Jennifer salió a recibir a su padre a la puerta principal, a primeras horas de la tarde siguiente. Había recorrido las calles húmedas y azotadas por el viento, a las cuatro de la mañana, para ir a una cabina telefónica de Broadway y telefonear a Leicester. Su padre tenía el teléfono a la cabecera de la cama y sin ningún retraso pudo la hija informarle de la muerte de su suegra. Después, Jennifer volvió a la casa. Temió sentirse molesta y poco deseosa de entrar allí, pero la verdad es que la idea de que su abuela yacía muerta en el piso de arriba no la hizo sentir temor alguno. Por el contrario, sentíase calmada y tranquila. Comprendía que había prestado una buena ayuda a su abuela y se sentía satisfecha de sí misma. Si hubiera estado todavía viva, la anciana habría deseado que su nieta comiese y durmiese un rato. Así, pues, tomó un poco de té y pan con mermelada en la cocina, encendió el radiador del cuarto de estar, se tendió sobre el sofá cubriéndose con una manta y se durmió. No se despertó hasta media mañana, cuando llegó la enfermera del distrito.
Su padre llegó a Ealing solo. La madre había hecho sus preparativos para acompañarlo, pero tenía mucha tos y cuando supo la noticia del fallecimiento, su marido le persuadió para que no se arriesgara a enfermar solamente para acudir al entierro. Así, llegó él solo a las dos de la tarde. Jennifer lo estaba esperando.
—Siento mucho que haya ocurrido esto estando tú sola. Lo siento de verdad.
—No te preocupes, papá. Ha sido una suerte que yo trabaje en Londres.
Él observó el salón y comentó:
—Estaba muy encariñada con su casa. Una o dos veces intentamos llevárnosla a Leicester para que viviera con nosotros, pero insistió en quedarse aquí.
—Ésta era su casa y ella no quería ser una carga para nadie. Era muy independiente.
—Ni siquiera se nos había ocurrido pensar que pudiera surgir algún conflicto respecto a su pensión ni con el dinero que tenía. Debía haber venido más a menudo para estar más enterado de sus asuntos.
—Lo más probable es que ella no te hubiera dicho nada.
Luego hablaron de lo que había que hacer para el certificado de defunción y el entierro, y él salió a resolver las cosas. Jennifer también salió para buscar un lugar donde pudieran pasar la noche su padre y ella, y con algunas dificultades logró encontrar una pensión con dos habitaciones vacías. Cuando él llegó, se puso a preparar té y los dos se sentaron en el salón, entre las reliquias de Birmania, ante la estufa eléctrica, mientras ella le explicaba todo lo ocurrido la noche anterior.
—Insistió en darme el cheque y me hizo ir a enviarlo por correo a mi banco. ¿Qué debo hacer, papá? Debo entregar esa cantidad al albacea testamentario, ¿verdad?
—Entrégasela.
—¿Tú crees que eso es lo mejor?
—Creo que sí. A menos que haya cambiado su testamento, yo soy su albacea y todos sus bienes deben pasar a tu madre. Legalmente esas cuatrocientas libras serán probablemente tuyas. Pero eso no tiene importancia.
—¿Debemos devolver ese dinero a tía Jane? Al fin y al cabo ella lo mandó para la abuelita, no para mí.
Él preguntó, pensativo:
—¿Dices que hay una carta de Jane Dorman?
Jennifer fue a buscarla al dormitorio de su abuela y él la leyó atentamente.
—No creo que tengas que devolver el dinero —dijo luego—. La intención está completamente clara. Jane dice que si Ethel no necesita el dinero lo emplee en alguna obra de caridad. Muy bien. Como ella no lo necesita te lo da a ti. Es tuyo y puedes hacer con él lo que desees, Jenny.
La joven miró fijamente el fuego que ardía en el hogar.
—No estoy muy segura. Creo que es mío, pero para hacer lo que abuelita deseaba.
—¿A qué te refieres?
Jennifer contó a su padre lo que había sucedido durante la última hora de vida de la anciana.
—No hacía más que decir que eran muy malos los tiempos de ahora, en Inglaterra, para las muchachas, comparados con los años de su juventud. Creo que a todos los viejos les pasa lo mismo y creen que todo era mejor en sus tiempos. Pero, desde luego, me dijo con toda claridad que deseaba que fuese a ver a tía Jane con ese dinero. Quería que yo fuese a Australia. Por lo visto, creía que yo podría llegar a vivir tan bien como ella cuando era joven, si me voy con tía Jane.
—Comprendo —comentó el padre, pensativo—. ¿Y tú quieres ir, Jenny?
—No lo sé —repuso ella con franqueza—. No he tenido tiempo de pensarlo. Desde luego, me gustaría viajar y ver algo de mundo, del mundo de abuelita… Seguramente ese mundo ha desaparecido para siempre. Cazar, pescar y tener quince criados que la llamen a una «madam»… Si ésa es la vida que se puede encontrar en Australia no me interesa ir allí.
