Cinco

Los Dorman salieron de Leonora para pasar unas vacaciones en Melbourne el día de Año Nuevo. Iban en la vieja camioneta Chevrolet. Dejaron el rancho a cargo de Mario y se llevaron a Tim Archer con ellos. Los tres iban sentados en la parte delantera del vehículo y llevaban las cuatro maletas en la parte posterior. Mario había recibido cartas de Lucía. Su novia tenía reservado pasaje en el Neptunia para el mes de abril, y el muchacho estaba ocupado en la construcción de la cabaña en que él y su mujer habrían de vivir. Tim Archer acompañó a los amos en la vieja camioneta para luego volverse con ella a Leonora y de paso ver a sus padres. Jack había ya solucionado la adquisición de otra camioneta Ford, seminueva, a un precio muy bajo, que compraría en Melbourne y con la cual volverían a casa.

Iban todos con un aire de alegre excitación. Repasando su larga vida matrimonial, Jane y Jack habían sido incapaces de recordar cuándo fue la última vez que fueron a pasar juntos unas verdaderas vacaciones. Habían hecho viajes a Melbourne por diversas razones de negocios, pero siempre restringidos y ajustados a una rigurosa economía y a la necesidad de volver rápidamente al rancho. Lo cierto era que no habían tenido unas vacaciones adecuadas desde hacía diez años. Ahora, con dos empleados para ayudarles y con lo que para ellos representaba una cantidad ilimitada de dinero, tenían la posibilidad de descansar y gozar de los frutos de treinta años de duro y arduo trabajo.

Jennifer había escrito a Jane Dorman que iba a Australia y se proponía buscar trabajo en Melbourne y que le encantaría ir a Merrijig a conocerles tan pronto como tuviera permiso. Jane lo consideró una mala idea. El «Orion» llegaría al puerto de Melbourne el 3 de enero y ellos adelantaron la fecha de sus vacaciones para poder ir a recibirla al barco. No quedaba tiempo para escribir a la joven antes de que el «Orion» zarpase, pero Jane le escribió a Port Said y a Colombo apremiándola para que fuese con ellos a hacer una corta visita a Leonora antes de ponerse a trabajar en la ciudad. Jane le decía que aquélla era la época más calurosa del año y que al llegar de Inglaterra no se debía poner una a trabajar en una oficina de Melbourne hasta finales de febrero, sobre todo cuando se pasaba un verano tan caluroso como aquél.

Hacía calor cuando corrían por la carretera desde Merrijig. En el campo, a mediodía, la temperatura pasaba de treinta y seis grados. Antes se habían detenido a un lado de la carretera para que Jack se quitara la chaqueta y se desabrochara el cuello de la camisa. Tim Archer salió del asiento delantero y fue a colocarse junto a los equipajes. El polvo se arremolinaba a su alrededor y con el sudor se formaban en sus gafas ligeros regueros de fango, pero de este modo tenían todos menos calor y el viaje resultaba más agradable.

Se detuvieron en Bonie Doon para saborear la helada y reluciente cerveza australiana, y en Buxton para comer. A las cuatro ya corrían por Melbourne, seguramente la ciudad más placentera de la Commonwealth, y a las cuatro y veinte estaban ante el hotel Windsor.

Tim se llevó la camioneta y los Dorman subieron a su habitación, una estancia elegante, de techo elevado, llena de estanterías y con un cuarto de baño. Después de las estrecheces de su mediocre hogar ganadero, aquello les pareció un palacio. Los arduos años pasados quedaban tras ellos, y en aquel momento volvieron a sentirse nuevamente jóvenes.

—Jack, no vayamos a ver a nadie esta noche. Lo mejor es encargar una cena muy buena y luego ir al teatro, a cualquier teatro.

—¿No quieres ver a Angie?

—Angie puede esperar hasta mañana. Quiero ver un teatro. Probablemente Angie los ha visto todos. Deja que vayamos solos.

—Muy bien. Iré a ver si encuentro entradas.

—¡Ah! —añadió ella—. Quiero una botella de champaña con la cena.

—La tendrás. ¿Qué quieres que pidamos para la cena? ¿Carnero?

—¡Ni soñarlo! Ostras y pato asado, o algo parecido.

Poco después paseaban lentamente por la empinada calle de Collins, sombreada por los árboles, y cruzaban de una acera a otra para ver todas las tiendas. De repente, dijo Jane:

—Ya sé lo que quiero comprar.

—¿Qué es?

—Un cuadro.

—¿Qué clase de cuadro?

—Una pintura al óleo. Quiero un cuadro muy bonito, muy bonito.

—¿Sobre qué?

—No lo sé. Sólo quiero que sea muy bonito.

—¿Te refieres a un cuadro para colgarlo de la pared?

—Eso es. Cuando yo era niña teníamos muchos en casa. Entonces no me llamaban la atención, pero ahora quiero uno mío.

El hombre pensó un rato en lo que su mujer decía, intentando asimilar aquella idea de ella para poder imaginar lo que deseaba.

—¿No te gustaría más una pulsera o un anillo? —dijo al fin.

Con tanto dinero en el bolsillo y después de tantos años su mujer debía tener alguna cosa de valor.

Ella le oprimió el brazo y contestó:

—Eres muy amable, pero no necesito joyas. Nunca voy a ningún sitio donde pueda lucirlas. Lo que quiero es un cuadro.

Él intentó averiguar el costo de aquel deseo.

—¿Tienes alguna idea de lo que puede costar?

—No lo sabré hasta que lo haya visto. Tal vez valga unas cien libras.

—¡Cien libras! ¡Caramba!

—¿Qué? ¿Cuánto va a costarte el Ford?

—Pero, mujer. Eso es distinto. Es necesario para el rancho.

—No. No es necesario. El Chevrolet ha hecho un servicio admirable muchos años. Lo quieres para ir en él a mucha velocidad y darte importancia, y va a costarte mil cuatrocientas libras.

—El Ford es para los dos y se paga de los impuestos.

—No por completo. Si tú vas a tener tu Ford, yo tendré mi cuadro.

Él comprendió que su mujer estaba empeñada en tener un cuadro y aunque le parecía una idea un tanto extraña, accedió al capricho de Jane.

—Hay una tienda de esas cosas por aquí. Puede que encontremos algo que te guste.

Cuando llegaron a la tienda, estaba cerrada, pero los escaparates estaban llenos de cuadros de todas clases. Jack pensó que lo mejor sería comprar un cuadro del Niño Jesús y su propia idea le asombró. Sin hablar de ello, comentó:

—Éste del puerto es muy bonito. Éste que dice St. Ives. Tenía un vivo colorido y unas barcas de pesca.

—No está mal —admitió Jane—, pero es una reproducción. Yo quiero un original.

Él siguió escudriñando la escena del puerto.

—¿Dónde está eso? —inquirió—. ¿En Inglaterra?

—Sí. Es un pequeño rincón de Cornualles.

—Es tan extraño que la gente compre pinturas de un lugar tan lejano.

—Supongo que eso ocurre porque muchos de nosotros procedemos de Inglaterra.

Nada del escaparate llamó la atención de Jane y por lo visto no sentía interés en contemplar los cuadros que pudiera haber en el interior.

—Querría visitar una exposición de cuadros —dijo a su esposo—. Hay muchas galerías de arte donde los artistas exponen sus cuadros y los tienen a la venta. ¿Podríamos visitar alguna exposición mañana, Jack?

—Claro que podremos. Por la mañana tengo que ver al hombre que quiere venderme el coche, pero después tenemos todo el día por delante.

—No —negó Jane con una sonrisa—. Ya estás deseando ponerte al volante del Ford. Iremos a la exposición por la mañana y recogerás el vehículo por la tarde.

Volvieron al hotel y pasaron un rato en el salón tomando unos vasos de cerveza fría, cenaron después y fueron por último a ver «La vista del ojo estropeado», que les hizo reír como tontos. A la mañana siguiente se levantaron mucho más tarde de lo habitual en ellos, pero muy temprano para lo que acostumbraban los clientes del hotel. Desayunaron en el comedor. Como gentes del campo, estaban acostumbrados a tomar una comida fuerte a la hora del desayuno y en el hotel estaban acostumbrados a su vez a tener clientes procedentes de ranchos. Media libra de asado con dos huevos fritos encima se diferenciaba bastante de sus desayunos normales para que Jack lo considerase una buena manera de empezar el día. Jane tomó un desayuno más modesto: un cuarto de libra de bacon y tres riñones a la parrilla. Bien alimentados para iniciar los trabajos del día salieron a ver cuadros con el propósito de comprar uno.

La primera galería que visitaron estaba llena de pinturas del desierto de Australia central. El artista había modelado su estilo siguiendo el gusto de un pintor excéntrico y corto de vista, que se llamaba Cézanne, que había sabido pintar, pero que después pareció cansarse de su oficio. Esto había dificultado el camino que deseaban seguir sus discípulos.

Los Dorman erraban de un lado a otro, perplejos, ante tantas montañas de resplandecientes tonos rosados, con extraños y oscuros garabatos infantiles en primer plano, que habría sabido trazar cualquier salvaje. Unos cuantos recortes de periódicos clavados en las paredes decían que el autor de aquellos cuadros era uno de los más sobresalientes paisajistas del siglo.

Jack, sumido en la melancolía que le producía el inminente derroche de dinero, preguntó:

—¿Cuál te parece mejor? Éste de aquí es bonito.

—No me gusta ninguno. Me parecen todos horribles.

—Gracias a Dios —exclamó el marido.

La mujer de mediana edad que había en el mostrador los miró con una acritud desaprobadora.

Salieron a la calle y Jane comentó:

—Esto es pintura moderna. No es precisamente lo que yo quiero.

—¿Qué es lo que quieres? ¿Qué tipo de pintura te gusta?

