El hombre que se había lastimado los dedos bajó torpemente de la cabina de la camioneta desvencijada y cubierta de polvo al camino del aserradero. Su compañero saltó del entarimado y se colocó junto a él. Tendió una mano al conductor y dijo:
—Gracias, Jack. Hemos llegado bien.
La puerta de la cabina se cerró, el motor rugió y el camión se puso en marcha dando bandazos sobre el desnivelado camino y levantando una gran nube de polvo.
Los dos hombres se detuvieron a un tiempo a la entrada del campo maderero. Un campamento de chozas de madera poblaba aquel valle forestal. Un riachuelo corría entre los edificios y una montaña se elevaba tras él, cubierta de árboles de goma y eucaliptus y llena de papagayos de vistosos colores. Los edificios se hallaban al amparo de la sombra de los árboles, para protegerse del sol de Victoria que llameaba en un cielo sin nubes.
—Éste es el camino —dijo el hombre que no estaba herido—. Allí abajo, cuatro cabañas más allá.
Los hombres se internaron en el campo. El herido llevaba la mano envuelta con una venda empapada de sangre, metida en la camisa abierta como si la llevara en cabestrillo.
—¿Cómo se llama ese imbécil? —preguntó.
—Splinter —repuso su compañero—. Él te curará.
—Pregunto el verdadero nombre de ese imbécil.
—Splinter. Se llama así. Es tan buen médico como cualquier otro.
—La compañía debe tener aquí un podrido médico que pueda realizar una primera cura. Algún día, uno de esos bastardos recibirá lo que se merece y espero que sea el puerco de Forrest.
—¿Te duele mucho?
—Terriblemente. Esta noche pensaba ir a Jig a divertirme, y fíjate ahora —dijo moviendo el brazo cuya mano tenía herida.
Entraron en la cuarta cabaña por una puerta trasera, encontrándose en un pasillo central de madera sucia y sin pintar. El acompañante abrió la puerta y dijo al que había dentro:
—Oiga, Jack. ¿Cuál es la habitación de Splinter?
—La última a mano izquierda, junto al lavabo. ¿Algún herido?
—Sí. A Fred le ha pillado la mano un tronco.
—Pues tal vez Splinter esté en la cantina. Mira si está en su habitación. Si no, yo le buscaré.
Los dos hombres siguieron por el pasillo y abrieron la puerta de la última habitación. Dentro, sentado sobre la cama, leyendo un viejo periódico, había un hombre delgado, moreno, de cabello casi azulado, que aparentaba unos treinta y cinco años. Levantó la vista cuando ellos entraron.
—Hola, Splinter —saludó el hombre—, éste es Fred.
El hombre moreno sonrió, moviendo la cabeza ligeramente.
—Se ha herido la mano.
El médico se levantó.
—Déjeme ver.
Hablaba con marcado acento de la Europa central.
—Yo me voy, Fred —le dijo su compañero—. Aquí estás bien.
El herido separó su mano de la camisa y empezó a quitarse el ensangrentado vendaje cuidadosamente, con dedos un poco temblorosos.
Splinter, notándolo, lo interrumpió y dijo:
—Espere y siéntese aquí, en la cama.
Enchufó un recipiente eléctrico y puso en él algunos instrumentos a hervir. Después cogió un recipiente blanco esmaltado y una botella de desinfectante de la estantería y salió hacia el lavabo. Volvió con las manos lavadas y esterilizadas y con el recipiente lleno de agua caliente. Colocó la vacía mesa de madera dejándola en una posición adecuada frente al hombre y esperó que el agua estuviera en ebullición, abrió un paquete de hilas y añadió un poco de desinfectante al agua del recipiente esmaltado. Luego, sentóse frente a su paciente, relajó la mano del herido e inició su trabajo.
—Mala herida —comentó en voz baja al cabo de un rato—. Ha debido dolerle mucho. Ahora permítame ver si puede usted mover los dedos. No haga más que doblarlos un poco para que yo vea que puede moverlos. Éste… así. Ahora éste…, así. Y éste… Muy bien. Ahora duele mucho, pero en quince días estará curado.
—¡Demonios! ¿Va a dolerme como ahora durante una asquerosa quincena?
—No le dolerá cuando le haya hecho la cura. No le dolerá, a menos que se dé usted un golpe. Debe usted llevar la mano en cabestrillo hasta que esté curada y tener mucho cuidado. Ahora le dolerá un poco más. ¿Quiere un poco de whisky?
—Gracias, hombre.
El hombre moreno cogió una botella de whisky australiano de la estantería y llenó un vaso. El paciente lo cogió y fue bebiéndolo a traguitos, paladeándolo, mientras el otro realizaba su trabajo.
—¿Cómo se llama usted?
—Fred Carter.
—¿Dónde se ha hecho usted esto, Fred?
—Arriba, en la carretera.
—¿Y cómo sucedió?
—Cargando tablones de dos pies en un transportador.
Carter se refería a troncos de dos pies de diámetro que se trasladaban en una camioneta.
