Jennifer abrió la portezuela de la camioneta y se acercó más a Jack. El hombre saltó junto a la joven y cerró la puerta. Estaba jadeante y cubierto de sudor. Jack empezó a dar la vuelta al coche.
—Esto es un desastre —dijo el hombre, desesperado—. Tengo que encontrar a Splinter en seguida.
El vehículo dio la vuelta para iniciar el descenso por la carretera.
Dorman preguntó:
—¿A dónde quiere que le lleve?
—¿Conoce usted el edificio de las oficinas, al otro lado del puente? Desde allí telefonearán a la ambulancia. Es posible que también sepan ellos dónde está trabajando Splinter.
—¿Se refiere usted al edificio que tiene un gran letrero con el nombre de la compañía?
—Eso es. Ellos telefonearán y yo buscaré a Splinter.
Ya no hablaron más. Jack dedicó toda su atención al camino embocando correctamente todas las curvas que llevaban al valle. Una vez, cuando en un viraje violento resbaló uno de los neumáticos y el hombre cayó pesadamente sobre Jennifer, se disculpó:
—Lo siento, señora.
—No tiene importancia —repuso ella—. ¿Quién es ese hombre al que tiene que buscar?
—¿Quién? ¿Splinter? Era médico en su país.
Jack, con los ojos fijos en la carretera, preguntó:
—¿Es ese muchacho que sale de pesca los fines de semana?
—El mismo. Procede de uno de esos campos de refugiados y trabaja de leñador, igual que nosotros. En su patria era médico, pero aquí no puede ejercer.
Llegaron al edificio de las oficinas, una cabaña recubierta de madera, con tres habitaciones. El hombre saltó de la camioneta.
—Esperaremos un poco —le gritó Jack—, por si necesita usted volver.
Jack y Jennifer permanecieron unos minutos en el coche esperando.
—¿Dónde vive el médico más cercano? —preguntó ella.
—En Banbury. Hay un hospital donde tienen una ambulancia y un médico, el doctor Jennings.
—¿Y a qué distancia está de aquí?
—A unas diecisiete millas.
Ella se sintió algo desazonada. Acostumbrada a la vida de la ciudad le resultaba difícil comprender que no hubiera otro médico más cerca.
—¿Cuánto tardará en llegar aquí?
—Si está en Banbury y no está ocupado puede llegar en una hora… Pero yo creo que hoy es su día en Woods Point.
—¿Qué es eso?
—El doctor tiene que ir a Woods Point una vez a la semana. Me parece que hoy es el día que le toca ir. Estoy casi seguro.
—¿A qué distancia está eso de Banbury?
—A unas cuarenta millas.
—¿Eso quiere decir que puede tardar varias horas en llegar aquí?
—Eso mismo.
—¿Pero qué sucede en un caso como éste?
—Cada uno se las arregla como mejor puede. Muchos remedios de medicina los sabe todo el mundo por sentido común.
Siguieron esperando dentro del vehículo. Por fin el hombre al que ellos habían llevado allí apareció en la puerta de la oficina, junto al director, un tal Forrest. Jack le conocía de vista por haberle encontrado en varios bares de la localidad.
—¡Eh, Jim! —llamó—. Veo que estás en un apuro.
Jim Forrest miró primero a Jack, reconociéndole y en seguida a la camioneta nueva.
—Hola, Jack. ¿Cómo van tus asuntos?
—Como siempre.
—Aquí, Joe, me dice que hay dos hombres muy malheridos al final de la carretera, donde tú le has recogido. Esos hombres tendrán que ser trasladados al hospital, a menos que logremos que la ambulancia venga a recogerlos. ¿Puedes esperar unos minutos, mientras comunico con Banbury? Si tenemos que trasladarlos nosotros viajarán más cómodamente en tu camioneta que en uno de mis camiones.
—Haré lo que sea necesario. Les llevaré a Banbury si tú necesitas que lo haga.
—Muchas gracias. Voy a llamar. Oye, mientras esperas, ¿puedes llevar a Joe al Campo número cuatro para que busque a un hombre que se llama Zlinter?
—Le conozco. ¿No es ese muchacho pescador?
—Ése es. Es un médico procedente de los campos de refugiados que está trabajando con nosotros durante una temporada. Le he telefoneado y ahora se dirige a su campo en la camioneta para recoger sus utensilios. Te agradeceré que vayas a recogerlo. Joe te guiará. Cuando lleguéis nuevamente aquí ya habré hablado con Banbury.
La camioneta se puso en marcha con Joe en su interior; una milla más abajo se introdujeron en el campo, deslizándose entre las hileras de chozas construidas bajo los árboles cauchíferos, deteniéndose en la cuarta a la derecha. Joe salió y llamó a un hombre que estaba en la puerta.
—¡Eh! ¿Ha visto a Splinter en alguna parte?
—Está dentro —contestó el interpelado.
Joe desapareció en el interior de la cabaña y Jack y Jennifer se apearon de la camioneta. Entre los dos quitaron la cubierta de sarga que tapaba la parte trasera del vehículo. Joe salió, llevando un gran botiquín de urgencia.
—Póngalo en la parte trasera —dijo Dorman.
Un hombre alto y moreno salió a la puerta de la cabaña y miró la camioneta y a Dorman. Al reconocer a éste se acercó.
—Ya nos conocemos. Estuvimos juntos en el Howqua. ¿Es suya la camioneta?
—Sí.
Carl Zlinter se detuvo, pensativo.
—Tengo que llevar muchas cosas. ¿Podrá llegar este vehículo, a través de los bosques, hasta el lugar del accidente?
—Creo que sí. El terreno es bastante duro.
Zlinter volvió a la cabaña y reapareció con Joe llevando cinco paquetes preparados presurosamente que contenían algodón hidrófilo, vendas, tablillas, gasas y botellas de antisépticos. Un raído estuche de piel completaba el equipo. Lo guardaron todo en menos de cinco minutos.
—Ya podemos marchar —dijo el checo.
Joe entró en el interior de la camioneta con todos los enseres, y Zlinter se colocó en la parte delantera con Jack y Jennifer.
—Es mejor llevarlo todo —explicó—. Muchas cosas no serán necesarias, pero no quiero exponerme a que falte algo.
—¿Pasamos primero por la oficina? —preguntó Dorman.
—Creo que será conveniente. Tal vez la ambulancia y el médico estén ya de camino. De todos modos, debemos ir.
Volvieron a la oficina y el director salió a su encuentro.
—No he podido comunicar todavía —dijo—. Vayan ustedes subiendo que yo iré a su encuentro tan pronto como pueda hablar por teléfono.
—Hoy es el día que el doctor va a Woods Point, ¿no? —dijo Dorman.
—No lo sé.
—Me parece que sí. Hoy es martes.
Jim Forrest hizo una mueca.
—Será así. ¿Quieres llevar a Zlinter allí arriba, Jack? Yo subiré también, tan pronto como sepa algo.
Volvióse hacia el checo.
—Haga usted lo que pueda, Carl, hasta que llegue el médico.
—De acuerdo, señor Forrest. Haré cuanto pueda —aseguró Zlinter.
La camioneta se puso en marcha colina arriba, Zlinter guardaba silencio, revisando mentalmente los utensilios que había recogido, cuando Joe le explicó la magnitud del accidente. Un hombre llamado Bertie Hanson tenía una pierna estrujada bajo la manivela de la cortadora y un tal Harry Peters, que manejaba dicha cortadora, estaba en estado de inconsciencia, con unas heridas en la cabeza. Zlinter no se preocupaba demasiado por las heridas. Su larga experiencia en el servicio médico del Ejército alemán le había acostumbrado a los accidentes de primera línea, en Rusia y Normandía. Lo que le tenía inquieto era la falta de elementos. No tenía plasma sanguíneo, ni equipo para una transfusión, ni lugar adecuado para atender a los heridos. Sin embargo, Zlinter había atendido y salvado a muchos hombres teniendo mucho menos que ahora. ¡Qué descuidado debía ser el hombre que atendía a la cortadora…!