Jane no podía explicárselo exactamente porque ni ella misma lo sabía.

—Tiene que ser muy bonita y de colores brillantes, al óleo, de modo que cuando llueva o nieve en invierno, una pueda sentirse contenta al contemplarla. Y quiero que represente algo, que no esté como ésos, llenos de horribles embadurnaduras.

En la próxima galería en que entraron había treinta y cinco pinturas al óleo colgadas en las paredes. Cada cuadro representaba un jarro de flores colocado sobre una mesa bruñida en cuya superficie se reflejaban las flores y detrás había una cortina. Eran treinta y cinco óleos cuidadosamente ejecutados y dedicados al mismo tema. Algunos recortes de periódicos proclamaban a la artista la pintora de flores más sobresaliente del siglo.

—¿Crees que esa mujer no sabrá pintar otra cosa? —musitó Jane.

—Me parece que no. Al menos es lo que parece. ¿Te gusta alguno?

—Algunos son muy lindos. Éste de aquí, y aquél. Pero no son lo que yo quiero. —Hizo una pausa y luego dijo—: Si lo comprara, no podría dejar de pensar que hay otros treinta y cuatro iguales al mío.

La última exposición que visitaron aquella mañana era de pinturas y esculturas de un mismo artista. Los recortes de periódico colocados a la entrada aseguraban que el artista era un genio en lo relativo a la interpretación de Australia. El centro de la estancia estaba ocupado por un gran bloque de madera pulimentada con un agujero de forma irreconocible, al nivel de los ojos para que se pudiera admirar mejor. Debajo se leía el título: «Diseño de la vida».

—¿Te gustaría llevarte esto a casa? —preguntó Jack, mirando el catálogo—. No cuesta más que setenta y cinco guineas.

Las pinturas resultaban un poco raras porque su creador era primitivo, incapaz de pintar o dibujar y, sin embargo, era alabado como si se tratase de un genio por personas que debían entender de arte. Las casas de color de púrpura, que podían haber sido dibujadas por un niño de cinco años, se perdían por calles torcidas de color bermellón que no conducían a ninguna parte ni significaban nada. Hombres de rostros grisáceos luchaban de una manera misteriosa y tal vez vergonzosa, con damas de azules y cuadrados senos.

—Ésta es bonita —dijo Jack, pensativo.

—Salgamos de aquí —pidió Jane—. La gente debe de estar loca si le gusta cosas como ésta.

Ya en calle, el marido dijo:

—Hay otra galería en Bourke Street, creo que subiendo por William Street.

—Quisiera tomar una taza de té —dijo Jane.

Entraron en un café y mientras tomaban el té, ella aseguró que ya había visto bastantes galerías de arte pictórico.

—Sé lo que quiero, pero no está aquí. Necesito un cuadro que pueda agradar a una persona normal, no a los que están medio locos. Ya lo encontraré alguna vez.

—Podríamos ir a recoger el Ford antes de comer —tanteó él.

—Vamos. A ver si nos quitamos el mal sabor que nos han dejado estas pinturas de locos.

La nueva camioneta era un vehículo bueno, pequeño y bonito, pintado de gris oscuro con más arte que todas las cosas que habían visto aquella mañana. Veinte minutos antes de la hora de comer fue de su propiedad y subieron a él emocionados por la nueva posesión y lo llevaron lenta y cuidadosamente a aparcar a los jardines de la Tesorería. Jack lo cerró canturreando:

Yo no la quiero, puede usted quedarse con ella.

Está demasiado gorda para mí…

Su mujer recordó la tonadilla y sonrió levemente.

—Hemos de telefonear a Angie —propuso a Jack—. Podemos vernos esta tarde.

Su hija estaba pasando unos días con una amiga del colegio en Toorak, el barrio más elegante de la ciudad.

—Podemos hacer una salida al campo —propuso el padre—. A ella le gustará salir en coche.

En aquellos momentos, Angie iba en la camioneta de sus padres con Tim Archer. Él había ido a buscarla en el viejo Chevrolet, aquella mañana, para llevarla a bañarse a la bahía de Port Phillip, a treinta millas de la ciudad. El muchacho había preparado unos bocadillos y una bebida suave, y a las doce salieron en la camioneta. Ahora estaban llegando a la playa.

Angela Dorman tenía veinte años. Estaba cursando estudios sociales en la Universidad de Melbourne y ahora hacía el tercer y último año. Era una joven rubia, bien formada y rebosante de salud. Lo mismo que a otras jóvenes australianas la vida en el campo desde su infancia, con abundancia de buenos alimentos, el montar a caballo, la natación y el buen clima de Australia le habían proporcionado un buen físico. Angela habría podido adornar la portada de una revista de cualquier país del mundo. Estaba atravesando una fase de su juventud en la que no lograba encontrar nada bueno en su propio país. Los únicos lugares de Australia que podían satisfacerla eran Melbourne y Sidney y su única ambición era escapar para siempre a la encantadora y rosada Inglaterra.

Había conocido a Tim tres años antes, cuando el muchacho entró a trabajar con su padre en Leonora. Ella sabía que Tim sentía por ella una devoción muda y fiel como la de un perro. Angela lo consideraba flemático y poco emprendedor y nada interesado por el mundo exterior, como un típico campesino. Pero Angie, a pesar de su impaciencia, había heredado de su padre la perspicacia y el sentido común suficiente para no alejar de sí a la ligera cualquier cosa que pudiera necesitar más tarde. Era lo bastante realista para darse cuenta de que quizá no le sería fácil encontrar otro cariño tan constante. Dejaba la mayor parte de las cartas de Tim sin respuesta, pero se mostraba amable con él cuando se veían y aquel día cuando él le telefoneó para preguntarle si quería acompañarlo a los baños de Mortington, Angie dejó otro compromiso para salir con él.

Los jóvenes aparcaron a un lado de la carretera, cogieron el almuerzo y los utensilios de baño y entre las plantas de té se encaminaron a la playa. El mar parecía estar a su disposición.

Ocultándose detrás de unas matas, se cambiaron de ropa y volvieron a aparecer con sus trajes de baño y unas gafas oscuras para tomar un rato el sol antes de bañarse. Después se bañaron bajo el sol ardiente, siempre atentos a la posible aparición de un tiburón. A pesar de que, como la mayoría de los australianos, eran los dos muy buenos nadadores, no se aventuraban a alejarse mucho de la playa. Era algo extraordinario que surgiese un tiburón en la bahía de Port Phillip, pero cuando alguno tropezaba con uno de esos bichos no volvía a tener oportunidad de ver otro jamás.

Al cabo de un rato salieron del agua y se sentaron al sol, en la arena caliente hasta que el calor les resultó abrasador. Entonces se trasladaron hasta la sombra de las plantas de té y comieron sus bocadillos. Cuando fumaban unos cigarrillos, él abordó el tema que llenaba sus pensamientos.

—¿Vendrás pronto a Leonora?

—Supongo que sí —repuso ella de mala gana—. A finales de mes pasaré una semana en Sidney, con Susie Martin. Seguramente tendré que ir a casa unos días antes de marcharme a Sidney.

—Se está muy bien allí, ahora. Hace menos calor que en la ciudad.

—Allí no hay nada que hacer —replicó ella—. Para ti es diferente. Tú tienes un trabajo. Pero cuando yo voy a casa no tengo otra cosa que hacer más que ayudar a mamá a cocinar y fregar. No hay nadie con quien hablar.

—Ya lo sé —dijo él, pacientemente—. Resulta un poco aburrido.

Ella lo miró a la cara.

—¿No te cansas nunca del ganado? ¿De ver las mismas ovejas todos los días?

—Además de las ovejas, tenemos ganado vacuno —arguyó Tim con mucha seriedad—. Esto proporciona una variación.

—¿Pero no te aburres allá arriba?

—No. Siempre hay algo que hacer. Reparar empalizadas, cazar conejos o preparar la cena. En marzo tenemos que arar ochenta acres del centro del prado y sembrar cebada y alfalfa.

—¿Eso mejorará los pastos?

—Desde luego. Si lo hacemos podremos alimentar el doble de ganado, aunque cuesta mucho dinero.

Angela permaneció un rato en silencio. Se daba cuenta de que debía sentirse interesada por el rancho que le permitía ir a la Universidad y tener vestidos elegantes y comodidades. La joven reconocía su culpa.

Confesó sencillamente:

—Yo no sé vivir en el campo.

Tim sabía que era cierto lo que ella decía y le apenaba oírselo decir.

—¿Qué vas a hacer cuando dejes la Universidad? —preguntó—. ¿Buscarás trabajo aquí, en la ciudad?

—Quiero ir a Inglaterra.

—¿Qué tiene de malo Australia? —preguntó Tim con lentitud.

—Es tan pequeña, tan insignificante y tan nueva… Todo lo que pensamos o hablamos, todo lo que tiene algún valor proviene de Inglaterra. Somos como de segunda categoría. Necesito ir a mi patria, trabajar en Londres, estar en el centro de todas las cosas y conocer personas de categoría. Necesito estar donde suceden realmente cosas que son importantes para el mundo.

—Australia es un buen país. Y tenemos gente muy buena aquí.

—Pero no como en Inglaterra. Aquí las cosas no son como en la patria.

—En Inglaterra no hay bastante comida.

—Eso son tonterías. La salud de los niños es tan buena allí como aquí. Lo malo es que nosotros comemos demasiado. Sería conveniente que comiéramos un poco menos y enviásemos algo a nuestro país.

—¿Y qué harás en Londres? —se interesó él.

—Me gustaría encontrar trabajo en un hospital. Un trabajo caritativo o social en uno de los grandes hospitales londinenses. Será una tarea maravillosa, si puedo conseguirla.

—¿Estarás en los barrios bajos? ¿Con la gente muy pobre?

Angela asintió.

—Me interesa un trabajo donde pueda ayudar a la gente que lo necesite.

