las ya tan gastadas para dirigirse a su madre.

—Desde luego, podrías telefonear —indicó Jane—, si lo deseas. Creo que cuesta unas dos libras por minuto. A tus padres les agradaría.

—Creo que no —decidió al fin—. No tiene el teléfono en el dormitorio y no podría hablar con ella. De no poder hablar personalmente con mamá, creo que no vale la pena telefonear.

En vez de llamar por teléfono escribió una extensa carta para mandarla por avión, explicando todo lo que hacía y veía. No hablaba de Carl Zlinter ni del valle del Howqua. Al día siguiente bajó a Banbury con Jack y Jane en la camioneta Ford. La requisitoria previa se celebraba en un local próximo al puesto de policía. Era una sala pequeña y nada confortable, con una tribuna para el jurado, un estrado para los testigos y unos bancos de madera. El coronel era un ganadero de edad madura llamado Herbert Richardson, que había sido juez de paz en Banbury durante muchos años y actualmente se encargaba de las pocas requisitorias que se instruían en el distrito. Jim Forrest se hallaba allí con Carl Zlinter y el doctor Jennings, además de un número considerable de espectadores. En Banbury no se celebraban juicios con mucha frecuencia.

El señor Richardson era muy sordo y estaba poco acostumbrado a las pesquisas judiciales. Necesitó muchas indicaciones de la policía, pero finalmente abrió el proceso invitando al sargento Rusell a que explicase cuanto supiera de la muerte de Albert Hanson. El sargento hizo una detallada narración. El muerto había sido víctima de un accidente en el bosque de Lamirra. En el mismo lugar del accidente, le fue amputado a la víctima el pie por un individuo llamado Zlinter que estaba presente en la sala. El señor Zlinter, que no estaba inscrito como médico en Victoria, fue ayudado durante la operación por la señorita Morton, también presente, que no estaba inscrita como enfermera. Hanson, el hombre operado, había muerto unas horas más tarde en el campo de Lamirra y el doctor Jennings, presente en la sala, vio el cadáver poco después. El fallecido era conocido por la policía como un alcohólico. Las circunstancias que rodeaban el suceso inducían a creer que había alguna irregularidad en el fallecimiento, pero la policía no hacía ningún cargo. En vista de la sugerencia del sargento, el coronel llamó al señor Forrest para que prestara declaración. Después de prestar juramento, Forrest empezó a contar lo ocurrido mientras el coronel escribía laboriosamente toda la declaración. Al poco rato preguntó:

—¿Así, pues, usted autorizó al señor Zlinter para que amputase el pie del hombre herido?

—Así fue —admitió Forrest—. No podía hacer otra cosa. Zlinter dijo que, de todos modos, el pie tendría que ser amputado y pude comprobar que era cierto.

—¿Sabía usted ya entonces que él no tenía licencia médica para ejercer en Australia?

—Lo sabía.

—¿Por qué, entonces, le autorizó usted a hacer esa operación?

Forrest respondió:

—Dígame qué habría hecho usted en mi lugar. No podíamos encontrar un médico y no podíamos dejar al accidentado toda la noche allí. Si hubiéramos intentado apartar las palancas y la cortadora, podría haber caído otra palanca sobre él. Por eso consideré una suerte tener un médico entre nosotros, aunque ese médico no tuviese permiso para ejercer.

El viejo fue escribiendo todo aquello pausadamente. Al fin dijo:

—Bien. Y cuando trasladó usted al herido al campo de viviendas, ¿qué sucedió?

El narrador prosiguió:

—Entonces algún inconsciente cometió la estupidez de darle una botella de whisky. Al emborracharse, se volvió agresivo y todo lo que pudimos hacer nosotros fue intentar que permaneciera en la cama. Una o dos horas después, el doctor le dio algo y poco después el operado murió.

—Cuando dice usted «el doctor», ¿se refiere al señor Zlinter?

—Exactamente. Al señor Zlinter.

—¿Quién tenía a su cargo el herido cuando le dieron el whisky?

Hubo una pausa embarazosa.

—Puede decirse que todos cuidábamos de él. Estábamos allí el doctor, la enfermera, y yo mismo estuve casi toda la noche.

—¿Por enfermera indica usted a la señorita Morton?

—Sí, señor.

El coronel cuchicheó un momento con el sargento.

—Puede retirarse, señor Forrest.

El viejo consultó el papel que tenía en la mano y llamó:

—Señorita Jennifer Morton.

Jennifer se sentó en el banco de los testigos y prestó juramento en voz baja.

—¿Está usted inscrita como enfermera? —preguntó el coronel.

Ella movió la cabeza negativamente.

—No.

—¿Cómo? ¿Qué ha dicho?

El sargento Rusell intervino:

—Ha dicho que no, señor. —Y dirigiéndose a Jennifer le dijo—: Tendrá que hablar un poco más alto.

—¿Estaba usted encargada de atender al operado, antes de que muriese? —preguntó el coronel.

—Yo… Creo que no.

—No obstante, estaba usted actuando como enfermera.

—Sí. Estuve ayudando al doctor Zlinter.

El coronel dijo con tono de ligera impertinencia:

—¿Quiere hacer el favor de dejar de llamar doctor al señor Zlinter? Que yo sepa no es médico.

La joven enrojeció sin objetar nada.

Hubo una pausa. Por fin, el viejo coronel volvió a hablar.

—¿Se suponía que estaba usted atendiendo a aquel hombre antes de que muriera?

—No lo creo, señor. Yo no podía atenderle. Estaba en la habitación contigua, ayudando al señor Zlinter en la otra operación.

—¿La de la cabeza?

—Sí. En aquella habitación permanecimos unas dos horas, aproximadamente. Fue en ese tiempo cuando debió lograr el whisky.

—¿Y en todo ese tiempo no lo atendió usted?

—No, señor.

El coronel volvió a sus cuchicheos con el sargento Rusell, que asintió con un gesto afirmativo.

—Puede retirarse, señorita Morton.

Jennifer volvió a su asiento, cansada por aquel momento de excitación.

—Que se presente el doctor Jennings —llamó el coronel.

Cuando el médico hubo prestado juramento, el viejo dijo:

—Tengo entendido que usted examinó a aquel hombre poco después de su fallecimiento.

—Es cierto.

—¿Cuál fue la causa de su muerte?

—Choque operatorio, agravado por haber ingerido demasiado whisky.

—¿Practicó usted la autopsia?

—Sí.

—¿Encontró whisky en el cadáver?

—Sí, una gran cantidad.

—En su opinión, si ese hombre no hubiera ingerido esa desafortunada dosis de whisky, ¿se habría recobrado de la operación?

El doctor repuso prudentemente:

—Creo que podría haberse recobrado. Tenía una enfermedad de hígado, pues la víscera estaba muy dilatada. He conservado una muestra de ella. Esa condición de dicha víscera suele ser debida al abuso habitual de alcohol. Un hombre así no resultaría buen sujeto para sufrir una operación. Por lo tanto, existe la posibilidad de que hubiera muerto de todos modos. Pero la operación había sido llevada a cabo con mucha destreza y cuidado y yo diría que el herido tenía buenas oportunidades de recuperarse, de no haber mediado el whisky.

Todo aquello resultó largo de escribir. Al fin el coronel indagó:

—¿La operación había sido realizada adecuadamente?

—Al hacer la autopsia, examiné el miembro operado. Estaba bien y creo firmemente que el operado podía haber salido adelante.

—Ya…

El viejo dejó de escribir, permaneció pensativo unos minutos y luego dijo:

—Tengo entendido que ese Zlinter hizo otra operación aquella misma tarde: ¿Puede decirnos algo sobre este otro hombre operado? ¿Cómo sigue?

—Esta otra operación fue mucho más difícil que la amputación. Se trataba de extirpar limpiamente un trozo de cráneo y levantar, hasta colocarlas en posición normal, otras dos partes. Normalmente no es agradable realizar esta operación, y mucho menos, desde luego, sin los elementos de un hospital. En este caso la operación la llevó a cabo el señor Zlinter en unas circunstancias difíciles e improvisadas, ayudado por la señorita Morton. Esta operación también parece estar bien hecha, sobre todo teniendo en cuenta aquellas circunstancias. El paciente ha recuperado por completo el conocimiento y lo más seguro es que quedará completamente curado.

Hubo una pausa prolongada mientras el coronel escribía todo lo expuesto por el doctor.

—Bien —dijo por fin—. ¿De modo que debo considerar que esos hombres recibieron una atención médica satisfactoria?

El doctor quedó pensativo un minuto.

—Por lo que respecta a las operaciones, creo que están muy bien hechas. Los cuidados siguientes no son tan satisfactorios. Desde luego, no fue posible trasladar al operado de la cabeza a un hospital antes de que llegara la ambulancia, pero tal vez habría cabido llevar al hospital a Hanson y allí ese hombre no habría podido tomar whisky. Pero ya sabemos que es muy fácil dar consejos cuando se ven los hechos y no creo que debamos reprochar al señor Zlinter su decisión de dejar a los dos heridos en el campo en espera de la ambulancia.

Nuevamente el coronel habló en voz baja con el sargento. Después volvió a preguntar:

—¿Sabe usted si el señor Zlinter ha hecho alguna operación antes de éstas?

—No, señor. Sé que hacía vendajes y curas de urgencia en lesiones menores. Siempre me ha enviado los heridos al hospital para tratamientos ulteriores.

—¿Y se siente usted completamente satisfecho de que el señor Zlinter hiciera esas curas en Lamirra?

—Sí, señor. Sabía que en su país estaba calificado como médico, aunque no lo esté en Australia. Es un hombre perfectamente competente, para hacer curas de urgencia de lesiones leves.

—¿Lo considera usted competente para llevar a cabo la clase de operaciones que ha realizado últimamente, doctor Jennings?

