Carl Zlinter llegó a Banbury a las nueve de la mañana del sábado, viajando en la parte trasera de un camión que lo había recogido en la carretera. En aquel distrito de tanta población diseminada, donde los camiones eran el medio de transporte común, no había dificultades para trasladarse de un lado a otro. Carl había tenido que andar más de media hora en dirección a la ciudad antes de encontrar quien lo llevara. Como no había desayunado, entró en un café y pidió lacón, un par de huevos y un café. Le ofrecieron un periódico de Melbourne con dos días de retraso y el checo, después de desayunar se fumó un cigarrillo, mientras se distraía con la lectura.
Cuando pagó la cuenta, preguntó a la muchacha que le había servido:
—¿Conoce usted a una familia que se llama Shulkin? Son neoaustralianos y el marido trabaja en el ferrocarril.
La muchacha le miró inexpresiva. Pertenecía a una familia de australianos, obreros de generación en generación, sin pasar nunca de un nivel de vida muy mediocre y de una mentalidad muy corriente. Ella y su familia sentían una cierta hostilidad para todos los emigrantes, especialmente los europeos, que trabajaban arduamente y eran culpables del delito social de ahorrar dinero, amenazando la manera de vivir australiana.
—Nunca los he oído nombrar —contestó desdeñosamente.
Él la contempló con interés clínico mientras pagaba la cuenta, preguntándose si estaría tuberculosa. A pesar de su decisión de abandonar la medicina no podía evitar sentir interés cuando observaba síntomas. Una prueba de Wasserman habría resultado interesante y probablemente positiva. Sonrió a la muchacha y salió empezando a andar por la amplia avenida bordeada de árboles que era la calle Mayor, camino de la estación de ferrocarril.
La taquilla estaba cerrada porque por aquella línea sólo pasaban dos trenes al día, pero el jefe de estación vivía allí mismo, en una casa de madera, y Zlinter fue a preguntarle por el señor Shulkin.
—Verá —dijo el jefe de la estación—. Stan Shulkin no trabaja hoy. Hay una cabaña pintada de verde yendo por este camino. Es la tercera que se encuentra y tiene un vagón viejo al lado que utiliza para dormir. Allí encontrará usted a Stan, a menos que haya bajado a la ciudad.
Zlinter encontró la cabaña y el vagón, una miserable especie de dormitorio. Un hombre cavaba en el jardín. Tendría unos cuarenta y cinco o cincuenta años. Detrás del vagón hallábanse una mujer rolliza, de cara fresca, que colgaba ropa lavada, y dos niños que jugaban. Carl abrió la puerta del jardín y entró, dirigiéndose al hombre:
—¿Es usted Stan Shulkin?
El que cavaba se irguió y contestó también con marcado acento extranjero:
—Sí. Soy Stanislaus Shulkin.
El checo dijo en alemán:
—Mi nombre es Carl Zlinter y trabajo en el campo maderero de Lamirra. ¿Prefiere usted que hablemos inglés?
—Desde luego. Siempre hablo inglés. Es mejor para los niños. Mi mujer lo habla muy mal, porque no quiere aprenderlo.
—Debe usted perdonarme —se excusó Carl—, pero he oído decir que pinta usted cuadros muy buenos.
Una tímida sonrisa se extendió por la amplia faz del hombre.
—No pinto más que uno o dos cuadros al año. No tengo mucho tiempo y además la gente de aquí no quiere cuadros. Cuando vine por primera vez a este país, hace tres años, me dije: «Ahora pintarás y ganarás mucho dinero». Pero no sucedió así. Pinto muy poco…
—¿Trabaja usted en el ferrocarril?
—Sí. En el departamento de planchistería. Es un trabajo muy duro y nada bueno para las manos aficionadas a pintar. No creo que pueda pintar ya mucho más.
—¿Es usted de Estonia?
—De Lituania. Soy de Kaunas.
—Yo soy de Pilsen. En mi país era médico, pero ahora soy jornalero. —Stan hizo un gesto de comprensión—. Tengo unos amigos que quieren un cuadro. No son artistas, pero tienen mucha tierra y dinero. Son más educados que muchos de por aquí y como ya tienen todos los coches que necesitan, ahora quieren un cuadro al óleo.
—¿Sí? —se extrañó el lituano—. Yo habría imaginado que querrían una radio o una lavadora.
—Todo eso ya lo deben tener, pero la mujer quiere una pintura. Ha visto exposiciones de malas pinturas en Melbourne y dice que no es eso lo que ella quiere. Es una mujer sencilla y quiere un cuadro bonito, de los que agradan a los que no entienden de pintura. Hay un hombre en el campo donde trabajo que se llama Spiegel y fue quien me dijo que usted puede hacer esa clase de cuadros.
—Claro que puedo pintar un cuadro de ésos… Puedo hacer cualquier clase de pintura.
—¿Puedo ver algo de lo que usted hace?
Shulkin le hizo entrar en el vagón. Había sido un coche abierto sin departamentos, y ahora estaba burdamente convertido en una vivienda de habitaciones separadas por tableros de madera. Todavía había algunos asientos y cada habitación tenía dos puertas a cada lado. La habitación del fondo, en la que entraron los dos hombres, estaba amueblada con una cama, un caballete, y gran cantidad de telas y armazones colocadas en una de las paredes.
—Compro las telas y las armaduras de lance —explicó el artista—. Así resultan más baratas.
Sacó una de las telas en que, graciosamente pintados, se veían dos arenques en un plato, una hogaza de pan, una porción de mantequilla y una jarra de cerveza que contrastaban fuertemente con el viejo mantel sobre el que se apoyaban todas las viandas, tras las que había un fondo oscuro.
—Éste lo hice en el campo. Lo llamo «El desayuno del pescador de Lituania».
—Sacó otra tela y la colocó en el caballete sobre la primera. —Es un retrato de mi madre.
El austero y ceñudo rostro de la anciana que aparecía sobre el caballete era un modelo de pintura magníficamente realizado. Shulkin lo quitó del caballete y colocó otro.
—Éste es el río Delatite.
Era un paisaje luminoso, con un hermoso cielo azul, blancas nubes y un tropel de dorados barbos, formando una deliciosa armonía de colores.
—Oiga —dijo Zlinter—, éste es el que debe usted enseñarle. Los otros son muy buenos, cada uno por su estilo, pero éste es el que más se parece a lo que ella quiere.
—Puedo pintar lo que ella quiera —recalcó el artista—, pero generalmente los compradores no saben explicar lo que desean.
El checo volvió a mirar el paisaje y permaneció unos momentos en silencio.
—No entiendo de pintura —dijo al fin—, pero diría que ésta es muy buena. Debe usted de tener una gran experiencia.
—Estudié en París y en Roma —dijo el planchista—. Fui profesor de Estudios Artísticos de la Universidad de Kaunas.
Ante aquella explicación no parecía posible hacer un nuevo comentario. Zlinter estuvo allí un rato más y tomó una taza de té.
—Le hablaré de usted a la señora Dorman —prometió—. Si quiere un cuadro bonito, no necesita ir a buscarlo a Melbourne. Puede encontrarlo en Banbury. Esta tarde se lo diré.
Poco después, Zlinter se marchó y tomó un autobús en la carretera de Benalla. Veinte minutos más tarde subía hacia la vivienda de los Halloran. Una muchacha salió a la puerta de la cocina y él le preguntó por el señor Pat Halloran. Ella volvió al interior de la casa y llamó:
—Mamá, preguntan por el abuelo.
—Está en el cobertizo de madera.
La niña repitió:
—Está en el cobertizo de madera. Vaya allí y lo encontrará.
En el cobertizo, Zlinter encontró un anciano de cabello rojo partiendo troncos con un hacha. Hacía aquel trabajo hábilmente gracias a la práctica de toda una vida más que a la realización de un esfuerzo físico.
—Perdone —se disculpó Zlinter—. ¿Puedo hablar con usted?
El viejo descansó apoyándose en su herramienta.
—¿Y quién es usted?
—Me llamo Charlie Zlinter —repuso el checo—, y trabajo en el campo maderero de Lamirra.
—Seguro que no puede ser usted Charlie Zlinter. Charlie murió hace cincuenta años.
—Yo soy otro, pero llevo el mismo nombre. Estoy intentando averiguar algo del que murió.
—¿Y puedo saber qué es lo que le ha hecho venir aquí?
—El señor Dorman me dijo que estuvo usted hablando de Charlie Zlinter el jueves en el bar del hotel «Cabeza de la Reina».
—¿Quién es Jack Dorman? ¿Jack el de Leonora? Seguro que no he visto a ese hombre desde hace lo menos seis meses.
—Puede que usted no se acuerde —dijo el checo con diplomacia—. El jueves le ayudó a usted a entrar en su carricoche.
—¡Qué había de ayudarme! Pues por la gloria del Señor le aseguro que no sé una palabra de él. ¿Quiere usted creerlo?
—Evitando contestar esta pregunta, Zlinter insistió: —Jack Dorman dijo que estuvo usted hablando de Charlie Zlinter. Yo he visto su losa sepulcral.