—¿Y no podrías hacer eso en Australia?

—En gran proporción, no. Aquí no hay gente pobre, al menos tanta como en Inglaterra.

Tim sabía que eso era cierto y consideró que la idea de ella era muy digna de alabanza.

—Hay demasiada gente en Inglaterra. Esto es lo malo. ¿Conoces a Jennifer Morton, esa parienta de tu madre, que ha de venir?

Moviendo negativamente la cabeza, Angela respondió:

—Ni mamá ni yo la hemos visto nunca. No creo que ninguno de nosotros sepa gran cosa de ella.

—Tu madre ha dicho que esa muchacha trabaja en Londres. Ella seguramente podrá darte algunas orientaciones.

—Tengo ganas de conocerla. Será alguien con quien se pueda hablar en Leonora.

Él permaneció acodado sobre la arena caliente, con la vista fija en el mar azul y la playa iluminada por el sol. Intentaba no mirar a la muchacha, pero le resultaba difícil controlar la dirección de sus ojos.

—¿Cuándo supones que te irás? —preguntó al fin.

—El año que viene. Todavía no he dicho nada a mis padres, pero quiero irme y supongo que ellos lo permitirán, si el precio de la lana se mantiene alto.

—¿Cuánto tiempo crees que estarás allí?

Ella contempló la arena y trazó unos pequeños dibujos con el dedo antes de contestar:

—No lo sé. Trabajaré más a gusto en Londres que aquí. Es posible que no vuelva nunca.

—Resultará un poco amargo para tus padres…

—Ya lo sé. Eso es lo que dificulta todo. —Hizo una pausa y luego recordó—: Debo estar en casa a las cinco, Tim. Tengo que ver a papá y a mamá esta tarde.

—Es verdad. Tu padre no se preocupará mucho porque estrenaba hoy su Ford, pero tu madre tendrá ganas de verte. ¿Quieres ir directamente al hotel, o prefieres volver primero a Toorak?

Después de pensarlo unos momentos, Angela repuso:

—Será mejor volver a Toorak. No puedo ir directamente al hotel tal como voy ahora.

—Pues te llevaré a Toorak y esperaré a que te cambies para acompañarte luego al hotel.

—¿De verdad, Tim? Eres muy amable.

Él se sonrojó y Angela lo notó y se dijo que se había excedido un poco en su amabilidad.

—Muy bien —repuso él, ceñudo—. Será mejor que nos cambiemos y volvamos a la carretera si quieres estar en el hotel a las cinco.

Volvieron a ponerse los trajes tras las plantas de té, subieron a la camioneta y volvieron a la ciudad sin pronunciar apenas una palabra durante todo el camino.

El «Orion» llegó al puerto a las ocho de la mañana siguiente, con Jennifer a bordo. Jane había vuelto a escribirle a Fremantle y Jennifer contestó aceptando ir a Leonora unos días antes de establecerse en la ciudad para trabajar. Cuando el barco arribó a puerto, la joven inglesa no estaba segura de haber obrado debidamente. Sabía poco de los Dorman y nada de Australia. Habría preferido ir a un hotel unos cuantos días y buscar un alojamiento en algún barrio, arreglándose sus asuntos. No obstante, era imposible rehusar la evidente amabilidad y no dejaría de ser interesante ver el campo antes de empezar a trabajar en la ciudad. Por otra parte, su abuela le había dado aquel dinero para que visitase a Jane Dorman, aunque de haber sido únicamente por ese motivo, Jennifer no se encontraría en aquel país.

Cuando encontró a los Dorman en el salón reservado a los pasajeros con billete de turismo, en contestación al aviso por el altavoz, Jennifer se quedó sorprendida por uno o dos motivos. Uno de dichos motivos fue que sus parientes iban vestidos con más elegancia de lo que ella había esperado. Jack Dorman, aunque demasiado macizo, con su traje gris, nuevo, iba mejor vestido que su padre, y Jane Dorman, aunque tenía las manos viejas y ajadas, estaba muy elegante con su falda nueva y su chaqueta blanca y negra. Angela, su hija, les acompañaba, y tenía todavía mejor aspecto que sus padres. Jennifer se juzgó a sí misma pálida y desharrapada en comparación con aquella muchacha magnífica.

Cuando Jennifer entró en el salón, Jane Dorman se puso en pie para salir a su encuentro. Entre la multitud de pasajeros y sus familiares, la mujer se acercó directamente a la inglesa.

—¿Eres Jennifer Morton? Yo soy Jane Dorman.

—¿Cómo me ha conocido usted, señora Dorman?

—Tu abuela, mi tía Ethel, me hablaba mucho de ti. Te he reconocido en seguida.

Luego se hicieron las presentaciones, las preguntas sobre el viaje y sobre el equipaje. Los Dorman habían llevado sus dos camionetas y Tim Archer esperaba abajo con el Chevrolet. Pronto pasó Jennifer por la Aduana, luego se llevaron sus maletas y su baúl al Ford y la muchacha entró libremente en Australia.

Se dirigió al hotel con Jane y Jack Dorman. Angela iba tras ellos en el viejo Chevrolet con Tom. En la confusión de las primeras impresiones, la amplitud de las calles y el gran número de automóviles impresionaron a Jennifer enormemente. Desde luego, Melbourne era una ciudad bonita y sin duda muy próspera.

Los Dorman habían reservado en el Windsor para ella una habitación para un par de días, y Jennifer hubo de aceptar aquella atención. Comieron juntos todos, excepto Tim Archer que había emprendido el regreso a Merrijig en la vieja camioneta.

Jennifer consideró más conveniente aceptarlo todo sumisamente. Esperaba que la hospitalidad de aquellos amables desconocidos duraría lo que duran los primeros ímpetus, y pensó que sería grosero y poco generoso despreciar su buena acogida. Angela desapareció después de comer, ocupada en sus propios asuntos y Jane y Jack llevaron a Jennifer a la camioneta Ford. Sentáronse juntos en el amplio asiento delantero y emprendieron un largo paseo entre las montañas Dandenong, cuajadas de árboles tan altos y espléndidos como nunca los había visto Jennifer en Inglaterra. Al principio, protestó cortésmente de la pérdida de tiempo que para ellos representaba proporcionarle aquella distracción, pero en seguida le dijeron que la camioneta era nueva y esto le hizo comprender que sus anfitriones habían salido aquella tarde por su propio placer. Era tan evidente que Jack se estaba divirtiendo gracias a la reciente posesión del vehículo, que Jennifer se tranquilizó, contenta.

Cuando regresaron a Melbourne, la joven estaba deslumbrada por las nuevas impresiones. De común acuerdo, pasaron la noche tranquilamente en el hotel. Jennifer estaba cansada y los Dorman tenían la costumbre, en Leonora, de levantarse a las seis de la mañana y acostarse poco después de las nueve. Por lo tanto, después de la cena Jennifer se sentó con Jane Dorman en un rincón del salón del hotel, mientras Jack fumaba un cigarrillo y leía el Herald.

En una ocasión, la muchacha dijo:

—Me gustaría emplear mañana un rato en buscar una habitación o un piso pequeño donde vivir. Sois muy buenos invitándome a ir a Leonora con vosotros y, desde luego, me gustará mucho acompañaros una semana, pero después volveré aquí y me colocaré. Creo que me conviene arreglar esto mañana mismo.

—Te comprendo perfectamente —aseguró Jane—. Y antes de volver a casa te dejaremos resuelto el asunto de una buena vivienda, aunque no creo que debas tener demasiada prisa por ponerte a trabajar. Anteayer la temperatura aquí, en la ciudad, fue casi de cuarenta grados. Es la peor época del año para cualquiera que venga de Inglaterra. Tú sentirás el calor más que nosotros. Estarás mucho mejor si pasas con nosotros un mes en Leonora y empiezas a trabajar en otoño. Hace más fresco fuera de la ciudad.

Jennifer repuso torpemente:

—Debo empezar a ganar algo lo más pronto posible, aunque tenga que soportar algo de calor.

Las privaciones que había soportado en Inglaterra estaban profundamente grabadas en ella. Permanecer inactiva le parecía casi vergonzoso.

—Ahora estoy viviendo de vuestro dinero.

—Ni mucho menos, querida. Cuando enviamos ese dinero a tía Ethel, se lo dimos y nosotros no teníamos por qué pensar más en esas libras.

—Perdona. No debía haber dicho eso. Pero, de todos modos, he de empezar a ganarme la vida en seguida. No quiero que me creas una desagradecida, después de lo buenos que estáis siendo conmigo, pero lo cierto es que tengo que poner en marcha mi canoa un día u otro y cuanto antes empiece mejor.

—Ya lo sé. Pero, de todos modos, a nosotros nos gustaría tenerte en casa lo más posible. Ahora no tenemos allí a ninguno de nuestros hijos. Angie vendrá este fin de semana, pero no estará más de diez días. Desde luego, Merrijig es muy aburrido para gente joven. Allí nunca pasa nada.

—Pues yo creo que debe de ser muy agradable. Si me quedara con vosotros demasiado tiempo no sabría volver a la ciudad.

Jane la miró con curiosidad.

—¿Es que en Inglaterra has vivido siempre en el campo?

—No —repuso con franqueza la joven, riendo—. Siempre he vivido en Leicester y en Londres. En realidad, no conozco la vida del campo. Supongo que por eso me parece interesante.

—Muchas veces el campo puede aparecer monótono. Hay largos períodos en que no se tiene otra cosa que hacer sino las tareas propias del hogar: guisar, fregar y limpiar la casa. No hay nadie con quien hablar, más que el marido y los empleados, y no se puede oír otra cosa más que la radio. Sin embargo… No sé. A mí no me gustaría vivir en otro sitio.

Jennifer permaneció pensativa unos minutos y luego preguntó:

—¿Cuántos corderos tenéis?