Jennifer permanecía sentada en silencio, entre los dos hombres, mientras la camioneta ascendía por la montaña. Sentíase desconcertada, entendiendo sólo a medias lo que sucedía. Aquel extranjero alto y moreno tenía experiencia médica, aunque no fuese doctor. Por las apariencias era un leñador, pues incluso iba vestido como los otros, y no obstante Joe y el director parecían tenerle cierta deferencia. La joven no había acabado de enterarse de lo que ocurría en el campo maderero y nadie se lo había aclarado. Seguramente Joe era el único que lo sabía con certeza y el hombre era demasiado silencioso y poco comunicativo para saber explicarlo detalladamente.
Pasaron ante la cuadrilla de obreros que arreglaban la carretera y llegaron al camino que conducía al campo maderero. Jack condujo el Ford a marcha lenta y fueron dando bandazos y deslizándose entre los árboles. Dirigidos por Joe, dieron media vuelta encaminándose a la derecha de la colina, saliendo a un espacio despejado en declive, donde estaba toda la madera cortada. En la parte baja de este terreno, junto al extremo del bosque sin talar, había una cortadora, caída lateralmente, apoyada sobre un tronco de unos dos pies de diámetro. Dos troncos más estaban sobre la cortadora, uno sujeto entre las palas y el otro balanceándose en el aire y, a juzgar por las apariencias, en peligro inminente de caer. Unos hombres con cuerdas trabajaban cuidadosamente intentando colocar el tronco de modo que se sostuviera en equilibrio.
—¡Dios mío! —exclamó Jack—. Nunca hubiera pensado que una cortadora pudiese caer así…
La muchacha londinense se mantuvo callada. Las cosas que pudieran ocurrir en el bosque quedaban más allá de su experiencia.
Dorman condujo el Ford con lentitud hasta llegar a donde el camino quedaba completamente obstruido por la madera y los residuos. Entonces se detuvieron y el extranjero salió, encaminándose rápidamente al lugar del accidente. Llevaba unos pantalones sucios de dril color caqui y una camisa de algodón gris, abierta por el escote y los brazos arremangados hasta el codo, y aún así tenía un aire inconfundible de médico. Dorman le siguió con Joe, y Jennifer fue tras ellos, no muy segura de lo que iba a presenciar.
Y vio a un hombre bajo la cortadora, con una pierna doblada por la rodilla, en una postura nada natural. Estaba en el suelo, aprisionado por el tronco que había quedado sujeto a la cortadora. Su cara presentaba varias heridas en uno de los lados y se veía sangre coagulada en la chaqueta que habían colocado bajo su cabeza como almohada. Estaba consciente y sus ojos miraron a Carl Zlinter, reconociéndolo. Sus labios se movieron, murmurando:
—¡El bueno de Splinter! Mejor que ningún asqueroso doctor de este asqueroso estado… ¡Líbrame de esto!
El hombre moreno se arrodilló junto al herido y le aconsejó:
—Estate quieto. Voy a ponerte una inyección que te hará dormir. Estate quieto y duerme.
Zlinter abrió el maletín, sacó la aguja hipodérmica, la esterilizó con alcohol, cogió una cápsula cortando uno de sus extremos, con el contenido de ella llenó rápidamente la aguja y esterilizó el antebrazo del hombre que yacía en el suelo. Lo hizo todo en menos de treinta segundos. Clavó la aguja e introdujo el líquido diciendo en voz baja:
—Estate quieto y duerme. Todo irá bien. Cuando te despiertes, estarás en una cama del hospital.
Los labios del herido volvieron a moverse en un murmullo:
—¡Asquerosos alemanes…! Buen amigo Splinter… Cerdos alemanes…
Carl se separó del hombre para ver al otro accidentado. Los hombres se separaron cuando él llegó y Jennifer pudo ver al otro herido. Yacía de cara al suelo y parecía inconsciente. Había estado sangrando por los oídos, la nariz y la boca, pero, sin embargo, respiraba, aunque exhalando una especie de ronquido irregular. Presentaba unas brechas enormes en el cuero cabelludo, tenía el cabello rubio teñido de sangre y en diversos sitios se le veían los huesos astillados. Jennifer se mordió los labios. No debía mostrar su horror delante de aquellos hombres.
—No hemos querido moverle hasta que vinieras tú, Splinter —dijo alguien—. El pobre tiene el cráneo roto por todas partes. Nos pareció que lo mejor era dejarlo tal como estaba.
El checo no contestó, pero se arrodilló junto al accidentado y empezó a preparar la inyección. Suavemente le remangó un brazo y esterilizó un pequeño espacio para introducir la aguja. Cuando acabó, se sentó sobre sus talones para tomar el pulso y ver el aspecto del paciente. Ni una sola vez le tocó la cabeza.
Al poco rato se puso en pie, diciendo:
—Necesitaremos unas parihuelas. Dos bastidores para sostener unas colchonetas… Por favor, señor Dorman, ¿quiere usted ir a buscarnos en la camioneta dos camillas y dos colchones?
—Naturalmente. Que me acompañe uno de los muchachos para indicarme a dónde hay que ir.
El vehículo inició la marcha por un sendero despejado y Jennifer se quedó allí, entre los leñadores y los dos heridos. El extranjero volvió al lado del herido que tenía el pie aprisionado y se colocó junto a él, apoyándose en una rodilla. Con sumo cuidado le levantó uno de los párpados y le tomó el pulso. Después examinó la pierna que estaba bajo la cortadora.
—¿No es posible levantar esta máquina? —preguntó Zlinter.
—Dará un trabajo infernal —repuso uno—. Primero hay que retirar la barra que la apuntala y cuando hayamos quitado ese peso la máquina rodará por sí sola. Por eso tenemos que apuntalarla primero, quitar luego la barra que le he dicho y procurar quitar también la máquina. Después haremos rodar la cortadora o la izaremos con una grúa. Pero es un trabajo muy largo, Splinter, porque la barra que lo apuntala resbalará, si no tenemos mucho cuidado.
—¿Cuánto tiempo llevará hacer lo que dices?
—A las ocho ya habrá oscurecido. Si no lo hemos arreglado antes, con luz artificial es posible que no logremos mover la cortadora hasta la medianoche.
—¿Todo eso se puede hacer en la oscuridad con seguridad y sin que exista la posibilidad de otro accidente para este hombre?
El otro repuso, intranquilo:
—Nosotros lo sacaremos de ahí, pero es una tarea peligrosa para llevarla a cabo con poca luz. Yo estaría más tranquilo si pudiéramos hacerlo antes de la noche.
El checo permaneció un minuto en silencio. Los otros lo rodearon esperando sus órdenes, y Jennifer pudo advertir la confianza que tenían en él.
—No creo que podamos salvarle el pie en ningún caso —dijo Carl al fin—. Ahora ya lo tiene prácticamente amputado. Si tenemos que esperar hasta la medianoche para sacarlo de aquí, le tendrán que amputar la pierna en el hospital. Yo creo que es demasiado grande el riesgo que correríamos intentando levantar ahora la cortadora, para no adelantar nada y exponernos a hacerle aún más daño. Creo que lo mejor sería amputarle el pie ahora y llevarlo luego al hospital. Primero esperaremos que nos digan si el médico está ya en camino.
Alguien cuchicheó:
—¡Pobre muchacho!
Otro puso una mano sobre el hombro del checo.
—Yo no me acercaré a esos asquerosos artefactos sin estar muy alerta.
Después de aquello reinó un largo silencio.
Entonces Carl Zlinter se acercó al otro herido e inclinándose otra vez junto a él, fue pasando los dedos con toda precaución por el cráneo explorando las depresiones que mostraban las heridas. Al cabo de un rato levantó la cabeza y preguntó:
—¿Hay agua? ¿Agua en un recipiente limpio? En uno de los paquetes hay una marmita esmaltada. Utilícenla para el agua. También necesito unas gasas que están en una envoltura cuadrada, en el paquete grande. Que alguien con las manos muy limpias lo abra y me traiga todo eso.