—La asquerosa cadena se rompió y el tronco cayó rodando. La palanca se movió y el tronco siguiente cayó sobre mi mano.
El médico asintió gravemente.
—Ahora va a dolerle un poco. Lo siento, pero no hay más remedio.
Al poco rato, la cura había concluido y la mano vendada se apoyaba en un cabestrillo. El herido estaba muy pálido, pero se fue recuperando gradualmente, mientras fumaba el cigarrillo que le había dado el médico y acababa el whisky.
—Oiga, amigo, ¿cómo se llama usted?
—Zlinter. Carl Zlinter. Aquí muchos me llaman Splinter.
—¿De dónde ha venido?
—Soy de Checoslovaquia. Nací en Pilsen.
—¿Cuánto hace que está aquí?
—Llegué a Australia hace quince meses.
—¿Dónde aprendió usted medicina?
—Era médico en mi país.
—¿Médico de verdad?
El otro asintió.
—Me dieron el título en Praga el año 1936. Después obtuve una plaza en un hospital de Pilsen, mi ciudad natal. Luego fui médico en el ejército.
Zlinter no dijo en qué ejército.
—¡Demonios! Entonces conoce usted bien eso…
El checo sonrió.
—Ya no seré médico jamás. Soy un leñador en Australia. Aquí no puedo ser médico de no ser que acuda a la Facultad de Medicina tres años. No soy más que un leñador.
Arrojó su cigarrillo, se puso en pie y se acercó a la estantería. Volvió con unas tabletas blancas en la palma de la mano.
—Vaya a su campamento y métase en la cama. Yo diré al señor Forrest que no puede usted trabajar. Métase en la cama, tome tres tabletas de éstas y se le pasará el dolor. Si vuelve a dolerle por la noche tómese otras tres pastillas. Venga a verme el domingo, después de la hora del té y le cambiaré los vendajes.
—Fíjese. Pensaba ir a Jig a divertirme y tengo que fastidiarme.
Carl Zlinter sonrió.
—Es en beneficio de su mano. Si va a Jig le volverá a doler, porque sin darse cuenta puede darse un golpe y eso le produciría un dolor muy fuerte.
Volvióse a la estantería. La botella de whisky estaba llena hasta unas tres cuartas partes. El checo dijo al herido:
—Tenga esto y métase en la cama. Pero métase en la cama.
—Oiga, amigo, yo no puedo llevarme su bebida. ¿Cuánto vale?
—No hay que pagar nada. El señor Forrest paga las vendas y el desinfectante. En cuanto al whisky me lo puede devolver en Jig cualquier día, menos esta noche… Nos veremos el domingo.
Fred Carter se marchó con la botella y Zlinter se quedó preguntándose si el hombre se metería en la cama y si beberse el contenido de aquella botella o irse a la taberna de Merrijig no era lo mismo. Los campos de labor y los aserraderos de Lamirra distaban cuatro millas de Merrijig y diecisiete de Banbury, la ciudad más próxima. Según las leyes vigentes en Victoria, los hoteles cerraban el bar a las seis de la tarde, pero, en realidad, permanecían abiertos día y noche y la policía lo toleraba. Sabían que pocos leñadores dejaban de acudir a un bar situado a doce millas de Banbury. Cuando pasaban los coches de la policía en la oscuridad de la noche y brillaban las luces, se oían las canciones y se veían las camionetas aparcadas junto al solitario edificio de madera. Los policías sonreían y pasaban de largo, alegrándose de la simple estratagema con que aquellos hombres conseguían bebidas fuera de la ciudad.
Aquel día era viernes. Los leñadores trabajaban cuarenta horas en la semana de cinco días, y el sábado y domingo eran festivos. Carl Zlinter era aficionado a la pesca, y diciembre resultaba el mes mejor del año para pescar truchas en los arroyos de las desiertas montañas. Cuando se marchó Fred Carter, Carl empezó a preparar las cosas para su fin de semana. Tenía una caña de pescar con carrete, pero los ríos eran poco profundos y muy rápidos para utilizarla, así que él prefería pescar sin carrete. Recogió sus ropas de encima de la cama, volvió a esterilizar sus instrumentos en el recipiente eléctrico, lavó el recipiente de porcelana, y luego se sentó a preparar un cebo de moscas y llenó su mochila con diversos aparejos.
El río Delatite corría por Lamirra, cerca del campo maderero en que él trabajaba, pero sus aguas eran muy superficiales para pescar y en cuanto a la parte de Merrijig, allí iban otros muchos a pescar. Zlinter se había preparado un fin de semana dedicado a la pesca en la parte de campiña salvaje, casi virgen, que tanto le agradaba. Su mochila con ajustes de brillante metal la había comprado en Alemania en 1945 y la llevaba siempre desde entonces. Guardó en ella cuanto necesitaba para un fin de semana. Tenía por costumbre salir del campo maderero el sábado a primera hora de la mañana y andar unas ocho millas por el valle del río Howqua, donde no había ninguna carretera. Allí la pesca era de primera clase.