Jane alzó la vista sorprendida.

—No lo sé exactamente. Creo que unos tres mil. Jack, ¿cuántos corderos tenemos en Leonora?

Él separó la vista del periódico y contestó:

—Tres mil quinientos sesenta, a menos que en estos días se haya perdido alguno.

—Además tenemos vacas —añadió Jane—. Unas doscientas Herefords.

—Doscientas seis —corrigió Jack.

Y volvió a enfrascarse en su lectura.

—Supongo que venderéis muchas para comer —dijo Jennifer.

—Vendemos unos setecientos corderos al año. Pero la mayor parte de las ganancias proceden del esquilado de la lana.

—No estaba pensando en el dinero —replicó la joven—. Debe resultar muy agradable producir tanta cantidad de alimento.

—¿Agradable?

—¿No te sientes complacida de poder proporcionar tanta cantidad de carne comestible?

Jane sonrió.

—Nunca he pensado en ello. Lo enviamos al mercado y nada más. Es todo lo que nos interesa, además de cobrar su importe.

—Pues a mí me parece que es hacer una buena obra.

Jane la contempló con curiosidad. Era la primera vez que oía hablar de que había algún valor ético en el trabajo en que ella y Jack se habían pasado su vida. En los primeros años se les había considerado toscos campesinos que incapaces de saber vivir en la ciudad, se veían obligados a vivir en el campo. En aquellos amargos días en que la lana valía de una a seis libras, nadie se había preocupado de pensar si aquellos campesinos podían vivir o se morían de hambre. En los últimos años, cuando el valor de la lana había aumentado en diez veces su valor, los ganaderos se comportaron como usureros. En ninguna ocasión imaginó nadie que su trabajo tuviera un valor social. Jennifer llegaba a Australia con unos puntos de vista sanos. Sería interesante averiguar a qué eran debidos.

—¿Cómo están las cosas en Inglaterra, en lo referente a alimentación? ¿Cómo vive la gente modesta?

—Bien. Hay comida suficiente. Desde luego, no como aquí. Pero hay bastante que comer en Inglaterra.

—¿No tenéis carne?

—No. La carne escasea.

—Cuando dices que escasea, Jennie, ¿a qué te refieres? ¡Se oyen comentarios tan diversos…! Un día vemos una película donde nos muestran una ración de carne de las que se comen en Inglaterra y que tiene el tamaño de una caja de cerillas, y luego vienen algunas personas y aseguran que es completamente cierto. ¿Se puede comprar fácilmente un trozo de carne?

—No… Por lo menos, un bisté, no.

—¿Y en los restaurantes…? ¿Se puede pedir un filete a la parrilla?

La muchacha contestó negativamente.

—No lo creo. Puede que lo sirvan en el Dorchester o en cualquier otro hotel de categoría de ésos a los que la gente modesta no puede ir. Yo no había probado un filete a la parrilla hasta que tomé el barco.

—¿Qué no habías probado un filete a la parrilla?

—No. Incluso aunque se pueda encontrar no se prepara así, para no desperdiciar la grasa.

—Pero ¿qué coméis cuando salís de excursión?

La pregunta puso en un aprieto a la joven.

—No lo sé —confesó sonriendo—. Pero eso no, desde luego.

—Debéis comer mucho pescado, ¿verdad?

—Mucho. ¿Aquí no tenéis pescado?

—Fresco, no mucho. No creo que aquí haya los barcos pesqueros que hay en Inglaterra. Comemos pescado ahumado.

—¿Como en Inglaterra? ¿Arenques?

—Sí. En inglés se llaman arenques. Mejor dicho, es escocés. Parece que todo ese pescado procede de Aberdeen.

—¿Se puede encontrar aquí?

—Sí, claro. Se pueden comprar arenques en toda Australia.

—En Inglaterra escasean mucho. Recuerdo que en la guerra, cuando yo iba al colegio, los arenques me gustaban mucho. Ahora es muy difícil encontrarlos.

—¡Qué raro! En los dos o tres años últimos hemos tenido mucha abundancia. Siempre me parece sentirme muy cerca de casa cuando como arenques para desayunar.

—¿No has vuelto a Inglaterra desde que te casaste?

—Jack me ha propuesto hacer un viaje de unos cuantos meses. Pero yo no sé qué hacer. Toda la gente que me gustaría ver ha muerto o se ha marchado. Ya hace treinta años que salí de allí. Y parece que todo ha cambiado mucho… No sé si me gustaría ver Inglaterra como está ahora. Nuestra casa se ha convertido en una escuela. ¡Era tan bonita antes…! No quiero verla convertida en colegio.

—Todo el mundo dice que Inglaterra era mucho mejor antes. Desde luego, yo la he conocido siempre así.

—Supongo que todos los viejos hablamos de esta manera. Sin embargo, yo creo que esta época tiene algo bueno.

Hubo un silencio hasta que Jennifer preguntó:

—¿Has hecho muchas compras desde que estás en la ciudad?

—¡Ah, querida! ¿Entiendes algo de pintura?

Jennifer no entendía absolutamente nada, pero escuchó con interés los resultados de la búsqueda pictórica del día anterior. Igual que los Dorman, se fue a dormir temprano diciéndose que aquellas personas sencillas y desprovistas de afectación empezaban a gustarle.

Al día siguiente salió de compras con ellos, y se sintió molesta por su desaliño cuando entraba en las mejores tiendas. Jane quería comprar un reloj de pulsera a Jack para conmemorar sus vacaciones y entraron en un establecimiento como Jennifer nunca había soñado, y estuvieron mirando relojes. Finalmente, Jane escogió uno de oro con cuerda automática que costaba noventa y nueve guineas y, sin embargo, no demostró el más ligero asombro ante aquella suma. Los vestidos no parecían llamar mucho la atención de Jane.

—Raras veces voy a algún sitio, Jenny —explicó.

No obstante, aquello no quería decir que no le gustara comprarse ropa. Se gastó treinta y ocho libras en media hora. Jack las dejó en aquellos menesteres y las dos mujeres entraron en los almacenes Myer para comprar un refrigerador nuevo por ciento veinte libras y un surtido de utensilios de cocina por cincuenta y tres libras, dieciocho chelines y seis peniques.

—Pocas veces venimos a Melbourne —dijo Jane, feliz.

Jennifer se preguntaba si su parienta no estaría algo trastocada. La joven nunca, hasta aquel día, había empleado una mañana de aquella forma. Jack fue a buscarlas y mientras tomaban un café comentó que a veces había pensado que Jane debía tener un coche para ella y no utilizar las camionetas y que había encontrado un Morris Minor que no había recorrido más de mil millas y se lo daban por cien libras al contado. ¿No le gustaría a Jane ir a verlo?

Lo vieron, lo compraron y se fueron a comer. Después se ocuparon de las alfombras y las cortinas de la casa.

—Es una casa tan destartalada —recalcó Jane—. No sé lo que pensarás de ella, viniendo de Inglaterra. Quiero adecentarla un poco.

A la hora del té estaban todos muy cansados y habían gastado mil trescientas sesenta libras. Su instinto le decía a Jennifer que los Dorman debían de estar locos, pero se acordó de la carta que había recibido su abuela en la que decían que los beneficios sobre la lana habían ascendido a veintidós mil libras, y se dijo que tal vez aquello fuese algo completamente normal en Australia. Después de todo, Australia estaba al otro lado del mundo, lo mismo que todos los australianos, y si en aquel momento el país estaba en un período ascendente con relación a Inglaterra era lógico que su nivel de vida fuese también más elevado.

—Nosotros no vivimos siempre así —dijo Jane—. En realidad, es la primera vez que gozamos un poco de la vida.

A última hora de la tarde, enseñó a su sobrina un mantel de color azul y amarillo que Jack le había comprado y se lo entregó con mucha timidez.

Jennifer no dejaba de pensar que tenía que haber algún equívoco en aquel gasto tan exorbitante. Teniendo en cuenta las escaseces de Inglaterra, no podía ser de otro modo. Lo raro era que pareciese tan lógico y natural allí. Los Dorman habían trabajado durante treinta años sin lograr mucha recompensa y ahora se tomaban la revancha. A pesar de sus ideas, Jennifer se sentía complacida con ellos y con el país que proporcionaba tales recompensas. Ella había sido criada en la creencia de que el dinero que gasten los ricos procede del bolsillo de los pobres y nunca lo había puesto en duda seriamente. Pero en Australia parecían existir muy pocos pobres, si es que había alguno. En los dos días que llevaba en el país había podido ver grandes letreros en las estaciones de ferrocarril pidiendo muchachos de diecinueve años para trabajar como mozos con un sueldo de doce libras a la semana y había visto lo suficiente referente a precios en las tiendas para comprender que aquellos muchachos estaban mucho mejor allí que estaba ella en Inglaterra trabajando para el Ministerio de Pensiones. Todo era muy sorprendente y extraño y aquella noche Jennifer se durmió sintiendo una viva simpatía por Australia.

Sus parientes tomaron las cosas con más calma el día siguiente. Compraron un reloj de pared inglés por ciento ochenta guineas, porque era igual que uno que Jane recordaba haber tenido en su casa de Inglaterra treinta años antes. Tomaron posesión del pequeño Morris antes de la hora de comer y Jane lo condujo para ir a Toorak a enseñárselo a Angela, y después de comer salieron todos repartidos en los dos vehículos. Jane conducía el Morris, con Angela en la parte posterior, y Jack con Jennifer las seguía en el Ford para recoger las piezas que su mujer pudiera perder por el camino. Fueron bordeando la playa de la bahía de Port Phillip, llena de sol, y llegaron muy cerca de Morrington; tomaron el té en un café, un té de Devonshire con pastas y mermelada y un gran tazón de leche cuajada con una corteza mantecosa en la superficie. Volvieron a la ciudad a tiempo de beber unos refrescos antes de empezar la cena y después fueron al teatro a ver a Sonia Dresdel en «Un mensaje para Margaret».

