La policía tiene que levantar el correspondiente atestado de todos los accidentes importantes que se registran. Por esta razón las hermanas de la comunidad del hospital de Banbury habían telefoneado al sargento Rusell la tarde anterior para comunicarle que había ocurrido un accidente en Lamirra y que el doctor estaba en Woods Point efectuando una operación. A las siete y media de la mañana llegaron al campo maderero unos agentes guiados por un deseo sincero de prestar ayuda y sin la menor idea de que tendrían que abrir un proceso legal. Fue una desgracia, sin embargo, que llegaran antes que el doctor Jennings, que probablemente habría extendido un certificado sobre los antecedentes de Bert Hanson, así como un certificado de defunción, lo cual seguramente habría sido suficiente para el sargento de policía. En un país que adolecía de escasez de médicos no era labor de la policía crear dificultades.
Sin embargo, aparecieron en escena antes de que se hubieran cumplido los requisitos legales. Encontraron a un leñador checo totalmente exhausto, que había realizado dos intervenciones quirúrgicas sin poseer ninguna calificación médica y válida y a uno de los pacientes muerto. El otro paciente, al que se le había practicado una operación en la cabeza, estaba sin duda muy mal y desde el punto de vista del sargento, moriría también. Todo aquello resultaba irregular y posiblemente criminal. En cualquier caso había que informar al coronel y seguramente se iniciaría una encuesta.
El doctor Jennings llegó directamente de Woods Point media hora después que la policía. Encontró al sargento tomando declaración a Jim Forrest y a Carl Zlinter en la cabaña que servía de cantina, pues Zlinter se había negado sin ambages a ir a la oficina de la compañía maderera para no estar separado media milla de su paciente. Cuando entró el médico, el checo se puso en pie.
—Esto puede esperar —dijo al sargento con poca amabilidad, pues se sentía muy cansado—. Hay otras cosas más importantes que hacer.
Salió de la cantina y condujo al médico hasta donde estaba el herido al que hiciera la trepanación.
Jim Forrest lo disculpó ante la policía:
—Él tiene razón, sargento. Va a poner al enfermo en manos del doctor. Quizá pueda yo seguir explicando lo sucedido.
El sargento manoseó su cuaderno de notas.
—¿Cuánto tiempo hace que tiene usted empleado a este hombre?
—Verá… No lo puedo decir con exactitud. Creo que en septiembre o en octubre ha hecho un año. Hará quince o dieciséis meses.
—¿Ha actuado antes como médico?
—¿Usted qué opina? Si tuviera usted a un médico trabajando como leñador, ¿utilizaría usted sus servicios cuando un individuo recibe una herida? ¿Cuando hay esguinces, cortaduras y contusiones? Cosas sin importancia para las que no hay que ir al hospital. Hasta ahora nunca habíamos tenido un accidente serio.
El sargento escribió en su cuaderno y luego preguntó:
—¿Sabía usted que este hombre no estaba registrado como médico en Victoria?
—¡Claro! —afirmó el director—. Lo contraté como jornalero en la Oficina de Inmigración. Para ejercer de médico tendría que doctorarse aquí.
—¿Cuándo empezó a utilizarlo como médico?
—No recuerdo. Sigue trabajando como jornalero. Los hombres empezaron a acudir a él cuando se cortaban o sufrían un esguince, cosas por las que no iban a perder el tiempo yendo a Banbury a buscar al doctor Jennings. Zlinter empezó a acudir a mí pidiéndome vendas y utensilios, de modo que le entregué el botiquín y compré varias cosas más que él dijo eran necesarias. La cosa ha ido aumentando insensiblemente.
—Pero ¿él continúa trabajando como jornalero?
—Desde luego.
—¿Le ha hecho usted alguna vez preguntas sobre sus calificaciones médicas?
—Sólo sé lo que él ha dicho por su propia voluntad, sargento. Dijo que había sido médico en su país… En Praga o Pilsen, o alguno de esos sitios. Y también en el ejército alemán. Me dijo desde el principio que no le estaba permitido ejercer en Australia. Yo estaba perfectamente enterado de eso.
—¿Le autorizó usted para realizar esta operación?
—¿Cuál de ellas?
—Bien… Las dos. Pero tratemos primero del hombre que ha muerto, el de la amputación.
—Él me preguntó y yo le dije que era mejor que siguiera adelante y cortase el pie. No podíamos encontrar un médico. Ni siquiera pudimos conseguir una enfermera del hospital. Mire, sargento, la cosa sucedió así…
—No quiero que usted piense que me empeño en complicar las cosas, Jim. Pero tengo que averiguar los hechos concretos para el coronel, porque se iniciará una pesquisa judicial. No hay médico que pueda firmar un certificado de defunción. Tengo que poner los hechos en claro. —Pasó varias hojas de su cuaderno y guardó unos minutos de silencio mientras leía sus anotaciones—. Estas operaciones, la del pie amputado y la de la cabeza, ¿cuánto tiempo tardó en realizarlas?
El director pensó unos momentos.
—No lo puedo decir concretamente. Lo del pie fue muy rápido. Veinte minutos, o quizá menos… La otra operación resultó mucho más larga. Creo que duró dos horas o más.
El sargento anotó aquel detalle.
—¿Le ayudó usted?
—No.
El sargento Russell levantó la cabeza y miró al director creyendo que mentía.
—¿Quién le ayudó? Ese hombre no realizaría dos operaciones de esa clase completamente solo.
—Había aquí una muchacha —aclaró el director—. Una joven inglesa que vive con Jack Dorman. Iba con Jack en la camioneta y fue ella quien echó una mano.
—¿Se refiere a Jack Dorman, de Leonora?
—Exactamente.
—¿Cómo se llama esa joven?
—No lo sé. Creo que Jack la llamaba Jenny. Es inglesa.
—¿Está aquí?
—Volvió a Leonora con Jack, a la medianoche. Probablemente, ahora estará en la casa.
—Pasaré a verla después —dijo el sargento. Después de ojear nuevamente sus notas, dijo—: Tendré que ver otra vez a ese Zlinter. He de averiguar los grados de medicina que cursó en su país. Creo que ya he hecho todas las preguntas necesarias.
—Hay una que no ha hecho usted, sargento —opinó Jim Forrest— y cuya respuesta me gustaría conocer.
—¿Qué es ello?
—¿Quién proporcionó a Bert ese endemoniado whisky? Quisiera conocer la respuesta a esta pregunta.
Mientras tanto, el doctor Jennings y Zlinter estaban comentando lo mismo mirando el cadáver de Bert Hanson.
—¡Mala cosa! —dijo Jennings—. Yo diría que este hombre era alcohólico hace tiempo. Seguramente en la autopsia observaremos dilatación del hígado. ¿Tiene usted idea de cómo logró la botella?
El checo se encogió de hombros.