El interrogado respondió con su habitual prudencia:

—En términos generales, no lo consideraría competente para operar hasta que haya cumplido lo reglamentado por la Junta de Registro Médico, lo que indica que debería hacer un curso de preparación en una escuela médica de aquí. En este caso particular, tan urgente, los dos hombres probablemente habrían muerto si él no los hubiera atendido. Así, pues, no había otra alternativa. Las operaciones que practicó habrían salvado la vida de los dos, pero por desgracia uno de ellos ha muerto debido a su intemperancia.

Hizo una pausa y concluyó:

—Me gustaría hacer constar que tengo una alta opinión de la capacidad del señor Zlinter como cirujano.

El coronel miró al médico parpadeando.

—¿Tiene una alta opinión de él?

—Ciertamente, señor. Si el señor Zlinter estuviera debidamente autorizado para ejercer en este país me agradaría tenerle como compañero.

Se reanudaron los comentarios a media voz entre Rusell y el coronel, y después éste dijo:

—Puede retirarse, doctor. Gracias. Que se presente el señor Zlinter.

Carl Zlinter subió al estrado de los testigos para prestar juramento.

—¿Cuál es su nacionalidad, señor Zlinter?

—Soy checoslovaco, señor.

—¿Y posee algunas calificaciones médicas?

—Estoy licenciado en la Universidad de Pilsen y además estoy doctorado en Medicina, señor. —Sacó unos documentos del bolsillo interior de la chaqueta—. Aquí tengo mi título.

Y se lo enseñó al sargento y al coronel. Éstos los miraron con interés, pero no comprendieron una sola palabra.

—Muy bien.

El coronel se retrepó en su sillón.

—Ha oído usted todas las declaraciones, señor Zlinter. Ya he oído lo bastante para determinar las causas de la muerte del herido intervenido por usted y no me propongo hacer ninguna pregunta a usted.

Hizo una pausa y luego prosiguió, hablando muy calmosamente:

—Ha oído usted las declaraciones y de lo que aquí se ha dicho se desprende que en un caso de urgencia usted practicó dos operaciones con una gran competencia, a pesar de que una de ellas era muy delicada y seria. Tengo que darle a usted las gracias en nombre de la población, y al mismo tiempo hacerle una advertencia. No está usted licenciado como médico en este Estado ni en ningún otro de Australia y si practicara alguna nueva intervención que no llegase a buen término se abriría contra usted un proceso por homicidio involuntario, porque en este país usted no es médico. No quisiera parecerle desagradecido, pero es la ley. Antes de volver a operar tiene que calificarse, pues de lo contrario puede encontrarse con algunas complicaciones: ¿Ha comprendido?

—Sí, señor —asintió Carl Zlinter—. Lo he comprendido perfectamente.

—Pues lo mejor será que se califique tan pronto como le sea posible. Gracias, señor Zlinter. Puede usted sentarse ya.

Carl volvió a su asiento y el coronel volvió a sus cuchicheos con Rusell. Por fin levantó la cabeza, recogió sus papeles y dijo:

—Esta encuesta se había abierto para indagar las causas del fallecimiento de Albert Hanson. Las declaraciones demuestran que ese hombre murió de choque traumático, agravado e intensificado por haber bebido una gran cantidad de alcohol que obtuvo por un medio que no se ha averiguado. No creo que el hecho de que la operación haya sido realizada por un cirujano no registrado en el país haya tenido ninguna influencia particular en el fallecimiento, ya que fue el whisky que se le proporcionó después de operado lo que ciertamente motivó su muerte. Y el responsable de esto es el director de la Compañía Maderera de Lamirra. No puedo cerrar esta encuesta sin expresar mi opinión de que ha existido cierta negligencia por parte del señor Forrest en lo que se refiere a los cuidados postoperatorios de esos dos hombres. Por lo que parece, en Lamirra no existe organización para el tratamiento de las lesiones graves. Opino que debería haber un pequeño hospital o sala de curas donde los heridos pudieran ser debidamente tratados y aislados. De haber existido ese dispensario la vida de ese hombre pudo haberse salvado. Acabo con un veredicto de muerte accidental, con una viva recomendación de que la Compañía tenga en cuenta lo que acabo de decir. No seré condescendiente si esto ocurre otra vez.

Después reunió sus papeles, se levantó del asiento y salió de la sala. La gente situada en los bancos para los espectadores empezó a desfilar hacia la puerta. Jack salió tranquilamente con los primeros y se tropezó con el doctor Jennings cuando se encaminaba a su vehículo.

—Todo ha ido muy bien, doctor —dijo.

Asintiendo, el médico replicó:

—Lamento que Jim Forrest haya sido objeto de una repulsa. Pero creo que alguien tenía que hacerlo, pues, desde luego, ha habido algo de descuido. Jim debía haber sabido que ese hombre era un borracho y pudo figurarse que alguno de sus compañeros le proporcionaría algo de bebida.

—Sí —asintió el ganadero—. No creo que a Jim le haya quitado mucho el sueño lo que pudiera ocurrirles a sus empleados.

—Debía tener un dispensario o algo por el estilo.

—Tal vez ahora lo haga. —Después de dudar un momento añadió—. Se ha portado usted muy bien con Zlinter. La cosa podía haber acabado mal para él.

—Lo sé —afirmó el doctor—. Hizo un buen trabajo, tan bueno como podía haberlo hecho otro en aquellas condiciones. Creo que no era más que un deber aclarar la verdad.

—Al decir que estaría contento de que fuera su compañero, supongo que habló para convencer al policía y al viejo Bert Richardson…

El médico se detuvo mirando a Jack fijamente.

—Dije eso muy en serio —afirmó—. En este distrito podríamos ya tener dos médicos, pero no nos interesa que sea cualquier jovenzuelo recién calificado que coloca su placa en un barrio de la ciudad y trabaja solamente para sostenerse. Si Zlinter estuviera calificado no me importaría que trabajara conmigo, porque creo que es un buen médico. De todos modos, no está calificado y no hay por qué tratar más del asunto.

—Pero puede calificarse algún día —indicó el ganadero.

—¿Piensa usted financiarlo?

Profiriendo una carcajada, Jack contestó:

—Ni mucho menos: sólo me gustaría saber lo que usted pensaría si él se convirtiese en médico de este distrito.

—No me importaría nada. Verdaderamente hizo esas dos operaciones con mucha habilidad.

Fuera de la sala, Jane Dorman detuvo a Carl Zlinter cuando estaba a punto de subir a la camioneta con Jim Forrest.

—Carl, ¿cuál es el mejor camino para ir a ver a ese Shulkin? ¿Qué hora será la mejor para ir a hablar de sus cuadros?

—Supongo que el fin de semana. Estos días está trabajando en alguna parte de los rieles.

—Hoy no trabajará ese hombre, señora Dorman —dijo Forrest.

—¿Por qué no?

—Porque los ferroviarios se han declarado en huelga.

—¿Sí? ¿Y por qué, esta vez?

—Llevan veinticuatro horas en huelga. Los descargadores acudieron al Tribunal de Arbitraje a solicitar un aumento de una libra semanal, pero no lo consiguieron. Para demostrar su descontento han dejado de trabajar todo un día. Los ferroviarios han hecho lo mismo demasiadas veces. Por lo visto, lo llaman «un día de luto en la India».

—Les aseguro que lo malo de esta tierra es que todo el mundo gana demasiado.

—Tiene usted razón —coincidió Forrest.

—¿Cree que encontraré a Shulkin en su casa?

—Sí, a menos que esté en la taberna. En estas veinticuatro horas de huelga, la mayor parte de los huelguistas se pasan el «día de duelo» en la taberna.

—No creo que Shulkin esté en la taberna —terció Zlinter—. Es un hombre serio. Me imagino que estará en su jardín, o quizá pintando.

El señor Shulkin estaba pintando, pero no como Zlinter se había imaginado. Jane y Jennifer lo encontraron pintando al temple un dormitorio de su pequeña vivienda junto al vagón de ferrocarril. Brocha en mano, bajó de una silla para saludar a las recién llegadas. Una niña de unos cinco años, delgada, desproporcionada y muy sucia, las miró fijamente con un dedo en la boca. Jane preguntó:

—¿Es usted el señor Shulkin?

—Yo soy Stanislaus Shulkin —sonrió él.

—El señor Zlinter me ha dicho que pinta usted cuadros.

Él se inclinó ante la mujer, cogió la silla y le sacudió el polvo.

—Siéntese —invitó—. Siento que me encuentren así. Carl Zlinter me dijo que había una dama que deseaba una pintura bonita.

—Quiero un óleo bonito, muy bonito, señor Shulkin. Lo malo es que no busco una cosa determinada. Hasta que no lo vea, no sabré lo que quiero.

—Quiere usted saber si yo seré capaz de pintar el cuadro que desea, ¿verdad? —sonrió Shulkin.

Riendo también, Jane replicó:

—Eso es.

—Puedo pintar cualquier cuadro. Igual que el carpintero puede hacer, con cualquier madera, lo mismo una silla que una mesa, una cama que una estantería… El buen carpintero lo sabe hacer todo y con cualquier clase de madera. Del mismo modo, el buen artista puede pintar toda clase de cuadros. Pero el buen carpintero construye ciertas cosas con mucho arte y, en cambio, otras le salen como a un carpintero vulgar. Con los artistas sucede igual. Algunas cosas puedo pintarlas muy bien y, en cambio, otras las haré como un artista regular. ¿Me comprende usted?

—Perfectamente.

—Bien. Pues ahora déjeme que les enseñe algunas pinturas.

El hombre condujo a Jane y Jennifer hasta el vagón y les mostró sus cuadros. Durante media hora estuvo sacando lienzos, colocándolos sobre el caballete y describiéndolos. De los diez o quince lienzos que extendió, Jane apartó tres, todos de paisajes; uno de ellos representaba el río Delatite con los barbos dorados que Zlinter tanto elogió.