Jane y Jennifer salieron a primera hora de la mañana siguiente en el cochecito para buscar una pensión. Encontraron una que les habían recomendado, en un barrio llamado St. Kilda, no lejos del mar y a unos veinte minutos del centro de la ciudad, en tranvía. No había habitación libre hasta tres semanas después, lo cual, según Jane, fue una suerte. A Jennifer le gustó el aspecto de la dueña de la pensión y, rindiéndose a lo inevitable, pagó un depósito para retener la habitación. Mientras volvían al centro, Jennifer comentó:

—Tendré que vigilar mucho cómo gasto el dinero. Estoy adquiriendo malas costumbres.

—En casa no nos comportamos como ahora —aclaró Jane—. Temo que estemos un poco locos al gastar tanto dinero en tan pocos días. Yo nunca había hecho una cosa así. ¿Has visto que tu padre y tu madre hagan tonterías semejantes?

Jennifer movió de derecha a izquierda su cabeza recordando las grandes economías que sus padres se veían obligados a hacer.

—No creo que en Inglaterra pudieras hacerlas, aunque tuvieras todo ese dinero. No tendrías muchas cosas para comprar. Coches, desde luego no.

Por la noche fueron al cine y vieron una película de Gary Cooper, y al día siguiente marcharon camino de Leonora. En el último momento, Angela se decidió a acompañarlos. Las cualidades de la camioneta aparecieron claras para Jennifer porque Jack salió por la mañana y cargó en ella el refrigerador y el reloj de pared y unas cien libras de peso en utensilios de cocina y luego, en el hotel, cargó cinco maletas y el baúl de Jennifer. A las once estaban preparados para emprender la marcha.

Jane no conducía demasiado bien y el Morris le era desconocido. Hasta el atardecer no llegaron a Leonora, después de atravesar a marcha lenta magníficas montañas y tierras de pastos. Jennifer conoció muchas cosas de Victoria mientras iban en el coche y se asombró del colorido de los pájaros. Los petirrojos lucían los colores más brillantes que puede tener un pájaro y la dejaron estupefacta los tonos rojos y azules de los papagayos. Por lo visto, allí los pájaros tenían pocos enemigos y no necesitaban la protección del color. Vivían libres y surgían por todas partes. Solo el pájaro lira, de tonos sombríos y larga cola como la de un pavo real parecía ejercitar la discreción británica en lo referente al colorido. Jennifer pensó que todos los demás ostentaban unos colores francamente llamativos.

En cierto momento vieron unos canguros saltando por un prado a alguna distancia de la carretera y en otro lugar apareció un animal plateado y negro, del tamaño aproximado de un gato, con una cola peluda, como una piel de zorro plateado, que atravesó el camino frente a ellos. Jennifer se enteró de que aquel animal era una zarigüeya. También vio muchos conejos exactamente iguales a los de Inglaterra y le explicaron lo poco que se les apreciaba y los métodos que se usaban para reducir su número. El estilo de las pequeñas ciudades y pueblos por donde pasaban recordaba a la joven las películas del oeste de los Estados Unidos. Veía las mismas casas de madera con amplias galerías y tejados de uralita, las mismas calles anchas y las mismas características. Era un país agradable y placentero y la hierba amarilleaba bajo el sol del verano poniendo una nota de color en el bello paisaje.

Al atardecer llegaron a la casa de Leonora, situada en el declive del Buller, entre el puente y la escuela y el hotel de Merrijig. Jennifer fue con Jane durante la última parte del viaje y fue ella quien cerró la última puerta del prado y volvió a entrar en el coche que Jane llevó hasta el patio, situado en la parte posterior de la casa, donde ya estaba aparcado el Ford que Mario y Tim estaban admirando. Salieron del Morris ansiosas de descansar después del largo viaje.

—Bueno. Ésta es la casa —dijo Jane—. ¿Es como tú te imaginabas?

Jennifer miró a su alrededor. Todas las construcciones eran sencillas y prácticas, con las paredes pintadas con pintura blanca impermeable y el tejado acanalado, también con una capa de pintura. Había numerosos depósitos de agua, de chapa acanalada y de forma cilíndrica, preparados para recoger el agua de la lluvia y otro depósito igual colocado sobre un tablado de madera para las necesidades de la casa. La casa tenía amplias galerías a ambos lados, puertas protegidas con tela metálica y persianas en todas las ventanas. Desde el patio se divisaba un amplio espacio del cauce del Delatite, pastos, unos bosques y al fondo, el sol que se ocultaba tras una montaña poblada de árboles. Todo aparecía tranquilo, seguro y pacífico a la luz del atardecer.

—Pienso que es simplemente encantadora —dijo la muchacha de Londres—. Nunca hubiera creído poder ver un lugar tan bello.

Se encaminaron a la casa y se ocuparon de entrar los equipajes, el refrigerador y el reloj de pared, así como de preparar la cena. Mario había matado un carnero y tenían asado frío en la despensa, una ensalada y melocotón en almíbar. Cenaron en la gran cocina, que era la habitación central.

La casa tenía varios dormitorios, pero como Tim Archer y Mario vivían allí, Angela y Jennifer tuvieron que compartir la misma habitación. La inglesa se dio pronto cuenta de que Angela sentía una gran curiosidad por las cosas de Inglaterra, pues empezó a asediarla a preguntas tan pronto como se retiraron a descansar.

—¿Has visto la Abadía de Westminster? —preguntó Angela.

—Sí… ¿Por qué? —se extrañó Jennifer.

—Es muy bonita, ¿verdad?

Después de pensarlo unos momentos la inglesa repuso:

—Está bien. Nunca he notado en ella nada de particular.

—Es donde se celebran las ceremonias de coronación, ¿verdad? ¿No es allí dónde coronan al rey y la reina?

Jennifer no estaba segura de si aquella ceremonia se celebraba allí o en San Pablo. Aquello no tenía una gran importancia para ella.

—Creo que sí —sonrió—. Ya sé que parecerá estúpido, pero no estoy del todo segura.

—Yo sí estoy segura de que se celebra en la Abadía de Westminster. He leído un libro sobre la coronación de los reyes en 1937. Había muchas fotografías tomadas en la Abadía. Debe de ser maravilloso ver una cosa así.

—Desde luego —admitió Jennifer—. Desde luego, yo no la he visto nunca. Entonces era una niña e iba a la escuela de Leicester. Recuerdo que aquel día tuvimos fiesta.

—También aquí tuvimos fiesta, naturalmente. Yo era muy pequeña, pero me acuerdo que Banbury estaba adornado con banderas y colgaduras.

Jennifer intentó imaginarse la pequeña ciudad que habían atravesado completamente engalanada y celebrando un acontecimiento que sucedía a doce mil millas de distancia.

—¿Sí? —fue todo su comentario.

—¡Claro! Y luego, cuando llegó el reportaje en película, papá y mamá me llevaron al cine para que lo viera. Fue la primera película que vi. Me parece que tenía cinco años. Después volvieron a proyectarla durante la guerra y yo la vi nuevamente. La vi tres veces seguidas.

—Recuerdo que era una buena película. Yo la vi en Inglaterra.

Mientras se cepillaba el cabello, Jennifer se dijo que Angela, una pequeña colegiala pueblerina de Merrijig, seguramente sabía mucho más sobre las ceremonias de la coronación y la Abadía de Westminster que ella misma.

—¿Has visto alguna vez a los reyes? —inquirió Angela.

La inglesa intentó recordar si los había visto o no. Seguramente les había visto alguna vez. ¿Podía estar segura? En todo caso no podía decir que no los había visto. Un recuerdo llegó a su mente a tiempo y le evitó tener que decir una mentira.

—Los vi en la procesión cuando se casó la princesa Isabel. Yo estaba en el Mall y pasaron muy cerca de mí.

—¡Qué maravilloso! El Mall… ¿No es la avenida que va desde el Palacio de Buckingham al Arco del Almirante?

—Eso es.

Parecía increíble lo mucho que Angela conocía sobre Inglaterra.

—¿También has visto a la princesa Isabel?

Jennifer asintió.

—¿Y al duque de Edimburgo?

—Sí. Los he visto varias veces.

—Y dime, ¿son igual que salen en los retratos?

—Sí, creo que sí. Por lo menos, salen tan parecidos como cualquier otra persona en los retratos.

—Debe de ser maravilloso verlos tan de cerca. Supongo que habrás visto todas las cosas que se pueden ver en Londres.

—No lo sé —confesó Jennifer—. He vivido en Londres dos años, pero estaba en un barrio de las afueras que se llama Blackheath. Trabajaba en una oficina de allí. En realidad, no he visto gran cosa de Londres.

—Yo iré a Londres el año que viene, si la lana no baja de precio —explicó Angela—. Quiero trabajar en uno de los grandes hospitales. ¿No has visto nunca a Winston Churchill?

—No estoy segura. Lo he visto tantas veces en fotografías que ya no sé si también lo he visto al natural. —Jennifer buscó un paliativo y dijo—: He visto a Bob Hope.

—¿De verdad? ¿Has visto a algún otro artista de cine?

—A un par de ellos. Pude ver a Dennis Price en un baile.

—¡Qué suerte! ¿Has visto a Ingrid Bergman? A mí me parece hermosa.

Y siguieron hablando hasta que al fin se metieron en la cama y se durmieron profundamente. Para Angela, la muchacha inglesa era una visitante procedente de otro planeta, de un hermoso lugar de color de rosa, donde todo cuanto pudiera suceder era importante para el mundo.

—Creo que encontrarás enormemente fastidioso Melbourne después de haber vivido en Londres —había dicho una de las veces—. Aquí nunca pasa nada interesante.