—Sus compañeros estuvieron rondando por el pasillo toda la noche. Yo estaba operando en la habitación de al lado y no pude verlo. Debió ser durante ese tiempo. Cuando acabé la trepanación entré a ver a este hombre y como noté olor a whisky se lo dije al señor Forrest, que me contestó que era él quien había estado bebiendo, de manera que no volví a pensar en ello. Cuando volví otra vez yo también había bebido. Por eso no noté nada.
El doctor Jennings miró la botella rota que todavía estaba en el suelo.
—Probablemente se bebería toda la botella —supuso.
—Lo mismo pienso yo. Encontramos por aquí el precinto que llevan las botellas nuevas.
—¿Y no han dicho quién se la dio?
—El señor Forrest estuvo preguntando esta mañana, pero nadie dijo nada. No creo que podamos descubrirlo.
—Desde luego, supongo que no. —Permaneció en silencio un rato y por fin cubrió el cadáver con la sábana—. Habrá una pesquisa judicial, Zlinter. Es una lástima que yo no haya llegado antes que la policía. Procuraré ver al coronel antes de la encuesta para decirle cómo ha ocurrido todo.
El checo asintió.
—Supongo que se mostrarán indignados porque he hecho esas operaciones.
—Se tiene que explicar y aclarar todo. No tiene que preocuparse, aunque probablemente tendrá que prestar declaración.
—Hice cuanto pude. No había posibilidad de hacer otra cosa. Si hubiera esperado a que usted llegase, sin hacer nada, a estas horas los dos hombres estarían muertos. Tenemos a uno vivo y también lo estaría el otro si alguien no hubiera cometido la locura de darle el whisky.
—Telefonearé para que envíen la ambulancia —dijo el médico—. Será mejor que venga usted conmigo al hospital y miraremos lo que ha hecho usted en la cabeza de ese hombre. Quizá convenga verle primero por rayos X.
Jennifer estaba todavía en la cama cuando, a las ocho y media, el coche de la policía subía por el camino de la casa. Jack había ido con su caballo a uno de los prados, pero Mario estaba en el tejadillo, y Jane lo envió a buscar a su marido. La mujer llevó al sargento Rusell a la cocina, invitándole a una taza de té, y fue a llamar a Jennifer que ya estaba despierta.
—Jenny —llamó—, tienes que levantarte, querida. Te apenará saber que uno de aquellos hombres ha muerto, el del pie amputado. Aquí está el sargento de policía que quiere hacerte unas preguntas sobre lo sucedido.
La joven se levantó de un salto, confundida.
—No puede haber muerto —exclamó—. Estaba muy bien. Era el otro el que estaba muy mal.
—Te digo lo que a mí me ha dicho, querida. Será mejor que te levantes y te pongas un vestido para bajar a verle. He enviado a Mario a buscar a Jack para que venga también.
Diez minutos más tarde, Jennifer estaba sentada ante la mesa de la cocina, tomando una taza de té frente al sargento, que le explicó lo relativo a la botella de whisky.
—No se trata más que de simple fórmula, señorita. Es que tengo que hacer un informe para el coronel sobre todo esto. —Luego le preguntó su nombre y dirección. Ella dio las señas de Leonora. Después el sargento dijo—: Tengo entendido que ayudó usted a Carl Zlinter en las dos operaciones.
—Así fue —asintió ella.
—¿Había ayudado usted alguna vez antes a ese hombre en una operación?
La joven lo miró fijamente.
—Desde luego, no. Lo conocí ayer. No llevo más que diez días en este país.
El hombre tomó nota.
—Muy bien —dijo, indiferente—. Ésta era una de las preguntas que tenía que hacerle. Y dígame, ¿a qué se debió que fuera usted quién le prestó ayuda?
Ella se mostró un tanto perpleja, sin saber por dónde empezar.
—Pues… Supongo porque mis manos estaban más limpias que las de cualquier otro. No sé, sargento. La cosa sucedió así.
Jack entró en la cocina mientras ella se estaba explicando. Jane le resumió en voz baja lo que ocurría. Él cogió una silla y se sentó a escuchar. Jennifer acabó de contar todo lo sucedido y el sargento hizo una o dos anotaciones más y miró sus notas anteriores con las declaraciones de Jim Forrest. No había ninguna discrepancia digna de ser tenida en cuenta, lo cual era satisfactorio.
—Esto está bastante claro, señorita Morton. Y ahora un par de cosas que se originan de esto. ¿Dijo ese hombre en algún momento que no estaba registrado como médico?
Ella frunció la frente.
—Recuerdo que me dijo que no debía llamarle doctor… en algún momento… Lamento no poder recordarlo bien. Han ocurrido tantas cosas esta noche y yo estaba tan cansada que no puedo acordarme de lo que dijo cada uno. Desde luego, yo sabía que él no tenía permiso para realizar operaciones, pero no sé si fue él quien me lo dijo.
—¿Sabía usted eso, señorita? ¿Sabía que no tenía permiso para operar?
Él hizo una anotación en su cuaderno.
—Entonces, ¿por qué le ayudó a hacer esas operaciones? —espetó.
Jennifer le miró con asombro, replicando:
—Alguien tenía que hacerlo.
—Mire, sargento —interrumpió Jack—. Allí no había otro médico. Alguien tenía que hacer algo. Jim Forrest intentó por todos los medios encontrar al doctor Jennings. Por fin tuvimos que actuar por nuestra cuenta del mejor modo posible, sin un médico con título. Jenny le echó una mano. Yo mismo le habría ayudado, pero ella lo hizo mucho mejor. ¿Cree usted que debimos dejarles sin atender hasta que llegase el doctor esta mañana?
El sargento cerró su cuaderno.
—No importa lo que yo piense, Jack. Yo no soy más que un policía. Lo que interesa es lo que piense el coronel y él tiene que conocer los hechos. Yo no digo que de haberme encontrado en el caso de Jim Forrest no hubiera hecho lo mismo, y en el caso de esta señorita también. Pero si el coronel no piensa lo mismo cuando sepa los hechos habrá un cargo de homicidio casual contra Carl Zlinter, se lo aseguro. Ésta es la realidad.
Rusell se marchó dejándolos perplejos. Mientras observaba el coche que atravesaba las puertas de los vallados, Jennifer dijo:
—Eso no puede ser. No es posible que sean tan estúpidos.
Jack se rascó la cabeza, gruñendo:
—¿Qué cree que debíamos haber hecho? ¿Dejarles hasta que llegase el doctor? Esto no puede ir muy lejos, Jenny.
—Lamentaré por Carl Zlinter que el asunto siga adelante. Sería una brutalidad que él no se merece.
El fuego que había ardido en el corazón del lugarteniente Dorman treinta años antes se reavivó ahora.
—Si hacen algo contra ese muchacho pondré el grito en el cielo. ¡Vaya grupo de imbéciles quisquillosos…! Nunca he oído una cosa parecida.