—Yo lamentaría mucho que te marcharas a Australia, Jenny. Tú eres la única hija que nos queda.
La joven replicó, sonriendo:
—No te preocupes, papá. Sé cuidar de mí misma.
Había una cosa que debían hacer antes de marcharse al hotel: reunir todos los papeles que hubiera en la casa para examinarlos. Edward Morton había pensado hacer esta revisión por la noche en el hotel, pero cuando empezaron a buscar resultó que había una formidable cantidad de papeles y documentos. Los cajones del escritorio de la anciana y una especie de estantería estaban atestados de cartas y papeles; eran todos los recuerdos de una larga vida, metidos en aquellos cajones y olvidados en ellos. Pólizas de seguros de 1907 estaban mezcladas con documentos de arriendo de casas amuebladas, cartas personales, recibos, talonarios de cheques, etc. En la casa encontraron tres maletines y los llenaron con los papeles, quedando todavía bastantes para llenar otros dos maletines.
—Esta noche repasaré todo esto y nos desprenderemos de lo que no sea necesario —dijo el padre—. Tal vez mañana tengamos tiempo de repasar aquí mismo los que quedan.
Jennifer se dijo que era de esperar que en la pensión Los Álamos se sintieran complacidos, la mañana siguiente, por aquella cantidad de papel.
En la estación tomaron un taxi que los llevó a Los Álamos y comieron juntos una cena frugal. Jennifer había pasado dos noches prácticamente sin dormir y apenas podía tener los ojos abiertos durante la cena. Tan pronto como acabaron, dijo:
—Papá, ¿te importa que vaya a acostarme? Estoy completamente dormida.
Él la besó deseándole unas buenas noches y también se encaminó a su habitación, introdujo un chelín en la ranura del contador del gas, encendió la estufa, acercó una silla hasta el pequeño radiador y abrió la primera maleta.
En aquella habitación pintada de blanco, muy escasa de muebles, todos de estilo funcional, fueron apareciendo escenas de una larga vida, mientras el montón de papeles que se había formado en el suelo se acrecentaba gradualmente. Veinte minutos después, él tenía en sus manos un recetario de cocina.
Era un pequeño libro manuscrito. Estaba empezado por una mano que era femenina y desconocida para Edward y que había escrito hasta la mitad. Después estaba escrito por Ethel, primero con letra desigual, casi infantil, que había ido mejorando progresivamente hasta convertirse en la letra que él conocía.
En la primera hoja se leía:
Para mi hija Ethel, en la feliz ocasión de su matrimonio con Geoffrey Trehearn. De su madre. 16 de junio de 1893.
Había sido una idea simpática y práctica dar a la novia un libro de cocina como uno de sus regalos de boda. Cincuenta y siete años más tarde, Edward Morton sonreía con simpatía al hojear aquellas páginas. Le hacía gracia la letra de la novia en aquellos tiempos…
Pastel de la «Tía Hester» (muy bueno).
Coger dos libras de mantequilla de Jersey, dos libras del mejor azúcar en polvo, medio litro de caramelo, media libra de harina, 18 huevos, tres libras de pasas de Corinto, tres libras de sultanas, una libra y media de frutas escarchadas, media libra de almendras dulces peladas, piel rallada de dos limones, un poco de nuez moscada, una onza de especies y media pinta de coñac.
Miró el final de la receta con la tolerancia divertida de un médico.
… cubrir con una capa de azúcar y almendras, espesa y transparente. Adornarlo luego con merengue a gusto de cada uno.
¿En qué mundo vivían aquellas personas? ¡Cuántas veces debían encontrarse enfermas…! Morton volvió a fijarse en los ingredientes. Dos libras de mantequilla de Jersey era la ración de ocho semanas para una persona. La cantidad de huevos era la que correspondía al racionamiento individual de cuatro meses… Las pasas de Corinto y las sultanas hacía años que él no las veía. Media pinta de coñac… Lo tenían entonces en tanta abundancia que se podía echar media pinta en un pastel sin darle la menor importancia.
Dejando el recetario sobre sus rodillas contempló la estufa. Resultaba curioso ver el camino que llevan las cosas a veces. Aquella mujer había muerto de inanición, sin tener otra cosa para comer que pasas, sultanas y calabaza en dulce. Se preguntó qué sería lo que ella habría pensado de una cosa semejante en los lejanos tiempos del «Pastel de tía Hester» (muy bueno).
Las cosas habían cambiado y la gente no vivía tanto como en. 1893. Morton había comido aquellos pasteles cuando era joven, antes de la guerra del 1914, pero ahora apenas podía recordar qué sabor tenían. Desde luego, Jennifer nunca había comido nada parecido y, por tanto, no podía echarlos de menos. ¡Cuánto habían cambiado los niveles de vida, al menos en Inglaterra!