—Éstos me gustan, pero no son lo que yo quiero —dijo con voz suave—. Estoy segura de que su técnica es buena, pero no veo «mi» cuadro. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Lo comprendo muy bien.

—Permítame que me explique, señor Shulkin. Yo crecí entre cuadros y nunca les di mucha importancia. Nací en Inglaterra y mi familia estaba bien acomodada y en casa había muchas pinturas. Supongo que algunas debían de ser muy buenas, pero entonces no me fijaba en eso. Es ahora que me estoy volviendo vieja cuando empiezo a comprender cuánto he perdido por no tener buenos cuadros. Mientras no los tuvimos por no contar con bastante dinero, no me preocupé demasiado. Pero ahora tengo algo y la cosa que más deseo es tener un buen cuadro.

Él asintió pausadamente.

—¿Puedo hacerle una o dos preguntas?

—Desde luego.

—¿Qué es lo que hace usted? ¿Cuál es su trabajo?

—No hago más que los trabajos caseros. En un rancho siempre hay trabajo. Y no se puede encontrar a nadie que ayude.

—¿Le gustan a usted más las flores o las personas?

—¿Carnero frío o agua clara? —bromeó ella al oír aquella pregunta—. Realmente creo que prefiero las flores a las personas. Las flores nunca llevan la contraria.

—¿Le gustan las montañas altas, los paisajes con árboles, o prefiere las luces deslumbradoras de los escaparates de las tiendas en un anochecer de invierno?

—Prefiero paisajes con montañas y ríos. La verdad es que no me gusta la ciudad.

De pronto, Shulkin hizo una pregunta asombrosa:

—¿Esta joven es parienta de usted?

—Sí. Es Jennifer Morton, sobrina mía. Acaba de llegar de Inglaterra.

—¡Ah, es inglesa…! —Se acercó a Jennifer y la miró, pensativo—. Muy interesante —dijo por fin—. Y ahora una última pregunta, señora Dorman… ¿Le gusta a usted más la pintura llena de colorido o la que tiene un buen dibujo con colores más discretos?

Jane meditó un largo rato.

—Creo que prefiero lo que está bien pintado. ¡Brillan tanto los colores en este país…! A menos que fuese un color muy poco usual, resultaría una repetición de lo que se está viendo diariamente, y creo que de eso acaba uno cansándose. Me parece mejor un buen dibujo discreto de color.

—Bien. Ahora voy a decirle lo que puedo hacer —dijo mirando a Jane, sonriente—. Me gusta pintar, pero no puedo comprar lienzos y pintar cuadros que nadie ha de comprar. Me gustaría hacer tres cuadros de esta medida —y señaló uno de sus lienzos— y así podría enseñárselos para que usted eligiera el que le gustara más. Si uno le gusta lo suficiente para comprarlo me pagará setenta libras. Si ninguno de ellos es de su agrado me pagará cinco libras por los lienzos y las pinturas. Es lo único que pido: el dinero que habré gastado.

—La cosa está clara, pero si no me gusta ninguno de los cuadros, usted habrá trabajado mucho para nada.

—Me gusta pintar —repuso él sencillamente—. Podría pintar tres cuadros al mes solamente por el importe de los materiales. Además, el trabajo no es sólo para mí. Esta señorita también tendrá que trabajar conmigo.

—¿Yo? —se extrañó Jennifer.

—Esos cuadros han de tener un color suave y un buen dibujo. Su cabeza es un magnífico modelo de dibujo y de color. En uno de los cuadros la pintaré sobre algún paisaje de estos bellos alrededores.

Hubo un breve silencio.

—No es mala idea, Jenny —dijo por fin Jane—. Tienes unos tonos muy bonitos en el cabello y si el señor sabe pintarlos bien…

—En seguida me he dado cuenta —dijo el señor Shulkin—. Será muy difícil y tal vez no me salga bien. Pero me gustaría intentar hacer un retrato.

—No seré capaz de estar quieta —arguyó Jennifer—. Nunca he hecho de modelo. ¿Cuántas veces tendría que venir?

—Tres veces. Si en tres días no sale es que ya no saldrá, y entonces interrumpiremos el cuadro y buscaremos otro tema. Pero creo que podré hacerlo.

Quedaron de acuerdo para que Jennifer fuese por las tardes, después del té. Él deseaba empezar aquel fin de semana, pero la joven opuso algunas objeciones, pues no olvidaba la proyectada excursión a Woods Point con Carl Zlinter. Pensó ofrecer ir sola a posar utilizando el pequeño Morris de Jane. En Inglaterra había conducido muchas veces el coche de su padre y tenía licencia inglesa. Pero abandonó en seguida la idea. Jane estaba todavía demasiado entusiasmada con su coche y probablemente no le gustaría dejárselo a Jennifer. El Chevrolet era mucho más grande que los vehículos que había llevado y no se atrevía a conducirlo.

—No hay ningún inconveniente en ir en el coche después del té —dijo Jane—. Así iré más a la ciudad.

Aquella semana resultó muy agitada para Jennifer. Cada día recibía por el correo aéreo una carta de su padre. La joven sabía que él tenía que estar muy preocupado para escribir a diario. Aquellas cartas habían sido escritas antes de enviar el cable e iban evidenciando la importancia de la enfermedad de su madre, que empeoraba rápidamente. No recibió ningún otro cablegrama y esto la tranquilizó un poco. Ella escribía también cada día a sus padres extensas y cariñosas cartas hablando de Australia y de lo bien que se sentía allí.

Su preocupación quedaba algo amortiguada por la belleza y el interés de su vida en Merrijig. Uno de los días fue al mercado con Jack y pasó un par de horas entre rebaños de cerdos y carneros, mientras el ganadero y Tim Archer estudiaban las características de raza y los precios del ganado. Los hombres vendieron una de las vacas del rancho que estaba muy flaca y compraron otra, y ella se distrajo mucho presenciando las incidencias de aquella transacción. Posó dos veces para Shulkin en el pequeño vagón, un par de horas cada vez hasta que oscurecía, mientras la gruesa señora Shulkin le servía tazas de té, almendrados extranjeros y bizcochos que preparaba ella misma. Charlar con aquella señora resultaba muy difícil, pues prácticamente no hablaba inglés. En cambio, con el artista se entendía perfectamente.

Una vez, ella le preguntó:

—¿Está usted contento de haber venido a Australia, señor Shulkin?

Él no contestó en seguida porque estaba dando una cuidadosa pincelada. Cuando hubo acabado, asomó la cabeza por un lado del caballete y contestó con otra pregunta.

—¿Es usted inglesa? No es australiana, ¿verdad?

—No soy australiana. A mí puede decirme lo que quiera porque soy inglesa —rió la joven.

—Así… Póngase otra vez como estaba antes, por favor. Sólo un minuto.

Shulkin volvió a su trabajo, dio unas pinceladas y reapareció en seguida.

—Me pareció mejor venir a Australia que permanecer en los campos alemanes. Cuando vine aquí por primera vez se me dijo que tenía que trabajar en el ferrocarril y me sentí apenado por no haber podido marcharme a los Estados Unidos. Pero pienso que allí también habría tenido que trabajar en el ferrocarril porque ellos ya tienen sus propios profesores de Bellas Artes. De modo que si he de ser ferroviario tanto en Alemania como en Norteamérica, Australia me parece bien porque hay más oportunidades para los niños, más incluso que en Norteamérica.

Shulkin se apartó unos pasos del caballete y contempló su obra.

—Sólo un minuto más y ya puede usted descansar… Además, hace tres años que trabajo en el ferrocarril y no es mal trabajo. Creo que se es más feliz viviendo tranquilamente en el campo que estrujándose el cerebro para enseñar arte y sin pensar más que en arte todo el día.

Movió las manos hacia los lienzos amontonados en un rincón.

—Aquí tengo pinturas que hice en Kaunas antes de la guerra. Durante la guerra me las llevé a Alemania, después a los campos de concentración y luego aquí, en Banbury, porque creía que eran pinturas buenas y que en Australia podría demostrar que soy un buen artista. Pero ahora esos cuadros no me gustan. Son forzados, demasiado complicados, tienen exceso de técnica y se puede decir poco de ellos…

Volvió a contemplar su obra.

—Demasiado arte —repitió—. Arte, día y noche. Creo que mi cerebro estaba anquilosado. Tal vez sea mejor trabajar en el ferrocarril y dedicarse al arte por placer y no tan continuamente.

Permaneció un rato con los ojos entornados fijos en el retrato.

—Éste será un buen cuadro. Resultará mucho mejor que los que traje de Alemania.

Mientras posaba, Jennifer podía sumergirse tranquilamente en sus pensamientos y la mayoría de ellos se referían al valle del Howqua y al día que estuvo allí con Carl Zlinter. El Howqua era para ella algo irreal, un lugar tan hermoso y tan distinto de todo lo que había conocido que podía considerarlo como un cuento de hadas en el que ni siquiera faltaba el príncipe encantado. Su vida había transcurrido hasta entonces entre los fríos edificios de Leicester y los suburbios de Londres. Y para ella aquellos lugares eran más reales que Melbourne o Merrijig. Sabía dónde podía ir tomando uno de los rojos autobuses de Londres, pero aún le parecía absurdo que un caballo pudiera ser utilizado en aquel país como un medio normal de locomoción. Y todavía era más extraña la historia de Charlie Zlinter, cuya losa sepulcral ella había visto, que todos los días conducía su carreta de bueyes desde su ciudad hasta Banbury, cerca de Oxford, no hacía más que cincuenta años, y que había bebido y amado en una ciudad llamada Howqua, que había desaparecido de la faz de la tierra sin dejar otro rastro que unas piedras y unos maderos en el lugar donde había estado asentada. Cosas de este género no ocurrían en Leicester ni en Blackheath, y así mientras se sentaba tranquilamente y posaba para el planchista lituano, se preguntaba cual de las dos vidas era la real, la verdadera.