Le llevaron el agua en el recipiente esmaltado y uno de los hombres encontró el paquete de las gasas. Zlinter le miró las manos y luego se fijó en Jennifer.
—Hágalo usted —le pidió—. Es la que tiene las manos más limpias.
Ella abrió los rollos de gasa y luego preguntó al checo:
—¿Necesita usted desinfectante en el agua?
—Sí. Hágame el favor de ponerlo usted. Un poco de la botella azul, grande. Eche una cucharada. —Miró lo que ella hacía y añadió—: Ésa no, la otra… Ésa. Ahora acérqueme el agua y un pedazo de gasa.
Jennifer le acercó lo que él le pedía. Carl metió las manos en el agua desinfectada y se las enjugó con la gasa y luego tiró las dos cosas lejos de sí. Ella le preparó más gasa y más desinfectante, mientras los hombres les observaban formando círculo, y Carl empezó a limpiar meticulosamente las heridas de la cabeza del accidentado.
—Tijeras —pidió el checo—. Están en el estuche de piel. Hay tres pares… Deme las de en medio. Deme también las pinzas. Métalo todo en el agua con desinfectante.
Jennifer le dio lo que le pedía y luego se colocó junto a él para observarlo mientras trabajaba. El páramo estaba silencioso. El sol se ocultaba tras la montaña y ya no hacía tanto calor como durante el día. El aire estaba fragante con el olor de los árboles cauchíferos y el lejano aroma que llegaba desde los bosques que estaban ardiendo. A lo lejos, una cacatúa blanca chillaba, subida en un árbol.
El extranjero trabajaba de rodillas, olvidado de todo su auditorio. Jennifer, de pie, lo contemplaba igual que los leñadores. A ella le habría resultado imposible no compartir la confianza que aquellos hombres tenían puesta en él. El checo demostraba conocer perfectamente lo que estaba haciendo y cuál había de ser el resultado de sus delicados movimientos sobre el cráneo del herido. Jennifer percibía la confianza que los hombres que le observaban tenían en Zlinter y viéndolo trabajar no pudo dejar de sentir igual que ellos. Aquel hombre era extraordinario…
Poco después se oyó un ligero rumor en la carretera. Un hombre de los que estaban junto a Jennifer levantó la cabeza, anunciando:
—Llega un camión. Será el señor Forrest que viene a decirnos qué sabe de la ambulancia.
Todos escucharon mientras el vehículo se aproximaba y por fin le vieron aparecer en el páramo y detenerse cerca de la cortadora averiada. El director salió, encaminándose hacia sus hombres y Zlinter se levantó para salir a su encuentro. Jennifer y los leñadores los rodearon.
—No hay ambulancia, Zlinter —dijo Forrest—. Ha ido a Woods Point con el médico para atender un caso de apendicitis. No saben si volverá esta noche o no.
Uno de los hombres preguntó con un tono ofensivo:
—¿Y no hay ningún otro asqueroso doctor?
Uno de sus compañeros le indicó que callara, señalando a Jennifer.
—No hay ningún doctor —replicó Forrest—. Lo siento, muchacho, pero las cosas están así en este momento.
—Oiga, nosotros tenemos un doctor. ¿El amigo Splinter no es médico? —terció otro.
—¿Cómo va todo, Zlinter? —inquirió el director—. ¿Están muy mal los heridos?
—No están nada bien. A este hombre creo que tendremos que amputarle el pie y llevarlo luego al hospital. No podemos dejarlo aquí mientras se levanta la cortadora.
El director le hizo separarse a un lado, pero Carl, comprendiendo, aclaró:
—No hay peligro de que nos oiga. Le he administrado una droga para que duerma. El pie no podemos salvarlo en ningún caso y hay que evitarle conmociones, pues de otro modo morirá. Y si le dejamos aquí muchas horas también morirá.
—¿Amputarle el pie y sacarlo de aquí?
—Es lo mejor que podríamos hacer. Deberá de estar en una cama muy pronto y tener varias mantas y botellas calientes; ya está muy frío. No creo que fuera un hombre muy fuerte… Tal vez bebía demasiado.
—¿Y el otro cómo está?
Los dos se acercaron al hombre del cráneo fracturado.
—Éste parece estar mucho peor —repuso Zlinter—, pero no creo que sea así. Tiene el cráneo fracturado por tres sitios, pero es un hombre sano y ninguna de las heridas que ha sufrido es irreparable. He visto a hombres en tan malas condiciones como éste recuperarse y sanar por completo, quedando tan bien como antes de hacerse daño. Será necesario trasladarle con todo cuidado a donde pueda ser operado para librar al cerebro de la presión de los huesos. Si podemos lograr que le intervengan rápidamente creo que podría ponerse bien en seguida.
Jim Forrest se mordió los labios.
—¿Ha hecho usted operaciones de este tipo, Zlinter?
—He hecho operaciones de éstas muchas veces. Pero no he vuelto a coger un bisturí desde que acabó la guerra.
—¿Dónde ha practicado usted esas operaciones?
—Durante la guerra con Rusia. Yo era sargento del ejército. También he operado en Francia durante la batalla de Falaise. He hecho muchas veces trepanaciones de urgencia. No es difícil, siempre que se tenga cuidado y muchísima asepsia. El peligro estriba en trasladar al paciente a un lugar donde pueda hacerse esa operación. Aquí no puedo hacerla.
El director permaneció un minuto en silencio.
—Jack Dorman volverá dentro de poco —dijo al fin—. Traerá camillas y colchones. Los heridos irán más cómodos en su camioneta que en un camión.
Anduvo unos pasos separándose de los leñadores, muy pensativo. Sabía que su posición era muy delicada y necesitaba unos momentos para pensar. Zlinter no tenía título de médico en el Estado de Victoria, pero probablemente era capaz de hacer una trepanación y parecía lógico que se le permitiera hacerla. Sin duda, era el único de los que estaban allí que podía intentarlo. Sin sus cuidados el herido podía morir. El lugar adecuado para hacer la operación era el hospital de Banbury, pero ¿aceptaría la directora de aquel establecimiento que aquel leñador que decía constantemente no tener atribuciones como médico en aquel país, realizara una operación en su hospital? Seguramente, no. Y podía suceder que mientras se discutía lo que habría de hacerse, el herido falleciera. Y también era posible que muriese en la carretera camino de Banbury.
Se volvió hacia Carl Zlinter.
—¿Qué quiere usted hacer, Zlinter? ¿Quiere llevárselo a Banbury? ¿Qué le parece mejor?
—¿Llegará el doctor a Banbury esta noche?
—Está operando en Woods Point un caso de apendicitis. Si llega, será tarde. Podremos hablar con él a las seis de la tarde.
—Es decir, que no volverá a Banbury hasta las diez o las once.
—Eso creo.
Carl se mantuvo en silencio un instante. Se daba perfecta cuenta de su posición; si operaba aquel cráneo fracturado y el hombre moría era probable que surgiesen complicaciones y él fuese a la cárcel, lo que ciertamente era un mal principio para su nueva vida en Australia.
—Ahora amputaré el pie del que está bajo la cortadora. Ese pie no se puede salvar —dijo al fin—. Al otro debemos llevarlo con mucho cuidado hasta Lamirra y volver a telefonear desde allí. Entonces decidiremos lo que convenga hacer.
—Muy bien, Zlinter. ¿Qué ayuda necesita?
—Alguien que sepa manejar los utensilios adecuados al caso y que esté lo más limpio y esterilizado posible. Esa señora me ha prestado mucha ayuda antes.
Buscó a su alrededor y vio a Jennifer de pie, a un lado de los hombres.
—Por favor, venga —la llamó. Cuando la joven se acercó, le explicó—: Tengo que cortar el pie de ese hombre. ¿Ha presenciado alguna vez una operación?
—Nunca —dijo ella.