Siguió pasando hojas del libro, ojeándolo por encima. La madre había confiado poco en la memoria o el interés de su hija en lo referente a las comidas, antes de que se casara, y por eso le había anotado los detalles más simples: «Para almorzar, bacon y huevos. Para cuatro personas se sirven ocho huevos o más, si hay hombres con buen apetito, y una libra de tocino entreverado cortado en lonjas…». Él podía recordar almuerzos así cuando era niño. Pero cuánto tiempo parecía haber pasado desde entonces… Siguió pasando páginas: «Filetes con cebollas. Se cogen tres libras de filetes…».
No había comido estofado de carne con cebollas desde hacía doce años. Tal vez Jennifer, en sus veinticuatro años de existencia, no lo había comido nunca. En Inglaterra la gente parecía conservar bastante la salud con los alimentos racionados. Morton estaba cerca de los sesenta años y sabía bien, quizá demasiado bien, que los hombres a esa edad suelen pensar que todas las cosas estaban mejor organizadas cuando ellos eran jóvenes. Sin duda era una manía debida a su vejez, el pensar que los mozos eran más fuertes y las muchachas más lindas, en Inglaterra, en 1914 que hoy. Las personas seguían manteniéndose sanas, pero no podían disfrutar de los deleites de la vida de que él había disfrutado. Jennifer, con su cabello rojizo estaba la mayor parte de las veces muy pálida, cuando a los veinticuatro años debía encontrarse en la plenitud del vigor.
Morton dejó el recetario a un lado, considerándolo demasiado precioso para destruirlo. Aunque actualmente no tuviera más que un valor documental era una lástima destruir un librito que se había conservado con cariño durante tantos años. Rompió una gran cantidad de cartas viejas, sin leer más que las firmas, por si eran autógrafos de personas famosas, y separó una o dos por este motivo. Entonces volcó el contenido de una carpeta de las que se utilizan para guardar sobres y empezaron a caer programas de baile.
Habían pasado muchos años desde que él viera tarjetas como aquéllas, con gruesos rebordes dorados y letras de colores y con un pequeño lápiz unido a ellas por una cinta de seda. ¡Qué bonito era todo aquello! Los programas de baile parecían haber desaparecido de Inglaterra, quizá porque la moda había cambiado o tal vez por el racionamiento de papel, pero si todavía se usaran unas tarjetas como aquéllas, con impresos, lápiz, impuesto de lujo y todo lo demás, habrían costado dos o tres chelines cada una. Las cosas eran más baratas, fáciles y agradables en los tiempos de juventud de Ethel. ¡Cuántas tarjetas había! ¡A cuántos bailes había acudido Ethel…! Eran unas treinta y cinco o cuarenta tarjetas. Suponiendo que ella hubiera guardado las tarjetas correspondientes a cada baile de los que hubiera acudido, cosa poco probable, no dejaba de ser un número considerable de bailes de sociedad para una mujer joven como ella entonces, pues se había casado a los veintidós años, más joven que Jennifer. Morton estaba seguro de que su hija no había ido a treinta y cinco o cuarenta bailes en toda su vida. La gente no parecía ocuparse tanto de eso ahora, como en los días de su juventud. Posiblemente resultaba actualmente una diversión demasiado cara.
Había centenares de fotografías. Descartó las instantáneas borrosas, en las que apenas se distinguía nada, pues no podían tener ningún valor. En cambio, prestó atención a los retratos hechos por fotógrafos profesionales. Una de ellas, muy grande, estaba coloreada a mano por un fotógrafo de Dover Street. En ella se veían una madre y una hija vestidas con traje de Corte y tras ellas una larga comitiva. En las facciones de la hija pudo adivinar las de Ethel como él la vio por primera vez, cuando ya era una dama madura. Pero ¡qué vestido y qué comitiva…! El traje era de seda blanca con unas rayas rosadas, en exceso adornado y vistoso para los gustos modernos, pero de todos modos muy bonito. ¡Y qué exceso de joyería para una muchacha joven! El collar, cuidadosamente retocado por el fotógrafo, parecía hecho de oro y rubíes. Jennifer no había llevado nunca un vestido o una pieza de joyería como aquel collar, a pesar de proceder de la misma familia. Dejó la fotografía a un lado, pensando que seguramente a Jennifer le agradaría ver a su abuela cuando era joven.
Había un fajo de cartas atadas con una cinta, probablemente cartas de amor. Se mostró vacilante unos momentos, pensando romperlas sin mirarlas siquiera; sin embargo, acabó desatándolas para leer las firmas. Todas eran de Jane. Miró el encabezamiento de una de ellas. Estaba fechada el cinco de marzo de 1919 y decía:
Vapor «Mooltan».
En el Mediterráneo.