Carl Zlinter telefoneó desde Lamirra el miércoles por la tarde y preguntó a Jack Dorman si podía prestarle la camioneta el sábado para ir a Woods Point con Jenny.

El ganadero asintió:

—De acuerdo. Ella ya nos lo había dicho. ¿Quiere hablar con ella?

Cuando la joven se acercó al teléfono, su voz tenía un ligero matiz de ansiedad. Esto la molestó un poco, pues el teléfono estaba en la cocina y todos los de la casa se dieron cuenta de su emoción. Habló con Carl de su proyectada excursión con una indiferencia premeditada que no engañó a nadie.

—Quiero decirle una cosa —le explicó Zlinter—. Tengo un plano de la ciudad de Howqua.

—¿De dónde lo ha sacado, Carl?

—Estuve en el Ayuntamiento de Banbury. Aquello pertenece al Departamento Agrario. Fui allí a ver si sabían algo de lo que me interesa y encontré el plano. Está amarillento y estropeado. Como no permitieron que me lo llevara, saqué una copia.

—¿Se ve dónde estaban las casas?

—Se ven claramente todas las calles y los solares con sus números. Desde luego, no indica dónde vivía Charlie Zlinter ni nadie en particular, pero están todos los nombres de las calles. Es muy interesante.

—¿Se podrá averiguar dónde estaba una casa que se busque?

—Creo que será posible. Tiene unas señales comprensibles para un agrimensor, aunque yo no las entiendo. Yo lo he copiado con mucho cuidado. Antes del sábado preguntaré al señor Forrest si puede decirme lo que representan y la manera de encontrar el lugar en que hubo una casa.

—Muy bien, Carl. Me alegro mucho de su hallazgo.

—¿Qué ha hecho usted esta semana?

—Posar para mi retrato… Poso para el señor Shulkin.

—¿Su retrato?

—Sí. Está pintando un cuadro en el que se me verá a mí. Ya le hablaré de eso cuando nos veamos.

—Me gustará ver ese retrato. Tendré que visitar a Stanislaus.

Riéndose, Jennifer repuso:

—No vaya hasta que esté acabado… si es que llega a acabarse. Buenas noches, Carl.

Zlinter llegó el sábado por la mañana a la casa de campo con un paquete de carne y su parrilla envuelta en papel de periódico. Había hecho el viaje desde Lamirra en un camión. Ella estaba preparada y el Chevrolet con el depósito lleno de gasolina. Carl hizo mención de abonar el coste de la misma, pero Jack le interrumpió:

—Olvídelo. Todo eso está incluido en los impuestos.

La pareja inició la marcha a Woods Point antes de que hiciera demasiado calor.

Jane estuvo contemplando el Chevrolet que se dirigía a la carretera a través de los prados.

—Bueno. Ya vuelven a marcharse —comentó—. No sé qué dirían su padre o su madre de esto.

—Por lo que parece, su madre no está para decir gran cosa —indicó Jack.

—Es verdad. Por las cartas que escribe su padre, se ve que no está muy bien.

Ninguno de los dos había conocido a la madre de Jennifer y podían hablar de ella desapasionadamente.

—¿Qué hará la muchacha si se muere su madre? —preguntó Jack.

—Supongo que se marchará en seguida. Está muy encariñada con su padre y no querrá dejarlo solo.

—Entonces no le conviene aficionarse demasiado a la compañía de Zlinter.

Jane guardó un momento de silencio.

—Es cosa suya —repuso al fin—. Jenny tiene la cabeza bien sentada. Nosotros no debemos meternos en sus cosas.

Cuando Jennifer subió al Chevrolet después de cerrar la última portezuela de los prados y el coche empezó a correr por la carretera de Banbury, hacia Woods Point, Carl dijo:

—¿Qué le parecería si atropelláramos al sargento de policía al pasar por Banbury?

—No estaría mal. Pero produciría otro lío, porque no tiene usted licencia.

—¿En este país también se necesita licencia para atropellar a los sargentos de policía?

—Desde luego. Puede ir a la cárcel si conduce sin licencia. Y además, ¿por qué necesita atropellar al sargento?

Él dijo apesadumbrado:

—No hacía ninguna falta la requisitoria que abrió contra nosotros, pues sabía el resultado antes de empezar. Fue una cosa estúpida que me preocupó mucho. La noche anterior no pude dormir.

—Aquella noche había muchas cosas que pudieron quitarle el sueño —recordó Jennifer—. El exceso de chuletas fue una de ellas.

—No. Tuvo la culpa la requisitoria. Yo estaba preocupado porque podían enviarme a Alemania. Si vemos al sargento no lo atropellaré, porque no llevamos licencia, pero le daré un buen susto. Ahora, de paso para Woods Point, iremos a ver a Stanislaus Shulkin.

—Carl, no vaya a ver ese cuadro. No está acabado y por lo tanto no me parezco todavía…

—Bueno. Si usted está muy mal lo desgarraré con mi cuchillo y así no podrá acabarlo. Si está bien permitiré que lo acabe y luego pondré el cuadro en la casa que construiré en Howqua.

Ella se echó a reír.

—Está usted loco. No podrá tener ese cuadro, porque es para Jane Dorman. Shulkin va a hacer tres cuadros para que ella elija.

—Muy bien. Ahora iré a ver esa pintura y decidiré lo que se ha de hacer con ella.

La joven no podía disuadirlo de aquel empeño y tampoco lo intentó con demasiado interés.

Aquel hombre era completamente distinto a todos los que ella había conocido hasta entonces. A Zlinter lo conocía como un cirujano enfrentado con una operación difícil y después como un acusado de homicidio involuntario. Ahora lo veía como un hombre que después de los años pasados en campos de concentración empezaba a gozar de la vida, de la cual nunca había disfrutado, como un hombre que reía torpemente porque no estaba acostumbrado a reír. Y Jennifer no sabía cómo tratarlo.

El señor Shulkin estaba trabajando en su jardín. Interrumpió su tarea y se acercó a la puerta cuando la camioneta se detuvo.

—Ya ha llegado mi modelo —dijo saludándola—. ¿Viene a posar un poco más?

—No —contestó Zlinter—. Viene conmigo a Woods Point. Me ha dicho que usted está haciendo su retrato y yo he venido a ver si es todo lo bueno que ella se merece.

—No creo que ningún retrato resulte bastante bueno cuando se tiene a la modelo delante. Los retratos son para cuando no se puede ver personalmente a la persona retratada. De todos modos, puede verlo. Todavía no está acabado.

El lituano guió a sus visitantes hacia el vagón y la pareja fue tras él. El retrato estaba sobre el caballete. El artista había dejado más espacio en el fondo de lo que es usual en los retratos modernos, usando un lienzo muy amplio y situando la cabeza de Jennifer a un lado. Como fondo había elegido una parte de la estación de Leonora, con el río Delatite, los prados y las laderas de las montañas. Había hecho un panorama primaveral, con los brotes de los árboles cauchíferos de un tono rojo-anaranjado, de modo que el paisaje de Leonora casaba muy con el color bronceado de los cabellos de Jennifer.

—No es exactamente un retrato —explicó el señor Shulkin, mientras sus visitantes miraban su obra en silencio—. Es una manera de conseguir un cuadro bonito con unos colores discretos y un buen dibujo, que seguramente gustará a la señora. El retrato no es nada, nada… Es sólo un detalle del cuadro, ¿me comprenden? Un ramo de flores habría adornado lo mismo, pero las flores no tienen el fino dibujo y el delicado color de la cabeza de esta señorita.

—Es un trabajo muy bueno —alabó el checo.

El artista había pintado a Jennifer de perfil con los labios ligeramente entreabiertos y un ligero colorido en sus mejillas como si estuviera empezando a ruborizarse. Como el lituano acaba de decir, el retrato estaba subordinado a los valores de colorido del cuadro sin que por ello dejase de ser muy bueno.

Jennifer dijo:

—Va a resultar un cuadro bonito, pero no creo en absoluto que yo sea así.

—Yo la veo a usted igual que está ahí. Muchas veces tiene usted ese aspecto. Es muy propio de usted.

La joven se ruborizó un tanto adquiriendo la misma expresión que el retrato.

Zlinter se dirigió al artista:

—Tendrá que hacer otra cosa para la señora Dorman. Ella no ha visto este cuadro, ¿verdad? Pues se lo compro yo.

Una amplia sonrisa se extendió por la faz del señor Shulkin.

—Eso no es posible. Son tres los cuadros que he de pintar para la señora Dorman y ella escogerá el que más le guste. Ya me ha pagado los materiales, de modo que tanto las pinturas como este lienzo son suyos. Si no quiere este cuadro, y se queda con uno de los otros, o los rechaza todos, entonces le venderé este cuadro si lo paga usted bien. Yo soy muy caro. Gano más de diez libras todas las semanas en el ferrocarril —concluyó con un guiño.

—Procure usted pintar los otros dos cuadros muy bien, mucho mejor que éste, y así la señora Dorman elegirá uno de los otros. Tal vez ni siquiera tenga que enseñarle éste.

Jennifer se echó a reír.

—Jane sabe cómo es el cuadro, porque yo se lo he explicado. Además, a usted no le hace ninguna falta. ¿Qué iba a hacer con él?

—Se lo venderé a un fabricante de jabones de tocador, porque está usted preciosa.

Tras una pausa decidió:

—O lo colgaré en la casa que voy a construir en el Howqua. Todavía no lo sé.