Jennifer podía haber contestado que tampoco ocurría nada importante ni interesante en Blackheath, pero se abstuvo de hacerlo, porque no conocía a Angela lo suficiente para intentar apagar el cándido entusiasmo que sentía por Inglaterra y por todo lo inglés. Ella, en cambio, había encontrado más interesante Australia que Inglaterra. Le gustó más la próspera dignidad de Melbourne que la pobre austeridad de Londres. Sentía un placer profundo por aquel espléndido campo que había visto aquel día, con sus pájaros brillantes y las bestias desconocidas que rondaban por los pastos, donde había pocas personas para molestarles. Ella podía vivir sin el brillo ni la proximidad de la fama, al menos algún tiempo.

Durmió bien y se despertó con las primeras luces del amanecer, con el ruido de las gentes que se movían en la casa. Miró su reloj; eran las cinco de la mañana. Fuera brillaba la luz del sol y un hombre andaba por el patio. Medio dormida todavía, dio media vuelta en la cama y se levantó. Angela abrió los ojos y preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las cinco y media.

—No te levantes todavía. Yo nunca me levanto a esta hora.

—Pues parece que hay gente levantada.

—Es mamá. Se levanta a media noche durante todo el año. —Y dando media vuelta, Angela volvió a dormirse.

Jennifer se puso en pie, se puso unos pantalones cortos y un jersey y bajó al encuentro de Jane, que estaba tomando una taza de té en la mesa de la cocina. El fuego de la cocina ya estaba encendido. Jane sirvió una taza de té a su sobrina.

—No debiste levantarte tan pronto. Supongo que Angela aún está en la cama. Yo tengo la costumbre de preparar parte de la cocina antes de servir el desayuno, sobre todo en las épocas de calor. Es mejor no tener que utilizar el fogón a mediodía.

Al poco rato, Jennifer salió al patio a aspirar el fresco de la mañana y encontró a Tim Archer haciendo subir dos perros en la parte trasera de la vieja camioneta Chevrolet. Eran dos animales de raza indeterminada. Uno era una especie de perro pastor escocés cruzado y el otro, de tono azulado, pertenecía a alguna raza que Jennifer no había visto nunca. Preguntó a Tim qué clase de cartera y él repuso que un «heeler», pero cuando la joven insistió en averiguar si era vulgar o de buena raza, Tim no supo qué contestar. Era un «heeler» porque siempre iba pisando los talones del ganado en vez de ir delante.

—¿Es decir que ustedes lo utilizan también para cuidar al ganado? —preguntó Jennifer.

—¡Claro! Voy a llevar al ganado a los prados de la orilla del río y dejo a los perros junto a la carretera. ¿Quiere usted venir?

Ella subió a la camioneta y emprendieron la marcha a través de los campos y los prados pequeños. Recorrieron una milla, atravesando tres portezuelas diferentes y siempre detrás del ganado. Luego Tim detuvo la marcha y sacó los perros. Dio unas voces a los dos animales, que se colocaron cada uno a un lado de la hilera de ganado, siete u ochocientas cabezas que se encaminaron hacia las portezuelas. Los dos jóvenes volvieron a la camioneta y ayudaron a los perros a reunir el ganado rezagado. Cuando los animales formaron un nutrido grupo con un perro a cada lado, el camión emprendió la marcha tras ellos. Marchaban muy lentamente, al paso pacífico de los animales.

Jennifer comentó señalando a las bestias:

—Supongo que es una manera moderna de apacentar el ganado esto de utilizar un coche.

—¡Claro! Es más sencillo y rápido que hacerlo montado a caballo. El jefe, como le gusta montar a caballo, los apacentaría cabalgando, si tuviera que hacerlo. Pero en el tiempo que se tarda en coger y poner la montura al caballo se puede haber hecho toda la tarea si se hace en un camión. ¿No se emplean camionetas en los prados de Inglaterra?

Un poco confundida, ella contestó:

—No lo creo. No se emplean camionetas para nada. La mayoría de las granjas inglesas son muy pequeñas, mucho más pequeñas que ésta. Allí es todo distinto.

—Ya lo sé. Las propiedades son mayores aquí, pero ustedes tienen tierras de mejor calidad, o quizá es que las cultivan mejor que nosotros. ¿Le gusta esto, después de conocer Inglaterra?

—Me gusta todo lo que he visto. Toda esta campiña es muy hermosa.

Tim la miró sorprendido:

—¿Más hermosa que Inglaterra?

—Es diferente. En Inglaterra hay que hacer trayectos larguísimos para encontrar campiñas como éstas. Inglaterra ha debido ser parecida a este país en otros tiempos.

Durante un rato, él meditó las palabras de Jennifer. Luego dijo:

—A Angie no le gusta esta tierra. Quiere irse a Inglaterra.

—Ya lo sé. Me lo dijo anoche.

—¿Cree usted que le gustará aquello?

—Desde luego, le gustará. Está decidida a irse y espera tanto que se llevará algún desengaño, creo yo. Pero… sí. Le gustará.

Siguieron avanzando otro rato en silencio, mientras él digería aquella insípida opinión. El ganado balaba y se movía perezosamente frente a ellos y los dos perros se mantenían en los flancos.

—Lo que no acabo de comprender —comentó Tim— es por qué tanta gente se va de Inglaterra, siendo como dicen un lugar tan magnífico. ¿Es porque no hay bastante comida?

—No creo que sea por eso. Es que, a veces, la vida en Inglaterra puede resultar difícil.

Hizo una pausa y repuso luego:

—Creo que Angie se dará cuenta de esto cuando desaparezca la primera ilusión. No creo que desee quedarse en Londres después de haber vivido aquí.

—¿De modo que usted cree que volverá? —se apresuró a preguntar Tim.

—Hombre, no lo sé —repuso la muchacha, riendo—. Puede ocurrir que se case con alguien en Inglaterra y se quede allí para siempre.

—Es verdad. También es posible que ocurra eso.

Aquella conversación resultaba un poco difícil y Jennifer procuró cambiarla tratando de la raza a que pertenecía el ganado. Él le dijo que eran «corriedales» y le explicó las características de aquella raza. Después trataron del ganado «Hereford» que pastaba en un prado vecino, y las diferencias existentes entre éstos y los «Shorthorns».

—Me gustaría entender más de todo esto —dijo ella—. Entender de cultivos y conocer la manera de hacer crecer más pastos. Esto es importante, ¿verdad?

—Lo cierto es que si se intensifican los pastos se puede alimentar más ganado. Todavía se puede hacer mucho en esta parte del país para aumentar la producción de los prados.

—¿No procura la gente aumentar esa producción todo lo posible?

—Verá… Eso cuesta dinero, usted ya lo sabe. El señor Dorman quiere arar ochenta acres de los prados del río y el próximo otoño sembraremos cebada y alfalfa. Sólo en simientes gastaremos trescientas libras, sin contar el trabajo, el tractor y que ese espacio de terrenos estará sin pastos durante seis meses. A mí me gustaría que hiciera aún más, pero ya es mucho tener inutilizado un prado seis meses, teniendo en cuenta el alto precio que ahora tiene la lana.

—Comprendo. Esos prados proporcionarán más carne y más lana el año que viene, no éste. Al contrario, este año tendrán menos.

—Eso es. Y en los próximos años los precios pueden ser menos altos. La época de dejar inutilizables los prados es cuando los precios están bajos, pero entonces lo corriente es que uno no pueda hacer frente al gasto que reporta la siembra.

—Es de una enorme importancia producir más carne —opinó Jennifer—. Yo creo que la gente debería arriesgarse.

—Es un asunto de libras, chelines y peniques.

Ella replicó:

—Y al mismo tiempo es hacer un bien. Yo creo que eso también se debía tener en cuenta.

Él la miró asombrado.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—La comida es muy necesaria. Es importante producir tanta como se puede. ¿No lo cree usted?

—Pues… no sé.

Toda su vida Tim había convivido con personas que podían saciarse de comida: una de las condiciones de su empleo en el rancho ganadero de Victoria era que tenía derecho a comprar tanta cantidad de carne de cordero como deseara a tres peniques la libra y esto para una familia equivalía a poder tener medio cordero a la semana. Por esto le resultaba difícil comprender lo que la inglesa le decía.

—Aquí no nos hace falta más comida —dijo—. ¿Usted habla pensando en la gente de su país?

Jennifer asintió.

—Todo sería muy distinto en mi país si las personas pudieran vivir como ustedes aquí. Hasta que se ve esto no puede darse una cuenta de lo mal que se están poniendo las cosas en Inglaterra. Si alguien de aquí quisiera hacer algo por mi patria, nada sería mejor que aumentar la producción alimenticia.

—Me gustaría que le dijera usted esto a Angie —dijo él con una desmayada sonrisa.

No podía dejar de hablar de Angie con aquel muchacho, ya que cada cosa que decían parecía estar estrechamente ligada con la hija de sus amos.

—Quiere ir a Inglaterra y emplearse en un gran hospital londinense.

—Angie necesita ver Inglaterra. Es por esto por lo que quiere ir. Pero para hacer un bien a Inglaterra, lo mejor sería que permaneciera aquí, en Leonora, dirigiendo el tractor para ayudar al aumento de la producción de alimentos.

—Dígaselo usted a ella —dijo Tim, esta vez con una burlona sonrisa.

—No pienso decírselo, porque no sacaría nada. Angie necesita ver Inglaterra. Pero, de todos modos, la verdad es que si hubiera más comida necesitaríamos menos hospitales.

Jennifer pasó la mañana ayudando a Jane en los trabajos caseros. Angela dio dos vueltas por la casa y en seguida cogió el Morris de su madre y desapareció para pasar todo el día con sus antiguas amigas del colegio que vivían en la localidad y luego trajo unas cuantas verduras y otros alimentos de Banbury. Jennifer rehusó la invitación que su prima le hizo de que la acompañara, prefiriendo quedarse en la casa y ayudar a Jane a preparar la comida.