Zlinter la miró a los ojos y le preguntó:
—¿La asustaría ayudarme? Si no ha de poder hacerlo, dígalo ahora. ¿Podría usted ayudar a este hombre sin desmayarse ni hacer alguna tontería?
—No me desmayaré, pero puede que haga alguna estupidez porque nunca he hecho nada parecido hasta ahora. Desde luego, lo haré de la mejor manera posible.
Él sonrió y Jennifer se sintió repentinamente confiada.
—No tendrá ninguna dificultad —aseguró Carl—. No tendrá más que darme las cosas que yo le vaya pidiendo. Antes de empezar, le enseñaré cuáles son los utensilios. Tendrá que hacer lo que yo le diga con calma y tranquilidad.
Carl fue con Jennifer a la camioneta y empezó a buscar entre sus paquetes las gasas e instrumentos que iba a necesitar. Sacó una lámina de goma blanca y la llevó hasta la cortadora, dejándola en el suelo, al lado del hombre aprisionado, que seguía bajo la constante amenaza de que el tronco suspendido en el aire cayera sobre él. Ella le ayudó a limpiar lo mejor posible el espacio en que yacía el herido y que estaba cubierto de hojas secas.
—Venga conmigo —dijo él.
Pronto se olvidó Jennifer de los hombres que los rodeaban observando sus movimientos. Toda su atención se concentró en el trabajo que estaba realizando y en aquel extranjero de sucias vestimentas que tanta energía demostraba. En la parte trasera de la camioneta le hizo lavarse las manos y los brazos con un desinfectante y luego Jennifer le ayudó a meter los utensilios en la marmita y a preparar los ligamentos, vendas e hilas sobre el blanco pedazo de goma. Entonces fue con él y los dos se arrodillaron al lado del herido. Durante un rato, ella escuchó las instrucciones de Carl que nombraba cada instrumento. Ambos estaban completamente abstraídos en el trabajo que les esperaba.
La frialdad profesional del hombre fue compartida por Jennifer como él había imaginado y fue capaz de afrontar la situación sin mostrar horror. En él no vio la muchacha simpatía ni angustia mientras operaba al herido, sino solamente un gran cuidado y mucha pericia, que le permitían advertir de un modo impersonal cada síntoma, cada cambio en la respiración y el pulso a los cuales se iba adaptando según trabajaba. Destapó la pierna hasta unas ocho pulgadas por encima de la rodilla, aplicando una anestesia local en varios puntos de la pierna, esperó diez minutos a que hiciera el efecto deseado y entonces inició el trabajo. Desde el momento en que se arrodillaron juntos al lado del trozo de goma blanca, hasta que el vendaje se hubo completado, transcurrieron unos veinticinco minutos y en todo aquel tiempo Jennifer olvidó completamente a cuantos la rodeaban, concentrada solamente en su trabajo.
Sentándose sobre sus talones, Carl dijo entonces:
—Bien. Ahora hemos de llevarlo a la camioneta. —Levantó la cabeza para pedir—: El colchón, por favor. Tráiganlo y colóquenlo aquí.
Carl se puso en pie y Jennifer, que seguía arrodillada, lo imitó. Estaba exhausta; había perdido todas sus energías. Se quedó sorprendida de ver a Jack Dorman entre los demás hombres y la camioneta aparcada junto a la cortadora. No los había visto ni oído llegar. Zlinter le habló:
—Me ha prestado usted una gran ayuda. ¿Ha sido alguna vez enfermera?
—No. Es la primera vez que hago una cosa así.
Él arqueó las cejas.
—¿De verdad? —preguntó con voz suave—. Pues lo ha hecho muy bien. Tiene usted dotes para esta profesión. —Con una mirada de amabilidad, preguntó—: ¿Está usted muy cansada?
Ella sonrió forzadamente.
—No sé por qué.
—Es por la atención fija y constante que hay que prestar. Yo también me canso cada vez. No sería correcto que no se sintiera uno cansado, porque demostraría que no se ha puesto todo el interés.
Jennifer sonrió.
—Supongo que es así. Debe de tener usted razón.
—¿Dónde ponemos la colchoneta, Splinter? —preguntó alguien.
Separándose a un lado, él indicó:
—Aquí. Dejadla aquí.
Ella se encaminó a la camioneta donde ya estaba esperando Jack.
—Buen trabajo, Jenny —dijo con respeto—. ¿Cómo te encuentras? Entra a descansar un rato.
—Estoy bien, aunque desde luego es una tarea que agota un poco.
Entró en el vehículo, sentándose con la puerta abierta, para hablar con Jack. Éste dijo:
—He comprado una botella de whisky en el almacén por si era necesaria. —La sacó—. Toma un trago.
—No lo necesito —aseguró Jennifer—. Estoy bien.
—¿Seguro?
—De verdad.
Jack metió la botella en la bolsa de la camioneta mientras aseguraba:
—Yo no habría podido hacer lo que tú has hecho. Me hubiera mareado.
Lo que decía no era cierto, porque, llegado el momento preciso, hombres y mujeres son más fuertes de lo que ellos mismos creen, pero hablaba con toda franqueza. Él había visto muertos y heridos hacía treinta años, mas el tiempo había borrado los detalles de su cerebro y el suceso de hoy le había producido una fuerte impresión. Estaba sinceramente asombrado de la fortaleza de aquella muchacha londinense.
Bajo la dirección del checo, los hombres levantaron cuidadosamente al operado colocándolo sobre la colchoneta y llevándolo hasta la camioneta donde le colocaron en la parte trasera, ayudados por Jack y el director. Jennifer había salido del vehículo y estuvo mirándolos, pero no pudo prestar ayuda alguna. El sol del atardecer iluminaba las copas de los árboles cauchíferos, esparciendo dorados reflejos sobre el páramo. En medio de su fatiga y todos los extraños acontecimientos, Jennifer apreció la belleza y fragancia del lugar.
Carl se acercó a ella.
—Ahora tenemos que colocar al otro herido sobre la colchoneta. ¿Se siente usted capaz de ayudarme? Éste es más delicado porque tiene la cabeza herida.
—¡Claro que puedo ayudarle! ¿Qué quiere usted que haga?
Con él se encaminó hasta el herido y se colocó a su lado. Luego se arrodillaron y Carl volvió a examinar cuidadosamente la cabeza apreciando el grado de inconsciencia del herido. Preparó un vendaje triangular, levantó la cabeza herida y deslizó el vendaje por debajo. Después, con mucho cuidado, puso la sábana de goma bajo el cuerpo y cabeza del herido. Zlinter y Forrest sostuvieron el cuerpo mientras Jennifer deslizaba la sábana. A los diez minutos, el herido yacía sobre la goma. Tres hombres colocados a cada lado la levantaron, mientras Zlinter elevaba al mismo tiempo la cabeza dañada, otros deslizaron por debajo la colchoneta y lo condujeron a la camioneta, dejándolo al lado del otro herido. Ya estaban todos preparados para la marcha.
Jack se sentó en el vehículo junto a Zlinter y Jennifer, y Forrest los siguió con la camioneta llena de leñadores, dejando para el día siguiente el levantamiento de la cortadora. Dorman conducía sobre la superficie desigual del páramo con suma lentitud, y Zlinter observaba el efecto que el movimiento producía en los heridos, colocados en la parte trasera. Una o dos veces hizo detener al vehículo para examinarlos más de cerca. Pronto el camión pasó ante ellos, pues Forrest se adelantaba a hablar con Woods Point, donde estaba el médico.
La camioneta se movía muy despacio por el camino que la llevaba a la carretera. Jennifer estaba silenciosa entre los dos hombres, y Dorman prestaba toda su atención en lograr que el vehículo hiciera el mínimo movimiento posible. Zlinter callaba también, preocupado por el herido del cráneo roto. Sin embargo, no tardó en levantar la cabeza para decir:
—Señor Dorman, no conozco el nombre de esta señorita que tanto me ha ayudado. ¿Quiere hacer el favor de presentármela?