Mi querida tía:
Habría querido enviarte una carta desde Gibraltar, pero he estado constantemente mareada, cosa que, aunque tiene gracia, a mí me molesta bastante. Jack sólo estuvo mareado el primer día, pero yo pasé en el camarote cinco días seguidos, mientras atravesábamos la bahía, acompañada de otras cinco muchachas, casadas todas con australianos, y que se iban igual que nosotros; todas, menos una, estaban también mareadas. Me parece una cosa muy desagradable y me alegro de que Jack y yo no podamos ocupar un mismo camarote, pues habría resultado muy desagradable para él verme enferma todo el trayecto. De todos modos, parece que ya se me ha pasado y salgo a cubierta a tomar el sol y voy al comedor a todas las horas porque tengo un hambre de caballo.
Deseaba haberte escrito antes para darte las gracias por todo cuanto has hecho por nosotros este año pasado. Creo que tú eres la única de toda la familia que no se ha avergonzado porque me he casado con un soldado australiano, y desde luego eres la única que realmente ha colaborado para que Jack entrara en la familia. Por una parte me siento triste de abandonar Inglaterra e irme a vivir tan lejos y por no volver a ver a papá y mamá en muchos años o tal vez jamás. Pero estos últimos meses, como tú sabes, no he tenido un momento de felicidad y aunque lamento dejar todo y a todos, al mismo tiempo me siento contenta. No sé si me comprenderás. Estoy contenta de alejarme de todas las complicaciones y tristezas y poder iniciar otra vida en un lugar nuevo, con Jack.
Pasaremos una época dura los primeros años, mucho más dura para mí que si me hubiera portado como una buena chica, quedándome en casa y casándome con uno de los oficiales de mi padre, algún hombre marcial y educado de pies a cabeza. Tal vez hubiera ocurrido así de no haber sido por la guerra, pero dos años en el Cuerpo Auxiliar Femenino hacen que una cambie considerablemente.
A Jack le han ofrecido trabajo en una empresa llamada Dalgety, que se dedica a guardar ganado en una especie de rancho y a enviar maquinaria a los granjeros de un lugar que se llama Gippsland. No tendremos mucho dinero, pero a través de un tío suyo, Jack ha conseguido una casa para nosotros solos, en un pequeño mercado que se llama Korrumburra, situado en la parte interior del país. Te escribiré para darte la dirección tan pronto como la sepa; escríbeme de vez en cuando, porque aunque estoy contenta de irme, creo que algunas veces me sentiré muy solitaria y desearé enormemente recibir correspondencia.
No sé cómo agradecerte tu amabilidad para con Jack. Ha sido una gran cosa para él encontrar uno de mi familia a quien agrada realmente, aparte de mí misma, naturalmente. Creo que nunca podré hacer por ti nada parecido a lo que tú has hecho por nosotros, pues es como si un ratón pretendiera hacer algo por un elefante. Pero si uno de nuestros hijos es niña me gustaría mucho llamarla Ethel. Creo que ya está en camino un hijo, pero no estoy del todo segura, así que no digas nada a nadie todavía.
Os enviamos todo nuestro cariño a ti y a tío Geoffrey.
Afectuosamente,
JANE
Morton ya se sentía cansado. No había seleccionado más que el contenido de uno de los tres maletines, pero se encontraba demasiado fatigado para proseguir aquella noche. El blanco lecho se le ofrecía como una tentación. Metió cuidadosamente la carta en su sobre, la unió a las otras y las ató con la cinta. Mejor sería guardarlas o, en todo caso, devolvérselas a Jane Dorman.
No había conocido a Jane Dorman y sabía poco de ella, excepto que había hecho un matrimonio desafortunado con un soldado australiano, después de la primera guerra, se había marchado con él del país y no había vuelto desde entonces. Eso era todo lo que sabía de aquella mujer hasta hacía doce horas, pero a partir de entonces ella se había convertido en un ser vivo, en una persona presente. Aquella mujer se hizo su propia vida y luchó por ella y ahora había llegado a un punto en que podía enviar quinientas libras a su vieja tía para apaciguar un temor por ella que el propio Morton no había sentido. Jane Dorman, a doce mil millas de distancia, gracias a su imperecedero afecto, supo percibir que Ethel Trehearn estaba enferma y necesitada de dinero. La hija de la anciana, esposa de Morton, y éste mismo, viviendo tan sólo a cien millas de ella, no habían tenido ni idea de que las cosas no seguían su curso normal.
Jane y Jack Dorman, según se desprendía de su reciente carta, se habían convertido en unos señores ricos, infinitamente más ricos que él. Morton seguramente no hubiera podido conseguir quinientos chelines para la anciana sin vender alguna cosa. Y no es que él fuera un derrochador. En aquella época era casi general la escasez de dinero en Inglaterra.