—De tratarse de un homicidio casual, que no veo cómo puede considerarse así, pero suponiendo que lo fuera, ¿yo también estaría mezclada en ello? —preguntó Jennifer—. He tomado parte en las operaciones.
—No, no —terció Jane—. A ti no te meterán en esto. Tú te limitaste a ayudar. No hiciste nada por tu cuenta. Estoy segura de que te considerarán al margen de esto.
—No quiero que me consideren al margen. Me alegré de estar allí anoche y me alegro de seguir teniendo que ver con el asunto. Creo que se hizo lo que se debía hacer.
—Se volvió hacia Jack. —Me gustaría tener una conversación con Carl Zlinter sobre lo que va a suceder. Dijo que vendría aquí hoy, pero si hay algún lío no vendrá.
—Voy a dar una vuelta en la camioneta por la carretera para hablar con Forrest. Si Zlinter está allí, le diré que le estamos esperando.
Poco después, subía a su vehículo y embocaba hacia Lamirra. Encontró a Jim Forrest en su oficina.
—Buenos días, Jim. Hemos tenido al sargento de policía en casa, haciendo preguntas a Jenny sobre lo de anoche.
—¡Cuántas sandeces! —se lamentó el director—. Ese hombre no tiene otra cosa que hacer. He estado intentando encontrar al imbécil que dio a Bert el whisky, pero no lo he conseguido.
—Tenía una botella, ¿no? —se interesó Jack—. ¿Una botella llena?
—No sé qué cantidad quedaría cuando le dieron la botella. Seguramente estaba llena porque hemos encontrado el precinto. Bert se bebió todo lo que había, aparte de lo que cayó en la cama.
—Así, pues, bebió una buena cantidad. ¿Solía beber mucho?
—Desde luego, era un borrachín. Muchos de mis hombres lo son. No hay otra cosa que hacer en los barracones de un sitio como éste. Los emigrados son los más sobrios. Todos guardan su dinero para cuando cumplan los dos años poder comprarse una casa o emprender un negocio, o algo por el estilo. Si no fuera por las dificultades del idioma, ésos son los mejores trabajadores que tengo.
—Y ese Zlinter, ¿qué tal es?
—Un buen muchacho. Bebe poco. No más que tú o que yo. Todo su tiempo libre lo emplea en pescar.
—Ya lo sé. Lo conocí en el Howqua, en la casa de Billy Slim. El sargento ha dicho que si las cosas van mal en la encuesta, Zlinter puede ser acusado de homicidio casual.
—Sí, ya lo sé. ¿Qué diablos creen que debimos hacer? Pero, de todos modos, las cosas no irán mal. Tenemos al doctor Jennings de nuestra parte.
—¿Está convencido de que Zlinter hizo lo que debía?
—Creo que sí. Él y Zlinter han ido ahora a Banbury con Harry en la ambulancia. Llevaban a Bert Hanson en la litera inferior. Después de atender a Harry hará la autopsia al cadáver. He dicho que iré mañana por la tarde a saber noticias.
El director fijó en Jack su mirada.
—Te aseguro que las cosas no irán adelante.
—Puede que sí, si no vamos con cuidado. ¿Zlinter está ahora en Banbury con el doctor?
—Sí. Se han ido en la ambulancia.
—Jenny quiere verle, y a mí también me gustaría poder hablar de ese asunto con él.
—Tengo que mandar una camioneta con el aceite Diesel a Shell esta tarde, después de comer. Le diré que baje en ella para verte.
—Pues le telefonearé al hospital para decirle que se pase por casa que yo le traeré luego aquí.
Carl Zlinter subía por el camino que llevaba a la casa de Leonora a las tres de la tarde, vestido con un raído traje gris de corte continental. Hacía calor en los prados, invadidos de caliente sol, y el hombre llevaba la americana al brazo. Jennifer, sentada en el corredor, lo vio llegar y fue a recibirlo en la puerta del último vallado.
—Venga a sentarse a la sombra. Parece que tiene usted mucho calor.
La muchacha llevaba un vestido claro de verano y las piernas desnudas, lo que le daba una apariencia encantadora. El sol encendía destellos en su cabello rojizo. Hacía muchos años que Carl Zlinter no hablaba con una mujer bien vestida y se sintió cohibido ante Jennifer. En los campos donde durante tanto tiempo viviera en Europa, las mujeres no vestían así. Intentó recobrar valor recordando a la muchacha cubierta de sudor que le estuvo ayudando pocas horas antes y fue al corredor. Jennifer lo presentó a Jane y los tres se sentaron y estuvieron comentando un rato lo calurosa que resultaba la carretera de Banbury.
Él se enjugó la frente con un pañuelo y comentó:
—Esto es muy bonito. Para mi gusto esta parte del país es muy hermosa. Me gusta toda la tierra comprendida entre el Mount Buller y la ciudad Banbury, con los ríos Howqua y Delatite. Me sentiría feliz si pudiera permanecer aquí toda mi vida.
Jane se sintió complacida.
—¿Tanto le gusta? Nosotros vinimos aquí hace treinta años y algunas veces hablamos de buscar otro rancho más cercano a Melbourne, pero, no sé… Nunca hemos tenido costumbre de ir mucho a la ciudad y yo no querría vivir en otro lugar. Si nos trasladásemos sería únicamente por estar más cerca de nuestros hijos.
—Yo no viviría en ninguna parte más a gusto que aquí.
Jennifer intervino sonriendo:
—Pero no como leñador.
También sonriendo, él repuso:
—Hay cosas peores que ser leñador. No es que yo haya sido educado para hacer eso, pero si en este país no puedo ser médico, prefiero ser leñador, trabajando en una campiña tan hermosa como ésta, a trabajar en la ciudad.
—Debe resultar ultrajante para un hombre como usted trabajar en los bosques —reflexionó Jennifer—. Pasados los dos primeros años, ¿cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a ejercer como médico?
—No creo que vuelva a ser nunca médico, en Australia.
—¿Porqué no?
—Cuesta demasiado. Para un médico extranjero son necesarios tres años de entrenamiento en un hospital de Melbourne, si quiere ejercer en este país. Eso cuesta unas mil quinientas libras que yo no tengo ni tendré nunca. Y suponiendo que hubiera tenido esa suma me resultaría muy difícil encontrar plaza en un hospital, porque todos están completos con los médicos australianos. —Hizo una pausa y concluyó—: No creo que yo vuelva a ser médico nunca.
—Pero esos reglamentos son estúpidos —exclamó Jennifer.
Él la miró sonriendo al ver su indignación.
—No son tan estúpidos —aseguró—. Debe de existir un reglamento. Los médicos de algunos países son muy malos. A mí no me gustaría que a usted le tratara un doctor rumano o de Albania.
—¿Qué piensa usted hacer cuando hayan concluido sus dos años? —preguntó ella.