—No existe. Charlie Zlinter fue enterrado en el Howqua y aquello se incendió. Ahora no queda nada de todo aquello.
—Las lápidas permanecen allí. Son de piedra y no pudieron arder. Todas las losas existen todavía cerca del río, donde estuvo el cementerio.
—¿Es posible?
Con aquello, Zlinter se captó el interés del viejo. Luego le explicó el porqué de su deseo de saber detalles del fallecido.
—Ese Charlie Zlinter nació en Pilsen, Bohemia. Lo dice en la lápida. Por eso deseo averiguar algo de él.
—Era un boyero —dijo por fin el viejo—. Después de tanto tiempo, no podría decirle si trabajaba por su cuenta o para Murphy. Llevaba una carreta con una yunta de bueyes. Me parece que eran seis. Estoy perdiendo la memoria. No puedo asegurar si eran seis u ocho. Yo entonces era un chiquillo. Vine a esta tierra en 1885, cuando estaba en el trono la reina Victoria, que Dios tenga en su gloria. Trabajé dos años en los establos para Jim Pratt, que poseía el hotel «Cabeza de la Reina» en aquellos tiempos, y luego ingresé en la policía. Había trabajo para la policía en este país entonces.
El checo preguntó:
—¿Recuerda usted a Charlie Zlinter?
—Naturalmente, era un alemán y conducía la yunta de bueyes desde Howqua hasta el ferrocarril y después volvía al Howqua. Entonces no había una carretera por la que se pudiese ir a sesenta millas por hora. La única manera de hacer los transportes era la carreta de bueyes que bajaba por el Howqua llevando pasajeros, maquinaria, comida, bebida… Todo iba en la carreta tirada por bueyes. Le diré que los boyeros eran los que más dinero ganaban. Los mineros nunca lograron gran cosa en el Howqua y por fin la compañía quebró. El oro se quedó en los bolsillos de los conductores de bueyes. Los accionistas no vieron nunca ni una pizca…
—¿Cómo era Charlie Zlinter?
—Un gran individuo, con el cabello negro y rizado, y hablaba inglés tan bien como lo habla usted. Era único para emborracharse y para conquistar chicas, se lo aseguro. Tenía una cabaña en el Howqua, porque al principio fue minero. Después tuvo la suerte de hacer dinero con una carreta y una yunta de bueyes. Me avergonzaría repetir las cosas que ocurrían en su cabaña. Era un hombretón fornido y la bebida y las mujeres eran su punto flaco. Le estoy diciendo la pura verdad.
Después de una pausa, Pat prosiguió:
—Vino y mujeres, vino y mujeres… Era una calamidad. Solía venir por aquí a menudo. Hacía veintidós millas diarias. Debía hacer unas diez jornadas al día y tenía dos carretas con diferentes yuntas para que una descansara mientras la otra trabajaba. Venía al hotel «Cabeza de la Reina» y sacaba sus bueyes al prado además de darles paja y forraje. Luego entraba en el hotel a beber, dormía en su carreta y a la mañana siguiente volvía al Howqua. Y como no había ninguna camarera que fuese como es debido, pues de haberlo sido, no habría estado en el Howqua… —Guardó silencio unos instantes—. ¡Felices días aquéllos en que éramos jóvenes!
—¿De qué murió?
—Estaba borracho y se ahogó. Y su perro se ahogó con él, a pesar de que no estaba bebido, aunque podía haberlo estado teniendo aquel amo. Había una muchacha que vivía en el Howqua y se llamaba Mary Nolan. Era una mujer pública y no me atrevería a explicarle a usted todo lo que hacía, pero era tan dulce, hablaba tan bien y era tan linda… Se alojaba al otro lado del río, en el hotel Buller Aramas, que pertenecía a Peter Slim, el padre de Billy, el que ahora es guarda forestal del valle del Howqua. Charlie Zlinter estaba en el hotel hasta medianoche y luego cruzaba el río para ir a ver a su novia. Bueno, la mayor parte del año se puede atravesar el Howqua sin mojarse siquiera los pies si se van buscando piedras, pero en agosto y septiembre al fundirse las nieves de las montañas altas, las aguas tienen cinco o seis pies de profundidad. Había un puente de cuerdas con una plancha de madera colocada encima y dos cuerdas más a los lados para apoyarse. Charlie Zlinter, bebido como estaba, fue a cruzar el puente para ver a su amiga. Yo pienso ahora que un hombre tan borracho como lo estaba Charlie puede cruzar el puente relativamente bien, pero seguramente Zlinter llevaba con él a su perro. Era un perro guardián que le vigilaba los bueyes y la carreta cuando él estaba en Banbury. Seguramente se lo llevó consigo. Y cuando fue a subir al puente, el perro no supo. Charlie lo cogió en brazos y empezó a atravesar el puente en la oscuridad de la noche con los brazos ocupados por el animal y el puente bamboleándose terriblemente a cada paso que daba… y Charlie estaba bebido… Ése fue su fin.
—¿Se cayó al agua?
—Sí. Lo encontraron a media milla del puente, la mañana siguiente, unido a su perro. No había un sacerdote que pudiera decir ni una misa por él, así que se limitaron a enterrarlo con su perro, cosa que un sacerdote nunca habría permitido. Fue una pena porque Charlie era un buen muchacho. Su muerte produjo gran tristeza entre las gentes del lugar, pues todos lo conocían de verle ir y venir a Banbury y muchos de viajar con él. En el periódico escribieron un poema en su honor, un poema bonito… ¿Lo ha oído usted?
El checo, con un gesto, denegó. Y el viejo empezó a declamar:
Charlie Zlinter, con su perro guardián,
cayó en el Howqua y se ahogó.
Nosotros, pecadores, lo encontramos y nunca le olvidamos.
Si Charlie hubiera bebido menos, todavía estaría vivo.
—¡Ah! —concluyó el anciano—. Era un poema muy bonito, muy sentido.
—Casi puedo asegurar que ese Charlie Zlinter era pariente mío —dijo el checo—, pues procedía de mi mismo país. ¿Había oído usted algún detalle sobre él? ¿Dónde estaban sus familiares? ¿Dejó algún documento que permitiera conocer su procedencia?
—No lo sé —aseguró el viejo—. Aquellos días yo era policía y tenía otros deberes que cumplir. Todo lo que sé de él lo oí decir a la gente. No sé qué sucedió con sus animales. Poco después de aquello, se cerró la mina y se acabó la ciudad de Howqua. Últimamente vivían muy pocas personas en el lugar. Yo no diría si alguien cogió sus yuntas cuando él murió. No lo sé… Howqua estaba declinando y no había el trabajo que hubo en un principio.
—¿Sabe usted qué se hizo de su documentación? —inquirió Carl.
—De eso no sé nada. Sólo existe una persona que pueda saber algo.
—¿Quién es?
—Mary Nolan.
—¿Mary Nolan? ¿Es que todavía vive?
—Sí. Vive. Era una mujer un poco escrupulosa y el padre Geoghegan, que era entonces el sacerdote de allí, no quería saber nada de ella hasta que se confesara y ella no pensaba confesarse, cosa que no tenía nada de particular. Así, pues, cuando cerraron la mina y todo el mundo dejó el Howqua, ella se fue como camarera a Woods Point, al hotel de allí, y siguió dando que hablar. He oído decir que se reconcilió con el padre O’Brian, de Warburton, que por aquel entonces estaba en Woods Point, pero creo que no conocía la vida de ella. Después se casó con un tal Williams, que tenía un pequeño terreno en Jamieson, y vivieron allí hasta que él murió y empezó la segunda guerra. Entonces ella vendió la tierra y se fue a vivir a Woods Point con la familia de su cuñado. Me parece que vive allí todavía. No he oído decir que haya muerto.
—Ahora debe de ser vieja —opinó Carl.
—Tal vez tiene setenta y cinco años —repuso el viejo—. No puede tener ni un día más. Eso no es ser viejo. Hay muchos hombres robustos que tienen setenta y cinco años.
—No creo que Mary Nolan pudiese recoger los documentos de Charlie Zlinter ni saber qué se hizo de ellos cuando él se ahogó.
—No he dicho que haya de saberlo. Pero ella es la única que vivía en el distrito y que, por lo tanto puede saber algo después de tanto tiempo. Le diré una cosa… Ella conocía a Charlie Zlinter mejor que nadie.
Carl lo dejó al poco rato y se encaminó a la ciudad para estar allí a la hora de comer. Comió en un café distinto a aquel donde desayunara y donde eran más amables con los emigrados, y después pudo ir hasta medio camino de Merrijig en la camioneta de George Pearson que se dirigía a Buttercup. Luego anduvo dos millas, porque era sábado y había pocos vehículos por la carretera, hasta que subió al camión del tendero de Lamirra. Bajó en la valla de Leonora y atravesó los prados hasta la vivienda.
Era precisamente la hora del té y los habitantes de la casa le dieron alegremente la bienvenida. Carl dijo a Jack:
—Era exacto lo que me dijo usted sobre el señor Pat Halloran y Charlie Zlinter. Esta mañana me he enterado de muchas cosas sobre mi pariente.