En el valle de Howqua vivía un guardabosques que se llamaba Billy Slim, tenía unos cuarenta años y vivía sólo con unos cuantos caballos, por lo que le encantaba cualquier compañía. Cuando la soledad le resultaba demasiado deprimente galopaba hasta el hotel de Merrijig y allí pasaba la noche. Billy tenía siempre una cama preparada para cualquiera que pasara por allí y Carl Zlinter se había habituado a ir de pesca el sábado hasta donde vivía Bill, pasar la noche en casa del guardabosques, volver a pescar el domingo y marcharse hacia el campo maderero por la tarde, siguiendo el mismo camino que a la ida.
De este modo se sentía encantado en Australia. Tenía que trabajar durante dos años en los campos de madera, pues había llegado al país con pasaje gratuito desde los campos de refugiados alemanes y se sentía feliz de encontrarse trabajando en Australia. No tenía que preocuparse por nadie excepto de sí mismo. Su padre y su madre murieron en el avance ruso sobre Pilsen en 1944. Desde 1943 no había vuelto a saber nada de su hermano y le creía muerto. Zlinter no estaba casado. La guerra había estallado al poco tiempo de haber acabado el muchacho su carrera, y según le parecía, tampoco en el futuro se casaría. Se había mantenido libre de ataques a través de su servicio en el ejército alemán y a través de la larga ignominia de la paz, cuando trabajó como médico en varios campos de refugiados. Cuando la reducción de aquellos campos le brindó la oportunidad de marchar a Australia con una de las últimas rachas de emigrantes, sintióse casi contento de no tener que ejercer la medicina. Tenía que permanecer en Australia durante dos años trabajando como jornalero, y luego, si deseaba ser médico en Victoria, tendría que repetir los tres años últimos de su carrera. La medicina no le había proporcionado más que un enorme e íntimo contacto con la desgracia y el dolor de una guerra desafortunada. Cuando hubo de elegir su labor como jornalero prefirió ser leñador porque le agradaban profundamente los campos y bosques, y así se separó de su carrera médica.
Al desembarcar, fue enviado unos pocos días a un campo de recepción, pero como estaba sano y hablaba tolerablemente bien el inglés se le trasladó rápidamente a Lamirra, donde había estado desde entonces. Aprendió mucho sobre los campos y lo confortables que resultaban y se amoldó alegremente a trabajar aquellos dos años en los bosques que él amaba.
Estaba poco apesadumbrado por la pérdida de su profesión médica. Después de pasar aquellos dos años en los campos podría hacer algo más. No sabía exactamente qué, pero en aquel próspero país confiaba en ganarse la vida de un modo u otro. Entre tanto estaba bien vestido y alimentado, recibiendo un sueldo muy elevado en comparación con los jornales europeos y gozando de tanto tiempo libre que podía irse dos días a la semana a pescar truchas. Era mucho mejor que morirse de asco en los pantanos de Pripet o en los campos que rodean Caen, donde había dejado a tantos amigos. Aquél era el viejo mundo. Sentíase contento de haber dejado todo aquello atrás y gozar de esta nueva vida.
Salió del campo a las siete de la mañana del sábado, antes de que el día fuese caluroso, con la mochila a la espalda y el cebo de moscas en el bolsillo. Llegó poco después de las diez y se puso a pescar río abajo, vadeando el agua fría con su calzado habitual de trabajo.
A los diez minutos había pescado una trucha irisada, de dos libras de peso, que dio repetidos saltos en el aire, intentando sacar las moscas de su boca. Puso la caña tirante, recogió el pez y lo dejó en un bajío sujetándolo por las agallas. Carl nunca se llevaba piezas de pesca inútiles. Minutos más tarde logró una trucha parda; luego, como el calor se acrecentaba, los peces dejaron de subir en busca de alimento y no pudo pescar ninguno más.
Llegó a la vivienda de Billy hacia el mediodía. El guardabosques vivía en un claro del río, en un gran edificio de una planta con galería. Desde luego, era una construcción de madera con el tejado de plancha ondulada. Había un cuarto de estar que era al mismo tiempo cocina, con una habitación para los arneses, junto a ella y que daba salida al establo. En invierno, cuando la nieve cubría el valle, Billy Slim podía dar de comer a sus caballos sin pasar por la nieve. Su dormitorio también tenía salida al cuarto de estar, y en la galería había dos cuartos con literas. Tenía la casa muy limpia y ordenada, puesto que casi no tenía otra cosa de qué ocuparse.
En una esquina del cuarto de estar se veía un radioteléfono, equipado con una gran batería mediante el cual el guardabosques podía ponerse en comunicación con la oficina central en caso de incendio de bosques o desastres parecidos. Cuando entró Carl Zlinter, Billy estaba sentado, hablando por el micrófono. Levantó una mano en señal de saludo y en seguida volvió a acodarse sobre la mesa para proseguir su charla. Dar el informe semanal los sábados por la mañana a la telefonista era para él motivo de molestias y perplejidad.