Encogiéndose de hombros, Carl repuso:
—No lo sé. Tal vez me quede aquí para siempre como leñador.
—Me parece un poco denigrante —volvió a objetar ella. Jane intervino cambiando la conversación.
—Dígame, ¿cómo sigue su paciente? El del cráneo fracturado.
—Creo que sanará. Lo hemos mirado por rayos X en el hospital y luego le quitamos los vendajes para que el doctor Jennings pudiera ver lo que yo hice, y se ha mostrado satisfecho. No ha tenido que hacer nada más, aparte de limpiar y esterilizar las heridas entre los dos con los mejores utensilios del equipo del hospital. Si éste no se bebe una botella de whisky, creo que saldrá perfectamente.
—Éste no hará eso —opinó Jennifer—. Usted dijo que era un hombre más sano que el del pie amputado.
—¿Eso dije? Pues creo que es cierto. El doctor Jennings va a hacer esta tarde la autopsia al muerto y creo que espera encontrar síntomas de cirrosis.
—Será importante que ocurra así, ¿no? Eso demostrará que no era un hombre fuerte.
—No creo que eso tenga gran importancia —repuso Carl con un encogimiento de hombros—. Murió porque se bebió una botella de whisky cuando se le acababa de amputar el pie.
Hubo un corto silencio.
—El sargento de policía estuvo hoy aquí —dijo la joven—. Quería hacerme una infinidad de preguntas.
—Lo lamento. ¿Ha sido por haberme ayudado usted en la operación?
Ella asintió, asegurando:
—Yo no lo lamento. Si por eso piensan armar un escándalo, quiero participar en él.
—No hay razón para que le mezclen a usted. Usted no hizo otra cosa que darme las cosas cuando yo las pedía y sostener la luz. Ya diré yo a la policía que usted no tiene nada que ver con la operación.
—No haga usted eso. Deje que las cosas sigan su curso y veamos lo que pasa.
—No hay razón para que tenga usted dificultades con la policía.
—No pienso tener ninguna. Al contrario, me resultará muy distraído. Ayudarle fue una cosa buena y estoy contenta de haberlo hecho. Además me gustará tener oportunidad de aparecer ante el tribunal, o como lo llamen aquí.
—Eso es culpa de su cabello rojizo, señor Zlinter —intervino otra vez Jane—. Ese color de pelo hace pendencieras a las jóvenes. Parece una australiana.
Se oyeron pasos en el corredor y apareció Jack Dorman.
—¿Cómo vamos, Zlinter? —saludó—. Continúe sentado. No se levante. Hace usted lo mismo que Mario.
—Dejóse caer en una silla, junto a los otros, y puso el sombrero a su lado, en el suelo. —Sigue aumentando el calor. ¿Ha vuelto usted a ir al Howqua?
—Estuve el sábado y el domingo pasados —explicó el checo—, pero ahora hace un calor excesivo. No pesqué más que dos truchas pequeñas y las volví a dejar en libertad para que crezcan.
El ganadero miró a Jennifer y preguntó:
—¿Te ha explicado cómo encontró su tumba?
—¿Su tumba? Es verdad que hablaste de eso la otra noche —recordó Jennifer.
—Sí, pero eso no fue todo. Explíquele lo que encontró, Carl —pidió Jack.
El checo se echó a reír forzadamente.
—No es nada…
—Cuéntelo —insistió ella.
—Es una tontería. ¿Ha estado usted alguna vez en el valle del río Howqua, señorita Morton?
—Me llamo Jenny. No, todavía no he estado allí. Es el valle más próximo, ¿no? El que está sobre aquellas colinas.
—Exactamente. Es muy agreste, porque no hay carretera y son muy pocas las personas que van por allí. Sin embargo, hace tiempo hubo allí una ciudad de mineros, ya que existía una mina de oro. Ahora todo aquello ha desaparecido; la ciudad también, por causa de los fuegos forestales. Así que de aquella población no queda otra cosa que una pequeña maquinaria a la entrada de la antigua mina. Únicamente las losas del viejo cementerio se mantienen incólumes porque el fuego no pudo quemarlas.
—¿Cuándo sucedió eso, Carl? —preguntó Jennifer—. ¿En qué época existió allí una ciudad?
—Hace cincuenta años. Luego toda la gente se marchó porque el oro se había acabado. Después surgieron los incendios y como no había ni un ser viviente para proteger la ciudad, todo ardió.
—¿Todo, excepto las lápidas?
—Eso es. Conocí al señor Dorman pescando en el Howqua y fuimos juntos a ver las lápidas que cubren las sepulturas. En una de ellas está inscrito mi nombre y el de mi ciudad natal de Checoslovaquia.
Zlinter cogió su americana, que estaba en el suelo, a su lado, y sacó una cartera del bolsillo interior.
—Tengo una copia de esa inscripción —dijo. Y sacando un papel lo desdobló y se lo dio a la joven—: Esto es lo que decía en una de las lápidas.
Jane Dorman se acercó para leer también.
—¡Qué cosa tan extraordinaria! —se asombró Jennifer—. ¿Su nombre es Charlie?
—Charlie o Carl y nací en Pilsen, aunque no en 1869. —Después de un silencio, prosiguió—: No es muy extraordinario. Nosotros somos una gran familia con muchas ramas en Pilsen, y muchas personas de Pilsen emigraron a este país, el siglo pasado, cuando los tiempos eran malos. Lo extraordinario es que haya sido yo mismo quien haya encontrado esa losa con mi mismo nombre. —Guardó silencio un momento y luego se dirigió al ganadero—: Me pregunto si habrá oído usted alguna vez este nombre aquí. Eso me ayudaría a saber quién fue ese Charlie Zlinter. Sin duda tenía algún parentesco conmigo.
Jack denegó con la cabeza.
—Nunca he oído ese nombre y dudo que nadie en esta tierra pueda darle noticias de él. Creo que le será más fácil a usted saber algo en Pilsen. Averigüe los nombres de las personas que marcharon a Australia a últimos de siglo.
Con un ademán negativo, el checo replicó:
—No es posible averiguar nada en Pilsen actualmente. Ni siquiera sé a quién podría escribir allí para preguntárselo. Y si escribiera, mi carta podría desazonar a los rusos. A ellos no les gusta que la gente reciba cartas del oeste.
—¿Por qué dice Charlie Zlinter y su perro? —dijo Jennifer—. ¿Es que el perro estará enterrado con él?
—No lo sé. Me gustaría mucho enterarme.
—Creo que le resultará muy difícil averiguar algo ahora, después de cincuenta años —opinó Jack.
—¿No habría un registro de defunciones en el condado?
—¿O en la parroquia? —añadió Jennifer.
—Lo dudo. Nunca he oído que hubiera una iglesia en Howqua. La más próxima debía ser la de Banbury, si es que existía entonces. Y no creo que allí se ocuparan mucho de los que morían en Howqua. Pudo existir una oficina donde se registraran las defunciones, pero lo dudo mucho. Estas ciudades mineras eran muy libres y mal organizadas en aquellos años.