Se metió en la cama y apagó la luz, pero el sueño no acudió a él con facilidad. Pensaba en lo bien que vivió Ethel en su juventud. ¡Qué cosa tan increíble parecía ahora…! Pero recordando su propia juventud, se dijo que no era del todo imposible. En Inglaterra el nivel de vida había ido descendiendo imperceptiblemente, año tras año, durante la guerra. El padre de Morton también había sido médico, pero en York. Edward podía recordar cómo había vivido de niño, en una gran casa en Clifton, utilizada ahora como parte de las oficinas municipales de York y llena de dibujantes. Su familia tenía cochero y mozo de cuadras, en los días anteriores al coche de motor, y un caballo para el coche de dos ruedas del padre y otro para el carruaje cerrado. Siempre tuvieron un jardinero, y dos criados y a veces tres en la casa. Habría resultado absurdo que en la casa de su padre pudiera haber existido la menor escasez de comida para la familia o los criados; parecía haber siempre bastante dinero para cualquier cosa que se quisiera hacer, sin que su padre hubiese de realizar un trabajo excesivamente duro. Sólo en los casos muy urgentes le llamaban en domingo y durante todo el invierno un día a la semana se consideraba sagrado para dedicarlo a la caza. Era una buena vida la que Ethel y su padre conocieran. Quizá algún día volvería, pero él no estaría ya en este mundo.
Se movió con desasosiego en su cama, incapaz de dormir. Resultaba muy fácil decir que los buenos tiempos volverían a Inglaterra, pero ¿era cierto? A cada nuevo año, los alimentos escaseaban más y encarecían continuamente, y los impuestos aumentaban de una manera exorbitante. Él vivía ahora en un nivel más bajo que en la época de la guerra; el declive era progresivo y parecía no tener fin. ¿En qué acabaría todo y qué porvenir esperaba a los jóvenes de la Inglaterra actual? ¿Con qué tendría que enfrentarse Jennifer?
Toda la noche estuvo inquieto, sintiéndose molesto y preocupado. Se levantó al amanecer y salió a dar un corto paseo, como de costumbre, antes de desayunar. Se reunió con Jennifer para tomar el desayuno y hablaron de las cosas que tenían que solucionar. Los hombres de la funeraria llegarían a las diez. Había que buscar un comprador para el mobiliario. De la venta de la casa se encargaría el agente del Estado. Aquellos asuntos eran sencillos y Morton los dejaría solucionados antes de volver a su consultorio de Leicester. Más difícil era la cuestión personal que debía tratar con su hija.
Abordó el tema cuando se adentraban en las calles suburbanas.
—He estado pensando en la posibilidad de tu ida a Australia, Jenny. Hay muchas cosas en pro y en contra. No creo que debamos decidir nada con demasiada prisa.
Su hija lo miró sorprendida, preguntando:
—¿Es que crees que debo ir, papá?
—No lo sé. No sé qué pensar. Tienes esas cuatrocientas libras como si dijéramos en el bolsillo y eso es lo que tu abuela quería que hicieras con ellas. Quizá no fuera mala idea marcharte unos meses para ver si te gusta aquello. Tienes dinero de sobra para pagarte el pasaje y estancia allí.
—Pero yo no quiero irme de aquí, papá. No puedo dejaros a mamá y a ti.
—Tampoco nosotros queremos perderte, Jenny —dijo Morton—. Pero debo decirte que he sentido muchas veces alguna preocupación al ver el camino que toman las cosas aquí.
La joven guardó silencio, pensando que por lo que podía recordar, en casa de sus padres habían aumentado las estrecheces. En el bolso llevaba ahora mucho menos dinero que acostumbraba llevar dos años antes. Con el optimismo propio de la juventud contestó:
—Pronto tendremos elecciones y un cambio de Gobierno. Y todo se abaratará entonces, ¿no crees?
—Desearía pensar así —replicó el padre, moviendo negativamente la cabeza—. No creo que esto tenga nada que ver con el socialismo. Puede mantenerse así durante treinta años, empobreciéndonos cada vez más. En Inglaterra hay demasiada gente para comer y muy pocos campos que cultivar. Solamente los países que produzcan alimentos suficientes serán los que podrán vivir en el futuro. Ahora puedes darte cuenta de ello. Fíjate en los Dorman.
—En este caso se trata de lana, papá. Ellos no han ganado dinero con alimentos, sino con la lana.
—También nosotros tenemos lana y, sin embargo, no salimos adelante por nosotros mismos. Yo voy vestido de lana casi por completo y tú también.
Jennifer pensó en sus vestidos de invierno.
—Sí. Casi toda mi ropa de invierno es de lana…
Padre e hija pasearon en silencio unos momentos.
—Si me fuera a Australia —dijo Jennifer— tendría que buscar trabajo. No iba a vivir a costa de tía Jane.
—¡Claro que podrías trabajar! —asintió el padre—. Supongo que en Victoria necesitarán secretarias.
—¿Cuál es la capital de Victoria, papá? ¿Es Adelaida?