—Mire, Florence —estaba diciendo el hombre—, el martes… ¡Oh, sí, sí! Verá: el martes fui río arriba a Little Bend y luego hasta la estribación de Sickle, cerca del río Jamieson. Esta semana pasada había allí un grupo procedente de Lamirra. Corto…
—¿Sabe quiénes eran, Billy? Corto…
—¡Qué va! Ni siquiera los vi. Cuatro de ellos iban a caballo y además llevaban dos caballos de carga. Uno de los caballos era el ruano azuloso de Ted Sloan, así es que Ted debía estar allí. Uno de los caballos perdió una herradura y hubo de volver cojeando. Cazaron algunos canguros y acamparon tres noches. Encendieron fuego, cosa que no debieron haber hecho; ya le hablaré a Ted de eso… El miércoles fui a Jig a comprar un par de sacos de comida para los caballos. El jueves me quedé en casa porque no me encontraba bien. ¿Me ha oído, Florence? ¿De acuerdo? Corto…
—El jueves era un día laborable, Billy —reprendió la telefonista—. ¿Qué voy a decir al señor Bennett? No me gusta volver a decir que estuvo usted enfermo. ¿Por qué no dedica usted únicamente los fines de semana para beber? Corto…
Billy respondió impaciente:
—Oiga, Florence, no bebí nada en Jig… Usted me conoce y sabe que no hago eso los miércoles. El jueves tuve uno de mis desarreglos estomacales con unos terribles dolores. Estuve realmente enfermo. Corto…
—No me gusta decir eso, Billy. ¿No hay algún trabajo de la casa que podamos decir que hizo usted el jueves? Corto…
—Muy bien. Mire, Florence, la tarde del jueves estuve restaurando un poco la empalizada del prado. Anote, reparaciones caseras y del prado, el jueves. Ayer, o sea el viernes, estuve fuera todo el día. Subí por Mount Buller hasta la cabaña Youth Hostel, luego bajé al río King, a lo largo de Mount Cobbler y el río Rose, y no volví hasta después de las nueve. Hoy vendrá Jack Dorman con Alec Fisher desde Banbury y también está aquí Carl Zlinter, uno de los leñadores de Lamirra. Corto…
—Muy bien, Billy —repuso la telefonista—. Daré todo ese informe.
—Adiós, adiós, Florence. Corto…
Y lo hizo con un suspiro de alivio. Entonces se volvió a Carl Zlinter.
—¿Viene a pescar?
—Sí. Y quería pasar aquí la noche.
—Muy bien. Deje sus cosas en ese rincón. También estará conmigo Jack Dorman, que ha venido con Alec Fisher. ¿Los conoce?
Moviendo negativamente la cabeza, Carl repuso:
—No los conozco.
—Jack Dorman tiene una propiedad cerca de Jig. Alec Fisher es agente del Mercantil Australiano de Banbury. Vienen por aquí a pescar.
—¡Qué gentío va a tener usted esta noche! —sonrió Carl.
—Mejor. Se cambia algo con un poco de compañía de vez en cuando.
—¿Vienen a caballo?
—Puede ser. Alec Fisher tiene un Land Rover, y podrían cruzar el camino en él. Yo no cabalgaría en molesto caballo si tuviera un Land Rover. Ya debían de haber llegado.
Carl Zlinter dejó su mochila en un rincón de la estancia y bajó al río para limpiar los dos pescados y los dejó en la despensa de Billy para la noche. Se había llevado un bocadillo de la cantina del campo y volvió a bajar nuevamente al río para pescar durante otro rato. Ningún pez se movía a aquella calurosa hora del día y Carl al cabo de media hora abandonó su intento, buscó la sombra de los árboles junto al césped de la orilla del río y se sentó allí a comer su bocadillo.
El campo estaba tranquilo. Era un día caluroso y no corría viento. Una cacatúa chilló un par de veces a distancia y más cerca rumoreaba el agua procedente de una pequeña cascada del río. Entonces la quietud quedó quebrada por el rumor producido por un vehículo que atravesaba el camino, introduciéndose en el valle a marcha lenta. Pasó por el camino, a unas cien yardas de donde estaba Carl y pudo oír el chapoteo de las aguas cuando el vehículo las vadeó. Oyó el runruneo del motor del coche; que iba del río a la casa del guardabosques y luego se detuvo.
El pescador se acercó nuevamente a la orilla para beber después de acabar de comer, juntando las manos para recoger el agua. Volvió luego a sentarse bajo los árboles y encendió un cigarrillo. ¡Qué buen país era aquél…! Tenía todo el encanto de los bosques de Bohemia que tanto había amado en su juventud, contando además con la ventaja de ser inglés. Carl no sabía distinguir entre ingleses y australianos. Para él Australia era un país inglés y los ingleses tenían la habilidad de ganar todas las guerras. Le desagradaban los rusos y su propia tierra natal había quedado sometida a los soviéticos. En cambio le agradaban los alemanes del sur, se llevaba bien con ellos y hablaba su idioma con toda fluidez, mucho mejor que el inglés. Sin embargo, los alemanes tenían una relación desafortunada de guerras perdidas, lo cual convertía a Alemania en un mal país para vivir. Para Carl Zlinter, Australia lo reunía todo: el tipo de campiña que a él le agradaba, libertad, buenos sueldos y no había guerras. Por lo tanto, olvidaba gustoso su carrera médica a cambio de todas esas cosas. Carl disfrutaba tanto en el campo como algunas personas tomando un baño caliente.