—Será mejor que lo venda al fabricante de jabón —opinó el artista—, porque así obtendrá dinero para edificar la casa. Pero no creo que yo deba vendérselo si piensa usted hacer eso con el cuadro.

—Bueno. ¿Y mi opinión no cuenta? —se quejó Jennifer.

—Usted tendrá el jabón —repuso Zlinter.

—¿Qué jabón?

—El jabón que el fabricante le regalará para que usted diga que es el mejor del mundo. Y además su declaración al pie de su retrato.

—No se lo venda —pidió Jennifer—. No quiero que mi retrato sirva para anunciar un jabón.

—No se lo venderé en ningún caso —bromeó el artista—. Es un hombre malo que no hace más que cortar piernas y brazos… No sé por qué sale usted con él.

Poco después se despidieron del simpático artista y tomaron la carretera que conducía a Jamieson y Woods Point. Aquélla, carretera corría por una región ranchera y dedicada al pastoreo, bien regada, situada en una concavidad entre dos montañas. La carretera ascendía lentamente y se tornaba más montañosa hasta pasar junto a un río amplio que corría por un lecho de vados y remansos con un fondo rocoso.

—No conocía este río —aseguró Zlinter.

Detuvo el vehículo a un lado de la carretera y salió para echar un vistazo. El río corría dando unos rodeos a través de bosques y pastos y formando blancas espumas en los descensos y pequeños cañones.

—Este río debe estar lleno de peces —comentó el checo.

—¿Qué río es, Carl? ¿Cómo se llama?

—No lo sé. Puede ser que sea el Goulburn… No sabía que el Goulburn fuese así.

La inglesa preguntó:

—¿Se podrá pescar aquí, Carl, o estará prohibido?

—Aquí es completamente libre la pesca. Tiene que haber mucha pesca en este río. Un día vendré a pescar aquí.

—No se ve a nadie.

—Esto no es como Europa. En Australia no hay muchos habitantes, sobre todo en el campo, y por lo tanto no puede haber demasiados pescadores. Es otra de las razones por las que me considero feliz aquí.

—Le gusta a usted mucho este país, ¿verdad, Carl?

—No he vivido aquí más que quince meses y sólo he visto algunos rincones, pero ahora sentiría tener que vivir en cualquier otra parte.

La miró fijamente y le preguntó:

—¿Se siente usted mejor aquí que en Inglaterra?

—Creo que sí. ¡Hay tantas cosas bonitas para sentirse a gusto…! He vivido en ciudades casi toda mi vida y todo esto resulta extraño para mí. Me gusta y me parece que se vive mucho mejor aquí que en una ciudad inglesa. Pero una tiene tantas ligaduras con Inglaterra y mi país está tan lejos… Toda la semana he estado recibiendo cartas de mi padre. Mi madre está muy enferma. Ahora quisiera encontrarme en Inglaterra.

—Lo siento. ¿Qué tiene su madre?

Ella se lo explicó. Era un alivio poder decir a alguien todo lo que pensaba.

—Mis padres son un matrimonio muy compenetrado. Yo tenía dos hermanos, pero murieron en la guerra. Papá y mamá tienen tantas cosas que compartir que desde la guerra yo he quedado un poco al margen de ellos. Por eso no me importó irme de casa para trabajar en Londres y tampoco me pareció una falta venir aquí. Pero ahora desearía estar en casa. No sé quién dirigirá la casa ni cómo solucionará papá las cosas. Si mamá muriera yo tendría que regresar a Inglaterra. No sé qué haría papá tan solo.

—Resultaría muy triste para mí que regrese usted —dijo él en tono reposado.

—También para mí sería penoso. Preferiría quedarme aquí…

Jennifer volvió a la camioneta.

—Tal vez no suceda nada… Ahora está acabando el invierno en Inglaterra y tal vez mamá se pondrá mejor.

Cruzaron un pueblecito, atravesaron el río y luego corrieron diez millas entre bosques, por la orilla. El sol calentaba mucho y los árboles proyectaban sombras intermitentes. Algunos periquitos de color carmesí y alas azules, volaban por encima de ellos. Los dos sentían el encanto de aquel día magnífico. Dos veces se detuvieron para bajar al río y contemplar su desolada grandeza, pero apenas dejaron de hablar. Se rieron mucho y por pequeñas tonterías que realmente no tenían gracia, pero la pareja tenía ganas de reír.

Pasaron por el afluente del Gaffney y una pequeña mina de oro, cerrada por ser fin de semana. Era la primera mina que veía Jennifer. Desde allí, la carretera ascendía por los bosques hasta llegar a la cima de un collado.

—Creo que esto es Frenchman’s Gap —dijo Carl—. Woods Point está a unas cinco millas más allá. ¿Usamos aquí la parrilla y comemos?

Ella rió otra vez.

Bajó del coche y miró a su alrededor.

—Es muy bonito este lugar. ¿Podremos encender fuego aquí sin incendiar el bosque?

—Aquí hay un fogón —repuso Carl señalando unas piedras ennegrecidas—. No pasará nada si hacemos el fuego aquí.

Él se puso a preparar la carne para ponerla en la parrilla mientras Jennifer ponía el resto de la comida sobre un mantel limpio extendido sobre la hierba a la sombra de un árbol cauchífero.

—Carl —llamó—, dígame algo más sobre Mary Nolan. ¿Era irlandesa?

—Tal vez. En aquella época había muchas irlandesas aquí. La joven hizo una pausa y consideró las palabras de su compañero.

—Tendría un trabajo en el Howqua. De lo contrario, no se le hubiera ocurrido venir aquí. Me refiero a un trabajo normal, aparte de la vida disipada que hubiera podido hacer.

Carl soltó una carcajada y ella se rió con él.

—Ignoro si tenía otro trabajo. Tal vez vino a Howqua como camarera de hotel o para ayudar a cuidar niños. No lo sé y tampoco sé por qué vivía al otro lado del río. Es posible que hoy lo diga.

—Puede que no. Me parece que nos va a costar mucho trabajo lograr que nos diga algo.

Una vez asadas las chuletas las comieron calientes, sentados sobre el cálido césped, a la sombra de los árboles, y contemplando los contornos azules y nebulosos de las montañas.

—¡Qué distinto es esto de todo lo que yo he conocido! La gente tiene tanto dinero que no necesita preocuparse de nada y puede ser generosa si lo desea. Es una tierra maravillosa. En mi país todas las personas, incluso las más inteligentes, pasan apuros. Esto es completamente distinto.

Él asintió.

—Lo sé. Yo pienso como usted. Vivo en un campo maderero y tengo que seguir viviendo en él nueve meses más, pero algunas veces me levanto por la mañana temprano, miro lo que me rodea y pienso que todo es bueno y que en nueve meses puedo hacer todo lo que nunca conseguí hacer en Europa.

Contempló a la joven con cierta timidez y prosiguió:

—Tengo un calendario colgado en la pared, y todos los días, cuando me levanto de la cama, trazo con el lápiz una cruz sobre el día que ya ha pasado.

Los ojos de ella se humedecieron un tanto.

—¡Oh, Carl! ¿Hace usted eso?

Él asintió:

—Es una tontería, pero lo hago. Dentro de nueve meses saldré del campo maderero para siempre y seré un hombre libre.

—¿Cuándo fue libre por última vez, Carl? ¿Cuál fue la última vez que hizo una vida normal y tuvo una casa?

—En 1938. Vivía en casa de mi padre y acababa de terminar mi carrera. Entonces llegaron los alemanes y yo me fui al ejército.

—Ha transcurrido un tiempo terriblemente largo desde entonces —comentó Jennifer en voz baja.

Después mirándolo frente a frente, con una sonrisa, preguntó:

—¿Ha estado casado alguna vez?

Devolviéndole la sonrisa, Carl contestó:

—No. Nunca me he casado. He evitado esa complicación.

—Debe de haberse sentido muy solo todos estos años.

—En los años de la guerra, no. Sucedían tantas cosas, había tantos sufrimientos, tanto trabajo y tanto miedo que no tenía tiempo de sentirme solo. Después de la guerra, en los campos alemanes, ya había adquirido el hábito de la soledad. En Alemania la vida era tan dura que la vida matrimonial no podía proporcionarme ninguna dicha y por esto nadie sentía el menor interés por casarse. Únicamente hace un año, desde que vine a Australia, veo hombres que viven felices con sus esposas y sus hijos y sin el temor de la guerra… Sólo hace un año que algunas veces, al anochecer, siento cierta soledad.

—Y entonces va usted a pescar —apuntó Jennifer.

—Sí —rió él—, entonces voy a pescar.

Se puso de pie y empezó a recoger los restos de la comida.

—Ahora hemos de ir a Woods Point y buscar a Mary Nolan.

Volvieron a la camioneta y corrieron carretera abajo, internándose en el valle que se abría ante ellos. Woods Point era una pequeña agrupación de casas de madera situada en el centro del valle, que había sido asolada más de una vez por fuegos forestales. Por esto las casas eran construcciones modernas que se levantaban entre árboles, alrededor de dos minas de oro en explotación. Había pocos edificios. Un hotel, una panadería y dos almacenes de víveres se extendían en hilera en la calle Mayor. Parecía como si allí no tuviera que vivir nadie que no tuviese que ver con las minas de oro.

Carl detuvo la camioneta delante del hotel y entró a preguntar dónde vivía la señora Williams. No tardó en salir y volvió a meterse en la camioneta.

—Aquí cerca —dijo—. Tenemos que dar la vuelta.

—Ha bebido usted cerveza —bromeó Jennifer.

—Tenía que averiguar dónde vive Mary Nolan, la señora Williams. No es justo que diga usted esas cosas.

—No está bien que yo no pueda beber —se quejó ella.

—Una de las cosas que tienen que soportar las mujeres en este país es que no se les permite entrar en los bares.