—¿No habría guardia municipal en la ciudad?
—Me temo que en 1902 no la hubiera. Cuando surgía algún conflicto llamaban a la policía de Banbury.
—En este caso no es de esperar que exista ningún recuerdo de Carl Zlinter, ¿verdad?
—Hay una posibilidad —dijo Dorman—. Si pertenecía a Banbury, si vivió allí, se encontrará algo sobre él en el Ayuntamiento comarcal. Incluso puede que haya descendientes suyos en el distrito, hijos o nietos, aunque desde luego nunca he oído ese nombre hasta ahora. Aparte de eso, no queda otra posibilidad más que buscar a alguien que viviera en el Howqua en aquella época. Algún viejo puede recordar algo de Charlie Zlinter.
—¿Será fácil encontrar a esta persona?
—No lo creo. Esas ciudades de minas de oro no eran lugares asentados firmemente. La gente se instalaba en ellas para reclamar sus derechos y buscar oro; si no lo encontraban se marchaban a otro lugar, al oeste de Australia o África del Sur, lugares donde esperasen encontrar oro. Pero no se quedaban donde no lo había. Me parece que le costará mucho trabajo encontrar alguien que viviera en Howqua entonces.
—¡Mala suerte! —se lamentó el checo reposadamente.
Parecía tan descontento, que Jennifer le preguntó:
—¿Es muy importante encontrarlo?
Él contestó sonriendo:
—No tiene ninguna importancia. Lo que pasa es que si aquí ha vivido un miembro de mi familia me gustaría saberlo.
Entonces Jane fue a la puerta de la cocina e hizo sonar la campana del corredor para avisar a Tim y a Mario que eran las cinco de la tarde, hora de tomar el té. Jack acompañó al checo a lavarse las manos. Carl volvió al corredor al poco rato y encontró sola a Jennifer.
—Tendré que intentar recordar cómo se debe comportar uno —dijo él, riendo—. Ésta es la primera vez que como en una casa particular desde que dejé Alemania, hace casi dos años.
Ella se sintió asombrada al oír esta declaración.
—¿Es cierto eso?
—Sí… Creo que todavía no conozco a nadie en Australia, a pesar de llevar aquí quince meses. Los hoteles, bares y cines sí los conozco. Pero ésta es la primera vez que entro en una casa particular.
Jennifer no sabía qué decir.
—Supongo que no tendrá usted posibilidad de conocer a mucha gente, viviendo allá arriba, en el campo.
—La gente corriente se aparta de los campos —explicó él—, y algunas veces por muy buenas razones. En cambio, yo he pasado la mayor parte de mi vida en campos. Prácticamente, doce años ininterrumpidos. En realidad, no sé cómo vive la gente corriente.
Después de la merienda, estuvieron hablando de detalles sin importancia del distrito rural, y luego, al empezar a refrescar la tarde, se acomodaron en la galería para fumar. Cuando, al anochecer, Carl empezó a despedirse, Jack se ofreció a llevarlo en el coche hasta Lamirra, pero él rehusó, diciendo que Jim volvía entonces de la ciudad y lo recogería en la carretera. Los de la casa no insistieron pensando que tal vez Zlinter deseara detenerse en el hotel para tomar una copa. La realidad era que el checo no deseaba abusar de su hospitalidad y prefería hacer a pie las cuatro millas que le separaban de Lamirra. Jennifer cruzó los prados con él acompañándolo hasta la carretera.
La joven se daba cuenta de que el asunto de Charlie Zlinter y su perro todavía estaba presente en la imaginación de él y volvió a hablarle de ello por si él tenía ganas de hacer algún comentario.
—Es curioso eso de la lápida con la inscripción de Charlie Zlinter.
—Me gustaría averiguar alguna cosa sobre ese Charlie Zlinter. Desde luego, debía de tener algún parentesco conmigo. Todos los Zlinter de Pilsen son tíos o primos entre sí. Cuando uno deja su país y empieza a vivir en otra tierra donde no conoce a nadie, resulta maravilloso averiguar que alguien de nuestra familia ha vivido antes en ese país nuevo, incluso después de haber transcurrido cincuenta años. Parece que eso hace que uno se encuentre como en su casa. Por bueno que ese país nuevo pueda ser, uno no participa por completo de sus beneficios si no conoce a nadie.
Anduvieron un rato en silencio. Ella no había conocido a nadie que viviera en una soledad tan absoluta.
—Ahora ya conoce usted a alguien —dijo—. Conoce a los Dorman y a mí. Eso resulta más substancial que Charlie Zlinter. Espero que venga usted a vernos alguna vez.
—Me encantará hacerlo, pero también me gustará averiguar algo de Charlie Zlinter y su perro.
—Me parece que se ha inventado usted toda esa historia —bromeó ella—. No creo que haya existido esa persona.
Riendo también, Zlinter contestó:
—Le aseguro que es verdad. La llevaría allí para enseñarle la lápida, pero son diez millas de ida y otras tantas de vuelta. Algún día, cuando el señor Dorman vaya a pescar con el señor Fisher, en el Land Rover, al Howqua, puede usted acompañarles y yo le enseñaré a usted esa lápida.
—Quedamos en eso, ¿eh? Me gustará mucho hacer eso alguna vez.
—Y yo me sentiré muy honrado si usted va.
Atravesaron el último prado, que daba a la carretera.
Anochecía.
En la puerta del vallado, Carl dijo:
—Ahora he de despedirme. Temo haber sido una compañía aburrida para usted y quiero pedirle que me perdone.
—No ha sido usted aburrido en absoluto. Al contrario, ha resultado muy interesante y muy simpático, señor Zlinter. Espero volver a verle otra vez.
Él sonrió modestamente.
—Hace muchos años que no he estado en compañía de personas de buena familia como usted. Ha de olvidar las torpezas que yo haya cometido. Pero, desde luego, me gustará volver y algún día querría llevarla al Howqua a ver la lápida.
—Ya arreglaremos eso. Tenga cuidado de que no lo atropellen por la carretera y no se detenga mucho rato en la taberna.
—Buenas noches, señorita Jennifer —dijo solemnemente Carl—. Vuelvo a darle las gracias por todo lo que ha hecho por mí. Esta noche no me detendré en la taberna ni un minuto.
—Apostaría a que sí —rió la muchacha—. Buenas noches. Y venga a vernos otra vez.
Volvió a atravesar los prados, profundamente pensativa.
Encontró a Jane sentada en la galería con Jack. Angela se había ido con sus amigos de Banbury en el Morris de su madre. Jane comentó:
—Me gusta mucho Carl Zlinter.
Jennifer se reclinó en una silla y dijo:
—Parece extraordinario. Hace quince meses que está en el país y es la primera vez que ha entrado en una casa particular.