Hacía mucho calor aquel día en la cocina y dejaron que el fogón se apagara a las diez. Sirvieron para comer una pierna asada y fría de cordero con una gran fuente de patatas fritas preparadas en un hornillo eléctrico, y una tarta, también fría, de mermelada.

Después de fregar los platos, las mujeres salieron a la galería y se sentaron mientras Jack y los dos muchachos iban a uno de los prados a cortar un árbol seco para hacer leña. De la montaña venía una ligera brisa que refrescaba el ambiente. Jane y Jennifer se pusieron a hablar calmosamente contemplando el amplio valle bajo el brillante sol.

—Háblame de tía Ethel —pidió de repente Jane—. ¿De qué murió? Esto no lo explicabas en tus cartas.

Era una cuestión delicada y Jennifer no estaba preparada para dar una respuesta directa. Ealing y la casa humedecida por la lluvia del oscuro noviembre parecían ahora muy lejanos.

—Era una vieja adorable —repuso al fin—, pero en algunos aspectos era algo ingenua. No tenía dinero y no quiso decírselo a nadie. Imagínate que su pensión se había acabado.

Y Jennifer explicó cómo había ocurrido aquello.

—Con ella vivía otra anciana —siguió explicando la joven—; la señora Harding, viuda de un oficial del Ejército.

—¿No era una señora a la que tu abuela llamaba Aggie, que ya ha muerto?

—Eso es. Aggie murió en mayo pasado y probablemente eso dificultó las cosas porque, desde luego, se repartían los gastos. Mi madre escribió a la abuela preguntándole cómo estaba y ella contestó que todo iba muy bien. Pero la verdad es que apenas podía comer. Fue en aquella época cuando su pensión se acabó, pero no se lo dijo a nadie. Como no tenía con qué vivir, empezó a vender sus cosas, los muebles que no usaba y algunas joyas…

—¡Pobrecilla…!

—Nosotros no nos enteramos de nada. Yo había ido a verla un mes antes y la pobre me preparó una comida excelente: pato asado y un pastel hecho con frutas de las que tú enviabas en los paquetes.

A Jennifer le pareció un sueño estar sentada allí, bajo el sol caluroso de aquel país de donde procedían los paquetes que recibía su abuela.

—Me sirvió el té con pastas, mantequilla y un gran pastel. Ni por un instante permitió adivinar que las cosas estaban mal. Y, sin embargo, la pobre estaba… pasando hambre. Cuando se puso enferma, se averiguó que hacía días que no comía más que las frutas secas que tú le enviabas.

—¡Pobrecilla! Estoy verdaderamente disgustada.

—Ya lo sé. Mi abuela era muy orgullosa y no le gustaba inspirar lástima. No quería recibir ayudas que pudieran rebajarla. Ya que no quería decírnoslo a nosotros, podía haber obtenido ayuda del Ayuntamiento. El inspector de Beneficencia le habría dado dinero. Podía haber acudido a él, pero no quiso.

—Supongo que no quería recibir caridad.

—Eso creo yo también. Lo consideraba degradante.

—No puedo imaginarme a tía Ethel admitiendo limosnas. Era diferente de los demás…

—No creo que sea muy conveniente tener orgullo en Inglaterra —opinó Jennifer—. Es mejor seguir el camino de los otros.

Siguieron hablando de los detalles de la muerte de la abuela y una de las veces Jane preguntó:

—Dime, Jenny, ¿esas cosas son corrientes ahora allí? ¿Mucha gente vieja de la clase de tía Ethel muere en la miseria?

La muchacha repuso cautelosamente:

—Yo creo que muchos están pasando una mala época. Es difícil decirlo porque muchas cosas no se saben. Los fallecimientos de los ancianos que mueren calladamente no se comentan en los periódicos. La abuelita no habría querido morir de otro modo. Era demasiado orgullosa para permitir que nadie se enterase de que estaba pasando apuros. Ella habría muerto así en cualquier sitio. Eso no le ocurrió por vivir precisamente en Inglaterra. Lo mismo pudo haberle pasado en Australia.

—Podía ocurrir, pero no ocurre —replicó Jane.

—¿Por qué no?

—Creo que este país es demasiado próspero para que sucedan cosas así. Una anciana habituada a las costumbres antiguas y tan orgullosa como lo era ella, habría tenido siempre algún pariente, hijo, nieto o sobrino con el dinero suficiente para poder ayudarla sin que esa ayuda representara gran pérdida para ellos. Como tú has dicho, eso mismo podía haber ocurrido aquí, pero yo no puedo imaginarme que suceda.

—La abuelita tenía algunas ideas muy raras —se lamentó Jennifer—. Claro que todo lo que dijo fue en sus últimas horas y seguramente se sentiría un poco descentrada.

—¿Qué ideas eran?

—No hacía más que pensar en los tiempos de su juventud y en lo fácil que era entonces todo en Inglaterra. No paró de decir que eran mucho mejores los tiempos en que ella era joven que la época en que vivo yo. Desde luego yo la dejaba que hablara, porque no podía discutírselo… Luego llegó tu carta con las quinientas libras diciendo que se las enviabas porque el beneficio de la lana había sido de veintidós mil libras. Supongo que se lo dirías para que las aceptara más fácilmente.

—Creí que era lo mejor que podía decirle. Ella sabía que lo habíamos pasado mal muchos años…

—Yo también lo creo. Y me parece que la hizo pensar mucho eso del beneficio de la lana, aunque no lo dijo. Seguía viviendo en otros tiempos. Creo que se imaginó que si tú tenías veintidós mil libras al año, podías vivir de la misma manera que había vivido ella en su juventud, con una gran casa con tres sirvientas y un mayordomo, además de mozos de cuadra y caballos, y que serías presentada en la Corte y cosas por el estilo. Creo que se imaginaba que si yo venía aquí a verte podría penetrar en el mundo que ella conoció en su juventud.

—¡Pobre! ¿Tú crees que estaba perturbada?

—Eso creo. Ella no podía comprender que todas esas cosas habían desaparecido para siempre.

—Me pregunto si realmente han desaparecido.

Jennifer se volvió rápidamente a Jane mirándola con asombro.

—La gente no vive como ella se imaginaba.

Hubo un corto silencio y por fin Jane contestó en voz baja.

—No… Solamente unos cuantos, muy pocos. Los propietarios de ranchos inmensos en el distrito del oeste. Ésos tienen grandes mansiones y juegan al polo, cazan, dan bailes y son presentados al gobernador general. Viven de un modo muy parecido a como vivía tía Ethel en su juventud. Pero no hay muchos. El noventa y nueve por ciento de los ganaderos viven como nosotros. Son seres que lo han pasado mal hasta hace muy pocos años. Desde que empezó la guerra de precios en las subsistencias y la lana ha subido tanto, vamos bien, y ahora tenemos tanto dinero que no sabemos qué hacer con él. Además, todos hemos liquidado ya nuestras deudas y nuestras hipotecas. Lo que sucederá más adelante no se puede adivinar.

—Pero ¿esos precios tan altos seguirán subiendo? —preguntó Jennifer.

—No lo sé. Pero nos conformaremos con que bajen hasta la mitad de como están ahora.

—Pero han de bajar, ¿verdad?

—El valor de la lana, sí. La lana bajará de precio cuando se acabe el rearme, pero las subsistencias seguirán subiendo durante mucho tiempo. El mundo parece necesitar cada vez más comida y cada año son más los países que compran géneros alimenticios a Australia y como al mismo tiempo nuestra población crece cada año tenemos menos para exportar. Es lo mismo que viene ocurriendo en la Argentina y en todas partes. Eso quiere decir que los precios de los alimentos cada vez serán más altos.

Dejó la ropa que estaba zurciendo en la cesta de labor y sacó su pitillera ofreciendo a Jennifer un cigarrillo. Durante un rato fumaron en silencio.

—No sé cómo acabará esto —dijo Jane después—. Esta propiedad valdrá unas noventa mil libras según los precios actuales, libre de toda deuda. Esto es demasiado para dejárselo a los chicos cuando muramos. Nosotros queremos que nuestros hijos trabajen, no que vivan de lo que les dejemos. Y nosotros mismos queremos seguir trabajando; estamos acostumbrados a ello. Y si siguen entrando en casa estas enormes sumas de dinero te aseguro que no sé lo que haremos con él.

—Haced un viaje a Inglaterra —sugirió Jennifer.

—Ya habíamos pensado en ello. Pero no creo que me interese ir a Inglaterra. Me parece que ya no conozco a nadie allí. Jack dice a veces que le gustaría hacer un viaje a Europa y a Gallipoli, pero me parece que en realidad no tiene ningún interés en ello.

Guardó silencio un momento, mientras fumaba.

—Si Angie se va el año que viene, nosotros iremos a verla al cabo de otro año. Pero en eso no gastaremos una cantidad muy grande, teniendo en cuenta lo mucho que estamos ganando.

—Puedes comprarte otro reloj de pared —bromeó Jennifer.

Jane se echó a reír.

—Ya sé que ha sido una estupidez, Jenny, pero me hizo mucha ilusión comprarlo. Está construido en Chester, en 1806, antes de que este país hubiera ni siquiera sido explorado. Es agradable tenerlo. —Luego habló más seriamente—. Si las cosas siguen así, algún día me gustará construir la casa.

—¿Reconstruir esta casa?

Jane negó con la cabeza.