Aplastó su cigarrillo en lo que creyó una piedra, bajo los árboles. Miró aquella piedra con curiosidad, observando que no era exactamente un pedrusco, sino un trozo de ladrillo.
Siguió mirándolo con interés. Un cascote de ladrillo medio enterrado entre el césped… Mirando atentamente entre la hierba se advertían divisiones rectangulares que bien podían considerarse decoloraciones de los pastos. Estudió aquello un minuto, en tanto que su cerebro, acostumbrado a la soledad del Howqua, rehusaba aceptar la evidencia. Pero hubo de acabar rindiéndose a la realidad de que en otros tiempos allí había habido una casa.
Y aunque no cabía dudar de ello, seguía pareciendo increíble por una definida razón. Él sabía que aquella parte de Australia había sido explorada por primera vez apenas hacía cien años. Había encontrado en la historia los datos suficientes para estar seguro de que era más que imposible que el valle del Howqua hubiese estado habitado por ningún hombre blanco antes de 1850. Pero si la evidencia de lo que ahora surgía ante él debía creerse, allí hubo una casa de ladrillo, la cual se había deshecho tan completamente que los únicos vestigios de ella eran unos trozos de ladrillo, y todo ello tenía que provenir de menos de cien años antes. No parecía posible. Estuvo contemplando las hierbas durante un tiempo, muy extrañado; luego alejó aquellas ideas de su cerebro, se encaminó al arroyo, se situó en un vado y arrojó su anzuelo al agua. Aquella noche haría algunas preguntas a Billy sobre aquel particular.
Intentó pescar río abajo, pero no obtuvo ninguna pieza y apenas esperó a que el sol empezase a declinar. Se detuvo luego a fumar un cigarrillo, tumbado bajo los árboles gomíferos y se durmió un rato. Cuando despertó eran las cinco. Volvió a echar el anzuelo, esta vez río arriba en dirección a la casa del guardabosques, y la primera pieza que pescó fue mucho más pequeña que la trucha parda, por lo que la devolvió al río. Luego pescó dos peces corrientes de una libra y cuarto cada uno y con ellos dio por terminada la pesca, recogió la caña y echó a andar por el camino del bosque cuando ya oscurecía.
Cuando llegó a la vivienda, ya estaban allí los dos visitantes esperados: Jack Dorman, hombre robusto, de unos cincuenta y cinco o sesenta años, Alec Fisher, de unos cuarenta y cinco años. Le saludaron brevemente. No es que se mostraran hostiles pero esperaban que aquel emigrante que trabajaba en el campo maderero fuese el primero en mostrarse cordial. Ellos dos representaban la población permanente del país, el hombre que está sólidamente afianzado a la tierra. El leñador era de los que llegan hoy y se van mañana, y bebe e incomoda a las personas de las ganaderías. Muchos de ellos eran los neoaustralianos que tienen que cumplir dos años desde su llegada de Europa y corren a las ciudades tan pronto como quedan libres de sus contratos. Por otra parte, los mismos campos madereros eran negocios transeúntes, que se trasladaban de un distrito a otro tan pronto como habían sido talados los árboles aptos.
Carl Zlinter habló de su descubrimiento con el guardabosques, después de cenar.
—He encontrado un lugar en que parece haber habido una casa —dijo—. Está en una pradera. Hay un árbol muy grande y debajo de él se encuentran trozos de ladrillos muy viejos. ¿Ha habido allí alguna casa en otro tiempo?
—¿Se refiere usted a un lugar donde el río hace una revuelta, junto a un gran pilón de granito? —preguntó el guardabosques—. ¿A un cuarto de milla más abajo?
—Exactamente. Hay una alberca aislada y oscura.
—¡Claro que había una casa! Era un hotel que atendía mi padre. Pero eso era antes de nacer yo —explicó Billy.
—¿Tú padre atendía el hotel? —inquirió Jack Dorman—. No lo sabía.
—Uno de los hoteles, porque había tres. Él tenía el mejor, el «Buller Arms». Tenía dos pisos y varios dormitorios. Por lo que he oído decir, esos dormitorios estaban ocupados siempre, día y noche.
—¿Qué clase de hotel era? —se interesó Alec Fisher.
—¡Hombre! Estas ciudades doradas eran todas iguales. Estaban llenas de borrachines y de bailarinas.
—¿Es decir que había aquí una ciudad? —preguntó Carl.
—¡Claro que sí! —afirmó otra vez el guardabosques—. Fue un lugar muy grande en esa época. Tenía unos trescientos habitantes. Se puede encontrar el socavón de la misma entre los árboles, en la parte trasera del prado de la casa. Ahora está obstruido; es de unos pocos pies. La maquinaria está todavía allí, en el pantano junto a la plantación de árboles de caucho. El valle estaba completamente cubierto de casas.