—¿Qué es lo que ha averiguado? —preguntó Jennifer.
Él fijó su mirada en la joven.
—Que era un hombre muy malo. No se puede decir todo lo que hacía con las mujeres.
Jane y Jennifer se echaron a reír. Jane aconsejó:
—Puede guardar los detalles para contárselos luego a Jack. A nosotras díganos el resto.
—¿De qué vivía? —preguntó Jennifer.
—Conducía una carreta de bueyes. Llevaba la carreta desde la estación de Banbury a la ciudad del río Howqua.
—¿A eso se dedicaba? —exclamó Jack, asombrado. Empezaban a reunirse las piezas del rompecabezas. Un conductor de bueyes habría sido muy conocido en Banbury y su muerte se recordaría mucho más tiempo que si se hubiera tratado de un minero transeúnte. La poesía que Pat Halloran había recitado nadie la hubiera compuesto de no ser en honor de un hombre famoso en la localidad.
—¿Ha averiguado algo más sobre él?
Zlinter les contó todo lo que sabía, cuando se sentaron a tomar el té.
—La señora Williams —murmuró Jane, pensativa—. ¿Será la vieja señora Joshua Williams? Vivía en Sharon, pasado el Jamieson.
—No sé si será ésa. No he averiguado el nombre de su rancho. Únicamente sé que se casó con un tal Williams.
—Creo que debe ser la que digo. —Jane se volvió hacia Jack—. ¿No recuerdas a la vieja señora Williams, que criaba ocas, al principio de venir nosotros aquí? Acuérdate que le compramos seis gansos y se murieron todos menos uno. ¿Así, pues, murió su marido y ella se fue a Woods Point?
—Recuerdo a aquellos endemoniados gansos —aseguró Jack, indignado—. Ya no estaban sanos cuando los compramos y ella lo sabía. Yo tenía que haber armado un escándalo y exigir me devolviera el dinero, pero entonces éramos nuevos aquí y no era cuestión de empezar buscando discusiones.
—¿Y se fue a vivir a Woods Point?
—No recuerdo, pero es fácil averiguarlo.
—Estoy segura de que era ella.
Acabaron de tomar el té, limpiaron la vajilla y salieron a la galería a sentarse. Jack ofreció a su invitado un cigarrillo.
—La encuesta se celebrará el lunes —recordó—. Supongo que usted irá.
Carl Zlinter sonrió de mala gana.
—Iré con el señor Forrest. Creo que él volverá sin mí, porque me meterán en la cárcel.
—Eso no sucederá. El doctor está de su parte y lo que tiene importancia es lo que él diga.
Carl se encogió de hombros contestando:
—No me importaría mucho ir a la cárcel, si la cosa acabara ahí. Pero en mi situación actual, si yo cometiera un delito en estos dos años, me harían volver a Alemania y me meterían otra vez en uno de aquellos campos. Sería muy mala cosa.
—No harán eso, Carl —afirmó Jennifer—. No es posible.
—Puede ser —repuso Carl con un nuevo y apesadumbrado encogimiento de hombros.
Ella rió al decir:
—En este caso tendrán que encerrarme también a mí, por haberle ayudado.
—¿Estará usted en la encuesta?
—Estaré allí. Esta mañana ha telefoneado la policía para decirme que vaya sin falta.
—Todo será distinto para usted aunque las cosas vayan mal. Lo peor que pueden hacerle es enviarla a Inglaterra, a su patria. Pero esta tierra es ahora mi patria y es aquí donde quisiera permanecer.
—No sucederá nada de eso —dijo Jack brevemente—. Tienen el suficiente sentido común.
—Esperemos que sea cierto.
Parecióle a Jennifer que él se preocupaba demasiado ante aquella situación, cosa que debía de ser inevitable, dada la posición del hombre. No agradó a la joven la idea de que Carl pudiera volver a ser enviado a algún campo de deportación en Europa.
—Me prometió usted llevarme a ver la tumba de Charlie Zlinter alguna vez. Tengo ganas de ver el Howqua. ¿Qué le parece si vamos mañana? —propuso.
Él la miró sonriendo. Aquello le parecía demasiado agradable para ser verdad.
—Me encantaría acompañarla, pero aquello está muy lejos para que usted vaya andando.
—Jack ha dicho que nos prestaría la camioneta. ¿Podemos usarla mañana, Jack?
—Naturalmente. El domingo es el mejor día para llevarse el Chevrolet. —Luego se dirigió a Zlinter—: ¿Sabe usted conducir?
—Sé conducir —afirmó el checo, con una sonrisa—. Antes de la guerra tenía un coche pequeño, un Opel, y durante la guerra he conducido muchos coches y camiones. En Australia no conduzco y no tengo licencia.
—¡Ah! Por la licencia no se preocupe. Pueden llevarse el Chevrolet mañana, si lo quieren.
La expresión del checo se alegró.
—Es usted muy amable —agradeció—. Le cuidaré la camioneta, señor Dorman.
—No podrá tener mucho cuidado yendo por el camino del Howqua. Pero llegará usted bien yendo por la parte alta, por los prados de Jock McDougall. Le dije a Jenny que yo no bajaría por la parte baja del valle del Howqua. Pero yendo en el Chevrolet, no tendrán que andar más que dos millas en lugar de diez.
—Muchas gracias, muchas gracias —repitió Carl—. Otra cosa, señora Dorman; esta mañana he visitado a un neoaustraliano que sabe pintar cuadros. Se llama Shulkin. ¿Sabe usted algo de él?
—No.
—Yo, sí —terció el marido—. Es un individuo que trabaja en el ferrocarril.
—A ése me refiero. ¿Ha visto usted sus cuadros?
Jack negó con un gesto.
—Recuerdo que alguien dijo una vez en la taberna que era un emigrante que sabía pintar.
Carl se volvió a Jane para aconsejarla:
—Creo que sería interesante que bajara usted un día a su casita y viese lo que es capaz de pintar. He estado allí esta mañana. Tal vez él tenga lo que usted quiere.
Ella dejó su costura para contestar:
—Yo quiero un cuadro verdaderamente bueno, Carl, hecho por un buen artista. No quiero nada hecho por un aprendiz. Me interesa tener una buena pintura.
—Yo no entiendo mucho de pintura —admitió Carl—, pero esta mañana he visto unos óleos muy buenos pintados por ese hombre. Y creo que podría hacer algo que a usted le gustara.
Ella arrugó el entrecejo.
—¿Ese hombre ha estudiado en alguna parte? Es que resultaría desagradable que yo fuera a verle y sus cuadros no fuesen todo lo buenos que yo quiero. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Lo comprendo. Ese hombre ha estudiado en París y en Roma. Antes de la guerra era profesor de Estudios de Arte en la Universidad de Kaunas. Creo que es un buen artista.
—¿Y qué está haciendo aquí?
—Trabaja como jornalero en el ferrocarril.
—¿No ha podido encontrar un trabajo mejor? —preguntó Jane, estupefacta.
—No lo sé. Vino a Australia hace tres años como refugiado y fue enviado a trabajar al ferrocarril de Banbury dos años. Está allí desde entonces. ¿Qué otra cosa puede hacer? Allí tiene una casa, un trabajo sencillo y una vida tranquila comparada con la de los campos alemanes. Al principio intentó vender sus cuadros, pero en Banbury no hay mucha gente que compre óleos. Le creo capacitado para pintar lo que usted desea.
—¿Son bonitos sus cuadros? ¿Tienen un colorido alegre?
—He visto una pintura muy bonita del río Delatite en primavera, todo azul y lleno de barbos dorados. El río tiene mucha realidad y todos los colores son bonitos.
—Eso me parece que es lo que me interesa. Desde luego, iré a verlo… Tendrá gracia que encuentre en Banbury el cuadro que me interesa, después de haber estado buscándolo por todo Melbourne.
Jennifer salió hasta la carretera con Carl. Jane los observó mientras desaparecían por los prados.
—¿Vas a ir con ellos mañana? —preguntó a Jack.
—No me compliques la vida —repuso él con un guiño.
—No creo que esto sea una cosa recomendable. Sus padres no se sentirían muy complacidos.
—Que no la hubieran dejado hacer doce mil millas de viaje sola. Recuerdo que tampoco tu padre y tu madre se sentían muy complacidos.
—A mí me gusta ese hombre, una vez acostumbrada a su modo de ser.
Él aseguró:
—Es un buen muchacho.
Mientras cruzaban los prados, Jennifer decía:
—No creo que haya nada que temer de esta encuesta, Carl. Le digo con franqueza que no lo creo.
—No digo que haya por qué preocuparse, pero me sentiré mucho más a gusto cuando se haya acabado.
—No es posible que busquen complicaciones.
Carl miró a su alrededor. Empezaba a salir la luna y el valle del Delatite tenía un brillo plateado. Reinaba una quietud absoluta.
—No hay más que una cosa que me asusta —dijo él serenamente—. Que me echen de este país y me envíen a Europa.
—¿Tan encariñado está con esto, Carl?
Hubo un minuto de silencio.