Dejaron la camioneta a un lado de la carretera, trescientas yardas más allá, y atravesando una vereda cubierta de césped, preguntaron en una casa. Era la que buscaban. Una mujer de edad mediana y cabello blanco salió a la puerta.

—¿Quiere usted decirnos si vive aquí la señora Williams?

Ella lo miró con interés.

—Sí, señor. Es mi tía y vive con nosotros.

—¿Sería posible hablar con ella un momento? Yo soy Carl Zlinter y ésta es la señorita Morton.

—¿Cómo está usted? —dijo la mujer a Jennifer—. Soy Elsie Stevens, la señorita Stevens. ¿De veras desea hablar con mi tía? Ya sabe usted que es muy vieja y no le conviene cansarse, hablando demasiado.

—Venimos del rancho Leonora, en las afueras de Banbury —explicó la joven—. El señor Zlinter trabaja en el campo maderero de Lamirra. Está intentando averiguar algo sobre un familiar suyo que vivió en el Howqua hace años.

—¿Leonora? —la mujer frunció el entrecejo—. ¿El rancho de Jack Dorman? Ah, ya sé. ¿Ha hablado usted del Howqua de hace años?

—Así es —dijo el checo—. Allí vivió un hombre que llevaba el mismo nombre que yo, que murió ahogado y fue enterrado en aquella región. He visto la losa que hay sobre su sepultura y tiene grabado mi mismo nombre, Charlie Zlinter. Me dijeron que la tía de usted vivió en Howqua en aquella época y he pensado que ella quizá podría decirme quién era y dónde vivía.

La mujer guardó silencio un minuto.

—Bueno. No sé qué hacer. La tía estuvo un tiempo en el Howqua antes de venir aquí, pero ahora no se acordará de nada.

—¿Cree usted que podríamos tener una conversación con ella? —preguntó Jennifer—. Sólo unos minutos. No la cansaremos.

—Bueno —dijo lentamente la mujer—. No me importa preguntárselo. ¿Cómo ha dicho usted que se llamaba ese hombre?

—Charlie Zlinter.

La mujer permaneció un rato con la vista clavada en él mientras un recuerdo fugaz cruzaba su cerebro.

—He oído antes ese nombre… ¿Tenía algo que ver con una poesía referente a un perro?

—Sí —asintió Jennifer.

Charlie Zlinter y su perro de caza,

cayeron en el Howqua y, desgraciadamente, se ahogaron…

—Sí, sí —recordó la mujer—. Solíamos recitarla, cuando éramos niños, en la escuela dominical. Esperen un minuto que voy a preguntar a la tía. —Volvióse a Carl para preguntarle—: ¿Ha dicho usted que se llama Charlie Zlinter?

—Sí, señora.

—¿Igual como el de la poesía?

—Exacto. Me llamo Charlie Zlinter como él.

—¡Tiene gracia! Voy a decírselo a la tía.

Cruzó el umbral, mientras Carl y Jenny permanecían esperando en la vereda. La mujer no tardó.

—La tía quiere verle —dijo con una breve vacilación—. No se extrañen si dice alguna cosa rara. Y no estén demasiado tiempo.

Entraron en la sala de estar de la casa. Una mujer muy vieja estaba sentada ante la chimenea con un chal sobre los hombros. Vestía unas raídas ropas negras. Sus facciones eran afiladas y llevaba lentes con montura metálica. Su blanco cabello era todavía muy abundante. Su sobrina le dijo:

—Estos señores vienen a verte, tía. Éste es Charlie Zlinter.

La anciana levantó la cabeza y miró a Carl.

—Éste no es —replicó con voz que aún conservaba matices de acento irlandés—. No se parece en nada a Charlie Zlinter.

—Me llamo Charlie Zlinter —explicó el checo—, igual que el hombre que vivió en Howqua y se ahogó allí con su perro. No sé si era o no pariente mío.

—Habla usted como él. ¿Es usted del mismo país?

—Ha acertado usted. Soy de la misma ciudad, situada en Bohemia.

—¿Quién es ella? —preguntó la anciana señalando a Jennifer—. ¿Su esposa?

—No. Nada más que una amiga.

Ella dio un resoplido que parecía de desaprobación.

—No sé de Charlie Zlinter más que de cualquier otro hombre. Se ahogó. Esto es todo lo que sé.

—Estoy intentando averiguar si dejó algunos documentos o cartas de su familia, o cualquier cosa que pueda demostrar quién era. Creo que es usted la única persona del distrito que vivió en el Howqua en aquella época, y por eso deseaba preguntarle si recuerda alguna cosa que pueda decirnos.

La vieja repitió con un tono impertinente:

—Sé de él lo mismo que de cualquier otro hombre. ¿Por qué habría de saber algo de sus documentos? Había en el Howqua un hombre con el mismo nombre de usted. Es cuanto sé.

—Tal vez recordará lo que pasó después que él se ahogó —insistió el checo—. ¿No sabe qué fue de las cosas que había en la casa de Zlinter? ¿Quién se quedó con ellas?

Con un gesto de indignación la vieja replicó:

—¿Cómo voy a saber eso después de tantos años? Había muchos hombres que se alejaban, morían o se iban, y no quedaba ni rastro de ellos si alguien los buscaba, si alguien les necesitaba —repitió.

—¿Puede usted recordar dónde tenía su casa?

—Le he dicho que no sé absolutamente nada de ese hombre —insistió la vieja, encolerizada—. Estaba borracho y se ahogó. No sé otra cosa. ¿Cómo iba yo a saber dónde vivía ni qué ocurrió con sus cosas? Yo era una muchacha decente —concluyó fijando en Carl una mirada furiosa.

—Calma, tía, calma —recomendó la sobrina—. El señor no ha dicho nada de eso. Sólo quiere saber si recuerdas algo de aquel hombre.

La vieja se arrellanó en la silla y repitió de mala gana:

—No sé nada de Charlie Zlinter.

Reinó un silencio embarazoso. Jennifer miró a Carl y él hizo un gesto de asentimiento. La cosa era como se habían figurado.

—Lo siento —dijo el checo—. Cuando me enteré que había estado usted en el Howqua en aquella época, pensé que quizá pudiera recordar algo. —Se encaminó hacia la puerta y añadió—: Tengo que llevar la camioneta al garaje antes de emprender el regreso. Se ha estropeado un neumático. ¿Puede dejar aquí a la señorita Morton media hora mientras me cambian el neumático?

—Desde luego —asintió la señora Stevens—. Precisamente voy a dar una taza de té a la tía. ¿Quiere usted tomar el té con nosotras mientras espera, señorita?

—Me llamo Jenny —dijo la muchacha—. Le agradeceré mucho una taza de té. ¿Puedo ayudarle a prepararlo?

Mientras ellas hablaban, Carl se deslizó por la puerta.

—No. No faltaría más. —La mujer se acercó a su tía y le preguntó—: ¿Quieres tomar un poco de té, tía? Jenny se queda a tomar el té con nosotros. Voy a poner la tetera en el fuego.

La vieja afirmó:

—Tomaré una taza.

La sobrina desapareció en la habitación contigua y Jennifer se acomodó ante la anciana en una banqueta.

—La semana pasada estuve en el Howqua —dijo la joven—. No quedan allí más que los árboles cauchíferos.

—¿Fue usted al Howqua?

—Fuimos en la camioneta hasta lo alto de la loma y luego anduvimos dos millas para llegar al valle.

—No baje nunca por aquel camino en un coche de motor. He oído decir que un hombre lo intentó una vez y fue preciso que una yunta de bueyes lo arrastrara luego hacia arriba. Cuando yo estaba allí se utilizaban bueyes… Ocho bueyes arrastraban una carreta que iba hasta Banbury. Eso era antes de la época de los coches de motor. —Levantó la vista atisbando por la estancia—. ¿Qué ha pasado con el hombre que estaba aquí hace un momento?

—Ha ido a llevar el coche al garaje. Se ha deshinchado un neumático y hay que cambiar la rueda.

Se hizo un largo silencio. La vieja contemplaba las flores de papel de color rojo y plateado que había sobre la chimenea.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—Charlie Zlinter —repuso la joven—. Es una coincidencia que tenga el mismo nombre que aquel hombre que trabajaba en el Howqua.

La cabeza de la anciana se movió en un gesto negativo:

—Él no trabajaba en el Howqua. Era conductor de bueyes y solía guiar una carreta desde Banbury al Howqua… Hablaba igual que este individuo. Era extranjero.

Reinó otro largó silencio. En la habitación contigua se oía ruido de tazas.

—Es usted una muchacha muy linda —dijo al fin la vieja—. Demasiado linda para lo que merece él. No le permita ninguna libertad, ¿me ha entendido?

—Sí —asintió la joven ruborizándose un poco.

—No le importe negarse. No le permita nada hasta que se haya casado con usted. Los conductores de bueyes y los mineros dicen todos lo mismo y al final acaba una enterándose de que ya están casados y tienen tres hijos en alguna parte del mundo…

La llegada de la señora Stevens con el té evitó que Jennifer se viera obligada a dar una respuesta. Cuando la anciana estaba saboreando el té, la joven volvió a tratar del asunto con mucha discreción.

—¿Se parecía aquel Charlie Zlinter a éste de ahora?

—¡Ah, Charlie Zlinter era muy buen mozo! Tenía dos veces la estatura de éste. Era muy fuerte y tenía el cabello negro y rizado, y una fuerza suficiente para retorcer el pescuezo de un toro con las manos. Tenía los hombros más anchos que éste que va con usted y era el primero de todo lo que quería. Era un hombre fuerte y poderoso. —Volvió a tomar un sorbo de té mirando las flores de papel, con el pensamiento perdido en sus recuerdos—. Había una losa de piedra ante la chimenea de su casa para que las cenizas no se esparcieran por la estancia. Era una losa tan grande como ésta… Cuatrocientas libras decía él que pesaba. Yo le vi levantar aquella piedra con las manos y llevársela. No había en el Howqua otro hombre capaz de hacer aquello. Yunques y barriles de cerveza que no podían levantar dos hombres, él los bajaba de su carreta y los llevaba a su destino tarareando una canción y sin dar la menor importancia a lo que hacía.