—No lo sé. Creo que está en alguna parte de la costa oeste. Tendré que mirar un atlas.
Más tarde, cuando estaban tomando té en la cocina de la casa de su abuela, antes de volver al hotel, Jennifer dijo:
—Desde luego, me gustaría mucho ir a Australia a hacer una visita. Lo que no me interesa es quedarme allí. Me gustaría si sólo se tratara de unas vacaciones. Por ejemplo, pasar allí seis meses. Pero nunca he deseado irme a vivir lejos de aquí.
—¿Por qué no?
La joven se esforzó por explicarse bien.
—Aquí está nuestro puesto; pertenecemos a este país. Somos ingleses, no australianos.
Después de meditar unos momentos, él contestó:
—Supongo que es verdad, pero no fue ése el modo de pensar que creó el Imperio británico.
—Tú no deseas sinceramente que me vaya a vivir lejos de aquí, ¿verdad, papá?
—Sólo deseo lo que haya de ser mejor para ti. Estoy preocupado, Jenny, y no me importa decírtelo. Tengo verdadero miedo por lo que pueda sucederte antes de que yo muera, si este descenso continúa…
—Es lo mismo que decía abuelita —recordó Jennifer, desconcertada—. Decía que estaba preocupada por mí. Todo el mundo parece preocuparse de mí. Pero yo sé cuidar de mí misma.
El padre sonrió:
—De todos modos, no te perjudicará hacer un viaje de seis meses a Australia, puesto que tienes las posibilidades a tu alcance.
—Sería un gusto muy grande.
—Tu abuela te dio el dinero para eso. Pero es tu dinero y debes hacer con él lo que tú prefieras. Piensa en ello.
El entierro fue el sábado y después Jennifer acompañó a su padre a San Pancracio. Luego la joven fue en tren hasta Blackheath a través de los suburbios de New Cross y Lewisham. Mientras recorría aquel trayecto desfilaron ante los ojos de su imaginación los templados desiertos australianos, los grandes rebaños, los azules mares y las islas de coral cuyas descripciones había leído en novelas. Parecía imposible que todas aquellas cosas pudieran estar a su alcance, que pudiera llegar a conocer todo aquello si lo deseaba. Solamente la inercia de tener que dejar su trabajo y apartarse del camino que ya se había trazado se interponía ahora entre ella y aquellos lugares.
Jennifer tenía un deber que cumplir aquel sábado: el deber de escribir a Jane Dorman a su extraña dirección de «Leonora, Merrijig, Victoria» para comunicarle la muerte de Ethel Trehearn y decirle lo que la anciana había decidido hacer con las quinientas libras. Cuando acabó había dado a Jane una clara y precisa explicación de lo sucedido, aunque desvirtuando la desagradable evidencia de que la anciana había fallecido realmente de inanición. Jennifer no podía permitirse decir a nadie de otro país que en Inglaterra ocurrían aquellas cosas. De modo que siguió explicando:
Así, pues, ahora tengo cuatrocientas libras de las quinientas que usted envió, y eso no me tiene muy contenta. Mi abuela me las dio porque quería que fuera a Australia para visitarla y ver si me podía gustar vivir allí. Desde luego, me gustaría mucho conocerla a usted, pero vivir allí no es precisamente lo que deseo. Me parece que soy muy inglesa. Si me decidiera a ir sería para trabajar. Se me considera una mecanógrafa eficiente, pues tengo cuatro años de experiencia después de haber obtenido mi diploma. ¿Cree usted que yo podría encontrar trabajo en Melbourne, o me resultaría muy difícil?
Dígame si desea que le devuelva el dinero y se lo enviaré en seguida, porque realmente no acabo de considerarlo mío.
Le saluda cariñosamente
JENNIFER MORTON
Envió la carta por correo aéreo a mediodía del domingo y luego descansó.
Corrían unos días de tensión y tristeza en Inglaterra, con las malas noticias de la guerra en Corea, la incrementada disminución de alimentos y de combustible y la perspectiva de fuertes incrementos sobre los impuestos con miras al rearme. En la semana que siguió a la vuelta de Jennifer a su trabajo, la ración de comida volvió a sufrir una merma llegando a un extremo en que sólo se podía comer una escasa ración de carne una vez por semana. Cuando las escaseces son repartidas equitativamente no resultan tan penosas como cuando no lo son. Si los Smith pueden comprar comida y los Jones no, esta diferencia puede resultar intolerable, pero si nadie puede conseguir alimentos, la carencia de ellos pronto deja de preocupar. No obstante, la última restricción provocó algunas serias y acaloradas discusiones en la mesa a la hora de comer, entre los hombres, cuyos comentarios escuchó Jennifer con interés. Había unos trescientos empleados en la oficina del Ministerio de Pensiones y la mayoría de ellos comían juntos en una gran casa de comidas.