—¡Claro, hombre! —repuso el australiano—. Es Jennifer Morton, sobrina o algo parecido de mi esposa.
La joven sonrió.
—Me llamo Jennifer. Puede usted llamarme Jenny, si lo prefiere. —Hizo una pausa y añadió—: También usted debe presentarse. ¿Verdad que su nombre verdadero no es Splinter?
—Me llamo Zlinter. Carl Zlinter, señorita Jennifer. —Y Carl, inclinándose todo lo cortésmente que la escasa amplitud del vehículo permitía, estrechó la mano de la joven—: Todos me llaman Splinter, excepto cuando se trata de algo oficial. Soy de Checoslovaquia. Usted será australiana, naturalmente.
—No lo soy. Soy londinense. Solamente hace unos días que estoy en Australia.
—¿Sí? ¿Sólo unos días? Yo llevo aquí quince meses.
—¿Le gusta a usted esta tierra?
—Es muy bonita —asintió él—. Casi tanto como mi país con sus montañas de Bohemia. Preferiría vivir en mi tierra, pero no me gustan los comunistas. De no poder vivir allí, prefiero esta tierra a ninguna otra del mundo.
—¿Tanto le gusta?
Zlinter sonrió, explicando:
—Soy feliz desde que llegué aquí, desde Alemania. Me gusta el país y trabajar en los bosques.
La camioneta entró en la carretera principal con una sacudida. Zlinter hizo que Jack detuviera la marcha y salió a inspeccionar a sus pacientes. Evidentemente sus observaciones no eran muy satisfactorias porque se colocó entre las colchonetas inclinándose sobre el hombre que tenía el cráneo fracturado. En seguida salió a la carretera y se acercó a la ventanilla del conductor para decir:
—Me quedaré detrás. El movimiento le perjudica, pero si me quedo con él podré sostenerle la cabeza. Conduzca con mucho cuidado. Muy lentamente.
—¿Puedo ayudarle si voy ahí detrás, doctor? —inquirió Jennifer.
—No debe usted llamarme doctor, por lo menos en Australia. —Ella no entendió lo que Carl decía—: Aquí no hay sitio para más de una persona. Puedo cuidarle solo, pero, por favor, vayan muy despacio. Tengo miedo de lo que puedan hacerle los huesos astillados.
Volvió a la parte posterior y se arrodilló entre sus dos pacientes. Jack soltó el embrague y el coche se movió calmosamente. Les costó media hora recorrer las tres millas que les faltaban para alcanzar el campo maderero situado en el valle. Hicieron dos altos en el camino para que Zlinter arreglase la manta doblada que servía de almohada. Se ponía el sol cuando la camioneta se detuvo ante el edificio de las oficinas.
Jim Forrest salió a su encuentro.
—El doctor está todavía en Woods Point. He comunicado con el hotel, pero el médico no se encuentra allí y en el lugar en que está operando no tienen teléfono. Le he dejado recado de que nos telefonee tan pronto como pueda. He llamado al hospital para ver si podían enviarnos una enfermera y me han dicho que es imposible. Una enfermera está enferma y la otra tiene fiesta. Por lo que he podido deducir, en el hospital no está ahora más que la hermana y un par de criadas ucranianas. La hermana me ha dicho que tendremos que trasladar nosotros los heridos a Banbury.
Hubo un silencio. Todos parecían esperar que Zlinter dijera algo, pero por las apariencias, Carl no tenía nada que decir. Por fin salió de la trasera de la camioneta.
—¿Puedo pasar a su oficina, señor Forrest?
—Naturalmente.
El director abrió la puerta.
En la sencilla y pequeñísima habitación que era oficina del campo maderero, el checo miró frente a frente a su jefe y dijo sosegadamente:
—Este hombre está ahora muy mal… el del cráneo fracturado. El señor Dorman ha conducido con todo cuidado pero no he podido evitar que el movimiento perjudicase la cabeza del pobre hombre. Tiene huesos rotos, partes del cráneo quebradas como una cáscara de huevo. Cada movimiento del vehículo ha sido… un movimiento de estas partes del cráneo chocando entre sí y golpeando el cerebro.
Jim Forrest hizo una mueca.
—Ahora tiene peor el pulso —dijo Zlinter sin rodeos—, y el color de su rostro también es peor. En resumen, su situación es mucho más seria que cuando le vio usted en el bosque del accidente. No creo que sea inteligente llevarle hasta Banbury, de donde nos separa doce millas más, sin prestarle antes algún cuidado.
—¿Cree usted que se morirá en el camino?
Zlinter se encogió de hombros.
—No lo sé. Hay diecisiete millas de carretera que no es nada buena hasta el último tramo, de modo que habremos de ir con mucha lentitud. Tardaríamos dos horas. Si lo llevamos directamente allí, eso puede representar un gran perjuicio para el cerebro. No puedo predecir si morirá o no, si lo hacemos. Lo único que puedo asegurar es que no resulta inteligente llevarlo más lejos sin haberle prestado antes algún cuidado.
—¿Qué clase de cuidado?
—Creo que se le debe examinar cuidadosamente la cabeza, limpiando y desinfectando las partes externas. Me parece que hay una porción de hueso que oprime el cerebro. De ser así, esa porción deberá ser levantada o sacada por entero para suprimir la presión. Es la operación que se llama trepanación. Cuando se haya realizado esto, si es que resulta necesario, ya no habrá tanto peligro. Entonces se le tendría que poner la cabeza en un molde o entablillado para que el movimiento no le perjudique y trasladarlo a un hospital.
—¿Puede usted hacer eso? ¿Sabrá quitar esa porción de hueso que hay que extirpar?
—He hecho esta operación muchas veces. En este país no se me permite ejercer, porque no estoy calificado aquí. Si el hombre muriera, tal vez surgieran complicaciones. Creo que es usted quien debe decir lo que ha de hacerse.
—Y si yo digo: «Opere usted», ¿habré dicho lo que usted desea que diga?
—Lo que yo deseo es hacer cuanto pueda por ese hombre —replicó el checo.
—¿Aunque puedan complicarse las cosas si el hombre empeora?
Zlinter sonrió.
—Ya estoy metido en el fregado —dijo—. Puedo haberme metido ya en un conflicto con el otro hombre si las cosas van mal, por haberle amputado el pie sin tener derecho a operar. Ya estoy metido en un lío y otro de la misma clase no empeoraría gran cosa la situación.
Jim asintió.
—Lo mismo da ser ahorcado por robar un cordero como por robar un rebaño.
Permaneció un minuto en silencio mirando a través de la sucia ventana los dorados brillos de la puesta del sol. Sería de noche antes de que hubiesen llevado a aquel herido a Banbury, lo cual no haría el viaje nada fácil. Y no había ninguna garantía de que cuando hubiera llegado, atendiesen al accidentado antes de la mañana. Seguramente la matrona no entendería de trepanaciones y casi se podía estar seguro de que prohibiría que Carl Zlinter hiciese nada de aquel tipo en su hospital, aunque el paciente se encontrase en estado preagónico. Aun cuando pudiesen saber pronto cuándo se esperaba el médico en Banbury, siempre resultaría perjudicial para aquel hombre sacarle de allí.
Había demasiada escasez de médicos en aquel maldito país, se dijo, y además se empeñaban en prohibir que ejerciesen los de fuera. Él era australiano hasta la médula, nacido en el campo, con sólo unos años de estancia en la escuela de la capital, un individualista hasta los huesos, un enemigo de toda reglamentación y control… Volvió repentinamente de la ventana.
—¡Maldita sea! —farfulló—. Tenemos que hacer algo y no es conveniente llevarle a Banbury, a menos que ese médico imbécil esté allí. Diga usted, Zlinter, lo que conviene hacer, y yo le diré que lo haga.
El extranjero sonrió.