—¿Es verdad eso? —se extrañó Jack.
—Es lo que él ha dicho.
Con voz pausada terció Jane:
—Aunque parezca muy raro, yo puedo comprenderlo en cierto modo. Los trabajadores de Lamirra son muy ordinarios. Antes de que existiese ese campo maderero, Jack y yo solíamos ir a veces al hotel a tomar una cerveza y charlar con la señora Hawkey, la posadera, pero ya hace mucho que no vamos. Hay demasiados borrachos.
—¿Procedentes del campo maderero?
—Sí. De Lamirra.
—Desde luego, él es diferente a los leñadores vulgares —dijo Jack—. Es un hombre educado.
Reinó un corto silencio.
—No creo que le interesen mucho Australia ni los australianos.
—Opina que éste es un país muy bonito —objetó Jennifer—. No quiere vivir en ninguna otra parte. Lo que pasa es que le gustaría conocer a algunas personas. Por eso se obstina en averiguar algo de Charlie Zlinter y su perro.
A la luz moribunda del día, Jane la contempló con asombro.
—¡Pero si Charlie Zlinter murió!
—Ya lo sé, pero de todos modos es la única persona en Australia a la que el doctor Zlinter conoce fuera del campo maderero.
—Pero, querida. Eso me parece una tontería.
—A mí también me lo parece —admitió la muchacha—. Le he dicho que vuelva a vernos. Supongo que no os parecerá mal… Parece tener tan poca suerte…
—Naturalmente, Jenny. A mí me resulta muy simpático. Y siempre es una variación hablar con alguien que vive fuera del condado de Banbury.
—Quiere llevarme un día al Howqua para que vea su losa sepulcral. A mí también me gustaría verla y conocer el Howqua, pero no voy a hacer a pie diez millas de ida y otras tantas de vuelta con este calor.
—No tienes por qué hacer esas millas a pie —dijo Jane—. Puedes ir al Howqua montada a caballo.
—No sé montar. Me caería.
—En este tiempo seco seguramente se puede penetrar en el valle del Howqua con la camioneta —dijo Jack—. En un Land Rover se puede ir en cualquier época del año. El camino es accesible por esta orilla, porque la otra es un poco escarpada. Podéis dejar la camioneta aparcada en el prado de Jock McDougall, en lo alto de la loma, y bajar andando hasta el río. No son más que dos millas. Supongo que Zlinter sabrá conducir…
—No lo sé —opinó Jennifer—. Supongo que sí.
—Nunca he conocido un médico que no sepa conducir un coche —aseguró Jane.
—De todos modos, no estará acostumbrado a conducir por esos lugares sin carretera.
—Mira, Jenny, hay milla y media de carretera antes de entrar en el camino de los prados y no os tropezaréis con nadie en ese trecho. Si quieres ir al Howqua, haz que conduzca hasta los prados de McDougall y después vais andando. Puedes contar con el Chevrolet.
—Eres muy amable. Si vuelve otra vez, le preguntaré si sabe conducir. Sin embargo, sentiría que te estropease el Chevrolet.
—De todos modos, ya está muy usado. Me parece que compraremos un Land Rover para reemplazarlo.
—Con éste nos basta. Tenemos ya demasiados coches —protestó Jane—. Compraré un cuadro antes de que compremos otro coche.
—Creí que te habías olvidado de eso.
—Ni mucho menos. Lo único que ocurre es que no sé cómo encontrar la clase de pintura que quiero. No quiero comprar una de esas cosas que vimos en Melbourne.
Aquella noche, Jennifer se acostó sintiéndose extraordinariamente feliz. Agradecía profundamente a Jack su ofrecimiento de la camioneta. Ella quería hacer algo para aminorar la soledad de Carl Zlinter, pero por sí sola no tenía posibilidad de hacer gran cosa en favor del checo. Siguió sintiéndose feliz la mañana siguiente hasta que, antes de comer, llegó el cartero y Mario bajó a la carretera a recoger la correspondencia. Había una carta por vía aérea de su padre, desde Inglaterra. El gesto de alegría se borró de su cara, quedando sustituido por un fruncimiento de cejas. Jane, dándose cuenta, preguntó:
—¿Todo va bien por casa?
—Al contrario. Mamá está en cama con bronquitis. Parece que han tenido un tiempo terrible en Inglaterra. Claro que estando en enero…
—¿Es algo grave?
—No, no. Lo malo es que cuando mamá está enferma, las cosas empeoran para papá. No tienen más que una mujer de faenas por las mañanas. El invierno pasado ocurrió lo mismo y yo tuve que pedir diez días de vacaciones para ir a casa. No pensé que se repetiría lo mismo este invierno.
No hizo ningún otro comentario, pero estuvo preocupada pensando en las nieves y lluvias de su país, tan lejano. Aunque hacía poco que salió de Inglaterra tenía que hacer un esfuerzo mental para imaginarse las condiciones climatológicas del invierno inglés, gozando del caluroso verano australiano.
Mientras comían, Jack dijo:
—Esta tarde voy a ir a buscar a Jim Forrest al hospital. ¿Alguien tiene que enviar alguna carta por correo?
—Yo tendré —dijo Jennifer—. He de enviar a mi madre una carta por avión. Te la daré después de comer. ¿A qué hora te vas?
—A las tres.
—Escribiré cuando recojamos la mesa.
Jack se dirigió a Banbury en su camioneta nueva, llevó a Correos la carta de Jennifer y luego fue al hospital. El coche de Jim Forrest estaba aparcado en la calle y Jack detuvo el suyo detrás. Una sirvienta neoaustraliana le dijo que el señor Forrest estaba con el doctor Jennings en el despacho de este último. El ganadero asomó la cabeza.
—Entre, señor Dorman —invitó el médico—. Precisamente estaba hablando con Jim de esos hombres.
El médico era un hombre bajito, de cabello castaño, ojos azules y un bigote movedizo. Había sido oficial del Cuerpo Médico de la Real Armada Australiana durante la guerra y seguía conservando el aspecto de oficial, aunque vestía de paisano. Jack entró y se sentó con ellos.
—¿Qué noticias, hay doctor?
—Le estaba diciendo a Jim que ya he acabado de hacer la autopsia. Desde luego, ese hombre era un alcohólico. Nunca he visto un hígado en peores condiciones. He guardado esa víscera en alcohol hasta que acabe la encuesta, por si se da el caso de que alguien desee verlo. Estaba lleno de whisky.
—Tenía que estarlo —asintió Jim Forrest.
—En realidad, no había pensado encontrar más que una botella en su interior, pero me equivoqué. Había mucho alcohol. —Hizo una pausa y dijo luego—: De paso eché un vistazo a la amputación. Estaba hecha con todo cuidado. Una de las ligaduras estaba un poco estropeada, pero eso probablemente debió de hacérselo el hombre mientras estaba forcejeando. La operación fue bien hecha.