Forshyth, jefe del departamento D.3 de Rehabilitación, decía:
—La verdad es que los argentinos han conseguido lo que querían. Ellos tienen comida y nosotros casi no la vemos.
Morrison, del Departamento de Contabilidad, repuso:
—Nosotros no podemos pagar los precios que piden. Nuestra economía no puede hacer frente a eso.
—En este caso tendremos que suprimir algo. Por ejemplo las entradas gratuitas a los espectáculos y las dentaduras postizas. Pero tenemos que comer algo.
Alguien hizo comentarios relativos al Ministerio de la Alimentación.
—… ¡Valiente necedad! Buscar apoyo en los argentinos.
Sanders, del Departamento de Construcciones, opinó:
—No estoy de acuerdo. Es muy fácil echarle la culpa al Ministerio; lo cierto es que ha realizado un trabajo maravilloso.
—¿En qué aspecto?
—El país no ha estado nunca tan sano como lo está ahora —replicó Sanders—. Todo el mundo tiene el alimento necesario. Lo único que usted puede decir en contra de los alimentos es que a veces resultan poco delicados. Pero todo el mundo come lo suficiente. En este país no se ha muerto nadie de inanición como ha ocurrido en Francia. Ésta es la diferencia entre una economía controlada y un «laissez faire».
Jennifer pensó en una anciana que había perecido de hambre, pero no dijo nada. Desde luego, su abuela podía haber dado una lección a aquel hombre. Jennifer no habría podido hablar sin mostrar indignación y era mejor no armar un escándalo delante de los hombres.
—Hay una gran diferencia entre este país y Francia —opinó Morrison. Hablaba con la premeditación de un contable y con un ligero acento del Norte.
—¿Cuál es esa diferencia?
—Fíjese usted en un hombre de carrera —dijo Morrison lentamente—. Un buen cirujano o abogado. Con los impuestos y contribuciones que tiene, no hay posibilidad de que ahorre para la vejez, como podía hacerlo antes de la guerra. Podría economizar algo, desde luego, pero un hombre de esas profesiones no empieza a ganar dinero en alguna cantidad antes de los cuarenta y cinco o cincuenta años y en los pocos años buenos que le quedan no podrá guardar el dinero suficiente para retirarse a vivir según él estaba acostumbrado. Y eso se deberá a los muchos impuestos y sobreimpuestos. No hay más que hacer números para comprobar que resulta imposible.
—Eso es cierto —admitió Forshyth.
—Pues si un cirujano de los buenos no puede guardar dinero para una buena vejez, nadie puede hacerlo. Eso quiere decir que nadie en Inglaterra puede sentirse seguro. Todo el mundo en este país se siente angustiado por la preocupación de lo que puede sucederle a él y a su esposa cuando lleguen a viejos, excepto los empleados muy mal pagados que aspiran a recibir una pensión de retiro.
—¿Y cómo demuestra usted que estas cosas están mejor organizadas en Francia?
—En Francia, los hombres como un cirujano o un abogado tienen impuestos mucho más bajos que aquí y proporcionalmente los obreros pagan más. No quiero decir que esto esté bien; tal vez esté mal. Pero la realidad es que allí es diferente. En Francia, el cirujano o el abogado de primera categoría pueden ahorrar para su vejez y tener la seguridad de que el dinero ahorrado les permitirá llevar la vida a que están acostumbrados. No tienen que sentirse agobiados ante la inseguridad de lo que pueda sucederles. En Francia, si es usted lo bastante afortunado, vivirá usted bien. Eso indica que en Francia algunos pueden estar contentos y felices. Aquí no lo está nadie.
—¡Y eso a costa de los más desgraciados…!
—No digo que no —admitió el contable—. Estoy diciendo únicamente que el sistema francés hace felices a algunos hombres y en cambio nuestro sistema, no.
Aquellos argumentos siguieron siendo tema de la conversación hasta que fue hora de volver a la oficina.
Uno o dos días después se trató del asunto de la emigración, cosa que despertó el interés de Jennifer. Ninguno de los hombres más viejos parecía particularmente interesado.
—Mi sobrino se fue al Canadá. Es ingeniero y ha encontrado trabajo en una factoría de tractores en Montreal. Estuvo allí durante la guerra, con la R. A. F., y por eso conocía el país. Todo le va bien, pero dice que el invierno es terrible.
—No está bien el camino que siguen estos jóvenes, marchándose al extranjero. Si continúa cundiendo el ejemplo, el Gobierno tendrá que adoptar medidas…
Jennifer intervino con reprimida indignación.
—¿Por qué ha de hacer eso el Gobierno? ¿Por qué no se puede ir la gente al extranjero?
Sanders estaba a punto de contestar, mas el contable intervino.
—Porque el país no puede hacer frente a eso.
—Pero si cada uno se paga su pasaje, ¿no es así?