—Creo que debemos llevarlo a la cabaña número cinco. —Esta cabaña había sido construida hacía poco y estaba razonablemente limpia y tenía dos habitaciones vacías—. Necesitaremos dos habitaciones. Una para tender en la cama al del pie amputado y la otra con una cama y una mesa larga, bien limpia, sobre la que pueda tender al otro mientras le examino la cabeza. Cuando haya hecho esto le diré si debo realizar la trepanación o si podemos esperar hasta que venga el médico. En esta habitación necesitaré una luz muy potente con un cable largo o una lámpara flexible.
Un generador Diesel proporcionaba la luz al campo maderero.
—Muy bien —asintió Forrest—. Hagamos eso y dejemos de lado al maldito hospital.
Bajó rápidamente los escalones de su despacho dirigiéndose a la camioneta y empezó a dar órdenes a sus hombres. Carl Zlinter se acercó a la puerta del vehículo y habló con Jennifer.
—El señor Forrest ha decidido que preparemos aquí un pequeño hospital, por esta noche. Limpiaremos dos habitaciones desinfectándolas cuanto sea posible. Voy a hacer un examen del hombre con el cráneo fracturado y entonces decidiremos lo más conveniente. —Vaciló antes de preguntar a Jennifer—. ¿Tendría usted ánimos para quedarse a ayudarme?
—Claro que me quedaré, si puedo ser útil. —Se volvió hacia Jack y le preguntó—: ¿Te parece bien?
—Naturalmente. Quédate aquí todo el tiempo necesario. Yo, probablemente, iré a decirle a Jane lo que ocurre y luego volveré. Si tienen ustedes que trabajar mucho rato, será conveniente que tomen un té.
—Será una gran ayuda que la señorita Jennifer pueda quedarse mientras yo examino la cabeza. Ella comprende más rápidamente que los hombres lo que necesito. Ya me encargaré yo de que tome algo si tenemos que trabajar mucho rato.
Jennifer salió del vehículo.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó.
Dos horas más tarde, en una habitación caliente, toscamente recubierta con sábanas y apestando a ácido fénico, Zlinter se separó del paciente que yacía sobre la mesa. Había transcurrido la mayor parte del tiempo en la preparación de aquel tosco hospital y la desinfección de los alrededores. Durante la última media hora, Jennifer había estado sosteniendo la bombilla eléctrica, colocándola como él pedía, y le había ido acercando las esponjillas, los recipientes y las tijeras que él iba necesitando y que estaban colocados en una mesa de oficina, situada a su espalda. La habitación estaba falta de aire, pues habían cerrado las ventanas para evitar que entrase el polvo y los insectos que invadían la noche australiana. Jennifer sudaba por todos sus poros y la ropa se le pegaba al cuerpo. Cada vez se sentía más cansada.
—No está nada bien. Absolutamente nada bien —dijo Zlinter.
Hasta Jennifer, con su inexperiencia, pudo ver aquella realidad. Ahora que le habían cortado el cabello completamente, las hendiduras del cráneo del herido teman un aspecto aterrador.
—Hace un calor terrible —opinó el checo—. Cuelgue la lámpara de ese gancho y salgamos al aire fresco. Tal vez haya ya noticias del médico.
Fuera hacía fresco y ella se sintió mucho mejor bajo la noche negra y aterciopelada. Zlinter, sin distinguir nada, preguntó a la oscuridad si estaba allí Jim Forrest y desde la oscuridad alguien le contestó que iba a buscarlo. Otra voz preguntó:
—¿Qué tal va el herido, señorita?
Ella entornó los ojos, pero estaba todavía muy deslumbrada por la potente bombilla que había estado sosteniendo y no pudo ver más que la oscura y desdibujada sombra de una silueta. Jennifer no podía dar una respuesta concreta. Con ánimo de ganar tiempo, inquirió:
—¿A cuál se refiere?
—A Harry Peters, el que tiene la cabeza rota.
—Va bien.
Esto era cuanto podía decir.
—Bert Hanson está despierto —anunció otra voz—. Acabo de hablar con él.
En su preocupación por el individuo del cráneo fracturado, se había olvidado del que yacía en la habitación contigua, donde lo habían dejado abrigado con mantas y botellas calientes, una hora antes. Jennifer oprimió el brazo de Zlinter.
—¿Ha oído eso, señor Zlinter? Dicen que el otro está despierto.
Carl dio media vuelta, dirigiéndose a la cabaña y ella le siguió. En la pequeña habitación del herido, el brillo de la luz estaba amortiguado por una toalla sujeta a la pared que ocultaba la bombilla. A aquella media luz, pudieron ver el hombre tendido en la cama en la misma postura en que lo habían dejado, pero ahora tenía los ojos abiertos y los miró reconociéndoles.
—¿Qué? ¿Cómo estás ahora? —preguntó Zlinter.
Le cogió la mano, apoyó un dedo en el pulso y estuvo contando mientras miraba el reloj.
El enfermo movió los labios y cuchicheó:
—Buen amigo Splinter. Asquerosos alemanes…
El checo se mantuvo silencioso esbozando una sonrisa mientras observaba el minutero. Por fin, soltó la mano.
—¿Sientes algún dolor? —preguntó.
—Siento como paralizada toda la pierna —susurró el herido.
—¿No sientes dolor agudo en algún sitio?
El hombre dijo algo que no pudieron oír. Zlinter se inclinó sobre él para hacerle repetir sus palabras. En seguida se irguió y dijo a Jennifer:
—Tiene sed. Tráigale un vaso de agua. Hay un vaso en el lavabo.
Desde la oscuridad una voz comentó:
—Será la primera vez, desde hace diez años, que Bert prueba la asquerosa agua.
—Mañana —explicó Zlinter— vendrá la ambulancia para llevarte al hospital de Banbury, pero esta noche la pasarás aquí. Estate muy quieto y vuelve a dormir. Si tienes dolor, avisa. Yo estaré en la habitación de al lado y vendré en seguida para darte algo que te lo quite, aunque no creo que vuelva a dolerte esta noche.
Detrás de Carl, apareció Jennifer con el agua. El checo se arrodilló para incorporar un poco al hombre y darle de beber, pero el herido no tomó más que unos sorbos.
—Ahora descansa y duerme otra vez. Todo va bien.
Llamaron a la puerta y Zlinter salió al pasillo seguido de Jennifer. Jim Forrest estaba allí.
—Éste está bien —explicó Carl—. Ahora está consciente y descansando. Es el otro el que no está bien. ¿Vendrá el médico esta noche?
—Ese caso de apendicitis ha resultado una mala cosa —dijo el director—. Es peritonitis o algo así. Le he dicho que usted opina que no se debe llevar más lejos al que tiene la cabeza herida, sin hacerle un examen y ha contestado que haga usted lo que pueda. Le pregunté si quería hablar con usted por teléfono, pero le urgía volver a su paciente. Estará en el hotel hacia las diez o las once. Ha dicho que llegará aquí por la mañana.
—¿Le ha dicho que posiblemente tendré que cortar una parte del hueso para evitar que presione sobre el cerebro?
—Le he dicho que usted pensaba que seguramente habría que realizar una operación esta noche.
—¿Y qué contestó a esto?
—Que él no podía estar en dos sitios a la vez y que actúe usted como mejor le parezca. Había interferencias en la línea y tuve que hacerle repetir la mayor parte de las cosas, pero el resumen de lo que ha dicho es lo que le estoy diciendo a usted.
El checo estuvo un rato sin decir nada.
—Me gustaría que viniera usted conmigo a verle —pidió al fin—. ¿No le afectará ver una herida muy mala?
—No. Vamos.
Entraron en la habitación, seguidos por Jennifer. El director, a pesar de su afirmación, tuvo que respirar profundamente cuando vio la cabeza herida. Zlinter señaló con una mano la profunda depresión.
—Como puede usted ver, el hueso aquí está mucho más hundido. Además, hay hemorragia en la cavidad cerebral.
Indicó a Jennifer que acercara la luz y ella la colocó sobre el rostro, que tenía un color entre ceniciento y azuloso.