—Tiene una campiña tan solitaria, tan bonita… Y hay tanta libertad y tantas oportunidades… Y lo mejor de todo es que tiene un rey a quien cada hombre puede apelar cuando se comete una injusticia. Es una gran cosa contar con un rey o un caudillo para evitar que los políticos y los burócratas se muestren estúpidos. Los alemanes tenían la misma idea al buscar un Führer, pero eligieron mal el hombre. El inglés ha solucionado esto mucho mejor y los americanos también han descubierto grandes hombres para nombrarlos presidentes, cosa que resulta casi incomprensible. Me sentiría muy desgraciado si tuviera que abandonar este país…
—Me parece que yo también me sentiría desgraciada. Desde luego soy muy inglesa, pero esto es muy hermoso… En muchos aspectos parece que es como debió ser Inglaterra hace cien años.
—¿De qué parte de Inglaterra ha venido?
—De Leicester. Allí está mi casa, pero últimamente, antes de venir aquí, trabajaba en Londres.
—Leicester —repitió Carl—. He oído ese nombre, pero no sé en qué región se encuentra.
—En los Midlands. Precisamente en el centro de Inglaterra, a unas cien millas de Londres.
—¿Y se parece a esto? ¿Es bonito?
Jennifer movió la cabeza replicando:
—Es una ciudad fabril. Supongo que a todo el mundo le gusta la ciudad donde ha nacido, y a mí me gusta Leicester. Pero, desde luego, no puedo decir que sea una ciudad bonita. Por el contrario, creo que es muy fea.
—Y cuando trabajó en Londres, ¿qué le pareció? Yo no conozco Londres.
—Trabajaba en un barrio de las afueras. La verdad es que no se diferenciaba mucho de Leicester.
—¿Por qué ha venido a Australia? ¿Va a quedarse a vivir aquí?
—No lo sé con seguridad, Carl. Mi abuela, cuando murió, me dejó una pequeña herencia. No quería que guardara el dinero, sino que lo gastara en venir a visitar esta tierra. Creo que se imaginaba que si yo venía, querría quedarme y que tendría una vida más feliz aquí que en Inglaterra. Mi patria es muy distinta ahora de cuando mi abuela era una muchacha. Ella comprobó en el curso de su vida cómo las cosas iban empeorando. Por lo visto, pensó que si yo venía aquí viviría como en la Inglaterra que ella conoció hace setenta años, cuando todo era prosperidad y seguridad.
—Ya… ¿Y qué le parece a usted esto?
—Llevo aquí tan poco tiempo que es difícil decirlo. En realidad, no he visto nada. Estuve un par de días en Melbourne y llevo muy poco tiempo aquí, en el campo.
—Y de lo que ha visto, ¿qué opina?
—Que es un país encantador. Y muy rico… sí, muy rico. Y también me parece seguro. Nadie se muestra preocupado por las bombas atómicas que se puedan lanzar mañana, como ocurre en Inglaterra.
—No —asintió Carl—. Todo eso, visto desde aquí, parece muy lejano. Aquí estamos muy lejos de los enemigos y una buena distancia entre un hombre y sus enemigos parece ser todavía la mejor defensa posible. No sé decir hasta qué punto amo a esta tierra, tal vez por esta razón más que por ninguna otra. Desde muy joven he vivido siempre bajo la amenaza de la guerra y de la muerte, evacuaciones, derrotas, campos de concentración, temores de otra guerra y más evacuaciones, más muertes… Aquí en Australia, todo eso ha quedado atrás. Es un país donde uno puede construir una casa sin pensar que puede haber desaparecido al cabo de un año. Aquí un hombre puede vivir decentemente, aunque no tenga más que una cabaña de madera entre los bosques. Me gusta este país por todas esas cosas, porque uno puede encontrar muchas distracciones, como pescar truchas, leer, tener una pequeña choza, una habitación que puedas llamar tuya y todo ello rodeado de seguridad. Si estallara otra guerra en Europa quizá fuera mi deber alistarme en el bando en que estuviera Australia y eso no me importaría, porque al acabar, si salía con vida, podría volver a este pequeño rincón, a mi cabaña, a mi pesca, a mis libros y estaría completamente a salvo, pudiendo vivir en paz otra vez. —Miró fijamente a la joven y se disculpó—: Lo siento. He hablado demasiado.
—Me alegro de lo que ha dicho. Antes me preguntaba qué le hacía sentirse tan encariñado por este país. Ahora creo que lo comprendo.
—Supongo que como yo piensan todas las personas sin hogar. El que ha perdido su patria necesita más que nada encontrar un lugar donde pueda construirse una nueva casa, sin el temor de volver a perderla.
—¿Qué hará cuando termine su plazo de trabajo en el campo maderero? ¿Dónde construirá su casa?
—No lo sé. Creó que no muy lejos de aquí. Tengo una idea extraña metida en la cabeza, pero no quisiera hablar de eso ahora.
—¡Oh, Carl, dígame qué es…!
—Tal vez se lo diga mañana —rióse él—. ¿Está segura, de que será oportuno que vayamos al Howqua?
—A mí me encantará, siempre que usted esté libre. Yo no tengo nada que hacer.
—Vendré a buscarla a las diez.
—Estaré preparada y llevaré almuerzo.
Él hizo una cortés reverencia, al tiempo que decía:
—Hasta las diez. Buenas noches, señorita Morton.
—Carl, deje de llamarme señorita Morton. Aquí todos me llaman Jenny.
—Está bien. Buenas noches, Jenny.
—Buenas noches, Carl.
Las mañanas del domingo la familia Dorman se levantaba más tarde, pero Jennifer estaba levantada a las siete y metida en la cocina, que ya le resultaba relativamente familiar. La joven era buena cocinera y, aunque con poca práctica, capaz de comprender y realizar una receta culinaria con posibilidad de obtener un resultado aceptable. Hizo unos pastelillos, frió media docena de salchichas y cuando tuvo el horno caliente, preparó unas tartas con mermelada. Calculó los resultados de su esfuerzo y se dijo que aquello parecería un poco ligero a un leñador. En la despensa encontró carnero frío, patatas y cebollas. Se puso nuevamente a la tarea y confeccionó dos enormes pasteles de carne. En la casa había muchos plátanos, uvas y cerezas y Jennifer cogió una buena cantidad de fruta, y luego, como la cesta aparecía todavía a medio llenar, cortó varias rebanadas de pan para untarlas con miel.
Jack apareció cubierto con una bata y examinó lo que Jennifer había preparado.
—¡Qué barbaridad! Ese hombre no tiene hambre.
—¿Crees que será bastante? —preguntó ella con ansiedad.
—No se morirá de inanición si se come todo eso. ¿Y qué piensas llevar para beber?
Con una sonrisa, la joven repuso:
—Había pensado que tú podrías darnos un poco de cerveza.
El suministro de cerveza resultaba escaso e irregular en aquella época calurosa. La extendida población consumía toda la producción de cerveza de Australia.
—Te daré dos botellas —gruñó Jack—. No pienso darte ni un sorbo más.
—Eres muy amable.
Jennifer cogió las botellas ofrecidas, que él dejó sobre la mesa.
—¿Cómo vendrá aquí desde el campo? —se interesó Jack.
—Bajará con alguien que pase por la carretera. Me dijo que estaría aquí a las diez.
—No encontrará fácilmente quien le traiga un domingo por la mañana. Después de desayunar, daré una vuelta en el Chevrolet y lo recogeré, si antes me preparas tú el desayuno. Jane está durmiendo.
Ella miró el reloj. Eran las ocho y media.
—Tendrás el desayuno en la mesa dentro de un cuarto de hora.
Aquel día se desayunó muy aprisa. Jennifer sirvió primero a Jack Dorman, luego a Tim Archer y Mario, y por fin bajó Jane y le sirvió una taza de té. Aún estaba el té sobre la mesa cuando Jack volvió con Carl Zlinter al que había encontrado en la carretera, a media milla del campo maderero.
—Buenos días, Carl —saludó Jennifer—. ¿Quiere desayunar algo?
—Muchas gracias. Ya he tomado café.
—¿Café? ¿Eso es todo lo que desayuna?
—En mi país no tomamos guisados a la hora de desayunar —sonrió él.
—Pero aquí tomará un desayuno como Dios manda, antes de ir a trabajar a los bosques, ¿no?
Riendo, Jane invitó:
—Vamos, Carl, siéntese y permítale que le sirva unos huevos con bacon. Ella está empeñada en hacerlo.
Riendo también, él aceptó.
—Eso está mejor —dijo Jennifer, mientras cascaba un par de huevos en la sartén—. No me gustaría que se desmayara por el camino, sobre todo teniendo que conducir el Chevrolet.
—Esta mañana ya ha conducido desde el campo —dijo Jack—. Tú tendrás que encargarte de advertirle por qué lado debe conducir.
Carl rió, explicando:
—Ésta es la primera vez que conduzco teniendo que ir al lado izquierdo de la carretera y llevando, además un guía.
A pesar de todo, demostró que era un conductor completamente aceptable cuando, media hora más tarde, los dos emprendieron la marcha en la camioneta. El día era resplandeciente y sin una nube, lo que prometía una jornada calurosa.