—Sabía que aquí había existido una ciudad —aseguró Alec Fisher—. ¿Qué sucedió? ¿La fiebre del oro hizo alejarse a los habitantes?
—Mire, no creo que nunca haya habido mucho oro por aquí. La cosa empezó en 1893, cuando se encontraron vestigios de oro en el conglomerado. La mina Rand, en el sur de África, era un conglomerado y la llamaron también la Rand y crearon una compañía en Melbourne.
Billy se interrumpió para comer un bocado de trucha.
—Pudieron extraer un poco de oro, lo justo para hacerse muchas ilusiones. Pero la mina nunca dio un gran resultado. Resistió diez años y por fin se arruinó en 1903.
—En esa época todo el mundo padecía la fiebre del oro —comentó Jack.
—Mi padre —prosiguió el guardabosques— vino de su patria siendo casi un niño, pues acababa de cumplir los dieciocho años. Procedía de un lugar que se llama Northallerton, en Inglaterra, y logró un puesto en la policía. Después, cuando empezaron a encontrar oro, mi padre dejó el cuerpo de policía y vino aquí a abrir un hotel. Era un gran tipo que sabía manejar bien sus puños, cosa muy necesaria para gobernar un hotel en aquellos tiempos y en estas tierras. Lo vendió el año 98 o 99 y se fue a Jamieson, donde se casó. Yo nací en Jamieson.
—¿Cómo es posible que pudieran trasladar el cargamento? —preguntó Dorman—. El camino no es demasiado bueno.
—Entonces era mejor. Tenían una carretera decente desde Jig y llevaban el cargamento en vagones tirados por bueyes. Recuerdo la carretera de aquí cuando yo era muchacho. Se podría haber conducido un automóvil por ella con toda tranquilidad. Pero los árboles crecen con mucha rapidez y no volvió nadie por aquí desde que la mina dejó de funcionar.
—De modo que se fue toda la gente —comentó Alec Fisher.
—Eso es. Nadie quiso quedarse. No hay bastante terreno llano para montar un rancho y dista mucho de la ciudad.
—¿Qué sucedió con las casas? —inquirió Carl Zlinter.
—Verá. Hubo dos veces fuego en el valle, una en 1910 y otra en 1939. Cuando vine aquí por primera vez, durante la primera guerra, yo no era más que un renacuajo. No recuerdo haber visto ninguna casa. No queda mucho de una casa después de un incendio. Solamente las chimeneas de ladrillo, que se desplomaron pronto. Pero en la mayoría de las viviendas también la chimenea era de madera.
—Recuerdo el incendio de 1939 —aseguró Jack Dorman—. Fue demasiado cerca de mi casa, para mi gusto.
—Desde luego, fue algo muy serio. Yo acababa de incorporarme al Servicio Forestal cuando ocurrió ese incendio. Entonces la casa estaba al otro lado del río. La reconstruimos a este lado porque la tierra era más llana y mejores los prados. Pasaron días de un sol abrasador sin un hálito de viento en todo el valle. Llegó el calor a tal extremo que apenas se podía aspirar el aroma de las hojas de los árboles gomíferos. Y de pronto, una mañana en que estaba yo en el prado encendiendo mi pipa, al oprimir el mechero, la llama se tornó azul. No había ni un destello de color amarillo en la llama; únicamente la llama azul brillaba en la claridad radiante del prado.
Los hombres lo miraban fijamente.
—¡Dios mío! —murmuró Jack.
—Entonces no teníamos radio. Yo apagué rápidamente el mechero, monté a caballo y cabalgué hasta Jig. Al llegar allí, llamé por teléfono al señor Considine, que era entonces el superintendente, y le dije que la llama de mi mechero se volvía azul en el aire. Me dijo que yo debía estar bebido y me aseguró, además, que el incendio Buller me había trastornado y que era mejor que volviera al Howqua y me ocupase de lo que me incumbía.
Hizo una pausa y prosiguió:
—No había nadie en la casa, al menos que yo supiera, y ninguna de las cosas que había en ella me preocupaba particularmente, pero mi fusil había pertenecido a mi padre. Era un fusil inglés, una buena arma que debió regalarle a mi padre algún caballero. Era del calibre doce, fabricado por Cogswell y Harrison. Bueno. El caso es que cabalgué nuevamente hacia aquí y cuando llegué a la cordillera pude ver fuego sobre el Buller, a sólo unas siete u ocho millas de mí. Detuve el caballo, pensando en la parte del valle en que la llama de mi mechero se tornaba azul; hacía un calor infernal sin un soplo de viento. Desde luego, no me gustaba ni pizca la idea de ir allí.
—No valía la pena hacerlo solamente por un fusil.