—Tiene mal color —opinó Zlinter en voz baja—. Y la respiración también es mala y el pulso muy débil. En el estado actual no creo que ese hombre viva hasta mañana. ¿Qué opina usted, señor Forrest?
—Yo no entiendo. Nunca he visto una cosa así, Zlinter. Pero creo que usted tiene razón. Está muriéndose, ¿verdad?
—Creo que mejoraría mucho si le suprimiéramos la presión que recibe sobre el cerebro.
Indicó a Jennifer que pusiera la luz en el gancho y salieron los tres al pasillo. Cuando hubo cerrado la puerta, dijo:
—Necesitaba que usted lo viera ahora, señor Forrest, para que si se da el caso de que no vuelva en sí, pueda usted atestiguar en qué estado se encontraba.
—¿Va usted a operar, Zlinter?
El checo asintió.
—Voy a levantarle el hueso y tal vez se lo saque completamente.
—Muy bien. ¿Qué es lo que necesita?
Carl Zlinter se volvió a Jennifer:
—¿Está usted demasiado cansada para seguir trabajando?
—Estoy perfectamente —aseguró ella.
—Será una cosa larga. Tal vez dure dos horas.
—Me mantendré bien —reafirmó.
—Eso es bueno —sonrió Carl.
Y luego se volvió hacia el director:
—Tenemos que comer algo antes de empezar, sobre todo la señorita. Necesitamos una cena ligera y rápida, porque no podemos esperar. Por ejemplo, té y huevos cocidos. Algo que se prepare pronto, en pocos minutos. Después nos pondremos a trabajar. Necesitaremos mucha agua hervida.
Volvieron a entrar en la pequeña habitación a las nueve menos cuarto, reconfortados por una cena muy ligera y un cigarrillo. El calor, y no el miedo ni el horror, fue el enemigo contra el que Jennifer hubo de luchar las dos horas siguientes. No había enrejado contra los insectos en la ventana y era imposible abrir, pues las mariposas y otros insectos se estrellaban contra los cristales, atraídos por la luz. No era posible tener la puerta abierta sin sacrificar la esterilización. Él y ella trabajaban empapados de sudor, acentuado por el calor que producía la fuerte lámpara que Jennifer sostenía casi continuamente, colocándola en las posiciones que el cirujano indicaba.
De vez en cuando, hacían un alto para beber un poco del agua templada de una jarra.
Pensando en ello más tarde, Jennifer llegó a la conclusión de que el calor hizo que la experiencia le resultara más sencilla. Tenía un calor tan infernal y se sentía tan incómoda que se vio precisada a mantener toda su presencia de ánimo para ir alcanzando todo lo que él necesitaba y en el momento oportuno. No perdió nunca su energía nerviosa, lo que le permitió no sentirse trastornada por lo que veía. Sabía que necesitaba toda su energía para cumplir su misión.
Serían las once y cuarto cuando la cabeza operada quedaba vendada completamente. Zlinter salió al pasillo a buscar ayuda y entre Forrest, Dorman y otros dos hombres trasladaron al paciente desde la mesa que había servido para la operación, hasta la cama. Los hombres permanecieron expectantes, mientras Zlinter tomaba el pulso al enfermo.
—Tiene mejor aspecto, ¿verdad, Zlinter? —preguntó Forrest.
—Eso creo. Ahora es cuestión de que resista el choque de la operación. Si no muere en seguida, creo que se recuperará completamente y volverá a ser un hombre normal.
Se encaminó hacia la puerta.
—Ahora lo dejaremos un rato. Yo volveré más tarde.
Abrió la puerta para que salieran todos y después cerró cuidadosamente y se apoyó un instante de espaldas sobre la pared preguntando a Jennifer:
—¿Se siente usted muy cansada?
Ella, bañada en sudor y con los vestidos materialmente pegados al cuerpo, contestó:
—Hacía mucho calor ahí… Quisiera salir al aire fresco.
Jack la cogió por un brazo y salieron hacia la puerta de la cabaña. Zlinter se detuvo ante la habitación del otro herido y entró luego para comprobar cómo estaba. El hombre yacía en la cama respirando profundamente, como si durmiera. No parecía haberse movido desde que él lo había visto. Levantó las sábanas para mirar la pierna vendada y volvió a tapar al enfermo.
—Bueno. Éste está muy bien —explicó a Forrest en voz baja.
Ya estaba casi en la puerta cuando se detuvo, inquiriendo:
—¿No nota usted un olor raro?
—Sí. Huele a ácido fénico.
—Me parecía que olía a whisky.
Jim Forrest se echó a reír.
—Tiene usted razón, Zlinter. Jack Dorman tiene una botella de whisky en su camioneta. Soy yo el que huele a whisky. Venga, que tomaremos un trago.
Corría una brisa fresca en el exterior, sobre todo después de la escasez de aire que habían soportado en la pequeña y cerrada habitación. El olor del ambiente era embriagador en comparación con el hedor que despedía la mesa operatoria. Jim Forrest fue a buscar vasos y Jennifer bebió whisky rebajado con agua y se sintió mucho mejor.
Estuvieron juntos fumando y descansando bajo la brisa nocturna, mientras sus cuerpos y sus ropas se secaban del sudor. Los comentarios de todos giraban alrededor de la operación.
Una vez, Jennifer preguntó:
—¿Es verdad que quedará tan bien como antes?
—Es posible —afirmó el checo—. Quizá no para manejar nuevamente la cortadora, pero para realizar trabajos ligeros será tan apto como cualquiera. Todavía hay peligro de parálisis. Ya veremos…
Se dirigió al director, inquiriendo:
—Ese muchacho es el estudiante, ¿no?
—Sí —afirmó Forrest—. Está procurando ahorrar para hacer un curso en la Universidad. Es muy posible que lo consiga, pues se paga bastante a los que manejan cortadoras.
—¿Qué va a estudiar en la Universidad? —se interesó Jennifer.
—Creo que metalurgia.
Luego Forrest se volvió hacia el checo:
—¿Qué hacemos esta noche, Zlinter? ¿Se despertará el operado?
—Es muy posible, dentro de dos o tres horas. Yo me quedaré con él toda la noche.
—¿Me necesitará más? —preguntó Jennifer.
—Esta noche, no. Sin su ayuda, yo no habría podido hacer gran cosa por estos hombres. Es extraordinario que no haya sido usted nunca enfermera…
—Mi padre es médico —sonrió ella—. Acaso eso tenga algo que ver.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Es médico en Inglaterra?
—Sí. Ejerce en Leicester.
—¿Y usted lo ha ayudado alguna vez?
Ella denegó con un gesto y repuso:
—Desde luego, sé algo por lo que he ido viviendo a su lado. Pero no se puede prestar ninguna ayuda cuando se sabe tan poco.
—Es más que poco lo que usted sabe. Ahora debe de estar muy cansada. Váyase a casa y procure dormir.
—¿Está seguro de que no me necesitará más?
—No. Ahora ya no ocurrirá nada hasta que llegue el médico por la mañana.
—Me gustaría saber cómo siguen los enfermos —dijo ella.
—Ya lo sabrá. Tal vez vaya yo a decírselo a su casa.
—Eso es —intervino Jack—. Venga a tomar el té mañana o pasado.
—Si puedo, iré. Cuando llegue el doctor, tal vez quiera que vaya con él a Banbury para enseñarle en el hospital lo que he hecho y obrar como convenga. De todos modos, procuraré ir a decirles lo que haya, mañana o pasado.
—Lo esperaré —dijo sencillamente Jennifer.
Subió a la camioneta y Jack la llevó a casa. Jane y Angela estaban esperándoles con una pequeña cena de carne fría, ensalada y queso. La joven tenía hambre, pero antes de comer fue a quitarse sus ropas, impregnadas de sudor y de olor a productos químicos. Estuvo un rato bajo la ducha y se puso un pijama limpio y una bata casera. Entonces volvió a la cocina y comió un poco de carnero frío y se tomó una taza de té mientras contaba lo sucedido.