Jennifer abrió la última verja que daba a la carretera de Merrijig, dejó que el Chevrolet pasara y luego cerró cuidadosamente tras de sí. Cuando volvió a subir al vehículo, preguntó a Carl:
—¿Lleva usted su caña?
Él hizo un ademán negativo con la cabeza.
—Hoy no quiero pescar. No sería correcto…
—Nunca he visto pescar con caña —rió ella—. Me gustaría saber cómo se hace.
—¿De verdad? Es muy delicado y siempre se aprenden cosas nuevas. Por eso me gusta. Además, la pesca obliga a ir a lugares desiertos y aislados y eso también me gusta. Si usted quiere, un día le enseñaré cómo se pesca. Pero ahora, no. Hace demasiado calor y los peces no picarán hasta que el agua se enfríe un poco, hacia el mes de marzo. Llevó el vehículo hasta el puente del Delatite y siguió luego carretera arriba hacia el campo maderero, hasta que al cabo de una milla se internó en un prado abriéndose paso por un mal camino, a trechos cubierto de pastos, que conducía a las montañas. A su paso se agitaban las blancas cacatúas en los árboles y muchos pájaros se posaron sobre el coche, reluciendo bajo el profundo azul del cielo, hasta que el vehículo se adentró en otro prado.
Al poco rato, el camino dejó tras sí los pastos y se internó en los bosques. Allí empezaba la subida por la colina entre los árboles cauchíferos. El angosto pasadizo entre los bosques era tranquilo y perfumado. Fantásticos papagayos de cuerpos rojos y brillantes y alas azules, también resplandecientes, volaban ante ellos por el camino y desaparecían de pronto en los páramos.
—Son magníficos estos colores —dijo suavemente la muchacha de Londres—. Los pájaros no tienen que camuflarse en este país.
—No creo que por aquí haya fieras de presa como leopardos o gatos monteses. Dudo que los pájaros tengan muchos enemigos en estos bosques.
—Nunca me habría imaginado que estos pájaros tan lindos estuviesen sueltos y libres por los campos.
—Hay muchas cosas encantadoras en este país que uno no ha visto nunca en ninguna otra parte.
El camino seguía ascendiendo, completamente desierto. Una o dos veces un canguro pasó cerca de ellos, brincando para esconderse entre los árboles, y en otra ocasión una raposa inglesa de rabo largo y muy peludo, cruzó ante ellos y se ocultó en la maleza, tal vez buscando al conejo que por casualidad apareció mirándolos para echar a correr inmediatamente.
—¿Ha visto algún koala? —preguntó de pronto Carl Zlinter.
—Nunca. Son unos animales muy pequeños, ¿verdad?
Él no contestó. Unas cuantas yardas más allá, detuvo el vehículo, salió rápidamente y corrió entre los arbustos. Tuvo oportunidad de coger un koala cuando el animal empezó a subir sin correr por el tronco de un árbol para librarse del hombre. Él lo cogió suavemente y se lo llevó a Jennifer. El koala era un animal regordete y oscuro, de fea piel, que luchaba débilmente, aunque sin mostrarse muy desesperado porque le hubieran capturado.
—¡Oh, Carl, qué animal tan gracioso! Es igual que un osito de trapo.
—Creo que éste es muy viejo. La piel es mala. Puede usted acariciarlo, que no huirá. Pero no deje que la arañe, porque tiene las garras muy sucias y un rasguño insignificante puede tener malas consecuencias.
Carl sostuvo al animal delicadamente mientras ella lo acariciaba.
—Es silvestre, ¿verdad? —preguntó ella.
—Sí, es una especie de oso silvestre. Vive aquí. En los bosques.
—Y, sin embargo, es muy manso. No le importa que se le acaricie ni que se le sostenga en la mano.
—En los bosques no tiene enemigos. Ningún animal persigue a un oso koala ni lo mata más que el hombre, y esto está severamente prohibido. Como no tiene enemigos, no tiene miedo.
—¿Qué pasará si le dejamos que se vaya, Carl? Suéltele, a ver.
Él soltó al osito y los dos se inclinaron sobre él. El animal miró al uno y al otro, después observó a su alrededor y luego, con toda calma y premeditación, empezó a caminar para acercarse a un árbol y trepar por él, sosteniéndose con las garras. Jennifer fue tras él y le estuvo acariciando hasta que quedó fuera de su alcance. La pareja le siguió observando mientras ascendía lentamente por el tronco del árbol, por encima de sus cabezas.
—Sube allí para comer —explicó Carl—. No come más que los brotes frescos de los árboles de caucho y necesita alimentarse de diferentes clases de árboles para conservar buena salud. Por eso no se les puede tener cautivos en una jaula.
—¿Cómo sabe usted todo eso, Carl? ¿Ha cogido alguno antes?
—Muchas veces. En los bosques, cuando cortamos madera, encontramos muchos, a veces más de uno al día. Está prohibido matarlos y son unos animales tan inocentes que nadie les mataría si pudiera evitarlo. A veces, cuando tenemos que derribar los árboles encontramos un osito en el tronco de uno de ellos y siempre que es posible dejamos allí el árbol hasta el día siguiente para que el animal tenga tiempo de irse. Otras veces es preciso derribar el árbol con el animal en las ramas, pero por lo general no sufren otra cosa que algunas sacudidas y un susto. Nosotros lo recogemos y lo dejamos en un árbol más pequeño que no hay que derribar porque ya hemos estado en aquella parte de bosque y no tenemos que volver. Es muy fácil cogerlos, pero hay que evitar que arañen.
Volvieron a la camioneta y subieron por el camino, siguiendo los virajes de la colina. Era un camino áspero y lleno de surcos, más propio para curso de aguas que para carretera. No tardaron en llegar a lo alto de la loma. Había allí un claro lleno de pastos, que tal vez fuera una pequeña planicie natural, debida a alguna formación geológica que impedía el crecimiento de los árboles. Zlinter detuvo allí la camioneta.
—Éste es el prado de Jock McDougall —dijo—. Aquí debemos dejar la camioneta y hacer a pie el resto de camino hasta el Howqua.
El prado se extendía en la cumbre de la loma con una amplia perspectiva sobre los bosques y la región montañosa del sur. A la brillante luz solar, más allá de las colinas azuladas se veían en el horizonte ligeras columnas de humo que aquí y allá ascendían al cielo.
—¡Qué lugar tan maravilloso, Carl! ¿Hay granjas y mucha gente por aquí?
Él movió negativamente la cabeza:
—No hay nadie, absolutamente nadie. Allí, donde se ve ese humo, hay un fuego forestal y muchos hombres estarán intentando atajarlo. Puede ser que en esta región haya algún otro campo maderero como el de Lamirra, donde habrá bastantes hombres. Pero aparte de eso, no habrá otra cosa que guardabosques. Es posible que en toda la extensión de terreno que usted ve no haya más que cuatro o cinco personas.
Ella lo miraba todo, fascinada.
—¿Hasta dónde llega todo esto? —preguntó.
Con un encogimiento de hombros él repuso:
—Tenemos el sol a nuestra espalda. Estamos de cara al sur… habrá unas setenta u ochenta millas de bosque, no creo que más. Luego está la planicie costera con granjas y pastos que se llama Gippsland, y detrás de esa planicie está el mar.
Carl se extasió mirando con ella la extensión de bosque.
—Es una razón más para que me guste este país —dijo quedamente—. Se parece un poco a Bohemia, mi patria.
—¿Siente usted añoranza, Carl?
—Ahora, no. No quiero volver a vivir allá. Ha cambiado mucho, y yo también he cambiado enormemente. Pero recuerdo cómo era mi patria cuando yo era un chiquillo y todos estos bosques se parecen un poco a los de mi tierra y por eso soy muy feliz aquí. ¿Tienen ustedes bosques tan grandes como éstos en Inglaterra?
—Ahora, no —repuso Jennifer—. Puede que Inglaterra fuera como esto hace doscientos años, pero ahora no es así. Si esto estuviera en Inglaterra todo se convertiría en seguida en granjas con carreteras, estaciones de servicio, pueblos, ciudades y gentes por todas partes. En mi tierra no hay nada que se parezca a esto.
—¿Le resulta demasiado grande? ¿Le asusta su inmensidad?
—Me resulta extraña. Es magnífica, pero extraña. Si viviera aquí, tendría que acostumbrarme a saber qué hacer en un bosque tan enorme, sobre todo si me perdiera. Una vez solucionado esto, no creo que sintiera ningún miedo. No es lo mismo que si fuera un bosque lleno de leones y tigres —concluyó reflexivamente.
—No hay más que moscas, mosquitos y algunas culebras. Pero no hay ningún peligro. En estos bosques no hay mucha cosa que temer, como no sea la ignorancia propia.
La pareja volvió a la camioneta para acercarse a la cuesta y Jennifer vio que él dejaba un paquete de papel de periódico sobre la cesta de la comida y cogía una parrilla.
—¿Qué es eso? ¿Carne?
—He traído unas chuletas para hacerlas a la parrilla, como se acostumbra en este país. ¿Las ha probado alguna vez? Son muy sabrosas.