—Su muerte debió representar una gran pérdida —opinó la joven.

—¡Oh!… Fue un día triste, muy triste, y el Howqua ya no volvió a ser lo que era. Se cerró la mina y la gente empezó a marcharse, porque una vez cerrada la mina y agotado el oro no había nada que hacer allí. Cuando yo me fui de allí, casi todas las viviendas estaban vacías y la gente entraba en ellas para coger lo que sus dueños dejaron considerando que no valía la pena trasladarlo en las carretas hasta Banbury. Era desolador ver las casas abandonadas, sin que nadie viviera en ellas. Todo el valle del Howqua acabó así. Solamente andaban por sus calles los canguros y los conejos. Eso antes de que el fuego destruyera las plantaciones del valle.

—¿En qué casa vivía Zlinter? —inquirió Jennifer.

—En el número 15 de Buller Street. Era tan sólo una habitación con una chimenea, una cama y un banco donde él arreglaba los arneses de sus bueyes, cosiéndolos al estilo de los marineros. Había sido marinero, según me dijo una vez. Así fue como llegó a Australia. Abandonó su barco y vino a los campos de oro, pero un día se dio cuenta de que podía ganar más dinero con sus bueyes.

—¿Ganaba mucho dinero?

—¡Ya lo creo! Los boyeros ganaban mucho más que los mineros o los exploradores. Todo lo que llegaba al Howqua pasaba por sus manos y él cobraba mucho por transportarlo. Pero al mismo tiempo era generoso… Charlie Zlinter era amable y desprendido. A mí me llevó muchas cosas de la ciudad… una cacerola inglesa nueva, un despertador americano y algunos cortes de vestidos por Navidad. Cuando veía una cosa que le gustaba me lo traía para darme una sorpresa. Era un hombre espléndido, extraordinario…

—Debieron de ser ustedes grandes amigos —apuntó la joven.

—Puede que fuera el mejor amigo que he tenido —admitió Mary Nolan con cierta emoción—. Parecía que no iba a acabarse nunca aquello y, sin embargo, hace tanto tiempo que todo ha pasado…

Después de estas palabras hubo otro silencio. Jennifer seguía sentada a los pies de la anciana deseando que Carl no volviera todavía y rompiese el hechizo. Se daba cuenta de que podía hacer preguntas a la vieja sobre cualquier cosa. Por fin inquirió:

—¿Ocupó alguien la vivienda de Charlie Zlinter después de su muerte?

La vieja negó con un gesto.

—Entonces había todos los días gentes que abandonaban la ciudad. Antes de que yo me marchara no vivió nadie en la casa. Había casas de sobra, hasta tal punto, que podían verse puertas abiertas a lo largo de toda una calle.

—¿Está usted segura de que nadie la ocupó?

—Nadie vivió en aquella casa antes de que yo me marchara. De lo contrario yo me habría enterado.

—¿Qué pasó con todas sus cosas? ¿Quiero decir que qué se hacía en el Howqua cuando moría un hombre como él? ¿Intervenía la policía?

Mary Nolan dejó su taza.

—Había un policía llamado Mike Lynch, de County Kerry, que se alojaba en el centro de Jubilee Parade, pero no estoy segura de que entonces estuviera allí. No creo que en la casa hubiera cosa alguna de importancia. Por la mañana temprano, el día que fue encontrado en el río, yo fui a su casa de Buller Street porque él había vuelto de Banbury. Lo sabía porque le oí cantar en la parte exterior del hotel de Peter Slim, por la noche, y por eso sabía también que estaba bebido. Pensé que tal vez se hubiera dormido vestido y se hubiera herido en su casa, así que fui a su casa antes de que se hiciera de día para que los vecinos no pudieran verme. Había ido otras veces para limpiar su casa, prepararle el desayuno y llevarme su ropa a casa y lavarla por la mañana temprano para que nadie pudiera enterarse… Pero el pobre estaba ya muerto y yo crucé el río por donde él había caído, sin haberme enterado.

—¿No dejó ningún papel ni ningún libro en la casa, señora Williams? ¿Puede recordar algo de eso?

—¿Un libro?… No había muchos libros en el Howqua en aquellos tiempos. Charlie apenas sabía leer. Leía rótulos si no eran demasiado largos. Tenía algunos papeles, pero nunca me los enseñó… Los tenía cerrados con llave en una cajita de metal no muy grande.

—¿Qué ocurrió con esa caja cuando él murió? —se interesó Jennifer—. ¿Puede usted recordarlo?

—Yo no estaba allí. Recuerdo que la busqué con mucho interés cuando vi que él no estaba en casa y la puerta estaba abierta, porque era de aquella caja de donde sacaba el dinero para pagar las mercancías. A veces la tenía en el anaquel de piedra de la chimenea y otras veces no se la veía por ninguna parte. Por eso cuando fui a la casa la busqué pero no estaba y aunque miré por otros rincones no la encontré. Como no la tenía siempre en la casa no di mucha importancia a su desaparición. No sé qué se hizo de ella.

—¿La dejaría en Banbury?

—Puede ser. No lo sé. Puede que la llevara encima cuando se cayó al río.

—Llevaba al perro en brazos —recordó Jennifer—. ¿No le parece que no habría podido cruzar el río con el perro y la caja además?

—Era un muchacho temerario cada vez que bebía. Cuando se le metía una cosa en la cabeza, nadie podía contradecirle. No voy a contarle las cosas que era capaz de hacer cuando estaba borracho…

—¿Qué pasó con las demás cosas suyas? ¿Quién se hizo cargo de ellas?

—No tenía muchas. Lo enterraron con su traje de los domingos, según me dijeron. Yo no me acerqué por allí porque las malas lenguas hablaban de él y de mí en el Howqua, y yo sabía que si alguna mujer hablaba de nosotros no podría contenerme y no quise que eso sucediera en el entierro de Charlie. Por esto permanecí en mi casa todo el tiempo, pero me dijeron que lo habían enterrado con la ropa de los domingos. Tenía algunos trajes de diario, pero nada de valor, aparte de sus bueyes y sus carretas. Había un muchacho escocés que trabajaba para él, Jock Robertson, que se quedó con la carreta y los animales. Al llevarse de la casa los arneses y los trajes de diario no debió quedar allí nada que pudiera interesar a nadie, menos teniendo en cuenta que todos iban dejando el lugar por aquel entonces. —Mary Nolan permaneció un rato con la mirada fija en las flores colocadas sobre la chimenea—. Un día entré en la casa y vi las ropas de cama todavía sobre el lecho, aunque una rata o algún otro roedor había hecho allí su nido. El cubo estaba aún medio lleno de agua y en la estantería había un pan completamente enmohecido. —Un escalofrío recorrió el cuerpo de la anciana, que se ajustó más el chal que rodeaba sus hombros y siguió diciendo—: No es recomendable volver a los lugares donde una ha sido feliz. Destroza el corazón. Ya no volví más por allí y poco después abandoné el Howqua. Aseguraría que su casa siguió como yo la vi hasta que se produjo el incendio.

La joven cogió una mano de la anciana y la acarició.

—Debió usted de amarle mucho —comentó.

—Ésa es una palabra que no se debe usar nunca si una no se ha casado y Charlie Zlinter ya estaba casado en su país. Era un hombre amable y simpático y yo no hice averiguaciones hasta que ocurrió todo lo que él quiso. Tuvimos mucha intimidad. ¿Está casado el extranjero que la ha traído a usted aquí y que se llama como él?

—No. Ya se lo he preguntado.

—Quizá tenga usted más suerte que la que tuve yo. Puede que le diga la verdad. El otro Charlie Zlinter nunca me dijo una mentira.

Guardaron silencio. La anciana empezaba a fatigarse y evidentemente estaba llegando ya el momento de dejarla.

—Una última pregunta —dijo Jennifer—. ¿Charlie Zlinter le dijo a usted algo sobre su esposa, la que tenía en su patria?

Mary Nolan hizo un gesto negativo:

—No me hablaba nunca de esas cosas.

La joven permaneció allí unos minutos más por cortesía y luego dijo que debía marcharse para ver si Zlinter había cambiado ya el neumático del coche, pues no quería llegar muy tarde a casa. Jennifer se despidió de la anciana y Elsie Stevens se detuvo con la joven en el umbral de la puerta.

—Ha hablado mucho con usted —dijo—. Nunca la he visto tan animada tanto tiempo.

—Confío no haberla cansado demasiado.

—No, no. Yo creo que a los viejos siempre les sienta bien hablar de su juventud. ¿Le ha dicho lo que usted quería saber?

—No ha podido decir gran cosa, aparte del lugar en que aquel hombre vivió. Eso sí me lo ha dicho. La verdad es que no sabía gran cosa.

—No es raro. Al cabo de tantos años…

La joven se despidió de la señora Stevens y atravesó el camino para llegar a la camioneta. Carl Zlinter estaba sentado dentro, fumando.

—Después de marcharse usted, ha hablado —anunció ella—. Me ha dicho muchas cosas, aunque no creo que ninguna sea de gran interés para usted.

—¿Le parece bien que salgamos de la población y luego nos detengamos para que usted me cuente lo que ha dicho?

—Bien. Detenga la camioneta en algún lugar cercano al río y le explicaré todo lo que pueda recordar.