Jack explicó a Jane:
—Zlinter es ese muchacho del que nos habló Ann Pearson. Aquel de Peter Loring que padecía una mastoide. Es, por lo visto, un cirujano completo.
—¿Es aquel que conociste en el Howqua y que encontró su tumba? —recordó Jane.
—El mismo. En el campo todos le llaman Splinter.
—¿Encontró su propia tumba? —se sorprendió Jennifer, que estaba medio dormida ya.
—Sí —afirmó Jack—. Pídele a él que te lo cuente. Es una cosa muy curiosa.
Ella estaba demasiado cansada para seguir mostrando interés por aquel detalle. En cambio, comentó:
—Está muy seguro de sí mismo. Sabía exactamente lo que tenía que hacer desde el primer momento.
—¿Tiene buen aspecto? —quiso saber Angela.
—Se parece bastante a Boris Karloff, pero tiene una sonrisa muy simpática. —Y tras una pausa Jennifer concluyó—: Me parece que es un gran médico.
—No será tan bueno como un inglés, ¿verdad? —se le ocurrió decir a Angela.
Jennifer sonrió ante las ilusiones de aquella muchacha australiana.
—No lo sé —repuso—. No todos los médicos ingleses son superhombres.
—Yo creía que las escuelas médicas inglesas eran las mejores del mundo —confesó Angela—. Todos los médicos australianos que quieren obtener un título superior van a Inglaterra.
—Puede que eso se deba a que no tienen dólares para ir a América —dijo secamente la madre.
Jennifer se puso de pie.
—Voy a acostarme —dijo—. Creo que debemos acostarnos todos. Lamento mucho que hayáis estado levantadas hasta ahora por mi culpa.
—Al menos hemos tenido un poco de variación. Nunca ocurre una novedad excitante más que cuando alguna vaca tiene un ternero —dijo Jane—. No madrugues mañana, Jenny. Levántate tarde.
—Es una magnífica idea —terció Angela.
—Eso no va por ti —le contestó su madre.
En el campo maderero, después que la camioneta hubo marchado, Carl Zlinter se sentó en los escalones de la cabaña a gozar del fresco de la aterciopelada noche, conversando con el director. Jack Dorman les había dejado la botella de whisky para que ellos la terminaran. El checo tomó dos copas, pero rehusó una tercera.
—Me dormiría si bebiera más —dijo a Forrest— y he de permanecer despierto esta noche. Ese hombre no tardará en despertarse y debo estar allí entonces.
—¿No puedo hacer yo algo? Si le parece me quedaré con usted —se ofreció el director.
—No es necesario. Hay hombres durmiendo en la cabaña. Si es necesario enviaré a buscarlo a usted. Pero no creo que haga falta. Parece que todo va bien.
Al poco rato, Jim Forrest marchó a su casa y Carl acabó su cigarrillo y volvió a la cabaña. Fue a mirar al hombre del pie amputado. Seguía en la misma postura y parecía dormido. Desde la puerta Zlinter podía oír su respiración continua y regular. No acabó de entrar en la estancia ni hizo ningún examen; era mejor dejarle dormir. Fue a ver al otro paciente y empezó a limpiar y ordenar la habitación, tirando los residuos de la operación y limpiando y secando sus instrumentos.
Una hora más tarde, a la una de la madrugada, el hombre empezó a recobrar la consciencia. Abrió y cerró una o dos veces los ojos. El color de su tez y su respiración eran ya mucho mejores. Al poco sus labios se movieron. Intentaban decir algo.
Carl se inclinó sobre él y le aconsejó:
—No hables, Harry. No te muevas. Tienes una herida en la cabeza, pero estás bien. No intentes hablar ni moverte. Permanece quieto y descansa. Ahora estás bien.
Carl no pudo averiguar si le había comprendido o no. Los labios del enfermo se movieron nuevamente y Zlinter se acercó más para intentar oír lo que decía. Pero de pronto un zumbido extraño llegó a la habitación. Aunque no era precisamente un ruido melódico podía asegurarse que se trataba de una canción. En alguna de las pequeñas alcobas de la cabaña alguien estaba silbando o canturreando «Dios salve al Rey».
No le fue posible al checo saber si su paciente estaba hablando o si sus labios se movían simplemente por los reflejos dimanados del cerebro dañado. Se puso en pie, indignado. Los hombres de la cabaña eran todos buenos muchachos y sabían que había dos hombres gravemente enfermos en la misma cabaña que ellos. ¿No tendrían otra cosa que hacer que ponerse a cantar en plena noche? Salió al pasillo para averiguar de dónde procedía la canción y repentinamente se detuvo.
La tonadilla llegaba del dormitorio contiguo en donde yacía el hombre del pie amputado.
Zlinter abrió la puerta. A la escasa luz de la lámpara vio a Bert Hanson despierto, canturreando «Dios salve al Rey» en un tono arrastrado de alcohólico y golpeando el aire con una mano. El ambiente estaba cargado de olor a whisky. Notó la presencia del médico, pero siguió dando manotazos y cantando, con los ojos entornados. Subió la voz y la canción se oía cada vez con mayor claridad.
Zlinter entró en el cuarto y quitó la toalla que cubría la bombilla, y la habitación quedó inundada de luz. Vio un bulto debajo de las ropas de la cama y las levantó. Encontró una botella descorchada y prácticamente vacía. Carl la tiró al suelo con los labios apretados, preguntándose si aquel hombre se habría bebido todo lo que faltaba. A juzgar por las apariencias lo más probable era que se lo hubiera bebido.
El hombre dijo afablemente con voz fuerte:
—Buen amigo Splinter… Buen amigote. —Y soltó una estridente carcajada en un acceso de alegría—. Acércate. Cantemos juntos «Dios salve al Rey» y mandemos al diablo a los alemanes asquerosos.
Un hombre en pijama apareció en el pasillo.
—¿Necesita ayuda, Splinter?
—¡Este estúpido loco! —gruñó ásperamente el checo—. Alguien le ha dado una botella de whisky. Debemos lograr que esté quieto por su propio bien y por el del otro herido.
Las dos horas siguientes fueron una verdadera pesadilla.
En los primeros momentos, Zlinter mandó a un hombre que fuese a buscar a Forrest a su casa. Cuando llegó el director, el alboroto era terrible. Tres hombres intentaban mantener a Bert Hanson en su cama mientras Zlinter procuraba que el operado de trepanación estuviese quieto y tranquilo, en el cuarto de al lado, separado tan sólo por una ligera pared del cuarto del borracho. Éste sostenía una verdadera batalla para que le dieran algo de beber. En una ocasión pudo alcanzar la botella y la utilizó como arma defensiva, hasta que, afortunadamente, la botella se estrelló contra la pared. No sin grandes dificultades, lograron arrancarle de las manos el gollete roto con el que amenazaba a todos.
Viéndole en aquel plan de locura, Jim Forrest dijo a Zlinter:
—Tendrá usted que administrarle algo. Morfina…
—No creo que le convenga. Dentro de poco llegará la reacción y se sentirá muy débil. No creo que ninguna droga le haga efecto con tanto alcohol en el organismo, a menos que le diésemos una dosis muy fuerte que podría matarle.
—¿Y qué diablos vamos a hacer con él?
—Contenerlo hasta que se le pase. Si esos hombres se cansan llamaremos a otros.
—¿Cómo sigue Harry?
—Va muy bien. Pero estaría mejor si no hubiera tanto ruido.
—Haré todo lo que pueda. Pero si no puede tomar ninguna droga, es difícil que se duerma…
A las tres de la mañana, casi repentinamente, el hombre dejó de forcejear y de gritar y entró en una especie de colapso. Carl dejó al otro paciente y prestó toda su atención al del pie amputado. Tenía el corazón muy débil y cayó en un estado de decaimiento en el que fue hundiéndose cada vez más. A las cuatro, Zlinter le puso una inyección que lo reanimó, aunque sólo temporalmente.
A eso de las cinco y media, con las primeras luces del amanecer, Bert Hanson dejó de existir.