—No, Carl, no las he comido nunca. Pero vamos a tener demasiada comida.
Él sonrió.
—Si hay demasiado, podemos llevar lo que sobre a casa o dárselo a Billy Slim.
—¿Podemos encender una hoguera en el bosque, Carl, sin que arda todo lo demás, en esta época del año?
—Hay que tener mucho cuidado. En el Howqua, junto al río, hay lugares empedrados a propósito para hacer hogueras y allí Billy Slim deja que se haga fuego. Los pescadores preparan allí sus comidas muchas veces. Yo mismo lo he hecho.
Carl no permitió que ella llevase ningún paquete y emprendieron la marcha camino abajo, a través de los bosques para llegar al valle. Mientras caminaban, él le explicó lo que había contado Billy Slim: cómo la llama del mechero se tornó azul en un prado del valle y el fuego se inició al poco sin que nadie lo provocase.
—No he visto ocurrir una cosa así en los dos veranos que llevo aquí. A veces, uno trabaja en los bosques durante cincuenta años y nunca sucede nada. No obstante, creo que lo que Billy contó era cierto.
—¿Fue ese incendio el que destruyó la ciudad que había en el valle?
—Uno de esos incendios. Ya le enseñaré dónde estaba la ciudad.
Al poco rato, por entre las enormes y verdes rocas que se extendían ante ellos, pudieron ver abajo un trecho de río y después otro. Llegaron al valle, a un espacio cubierto de césped a la orilla del río, donde crecían muchos árboles. Era una vega que corría a lo largo del río y medía unos cinco acres. Al otro lado, entre el arbolado, había una casa de madera con tejado de uralita.
—Allí es donde vive Billy Slim, el guardabosques —explicó Carl.
Después dejó la cesta y la parrilla bajo un árbol solitario situado en la vega; no lejos de la orilla.
—Aquí es donde estaba la ciudad —volvió a decir.
Ella miró a su alrededor, asombrada.
—¿Dónde? ¿Aquí?
—Sí. Aquí, donde estamos nosotros. En esta planicie había muchas viviendas y también en aquella parte cubierta de árboles por donde hemos venido… Pero de eso hace cincuenta años.
Sin embargo, allí no se veía otra cosa que el páramo natural, sin ningún otro vestigio de vivienda que la del guarda del bosque.
—Parece imposible que pudiera desaparecer por completo, y tan pronto —comentó ella—. ¿Cuántas casas había?
—Cien, o tal vez más —contestó él demostrando con un encogimiento de hombros que no lo sabía con certeza—. Había tres hoteles.
Separóse un poco de los árboles para indicar:
—¿Ve usted estas líneas de aquí? ¿Este rectángulo? Aquí hay otro… ¿Ve estos ladrillos? Esto era el hotel Buller Arms, que pertenecía al padre de Billy Slim. Aquí venían muchachas a servir como camareras a los mineros. Si el viejo irlandés dice la verdad, las muchachas que venían aquí eran un poco libertinas…
Tras una pausa concluyó:
—No hace más que cincuenta años, y ya ha desaparecido todo.
A Jennifer le costaba trabajo creerlo.
—¿Y cómo han crecido tan rápidamente éstos árboles? Algunos son muy altos y sólidos. ¿Han crecido después del último incendio?
—El fuego no acaba con los árboles cauchíferos. Los demás desaparecieron con el incendio, excepto los de goma. Después de un incendio, cuando todo queda hecho cenizas y los troncos se han consumido, uno cree que el bosque está destruido para siempre. Pero la primavera siguiente, los árboles de goma vuelven a resurgir y en pocos años todos vuelven a recuperar la altura y el esplendor de antes.
Carl se volvió para señalarle las huellas negras que presentaba el árbol a cuya sombra se encontraban ellos.
—Como puede usted ver, éste ha sobrevivido. Solamente los árboles cauchíferos pueden resistir al fuego; los otros sucumben. Supongo que por ello estos bosques están llenos de esos árboles cauchíferos y de eucaliptus.
—¿Dónde está el cementerio?
—A una milla o milla y media de aquí, siguiendo la orilla del río. Hay un sendero que conduce allí, pero está cubierto de plantas y de zarzas. Además, atraviesa el río tres o cuatro veces. ¿Quiere que pregunte a Billy Slim si nos puede prestar el caballo para que lo monte usted? Así le sería más cómodo.
—Me caería del caballo, Carl —rió ella—. No sé montar. ¿Es muy profundo el río que tenemos que cruzar?
—No creo que el agua nos llegue más arriba de las rodillas.
—Muy bien. No me importa que estos zapatos que llevo se mojen. En un día como hoy será más agradable chapotear por el agua.
El sol, cuando se exponían a sus rayos, ardía sobre ellos. Desde luego, vadear el río aquel día tenía que resultar muy grato.
Colgaron la cesta de la comida en una rama del árbol y se pusieron en marcha por la vega de la orilla del río, aquel río transparente en el que se criaban tantas truchas y que serpenteaba sobre las desgastadas piedras y las desigualdades de su lecho. Un poco más allá, la vereda se sumergía en el río para volver a surgir al otro lado, entre los matorrales.
—Por aquí tenemos que vadear —anunció Carl—. Yo iré delante. No creo que haya mucha profundidad.
Entró en el agua y se volvió a mirar a su compañera. Ella le siguió con precaución. El agua estaba fría y le refrescó los tobillos salpicándole los bordes del pantalón. Se detuvo y se inclinó para remangárselo por encima de las rodillas. Llevaba la blusa entreabierta por el escote y él pudo ver la curva de sus senos. Carl detuvo allí su mirada un momento con complacencia, pero en seguida se dio cuenta de que ella podía advertir que la miraba. Jennifer acabó de arreglarse y cuando se irguió encontró a Carl mirando atentamente el río. Esto lo traicionó, pues ella se dio cuenta de que la había estado mirando y se ruborizó ligeramente, pero no le importó. También ella se había fijado complacida en los brazos y el busto bronceado de su compañero. Cuando las aguas fueron más profundas, la joven se adelantó para coger la mano de Carl, y él la fue guiando amablemente. Una vez en los matorrales de la otra orilla, Carl aconsejó:
—Será mejor que vuelva a bajarse las perneras si no quiere que las piernas se le llenen de arañazos.
Ella lo hizo así, aunque apartándose un poco de Carl.
Él siguió andando, siempre delante de ella por el estrecho sendero, apartando el ramaje alto y espeso y ayudándola a pasar. El angosto camino que serpenteaba bordeando el río era sólo utilizado por el guardabosques montado en su caballo y en muy contadas ocasiones por algún pescador. Poco después tuvieron que atravesar el río por segunda, y luego por tercera y cuarta vez, pues el sendero iba de una orilla a otra, evitando los riscos y las crestas rocosas.
En el bosque reinaba una gran tranquilidad. El sol, filtrándose por el espeso follaje de los árboles gomíferos, se esparcía por el suelo a intervalos. De vez en cuando, algún periquito gritaba sobre ellos. Siguieron andando hasta encontrar un pedrusco rojizo en el lado norte del río. La vereda se cortaba allí y Carl se detuvo anunciando:
—Está por aquí. En este lugar debió de haber alguna vez una carretera que conducía a la ciudad, pero no quedan vestigios de ella. Me parece que las lápidas están por aquí cerca.
—¿No será allí, dónde se ven esos cedros blancos? —indicó Jennifer.
—Eso es. Allí hay una lápida.
Condujo a la muchacha a través de los helechos y de unas pequeñas matas de té y llegaron ante las tres lápidas que aún se sostenían de pie. Él se detuvo ante la más alta y frotó su superficie.
—Ésta es.
Jennifer se acercó y leyó la inscripción. Aunque nunca había dudado de la existencia de la lápida, se sintió satisfecha al ver con sus propios ojos las letras grabadas.
—«Charlie Zlinter y su perro» —musitó—. Fue un gesto simpático que enterraran al perro con él.
Él la miró y esbozó una sonrisa.
—El viejo irlandés me dijo que el sacerdote no habría permitido que lo hiciera, pero que no se enteró…
—¿Cree que se trataba de un pariente suyo, Carl?
—Es posible. Me gusta pensar que lo era. Me alegra pensar que alguien de mi familia ha estado aquí antes que yo y le ha gustado esta tierra tanto como a mí. Y supongo que le gustaba porque tenía su alojamiento en algún lugar de aquí, no en Banbury. Cualquiera se habría imaginado que un carretero que iba diariamente a Banbury tendría su casa en Banbury, donde estaba el ferrocarril y había más movimiento. Y, sin embargo, no era así. Su vivienda estaba por aquí.
Ella lo contempló sonriendo:
—¿Le gustaría tener una casa aquí? —preguntó.
Él asintió gravemente:
—Me gustaría mucho. Durante mucho tiempo he vivido en campos, siempre con otros hombres y por lo menos otros nueve meses he de seguir viviendo así. Me agradaría enormemente tener una pequeña vivienda en los bosques, junto a un río con truchas, como éste, donde uno puede venir los fines de semana con algunos libros y estar solo. No cabe duda que esto me encantaría.