—¿Ese hombre habría quedado bien, de no haber sido por el whisky? —preguntó Forrest.
—Yo no diría tanto. La infección podría haber surgido con facilidad. Por lo que tengo entendido, la operación se hizo al aire libre para librarlo de la cortadora. Todo lo que puedo decir es que el trabajo estaba bien hecho desde el punto de vista quirúrgico.
—Así, pues, ¿no fue una mala intervención?
—No. No fue una operación chapucera. Se ve claramente que el desperfecto de la ligadura fue producido por un golpe. Probablemente, el herido tropezó con algo mientras ustedes luchaban por meterlo en la cama.
—Estuvo pataleando mucho rato —asintió Forrest.
Hubo otra pausa.
—En cuanto al otro —volvió a decir el médico—, al del cráneo fracturado, viene a ser lo mismo. Esta mañana lo he mirado por rayos X. De haber hecho yo la operación aquí, lo habría mirado por rayos antes de operar. Y de haber operado así, seguramente le habría sacado una porción más pequeña de hueso de lo que Zlinter ha cortado. Trabajando sin los rayos X, como él hizo, lo probable es que hubiera cortado tanto como Zlinter. En realidad no creo que eso tenga mucha importancia y nunca se debe exponer al paciente a una segunda operación.
Hizo una nueva pausa para decir luego:
—También aquí hay peligro de infección. Zlinter me enseñó lo que hizo y no creo que nadie lo hubiera hecho mejor. Pero no hay que olvidar que las condiciones eran malas para una intervención de cráneo.
—¿La infección puede aparecer aunque no se haya realizado una mala operación? —se interesó Jack.
—Una cosa está clara. Se mire como se mire, Zlinter no ha hecho ningún mal trabajo, teniendo en cuenta las dificultades.
—¿Querrá decir usted todo eso en la encuesta? —pidió Forrest.
—Naturalmente. Eso es lo que diré en la pesquisa judicial.
—Si sabe hacer una operación semejante, ¿por qué no tiene derecho a ejercer como médico? —preguntó Dorman—. ¿Por qué no se le da la licencia o como se llame?
—Hay ciertas reglas respecto a los médicos inmigrados. En este Estado, todos tienen que repetir los tres últimos cursos de la carrera. Esas reglas varían en cada Estado, me parece. En Australia del oeste es más fácil.
—¡Qué endemoniadas estupideces! —refunfuñó el ganadero—. Aquí no podemos tener otro médico y cuando encontramos uno no le permitimos que ejerza.
—Es necesario que tengamos unos reglamentos —objetó Jennings—. Muchos de esos médicos, procedentes de campos de refugiados, son muy malos, se lo aseguro. Usted sería el primero en poner el grito en el cielo si alguno de ellos hubiera de atender a su familia.
—¿Es cierto eso? —se extrañó Forrest—. ¿Son tan malos?
—Con exactitud no lo sé. Tendrá usted que preguntárselo a alguien que esté más enterado de estas cosas. Pero creo que es verdad: cuando ellos obtuvieron sus calificaciones su nivel era mucho más bajo que el nuestro. La experiencia obtenida con la práctica puede elevarlos a nuestro nivel, pero ¿cómo puede saberse si tienen esa práctica? Tomemos, por ejemplo, a Zlinter. Parece un individuo muy cuidadoso y desde que obtuvo la calificación ha tenido una amplia experiencia de cirugía en los frentes con el Ejército alemán. Usted lo ha visto trabajar en lo que más conoce, porque no cabe duda de que sabe mucho en lo que se refiere a accidentes de esta clase. Pero eso no es una práctica general. El noventa por ciento de nuestro trabajo es de medicina general y lo que corrientemente tenemos que averiguar es si el dolor que aqueja a una señora procede del corazón o del intestino y si un niño tiene escarlatina o un simple dolor de garganta. Probablemente, Zlinter no está avezado en estas cuestiones.
Tras otra pausa, prosiguió:
—No quiero que crean ustedes que estoy contra Zlinter. Me parece un buen hombre. Si obtuviera la calificación, me gustaría verle trabajar en este distrito y haciendo una parte de mi trabajo. Pero no antes de que haya pasado por el hospital y haya sido declarado competente.
—¿Y eso requiere tres años?
—No sé si ese tiempo sería preciso para Zlinter. Ignoro si puede hacerse alguna excepción. Seguramente, no. Lo más probable es que tenga que repetir esos tres años.
—Me parece un tiempo demasiado largo —opinó el ganadero.
El médico se puso en pie. Todavía le quedaba mucho trabajo por hacer.
—Es mejor curarse en salud que lamentarse después —comentó.
El ganadero salió a la calle en compañía del director maderero.
—¿Qué te parece si tomamos una cerveza? —prepuso Jack.
Entraron cada uno en su coche y se encaminaron a la calle Mayor, aparcando a la sombra de los árboles, frente al hotel «Cabeza de la Reina».
Aquel día había habido mercado en Banbury, pero la actividad acababa antes de comer y ahora, a última hora de la tarde, no quedaba más que un ligero vestigio del tropel de gentes que había invadido el lugar durante la mañana. Los bares, que habían estado llenos la mayor parte del día, se veían ya casi vacíos. Los fatigados camareros descansaban, sin dejar de mirar el reloj, deseando que fueran las seis para cerrar. Jack Dorman y Jim Forrest entraron en el salón del bar, pidieron unas cervezas y estuvieron comentando lo que habían tratado con el doctor sobre Zlinter.
Todavía hacía calor y la cerveza estaba helada. En veinte minutos se tomaron tres dobles. Casi toda la conversación versó sobre Zlinter: cómo se situaría al cabo de los dos años de su trabajo como leñador, si tendría oportunidad de calificarse como médico, cuánto podría costarle, si podría conseguir el dinero pidiendo un préstamo a algún Banco y si, suponiendo que tuviera el dinero, sería admitido en algún hospital…
El bar en que se encontraban los dos hombres no era más que una división de la gran sala, pero resultaba más elegante y solía ser frecuentada por ganaderos y otras personas que podían gastar. La bebida en aquella porción del bar costaba tres veces más, y allí se servían platitos con cebollas, queso y otros aperitivos, todo bien sazonado con especias para provocar una fuerte sed. A una yarda del lugar donde Jack Dorman y Jim Forrest se encontraban hablando de Carl Zlinter, había sentado en una banqueta un viejo de cabello rojizo que ya se tornaba grisáceo, pero que aún conservaba su color en la coronilla. Era un hombre de amplios hombros que debió de ser muy fuerte en su juventud. Su boca tenía un gesto cómico y su general apariencia delataba buen humor, y bebía whisky con la tranquilidad de quien piensa permanecer en un sitio hasta la hora de cerrar. A juzgar por las apariencias, había pasado allí toda la tarde.