—Le aseguro que no habría ido de tratarse sólo de esa arma. Habría dejado que se perdiese. Pero es que además tenía tres caballos en los pastos y debía sacarlos de allí. Por lo tanto bajé bordeando el río. El aire parecía más pesado que nunca y yo estaba a punto de ahogarme. No hice más que coger el fusil, dejando todo lo demás, levanté el pestillo de la empalizada y conduje los caballos por el camino. Palabra que nunca me he sentido tan asustado…
—Suerte que logró sacar todo eso —comentó Dorman.
—Ya lo creo. Llegué a la colina, en los pastos de McDougall, con mis caballos y el fusil y me detuve allí un rato. No pude quedarme en el centro del valle, pero al menos permanecería lo más cerca posible de él. Me quedé en la colina algún tiempo. Y el fuego de Buller empezó a descender a eso de las tres de la tarde. Bajaba del valle a grandes saltos, avanzando de dos en dos millas. De pronto se oyó una especie de estallido y todo relampagueó, encendido y ardiendo, a dos millas de donde yo estaba. Mantúvose inmóvil un rato y luego volvió a aumentar con otro relampagueo.
—¿Era el aire lo que producía los estallidos? —preguntó Fisher, extrañado.
—Eso mismo. Todo el aire estallaba. Así fue como se quemó mi primera casa. Después construimos ésta al año siguiente.
—A ver si lo he entendido —dijo Carl Zlinter—. Hacía tanto, tantísimo calor que el sol evaporó el aceite de los árboles y a eso se debían las explosiones.
—Eso mismo —afirmó Dorman—. He oído que lo mismo sucedió en East Gippsland, cerca de Buchan, en el Cave Country.
—¡Pero eso es terrible!
—Ya lo creo. A mí me dejó aterrado —confesó el guardabosques.
—No se puede hacer nada ante una cosa así —terminó Fisher—. No se puede detener un fuego que salta millas y millas.
—Los imbéciles de la ciudad creyeron que se podía apagar un fuego escupiendo —comentó Billy—. Después vinieron a preguntar por qué no se impidió que se propagara el incendio. Quizá se podría detener un principio de fuego, si se consiguiera que los excursionistas no encendieran hogueras en enero. Pero sólo Dios puede apagar un fuego que ya está muy extendido.
—En mi país no hay incendios como éstos —dijo Zlinter—. Tal vez porque hace mucho frío y llueve constantemente. También hay incendios a veces, pero el fuego no salta de dos en dos millas.
—¿Cuál es su patria? —preguntó Dorman—. ¿De dónde ha venido usted?
—De Checoslovaquia. Nací en Pilsen.
Aquellos nombres no significaban gran cosa para el australiano.
—¿Trabaja usted en Lamirra?
—Sí. Tengo que pasar allí dos años.
—¿Le gusta esto?
—Mucho. Los bosques y montañas de aquí son como los de Checoslovaquia. Me gusta más trabajar aquí que en la ciudad.
—¿Tienen ustedes árboles de caucho en sus campos? —preguntó Billy Slim.
—No. No tenemos árboles de caucho. En Checoslovaquia hay pinos, alerces, algunos robles y abedules plateados.
—¿Nieva mucho en invierno? —preguntó el guardabosques.
—Sí. Mucho. Hay tres o cuatro pies de nieve desde noviembre hasta marzo. Hace muchísimo más frío en Checoslovaquia que aquí.
—No me gustaría cuatro pies de espesor de nieve. Con tres pulgadas ya tengo bastante —opinó el guardabosques.
—Yo soy de Europa, donde las ciudades duran muchos cientos de años. No sé de ninguna ciudad de Bohemia que haya desaparecido sin dejar rastros, como ha ocurrido con ésta de aquí.
—Si usted se fija, verá que han quedado muchos vestigios de la ciudad. Lo que pasó es que la gente dejó de vivir en ella. Pero queda el socavón de la mina, la maquinaria y en la parte baja del río, a una milla de aquí, el cementerio con todas las lápidas. El fuego no pudo quemarlas.
—¿Dónde dice que está? —se interesó Alec Fisher.
—¿Sabe usted dónde hay una elevación de piedra rojiza, a mano derecha, bajando? Pues allí, en el prado, hay un enorme tronco de árbol junto al estanque. Ese tronco lo subí yo con los tres caballos cuando se cayó al río. El cementerio está detrás, sobre el lado norte.
—¿Hay muchas lápidas?
—No. Solamente unas cuantas. Es posible que antes hubiera más sepulturas con cruces de madera, pero ahora no queda ni rastro de ellas.
Jack Dorman permanecía pensativo recordando vagamente ciertas palabras de Ann Pearson y lo sucedido al pequeño Peter Loring.
—Oiga —dijo dirigiéndose al checo—, ¿por casualidad se llama usted Cylinder? ¿Es usted médico?
—Me llamo Carl Zlinter. Soy médico en mi país, pero no aquí, en Australia. Trabajo en el campo maderero.
—¡Ah…! He oído hablar de usted —dijo Dorman—. ¿No salvó usted a un chiquillo que había caído de su caballo?