—¿No se sentiría demasiado solo?
Con un gesto negativo, Zlinter repuso:
—He visto demasiados hombres siempre en todos los campos.
—Dentro de nueve meses no le hará falta una vivienda en el bosque. Entonces estará en algún sitio preparándose para obtener la calificación como médico.
—No espero poder volver a ser médico. Cuesta mucho y tres años de estudio es un tiempo excesivamente largo. Creo que no seré médico nunca más.
—Entonces, ¿qué hará cuando deje el campo, Carl?
—Tal vez no deje el campo —sonrió él—. Probablemente seguiré siendo leñador.
—Sería una lástima, Carl. Usted debe hacer algo mejor.
—Ésta es una buena idea. Me gusta vivir en el bosque. Si tuviera una cabaña aquí, en el Howqua, como la que tenía Charlie Zlinter, podría venir todos los fines de semana y sería un leñador feliz.
—Hasta que trasladaran a los leñadores a otro campo y entonces esto quedaría demasiado lejos para venir los fines de semana.
—Ahí está el peligro. Ya lo había pensado. Creo que todavía estaremos en Lamirra durante otros dos años, pero después pueden trasladarnos. Quiero enseñarle lo que venimos a ver. Charlie Zlinter cayó al agua con su perro y se ahogó. No hace más que cincuenta años y ya está totalmente olvidado. Me pregunto si alguien de Pilsen se habrá enterado de ello.
—Seguramente alguien escribiría notificándolo.
—Tal vez. No lo sé. Ahora ya le he mostrado lo que veníamos a ver. Permítame que la lleve otra vez al centro de la ciudad y la conduciré al restaurante donde veremos nuestras costillas preparadas a la parrilla.
—En la parrilla de plata —añadió ella riendo.
—Aquí la parrilla será de oro.
Volvieron por el mismo camino. En la vega del río él le mostró el rústico fogón preparado con unas piedras que lo rodeaban en prevención de que algo pudiera inflamarse. Carl reunió unas ramas secas, desprendidas de los árboles cauchíferos y unas cortezas y preparó el fuego encendiendo una cerilla. Jennifer se quedó maravillada de lo rápidamente que se preparaba un fuego. Él puso la parrilla sobre las piedras, echó en las chuletas un poco de sal y las tendió en la parrilla sobre el fuego. Diez minutos después, las chuletas estaban a punto.
—¡Qué manera más rápida de hacerlas! Y están deliciosas —aseguró Jennifer.
—Es la mejor manera de guisar, sobre todo en este país. El fuego se prepara con facilidad y el humo de la madera cauchífera da un sabor muy bueno. En el campo preparamos las chuletas así cuando estamos trabajando.
Comieron en silencio, sentados sobre el césped, a la sombra de los grandes árboles, en el lugar en que el padre de Billy Slim tuvo un hotel al cual iban las chicas un poco libertinas a trabajar como camareras, donde los dormitorios estaban ocupados día y noche, donde las pequeñas saquetas de oro desgastado por el roce del agua pasaban al bar como pago de las bebidas y otras diversiones. Sobre ellos un milano les atisbo tímidamente, preguntándose si aquellos dos intrusos que habían aparecido en sus dominios podrían representar un peligro para su nido.
Cuando acabaron de comer, siguieron sentados en el césped, fumando.
—Carl, la noche pasada prometió usted hablarme de una extraña idea —recordó ella.
Él se irguió un poco apoyándose en un codo, riendo y observando con tranquilo deleite la mórbida curva del escote de Jennifer.
—Casi se lo he dicho ya —contestó.
—Casi me ha dicho, ¿qué?
—Que quiero construir aquí, en el valle del Howqua, una vivienda para mí.
—Ya lo sé. ¿Pero qué tiene de extraño esa idea?
—Creerá usted que es un sentimentalismo.
También ella se irguió preguntándose qué seguiría diciendo su acompañante.
—Desde luego lo creeré si lo es. Pero eso no es nada malo.
¿De qué se trata?
Él bajó la vista hasta la hierba.
—De una fantasía estúpida. No es nada.
—Dígame qué es.
Carl levantó la cabeza riendo forzadamente.
—Pues… Aquí ha habido muchas casas, centenares de viviendas y, por lo menos, tres hoteles. Yo quisiera, si fuese posible, averiguar dónde tenía su casa Charlie Zlinter y construir la mía en el mismo lugar.
—¿Por qué desea usted hacer eso, Carl? —sonrió ella.
—No lo sé. Simplemente me agradaría hacerlo. Somos de la misma familia y yo tengo que construir mi vivienda en alguna parte. Me gustaría hacerla aquí.
—Me parece una idea exquisita.
—¿No lo cree una estupidez?
—En absoluto. ¿Pero cómo se enterará usted de dónde vivió Charlie Zlinter?
—Me gustaría ir a ver a Billy Slim para tener una conversación con él. Pero no es de suponer que él lo sepa, porque en aquella época aún no había nacido. Creo que lo más oportuno es preguntar a Mary Nolan.
—¿Una de aquellas muchachas libertinas? —sonrió Jennifer.
Sonriendo también Carl, contestó:
—Sí, una de aquellas muchachas libertinas. Pero ahora ya no lo será. Debe de tener unos setenta años.
—Es una manera de hacerse buena.
Los dos rieron y Carl asintió:
—Exactamente.
—Ella no le hablará de aquella época, ¿no le parece? —repuso Jennifer escogiendo las palabras—. Quiero decir, Carl, que si era una muchacha cuando conoció a Charlie Zlinter, no querrá hablar de aquella época ahora que tiene setenta años.
Él la contempló, perplejo:
—No había pensado en eso. Quiere usted decir que aunque sepa cosas de él, no las dirá por no hablar de lo que hacía cuando era joven.
Jennifer asintió.
—Sospecho que le costará un trabajo ímprobo conseguir que le diga algo. Querrá asegurarse mucho antes de hablar, sobre todo con un hombre.
Fijando la mirada en las iluminadas aguas del río que corrían por entre las piedras, Carl, comentó:
—No pienso hacerle preguntas sobre cosas personales. Solamente le hablaré de los documentos que él pudiera tener en su casa o sobre lo que pasó con esos documentos y las propiedades de Zlinter después que él murió.
—Si esa mujer no hubiera sido poco recomendable, ignoraría lo que había dentro de la casa de él —indicó Jennifer, esbozando una sonrisa—. Seguramente lo sabe y tal vez se lo dijera a otra mujer, pero no a usted.
—¿Vendría usted conmigo a verla? Tal vez a usted le hablase.
—Yo me refería a una mujer de su edad, Carl —rió ella—. No a una joven, si no es una muchacha muy libre como lo fue ella. Lo que usted necesita es una mujer de la edad de ella.
—Usted es linda y joven y ella también lo era cuando conoció a Charlie Zlinter —dijo él con sencillez—. Me parece que ella le diría a usted lo que no quisiera decirme a mí.
—No me importa ir a verla con usted. Podemos ir uno de estos días tan agradables como hoy que no se tiene otra cosa que hacer. Es posible que se expansione conmigo, aunque no lo creo. ¿Qué es exactamente lo que quiere usted saber?
—Todo lo que pueda decirnos sobre cualquier documento que pueda demostrar quién era él. Por ejemplo, si tenía un pasaporte o algún otro documento de identidad, cartas, fotografías de su país, cualquier detalle que nos diga quién era. Y también qué fue de todas esas cosas cuando él murió y dónde estaba la casa.
—Eso no se lo podrá decir ella porque esto ha cambiado mucho… Es más fácil que lo sepa Billy Slim.
—Pronto lo probaremos. Cruzaremos el río para ir a preguntárselo. Pero ¿vendrá usted conmigo a ver a esa anciana un día de éstos?
Aunque no pudiera averiguar nada, aquello representaba pasar otro día en compañía de Jennifer.
—¡Claro que iré, Carl! A Woods Point, ¿no?
—Allí es donde vive ella —asintió el checo.
—¿Y cómo llegaremos hasta allí?
—Tal vez Jack Dorman no tenga inconveniente en prestarnos otra vez la camioneta si le pagamos la gasolina.
—Necesitaría usted todo su dinero para pagar la multa que le pueden imponer por conducir sin licencia.
—No me importará si consigo averiguar lo que me interesa.
—Será mejor ir un sábado —aconsejó Jennifer después de reflexionar un momento—. Ella es católica y el domingo no será oportuno molestarla.
Tras unos instantes de vacilación, Carl preguntó tímidamente:
—¿No le importa hacer esto por mí?
—Desde luego, no. Me gustará ir con usted a visitar a Mary Nolan.
Al cabo de un rato fueron a ver a Billy Slim. El puente que atravesaba el río hasta la casa consistía en dos cables de acero tendidos de una orilla a otra con planchas amarradas a ellos formando un pasadizo; otros dos cables servían de barandilla. Jennifer se detuvo al llegar a él y se volvió a Carl.
—¿Cree usted que será el mismo puente?
—Es probable. No han transcurrido más que cincuenta años.