Entonces el camarero dijo:
—Servimos las últimas copas.
El reloj marcaba las seis menos dos minutos. Jim se apresuró a encargar cuatro cervezas más y el barman puso los vasos sobre el mostrador. El viejo, por su parte, permaneció sumido en sus reflexiones o adormecido ante su medio vaso de whisky. Jack y Jim se tomaron sus dos cervezas cada uno y a las seis y diez el barman advirtió:
—Vamos a cerrar. —Y dirigiéndose al viejo añadió—: Váyase, Pop. Es hora de cerrar.
El viejo no se movió y masculló algo incoherente.
Jack Dorman sonrió y apoyó su mano en el hombro del viejo.
—Vamos, Pat. Ya es hora de irse a casa. Acabe su bebida. ¿Tiene aquí su carricoche?
El anciano alzó la cabeza, levantó muy lentamente el vaso y lo apuró con premeditada calma. Con una sonrisa, Forrest preguntó:
—¿Quién es?
—Pat Halloran. Vive a unas cinco millas de aquí, en la carretera de Benalla.
Jack lo conocía muy bien. Aquel hombre había llegado del sur de Irlanda como mozo de cuadra a finales del siglo pasado y vivió siempre en aquel distrito, excepto en una época en que hizo un viaje a Limerick, su tierra, durante la guerra. Era viudo y sus dos hijos cuidaban sus propiedades y hacían casi todo el trabajo. Se divertía bajando al mercado y hablando con sus conocidos y luego se emborrachaba, un placer muy simple al que podía hacer frente con una mínima cantidad de sus rentas. Sus hijos conducían grandes y valiosos camiones, que cambiaban con demasiada frecuencia, pero el viejo nunca había aprendido a conducir y bajaba a la ciudad todos los días de mercado en un carricoche de dos ruedas, tirado por un viejo caballo.
Jack volvió a sonreír esperando que el viejo acabara de beber, y luego dijo:
—Vamos, Pat. Es hora de cerrar. Vamos a salir de aquí. ¿Dónde ha dejado su carricoche?
—Está en el patio trasero —indicó el barman—. Llévese también al viejo allí, si hace el favor.
—Cógele por el otro brazo Jim —pidió Jack—. Lo meteremos en su coche y todo arreglado.
El viejo fue bajado de la banqueta y entre los dos hombres lo sostuvieron de pie.
—Esto está bien —exclamó el hombre con un marcado acento irlandés—. Dejadme en el coche y todo arreglado.
El viejo calló unos instantes y los otros dos lo condujeron hacia el patio trasero.
—Ya sé —volvió a decir el viejo—. Tú eres Jack Dorman, de Leonora. —Volvió después a mirar al maderero—. A usted no lo conozco.
—Me llamo Jim Forrest, de Lamirra.
—¡Ah! ¿Y sabe cómo me llamo yo? Soy Pat Halloran, de Limerick.
—Es cierto —confirmó Dorman—. Lo conozco y sé su nombre. Y ahora cuidado con los pasos que da. Tres pasos abajo. Eso es.
—Estoy bien —aseguró el viejo—. Solamente estoy un poco borracho. A ti te conozco. Eres Jack Dorman, de Leonora. —dio un formidable traspiés y los otros le hicieron entrar en el pasillo, mientras el barman mantenía la puerta abierta—. Es una cosa vergonzosa lo que te estoy diciendo —aseguró con toda seriedad el viejo—, pero es que estoy borracho, borracho como Charlie Zlinter.
El ganadero lo miró con asombro.
—¿De quién habla, Pat? ¿Quién es un borracho como usted?
—Como Charlie Zlinter —repitió el viejo—. A ti te conozco. Eres Jack Dorman, de Leonora. Tú me conoces a mí, a Pat Halloran, de Limerick. Tú me conoces a mí, yo te conozco a ti y tú conoces a Charlie Zlinter. ¡Buen hombre, el viejo Charlie!
—Yo no conozco a Charlie Zlinter, Pat. ¿Quién era Charlie Zlinter? —se interesó Dorman, pensando que era muy posible que aquel viejo hubiera estado en el distrito cuando en el valle del Howqua se levantaba una ciudad.
Pat Halloran se tornó belicoso. Ya en el pasillo empezó a hacer resistencia. Era todavía fuerte y obligó a los otros dos a detenerse.
—¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Que quién era Charlie Zlinter? ¿Es que acaso no he oído con estas orejas que los dos habéis estado hablando todo el rato de Charlie Zlinter? ¿Me quieres hacer pasar por loco porque estoy borracho? ¿Buscas pelea conmigo?
—Nadie quiere hacerle pasar por loco —intentó tranquilizarlo Jack—, y desde luego no quiero pelearme con usted. Buscaremos su coche. Háblenos de Charlie Zlinter cuando usted lo conoció y yo le explicaré lo que sé de él. ¿Qué hacía Charlie Zlinter?
—Era un bebedor endemoniado. Yo soy un bebedor endemoniado y tú también eres un bebedor endemoniado. Todos somos unos asquerosos borrachos.
Entraron en el patio donde estaba el coche, cuyo caballo esperaba pacientemente el regreso de su amo. Jim Forrest le desató las riendas del anillo a que estaban sujetas, probó las cinchas y miró los arreos mientras Jack sostenía al viejo.
—Ya está listo —anunció por fin el maderero.
—Tiene el carricoche a punto, Pat. ¿Puede usted subir?
El aludido se cogió al guardabarros y a la barra del pescante, puso un pie en el estribo y se dejó caer en el asiento, con la práctica que le habían proporcionado cincuenta años de estar dominado por el alcohol. Cogió las riendas y la fusta.
—Estaré bien, muchachos —anunció—. Seguro, y os deseo una buena tarde.
Encaramado en el vehículo, el hombre parecía sentirse en su casa y no parecía tan bebido.
El ganadero se detuvo un momento ante las ruedas y levantando la vista hasta el viejo, inquirió:
—¿Qué más hacía Charlie Zlinter, Pat, además de emborracharse?
El viejo fijó en Jack su mirada y murmuró:
—Charlie Zlinter…
De repente se puso de pie en su coche y empezó a recitar, haciendo restallar la fusta, lo cual obligó al granjero a apartarse con premura:
Charlie Zlinter, con su perro guardián,
cayó en el Howqua y se ahogó.
Nosotros, pecadores, lo encontramos y nunca le olvidamos.
Si Charlie hubiera bebido menos, todavía estaría vivo.
Después de recitar esto, el viejo tocó con el látigo el lomo de su caballo y salió del patio. El ganadero se quedó frente a Jim Forrest, que reía a carcajadas.
—¿Qué diablos es todo esto, Jack?
Rascándose la cabeza, el interrogado respondió:
—Hablaba de Charlie Zlinter. Pero me parece que era un Charlie Zlinter muy distinto al que nosotros conocemos.