Zlinter sonrió al responder:
—Tenía una temperatura muy alta. Le estaba atendiendo una dama cuando yo llegué. Cayó de la montura porque no estaba en condiciones de montar. El pequeño estaba enfermo, con un oído malo.
—Eso es. Y usted le llevó al hospital.
—Sí —asintió el checo—. Creo que su madre fue un tanto inconsciente al no darse cuenta de que el pequeño ya estaba enfermo cuando salió de casa camino de la escuela. Pudo haber sido un accidente muy serio, pero afortunadamente no se hizo más que unos rasguños.
—Habla usted muy bien el inglés —se asombró Jack—. No lo ha aprendido aquí, ¿verdad?
—Aprendí inglés en la escuela y después estuve en Alemania casi cinco años. Allí mucha gente habla inglés en los campos y con los funcionarios. Además ya llevo aquí quince meses y tal vez he mejorado en ese tiempo mi modo de hablar.
—¿Y qué impresión produce venir desde Europa a Australia?
—Produce muy buena impresión. Es un gran país, lleno de comida, bebida y libertad.
—Usted no debe tener mucha libertad cuando ha de permanecer durante dos años trabajando en los bosques.
Carl se encogió de hombros.
—Me gustan los bosques y las montañas. No considero una tragedia trabajar en ellos.
—Hay mucha gente que viene a este país ahora —medió Alec.
—Ya lo creo —asintió Dorman—. Mi esposa tiene una sobrina en Inglaterra que llegará aquí dentro de quince días. Parece que ahora se vive mejor fuera de Inglaterra.
—Una emigrante inglesa, como la sobrina de su esposa, no tendrá que trabajar durante dos años como neoaustraliana —repuso el checo.
El ganadero movió la cabeza.
—No lo creo. Esta muchacha viene como visitante, pagándose su pasaje. Ha dicho que se marchará dentro de seis meses.
—Debe resultar muy caro hacerlo así.
—Es que ha recibido una pequeña herencia, y la empleará en venir para ver si le gusta Australia.
Pasaron el atardecer en una amena charla con la ayuda de una botella de whisky que había llevado Alec Fisher.
Se levantaron poco después de amanecer para aprovechar las horas más frescas del nuevo día en beneficio de una buena pesca. Tomaron un desayuno rápido a base de huevos y lacón y se prepararon para iniciar la pesca. Echaron a suertes para ver cuál de ellos iría solo y le correspondió a Alec Fisher, que se encaminó río arriba. Carl Zlinter y Jack Dorman fueron arroyo abajo, después de haber decidido turnarse en la pesca.
Estuvieron una hora pescando, cambiaron pocas palabras entre sí y lograron algunos peces pequeños. Al cabo de un rato, Carl Zlinter llegó hasta un promontorio de piedra rojiza, situado a la orilla derecha del río, y el recuerdo de la conversación de la noche anterior acudió a su memoria.
Jack Dorman no estaba lejos de allí y Carl se sentó a esperar que llegara. Cuando el ganadero se acercó, el checo le dijo:
—Aquí está el promontorio de piedra rojiza de que habló Billy. Por aquí debe de estar el cementerio de la antigua ciudad de Howqua.
El australiano asintió, preguntando:
—¿Quiere usted ir a verlo?
—Es una lástima estar aquí y no visitarlo.
—Billy dijo que está detrás del tronco situado junto al estanque.
—Aquí hay un tronco, ¿no será éste?
Dejaron sus cañas sobre una peña y empezaron a andar por los matorrales que bordeaban el río. En la orilla había matorrales en flor entre los árboles de caucho y mimosas de vívidos colores y relucientes tonos bajo la luz solar. Durante un rato no vieron nada que se pareciese a un cementerio. Bajaron hacia el estanque manteniéndose cercanos al río. Pronto Jack distinguió una losa. Se encontraban en el antiguo cementerio.
No había mucho que ver: tres lápidas colocadas verticalmente y otras horizontales en el suelo, cubiertas en parte por sarmientos y hojarasca. Si alguna vez hubo allí vallas, habían desaparecido por la misma razón que las casas el día en que se incendió el bosque, y si existieron cruces de madera para señalar las sepulturas, el fuego y las hormigas debieron acabar con ellas. Jack se inclinó para leer los nombres grabados en las tres losas que todavía se mantenían en pie: Peter Quilan, de Tralee, Irlanda. Samuel Tregarron de St. Columb, Cornualles.
Cuando llegó a la tercera lápida, la contempló estupefacto.
—¡Eh, Zlinter! —llamó—. ¿Era algún pariente de usted?
Juntos contemplaron la piedra grabada, en la que se leía:
Aquí yace CHARLES ZLINTER con su perro.
Nació en Pilsen, Bohemia, en 1869.
Murió el 18 de agosto de 1902.
El checo leyó atentamente y en silencio. Después levantó la vista para mirar al ganadero con una ligera sonrisa en sus labios.
—Es mi nombre: Carl Zlinter. Y he nacido en Pilsen, Bohemia. De todas las cosas que me han sucedido en la vida, ésta es la más extraordinaria.