—Tendré mucho cuidado de que no me ocurra lo mismo que a él.
—Él estaba bebido, andaba a oscuras y llevaba el perro en brazos —explicó Zlinter—. La cosa es bastante diferente.
—Debía de ser muy bueno, pues llevaba el perro en brazos. Seguramente era un hombre encantador.
—Esto era lo que decía Mary Nolan.
Jennifer se volvió a mirarlo y vio un chispazo de humorismo en sus ojos.
Encontraron a Billy Slim durmiendo. Se oyó un ruido en su dormitorio cuando ellos llegaron, deteniéndose en la galería, y en seguida el guardabosque salió a ver quién era, sin más ropa sobre su cuerpo que unos cortos pantalones color caqui.
—Hola —saludó—. Volveré dentro de un instante.
No tardó en reaparecer con camisa.
—Descansaba un poco —explicó—. Esta mañana le he visto a usted, Splinter, bajando por la orilla del río.
—Ésta es la señorita Jenny, que vive en la casa de Jack Dorman.
—¿Es la señorita que le ayudó en las dos operaciones en Lamirra?
—La misma. ¿Cómo se ha enterado de eso?
—Todo el mundo lo sabe. Oí hablar de eso en Jig…
Se volvió hacia Jennifer:
—¿Cómo está usted, señorita? Voy a buscar la tetera para preparar el té.
Y se puso a encender un hornillo.
La pareja se sentó a la mesa.
—Hemos estado viendo las lápidas del cementerio —explicó Zlinter—. Hemos visto la que tiene mi nombre.
Slim se detuvo con la tetera en la mano.
—Yo fui a verla el otro día. Dice «Charlie Zlinter y su perro», como usted indicó.
—He averiguado algo más sobre Charlie Zlinter. Conducía una carreta de bueyes.
Y Carl fue contando al guardabosque lo que Pat Halloran le había dicho, omitiendo que Mary Nolan vivía todavía.
—Ahora me gustaría saber en qué parte del Howqua vivió —concluyó diciendo el checo.
Billy Slim puso las tazas sobre la mesa y sirvió el té. Preguntó:
—¿Se refiere al lugar en que se encontraba la cabaña que habitaba Zlinter?
—Eso querría saber.
—¿Sabe cuál era la calle o el número?
—No sé otra cosa más que vivía aquí, en la ciudad del Howqua.
El guardabosque se sentó a la mesa con ellos y removió su té.
—Yo nunca he visto la ciudad. Estuve aquí siendo un chiquillo, durante la primera guerra, pero eso fue poco tiempo después de que la ciudad fuera destruida por el primer incendio. Creo que el incendio ocurrió en 1909 o en 1910. No había ya ninguna ciudad aquí cuando vi por primera vez el valle, pero quedaban muchos restos de chimeneas de ladrillo y tejados de pizarra. Cuando vine aquí, recogí todo el hierro que había para utilizarlo como techumbre añadido a la pizarra nueva. Antes del segundo incendio yo tenía un establo construido con aquellos restos. Desde luego, la chimenea acabó por caerse.
—¿Así, pues, las casas formaban calles?
—Desde luego. Era una ciudad bien construida. Jubilee Parade corría a lo largo del río, desde el hotel de mi padre hasta la calle Mayor, y la Avenida Victoria subía hasta el prado por donde ustedes han venido. La mayoría de las casas estaban en una de esas dos calles, pero había otras calles de las que he olvidado el nombre.
—¿Usted no sabe dónde vivió Charlie Zlinter? —indagó Jennifer.
El guardabosque denegó con un gesto.
—No. Ni creo que nadie pueda decírselo, después de tanto tiempo. ¿Para qué necesita saberlo?
—Era una fantasía —confesó Zlinter—. Me gustaría construir aquí una cabaña, un lugar donde pudiera dormir cuando vengo a pescar, sin tener que molestarle a usted. Una vivienda pequeña de una habitación donde pudiera dejar los utensilios de pescar, las mantas y algo de comida. Cuando uno vive en el campo maderero es muy conveniente tener un rinconcito propio donde poder escapar alguna vez.
—Seguro que puede usted construirse una vivienda —asintió el guardabosque—. Tendrá usted que comprar una parcela en el Departamento Agrario.
—¿Qué es eso?
—El Departamento Agrario está en Melbourne. Toda la tierra pertenece a ese departamento y lo tiene todo marcado en un mapa y dividido en porciones. Esas porciones las venden y usted puede comprar una vacante como en cualquier ciudad para construirse una casa. Si usted tiene una parcela y deja de pagar la contribución pierde el derecho a ese terreno, que vuelve a pasar al Departamento Agrario, que puede venderlo a cualquier otro. Eso fue lo que sucedió con cada una de las parcelas urbanas que hubo aquí. Volvieron todas a poder del Departamento Agrario porque los propietarios se marcharon y dejaron de pagar las contribuciones, pero el Municipio sigue marcado en el mapa y si usted quiere comprar un poco de terreno deberá adquirir una parcela urbana.
—¿De manera que si usted quiere construir una cabaña junto al río ha de adquirir todo un solar urbano? —medió Jennifer.
—Eso es. Hay que comprar unas yardas de fachada por otras tantas de profundidad.
La joven se echó a reír, bromeando:
—El número doce de Jubilee Parade.
—Exactamente.
—¿Cuánto puede costar eso? —preguntó Carl.
—Hombre, por el momento no hay mucha competencia para los solares urbanos de Howqua. Yo no pagaría más de cinco libras, a menos que usted adquiera un solar que haga esquina. En ese caso puede pagar hasta diez libras, porque tiene fachada a dos calles y se hace más negocio si se posee un edificio en esas condiciones.
—¿Y cuánto costará la contribución?
El guardabosque se rascó la cabeza.
—No lo sé exactamente. Durante los últimos cincuenta años el Ayuntamiento ha mantenido los impuestos bajos. Es posible que cobren cinco chelines al año por parcela.
Billy Slim no podía decir más y poco después la pareja le volvió a dejar sumido en su vida solitaria para volver a cruzar el puente de cables que atravesaba el río, conduciendo a la vega de la otra orilla. El sol iba bajando hacia la colina y las sombras aumentaban.
—Es un sitio encantador —opinó ella—. Averigüe usted o no el lugar exacto en que habitó Charlie Zlinter, este valle será un lugar maravilloso para construir una cabaña.
—¿También a usted le gusta? —preguntó él, anhelante.
—Sí. Me parece realmente hermoso.
Después de cruzar el río subieron lentamente por el camino hacia el prado de Jock McDougall donde tenían la camioneta. Por el camino hablaron mucho de París. Jennifer había pasado quince días de vacaciones en la capital francesa en 1946, y Carl también estuvo allí las veces que tuvo permisos en 1943 y 44, de modo que cada uno había visto la capital bajo diferentes aspectos. De todos modos, aquel lugar que ambos conocían fue un vínculo entre ellos y esto les agradó. Llegaron a la camioneta demasiado pronto y permanecieron un rato contemplando el amplio bosque a la luz del sol del atardecer.
Por fin, la joven comentó:
—Ha sido un día maravilloso, Carl. Muchas gracias por habérmelo proporcionado.
Y le tendió la mano instintivamente como si fuera a decirle adiós y le pareciera mejor decírselo allí, en la soledad del campo, que en casa, donde había otras personas.
—Preguntaré a Jack Dorman si puede prestarnos otra vez la camioneta —dijo él—. En ese caso, ¿querrá venir conmigo el sábado a Woods Point?
—Desde luego. Me encantará, Carl.
—Se lo preguntaré a Dorman cuando volvamos.
La miró y con una sonrisa dijo:
—Me va a parecer un tiempo muy largo.
—No tan largo. Mañana le veré.
—¿Mañana?
Riendo, Jennifer repuso:
—Sí. En la encuesta.
—¡La encuesta! La había olvidado por completo.
—Eso es lo que yo esperaba —aseguró la muchacha entrando en el vehículo—. Y no empiece a pensar en eso ahora.
Bajaron por el desigual camino atravesando el bosque sin hablar mucho, pero consciente cada uno de los dos de la proximidad del otro. Por fin llegaron a la carretera principal de Lamirra, y luego, demasiado pronto, se encontraron en Leonora, abriendo las portezuelas de las vallas del prado y cruzándolas poco a poco.
Jack Dorman salió al patio y miró atentamente el Chevrolet.
—¿Vuelve a casa completo?
—No hemos tenido ningún choque —repuso Zlinter—. Ha sido usted muy amable al prestárnoslo.
Jennifer le dejó hablando con Jack de la posibilidad de que les prestase otra vez la camioneta el sábado y entró en la casa. Encontró a Jane en la cocina, planchando.
—Jenny, hay un telegrama de Inglaterra para ti —anunció—. Lo dieron por teléfono y lo he escrito.
Y le tendió un sobre viejo con unas palabras escritas con lápiz en el reverso.
—Siento que no sean muy buenas noticias.
La muchacha cogió el papel y leyó:
Creo que debes saber mamá muy enferma asma y bronquitis te envía todo su cariño con el mío. Escribo vía aérea.
PAPA