—Me gustaría construir otra casa abajo, junto al río, y ésta dejarla para el capataz. Ya te enseñaré dónde me gustaría construirla. Quisiera una casa grande, de ladrillo, diseñada por un arquitecto, que se pareciese a las casas inglesas, pero de un solo piso, una casa con árboles y césped del que cubre los jardines de Inglaterra, y rodeada con un jardín como estaba mi casa cuando yo era niña. Dejaríamos los establos y las cuadras aquí arriba, y que los hombres comieran también aquí, con la familia del capataz. Quisiera una casa bonita, donde Jack y yo pudiéramos descansar cuando seamos más viejos, sin tener que guisar para los muchachos. Una casa donde tener buenos muebles y buenos cuadros y cristalería y piezas de porcelana delicadas como teníamos en casa cuando yo era joven.

—Una casa de campo inglesa —murmuró Jennifer, pensativa.

—Una casa parecida, aunque adaptada al país y al ganado… Creo que mucha gente hará esto si se sigue ganando tanto dinero.

—¿Así tendríais casas a la inglesa por aquí?

—Puede ser. Después de todo, las casas de campo inglesas surgieron cuando la agricultura empezó a gozar de prosperidad, y la agricultura está muy próspera ahora. Todos procedemos de Inglaterra y hacemos las cosas al estilo inglés. No veo por qué no hemos de tener casas del mismo estilo, adaptadas, desde luego, a nuestros tiempos y a este lugar.

—¿Suprimirías el mayordomo? —sugirió Jennifer.

—Y también la doncella —sonrió Jane—. Todo eso sería distinto. Más coches y viajes y menos criados. Pero de todas maneras sería igual de agradable.

—¿Quieres decir que se parecería a lo que abuelita recordaba?

—Puede ser. Los viejos aciertan muchas veces en lo que dicen.

Jennifer permaneció en Leonora, sintiéndose muy feliz. En los últimos años había trabajado en una oficina, primero en Leicester y luego en Londres, y aquel trabajo no la había proporcionado muchas ocasiones de cocinar ni de dedicarse a labores domésticas. No representó una carga para ella ocuparse de guisar y ahorrarle aquel trabajo a Jane unos días. Se sentía muy contenta sin tener otra cosa que hacer y pudiendo aprender nuevas técnicas. Salía a los prados y a las cuadras con Jack y los muchachos siempre que la invitaban a hacerlo y el gobierno y cuidado del ganado y los pastos le resultaban interesantes, después de su vida como oficinista. Encontró muchas cosas de que ocuparse en Leonora.

Desde luego, aún habría considerado más placentera su estancia allí de haber hecho un tiempo algo más fresco y no tardó en comprender el valor de la insistencia de Jane porque evitase el calor de la ciudad en la época de la canícula, hasta que se hubiera aclimatado. Fue un mes de enero excepcionalmente caluroso. Todos los días surgía el sol al amanecer en un cielo sin nubes y por la tarde se ponía por el mismo cielo, despejado y transparente. Todas las noches Angela y Jennifer, muy ligeras de ropa, se buscaban algo que hacer en el pequeño dormitorio, pues les resultaba imposible dormir hasta la medianoche debido al intenso calor. Todos los días se veía ascender al cielo ligeras espirales de humo que surgían tras las montañas y se decía que había fuego en los campos altos del sur. Jack escuchaba diariamente los partes meteorológicos por la radio, interesado en saber si pronosticaban lluvia.

—No me gusta como se presenta esto —dijo más de una vez—. Estamos asándonos, literalmente.

Estaba demasiado ocupado y preocupado para que Jennifer se atreviera a fastidiarle con preguntas y Angela entendía muy poco del rancho y menos de los cuidados que requería. La inglesa preguntó a Tim a qué se debía tanta preocupación y el muchacho le explicó que el jefe estaba preocupado por los pastos altos que lindaban con el bosque. La primavera solía ser allí muy lluviosa lo que permitía que el verano fuese seco, sin que los pastos se secaran por lo menos durante unas semanas. Como consecuencia de la falta de agua había que trasladar el ganado. Debido a esto en los prados se había pastado poco y el césped era demasiado crecido para que resultase seguro. Si se produjera un incendio en el bosque lindante con Leonora se propagaría a los prados en un abrir y cerrar de ojos. La casa seguramente se salvaría, pero las vallas quedarían destruidas. La madera seca de las empalizadas ardería como yesca.

—Lo peor de estos malditos incendios es que nunca se sabe cuándo acabarán, por eso no se puede hacer gran cosa por atajarlos.

Uno de aquellos días completamente despejados y limpios de nubes, Jane fue a la ciudad con Angela, en el Morris: Con ánimos de que tuviera un día de asueto completo. Jennifer se ofreció voluntariamente a preparar la comida y así Jane y Angela podían quedarse a comer en el hotel. La joven sirvió el consabido cordero asado frío, con patatas y abundantes verduras. Lo hizo todo bien, pero cuando acabó estaba fatigada y sudorosa. Cuando acabaron de comer Tim y Mario le ayudaron a lavar los platos. Después los dos se fueron a trabajar y Jack se quedó en la galería contemplando las espirales de humo que se elevaban al cielo por detrás de Buller.

De pronto, comentó con inquietud:

—Ese incendio está más cerca. Voy a salir con el Ford a echar una ojeada, a ver si puedo averiguar dónde es ese fuego. ¿Vienes?

Ella entró en el coche con Jack e iniciaron la ascensión por la carretera, camino de las montañas. Pasaron por el hotel Merrijig y continuaron hasta Lamirra y los campos madereros.

En Lamirra, Jack detuvo el vehículo y entró con Jennifer en el almacén, que estaba atendido por una pareja llegada recientemente de Portsmouth, pero que conocía poco las condiciones locales e ignoraban dónde se habían producido los incendios. No creían que fuera muy cerca.

—Subiremos un poco más por la carretera hasta donde están los leñadores —dijo Jack, cuando salieron—. Echaremos una ojeada desde la cumbre y podremos juzgar por nosotros mismos.

Prosiguieron la marcha por una amplia, lisa y bien construida carretera que seguía los accidentes de la montaña. Jack explicó que aquella carretera había sido construida para el paso de las camionetas madereras, aunque actualmente se utilizaba como camino real. Siguieron las vueltas de la falda de la montaña, sintiendo cada vez menos calor. Los grandes árboles se elevaban muy por encima de sus cabezas y toda la carretera quedaba prácticamente en la sombra. De vez en cuando se cruzaban con camionetas, provistas de frenos neumáticos, que bajaban transportando troncos de árbol. Otras veces atravesaban caminos que cruzaban la carretera de uno a otro lado y veían grupos de hombres que recogían la madera caída y que interrumpían su trabajo para mirar con curiosidad la camioneta nueva.

El vehículo se detuvo y sus ocupantes salieron para preguntar al capataz de un grupo de peones camineros a dónde llegaba el incendio. El hombre los tranquilizó diciendo que el fuego no había cruzado el río King y que no se creía que llegara a traspasarlo. Los bomberos forestales ya habían acudido y habían logrado apagar un brote a tres millas de allí, para salvar la madera. Jennifer permaneció en la camioneta mientras los hombres hablaban, comprendiendo sólo a medias lo que estaban diciendo. Los nombres de las montañas, de los ríos y de las corporaciones oficiales no significaban nada para ella y no acababa de comprender qué era exactamente lo que sucedía.

Resultaba agradable encontrarse allí, sentada en el coche. Estaba a una altura de unos cuatro mil pies y bajo la abigarrada sombra del bosque. Por primera vez, aquel día se sentía fresca y sin sudor. Jennifer se desperezó voluptuosamente bajo su ropa. El bosque estaba tranquilo y la quietud habría sido completa de no existir el rítmico y distante retumbar de las cortadoras de madera.

Mientras los hombres hablaban, ella escuchaba los ruidos de las máquinas cortadoras. Los ruidos se repetían con cierta regularidad: un rugido acelerado del motor, seguido de unos segundos de carrera constante, luego un período de calma, otros pocos segundos de carrera ligera para volver a adquirir el ritmo inicial y nuevamente se repetía el rugido. La cosa cambiaba poco y Jennifer escuchaba aquello como en sueños, medio adormecida por el frescor del bosque.

El ciclo se interrumpió y la joven despertó de su adormecimiento. Oyóse el rumor de un pesado madero que caía al suelo y el rugido del motor aumentó repentinamente hasta un grado extraordinario para interrumpirse en seguida. Hubo un fragor de maquinaria que caía y un continuado rodar de troncos; algunos hombres gritaron a distancia, pero sus voces eran muy tenues y se perdieron entre los otros ruidos más poderosos. Luego todo volvió a la cama.

Los hombres interrumpieron sus comentarios respecto al fuego y miraron en dirección al campo maderero.

—¿Qué ha sucedido allí? —preguntó Jack.

—Las cortadoras están aserrando los troncos —dijo el capataz—. Parece que ha debido ocurrir algún percance. Esos endemoniados artefactos siempre están causando desgracias. A nosotros se nos embarrancó uno el invierno pasado y nos costó un día de trabajo sacarlo con una grúa.

Los dos hombres prosiguieron su conversación. Más arriba, en el campo maderero todo estaba silencioso. Poco después, el capataz se marchó y Jack puso en marcha otra vez el vehículo conduciéndolo montaña arriba.

—Me he tranquilizado algo —comentó—. Iremos hasta el final del camino, a mirar. Ese hombre ha dicho que desde allí podremos ver el fuego.

Un cuarto de milla más allá se veía un camino que conducía a la derecha de la colina. Cuando se aproximaron vieron que un hombre atravesaba dicho camino a toda velocidad. Llevaba camisa de leñador y sucios pantalones de lona. Era un hombre robusto que corría desgarbadamente montaña arriba, casi agotado. Al ver la camioneta les hizo señas. Jack se detuvo y esperó que el hombre se acercara.

—Oigan —jadeó—. Lléveme, por favor, hasta Lamirra. Ha habido un accidente en el campo y dos individuos están mal heridos. Tengo que ir a telefonear al médico y pedir una ambulancia a Banbury y además he de encontrar a un hombre que se llama Splinter.