Fueron al collado en que habían comido y luego bajaron por Gaffney’s Creek hacia el río Goulburn. Se detuvieron en un lugar donde el río bordeaba la carretera y anduvieron por vinos terrenos cubiertos de pastos hasta llegar a la orilla. Una vez allí ella dijo:

—La verdad es que la mujer no sabía mucho más que usted, Carl. Había unos documentos en una cajita de metal, pero ella ignora qué eran y qué se hizo de ellos. Buscó la cajita con interés, pero no estaba allí.

—¿No sabe de ningún otro lugar en que pudiera estar?

Denegando con la cabeza, Jennifer contestó:

—Ella pensó que tal vez la llevara él y se cayera también al río… En este caso se encontraría en el fondo del Howqua. Ella iba por las mañanas temprano a verlo y a limpiarle todas sus cosas. Dice que lo hacía muy a menudo.

—Debía de estar muy enamorada cuando se portaba así con un borracho.

—Yo creo que lo estaba… Seguro que estaba enamorada de él…

Llegaron al borde rocoso del río y se sentaron a la sombra para hablar mientras contemplaban el agua que corría produciendo un suave rumor. Una cacatúa chillaba a distancia y el aire estaba impregnado del aroma del heno.

—Me ha dicho que él vivía en el número quince de Buller Street. ¿Basta eso para averiguar dónde estaba su casa? —preguntó Jennifer.

Él sacó un papel doblado de su bolsillo y empezó a desdoblarlo. Jennifer preguntó:

—¿Qué es eso?

—El plano de la ciudad que copié en el Ayuntamiento.

Se levantó y extendió el papel sobre la roca lisa en que se habían sentado. Ella le ayudó a mantener los bordes estirados. El papel brillaba bajo el sol. Carl puso un dedo sobre un punto del plano.

—Aquí está Buller Street y el número quince es este solar. Es posible que viviera aquí.

Jennifer se inclinó para mirar las líneas trazadas con lápiz, con la cabeza muy cerca de la del hombre. Los cabellos de ella le rozaron las mejillas y Carl pudo aspirar la fragancia de la piel femenina.

—Éste es el número quince —repitió—. La casa debió de estar en este solar.

—¿Con este plano se podrá encontrar ahora el lugar en que estuvo la casa?

La muchacha se puso de pie separándose algo del hombre. También a ella le resultaba inquietante estar tan cerca de él.

—Espero que se pueda encontrar. Aquí, donde hay esta señal, debió de estar el hotel Buller Arms, pues aún quedan algunos restos. Tal vez queden otros restos que Billy Slim conocerá. Creo que será posible medir el terreno y encontrar el lugar correspondiente al edificio número quince de Buller Street.

—¿Cuándo piensa hacerlo?

—Me gustaría hacerlo mañana. ¿Querrá venir conmigo otra vez?

Ella lo miró, sonriente:

—No sé qué pensarán los Dorman al verme salir tanto con usted…

Con animada expresión, Carl preguntó:

—¿Le importa eso mucho? Muy pronto se irá usted a Melbourne a trabajar y entonces no volveremos a salir y los Dorman podrán estar tranquilos.

—Ya lo sé. —Mary Nolan le había dicho que Charlie Zlinter tenía un modo de decir las cosas que nadie podía negarle nada. Tal vez todos los Charlie Zlinter fueran iguales—. Desde luego, iré con usted, Charlie —repuso sin darse cuenta.

Él sonrió y la miró fijamente.

—Yo no soy Charlie Zlinter ni usted es Mary Nolan. De eso hace cincuenta años. Nosotros somos mucho más respetables que ellos.

Jennifer rió con él, ruborizándose un poco.

—No sé cómo he podido pronunciar ese nombre. Supongo que será porque he estado toda la tarde hablando de Charlie Zlinter.

—No creo que sea un cumplido confundirme con él. Charlie Zlinter era de otra manera. Bebía y era un hombre mujeriego.

Jennifer lo miró. Los ojos de él tenían una expresión burlona.

—Bien. ¿Y usted qué es? ¿Hay mucha diferencia?

—Me está usted ofendiendo. Yo no la compararía a usted con Mary Nolan porque sería una grosería.

—Espero que no la cometa.

Hubo una pausa. Él separó la mirada de la muchacha y se puso a contemplar la corriente del río que saltaba entre las piedras. De pronto se volvió hacia ella riendo:

—Pude haberla comparado con ella… Mary Nolan fue buena con un hombre que estaba muy lejos de su país. En este sentido pude haber dicho con toda tranquilidad que usted era como Mary Nolan.

Ella no contestó. Bajó los ojos y arrancó una hoja de trébol que crecía entre la hierba sobre la que se había sentado.

—Además —prosiguió él—, también creo que Charlie Zlinter, aunque no fuera buena persona, estaba enamorado de Mary Nolan. Y esto es otra coincidencia.

—Los hombres que se encuentran solos siempre creen que se han enamorado aunque no sea verdad. Ha de pasar mucho tiempo para que uno se convenza de que está enamorado y que sus sentimientos no se deben únicamente a su soledad.

—Desde luego. —Carl cogió una mano de Jenny entre las suyas morenas y curtidas—. ¿Querrá venir al Howqua mañana?

—Iré, Carl —sonrió ella. Jennifer no podía negarle nada a aquel hombre—. Si está usted seguro de que no hay peligro para una muchacha que se parece a Mary Nolan iré con usted al Howqua.

—Ningún peligro, desde luego. Charlie Zlinter no está, sino Carl, que soy yo. No se trata de un conductor de bueyes, sino de un médico sin título.

Ella rió y separó su mano de la de él.

—No confiaré mucho en eso —replicó, poniéndose de pie—. Me encantará ir con usted mañana, Carl. Ya nos justificaremos con los Dorman de un modo u otro.

Iniciaron la marcha por los prados hasta la camioneta, muy cerca el uno del otro. Para disminuir la tensión, Jenny se puso a hacer preguntas sobre la casa que él quería construir en el valle del Howqua, la forma que tendría y cómo transportaría los materiales hasta allí. Carl repuso que todo sería muy sencillo. La casa tendría doce pies de longitud por diez de anchura. Compraría la madera para la construcción en el aserradero de Lamirra y la llevaría en una camioneta hasta el prado de Jock McDougall. Desde allí seguramente Billy Slim podría ayudarle a bajarla en un transportador o le prestaría un caballo para que la bajara él mismo. El techo lo haría con planchas acanaladas.

Suponía que la podría construir trabajando los fines de semana, antes de que llegara el invierno. El interior sería muy sencillo. No habría más que una litera, una chimenea y una mesa.

—Es todo lo que necesito. No quiero más que un lugar para pasar los fines de semana y dejar las cañas de pescar.

—¿La construirá usted en el mismo sitio de la casa de Charlie Zlinter?

—Eso espero. No sé todavía el parentesco que pudiera unirme a Charlie Zlinter. Hay muchos Zlinter en Pilsen… Sería agradable que resultara ser pariente mío, pero no creo que podamos saberlo nunca. Pero ya que allí vivió un hombre que se llamaba como me llamo yo construiré mi casa en el mismo sitio, aunque no sea más que porque los dos procedemos del mismo lugar. Pienso que será un buen sitio. Según el plano, Buller Street subía por la colina no lejos del río y estaba cerca del camino que ahora lo cruza. Tal vez ese camino fuera aquella misma calle. Billy Slim puede saberlo. Desde luego, si me gusta el lugar, construiré mi casa allí.

—Por lo visto, la casa que piensa usted construir será como la de Charlie Zlinter.

Con un gesto de asentimiento, Carl repuso:

—Entre él y yo hay un gran parecido. Él estaba solo, trabajaba como obrero y no era rico. Mis necesidades no son mayores que serían las de él. Mi casa puede ser parecida a la suya.

Ella pensó en la casa de Charlie Zlinter tal como Mary Nolan la había descrito, según la vio la última vez, con la puerta entreabierta, la tinaja de agua a medio llenar, el pan enmohecido y las ropas de la cama sirviendo de nido a una rata. Jennifer sintió un ligero estremecimiento.

—No estoy segura de que me guste ese lugar para construir una casa. Me parece poco acogedor…

Al rozar la mano de la muchacha, Carl volvió a cogerla entre las suyas y así siguieron andando.

—Mañana iremos a verlo. Allí nos daremos cuenta de las ventajas y los inconvenientes. A primera vista, ya podremos ver si vale la pena o no.

Subieron hasta la carretera en silencio, sin soltarse las manos.

Ante la camioneta se detuvieron, con pocas ganas de emprender el camino de vuelta a casa. El sol iba descendiendo tras las cimas de las colinas y ya era hora de volver a Leonora, Estuvieron allí un rato sin hablar. Él tenía cogidas las dos manos de la muchacha.

—Aquí es donde debíamos despedirnos —dijo Carl—. Esta noche no quisiera estar mucho rato con los Dorman. —Se le veía vacilante y al fin se decidió a decir—: Es una impertinencia y un disparate, pero ¿me dejas que te bese?

Sonrió ella ruborizándose y repuso:

—Si lo deseas, Carl…

Carl rodeó los hombros de ella con su brazo y permanecieron así, junto a la camioneta, muy unidos, unos minutos. Después ella se separó un poco, todavía rodeada por los brazos de él y murmuró:

—No quiero que te hagas la idea de que estoy enamorada de ti, Carl.

Él la acarició la mejilla y preguntó sonriendo:

—Entonces, ¿por qué hemos hecho esto?

—Porque no creo que estando tú en el campo tengamos ocasión de volver a besarnos.

Él se acordó entonces de su vida pasada, mientras sus brazos seguían rodeándola y le acariciaban el suave cabello de la nuca.

—En 1943… Hace ocho años.

—¡Pobre Carl! —Y Jennifer se acercó más y lo besó en los labios.

Poco después él la soltó y subieron a la camioneta. El sol se ponía cuando, después de haber atravesado Jamieson y Banbury, llegaron al rancho de Leonora.