—No nos referimos a eso, señorita Morton —contestó el contable—. Imagínese que desea usted irse al Canadá. ¿En cuánto se valora usted? ¿Cuánto cree que cuesta usted?
—¿Yo? ¿En dinero?
—Eso es —afirmó Morrison.
—No acabo de entender lo que quiere usted decir.
—Se lo explicaré a grandes rasgos. ¿Cuándo empezó usted a trabajar?
—Conseguí mi primer trabajo a los dieciocho años.
—Bien. Pues hasta los dieciocho años alguien en este país le dio de comer, la vistió y la educó antes de que usted empezase a ganar dinero. Digamos que usted costaba un promedio aproximado de dos libras esterlinas semanales hasta que cumplió los dieciocho años. Usted ha costado a Inglaterra dos mil libras de producción.
—Sí. Como cualquier máquina —comentó alguien.
—Eso es —afirmó el contable—. Una combinación de dictáfono y máquina de escribir humana, electrónica, que se mantiene por sí misma y hace sus propias reparaciones, cuesta dos mil libras esterlinas. Supongamos que se va usted al Canadá. Usted equivale a un capital de dos mil libras que Inglaterra da gratis al Canadá. Si cien mil personas como usted se van todos los años podemos decir que Inglaterra da al Canadá una subvención de doscientos millones de libras al año. Por eso hay que ir pensando en este asunto de la emigración. Nosotros no podemos soportar una pérdida de dinero semejante.
—Pero eso no es del todo real, ¿verdad? —preguntó Jennifer, asombrada.
—Es completamente real. Esto es lo que ha elevado a los Estados Unidos —repuso Morton—. Hace unos cincuenta años medio millón de personas emigraban anualmente de Europa Central a América. Calculemos que valen mil libras cada uno. Bien. Era un subsidio de Europa Central a América, equivalente a quinientos millones de libras al año y esto ha durado casi cincuenta años. Ha sido un traspaso humano.
Apoyóse en la mesa, insistiendo:
—Créase o no, la Europa Central se ha ido empobreciendo por eso, mientras América se enriquecía.
Estallaron risas.
—Les digo que es un hecho —repitió el contable—. La Europa Central es muy pobre. Si todos los hombres de valor se hubieran quedado en su tierra, en Polonia o en Checoslovaquia, habríamos tenido muchas menos complicaciones con Hitler. A nosotros no nos interesa ser testigos de las mismas cosas que han sucedido allí. Y eso ocurriría fácilmente si empezara a emigrar mucha gente. Podría ser la ruina de este país.
—No veo cómo van a conseguir que la gente que desee irse se quede aquí. Después de todo, el Imperio o la Comunidad Británica o como quiera usted llamarlo, ¿para qué es? —preguntó la muchacha—. Usted puede marcharse a Australia si lo desea, ¿no?
—Puede usted hacerlo actualmente —terció Sanders—, pero la emigración va a ser controlada. La gente no puede hacer en todo momento lo que le parezca.
—Me tiene aburrida la palabra control —se lamentó Jennifer—. Antes de la guerra no teníamos todos esos controles.
—No —admitió Sanders—. En cambio, teníamos tres millones de personas sin empleo. Le daré a usted una razón mejor que el dinero por la que el pueblo debe permanecer aquí.
—¿Cuál? —se interesó Forshyth.
—Tenemos que hacer un buen trabajo para el mundo. Me explicaré. Aquí, en Inglaterra, tenemos una forma de Gobierno más avanzada que ningún otro país del mundo. Es experimental y sé que ha habido equivocaciones. Se han intentado algunas cosas cuando todavía no era oportuno, como, por ejemplo, lo de las tierras de Tanganica, que hubo de cancelarse. Pero lo que este país ha intentado hacer y está haciendo es planear y poner en práctica una nueva forma de gobierno, una nueva forma de democracia a la que cada uno deberá mostrarse fiel. Cuando nosotros demostremos que eso puede hacerse, todo el mundo nos imitará inmediatamente. Pero eso no se realizará si se permite a las gentes que marchen a otros países. Nuestra labor consiste en permanecer aquí y colaborar para que este deseo se realice.
—Lo que usted quiere decir —repuso Jennifer— es que todos debemos permanecer aquí porque se está realizando un experimento sobre socialismo y con nuestra marcha echaríamos a perder ese experimento, ¿no?
—Exactamente.
—Mala cosa es que los conejillos de Indias se escapen del laboratorio antes de que se haya acabado la investigación —comentó Forshyth—. Con eso se echa a perder el experimento, señorita Morton.
Todos rieron y Sanders se sonrojó y contestó indignado:
—No es exactamente eso. Para el bien de todos, nos conviene quedarnos en Inglaterra. Éste es el país más avanzado del mundo.
—Es posible —repuso Forshyth—. Yo cambiaría al magnífico nuevo mundo por un filete de solomillo de un capitalismo anticuado.
—Si hay alguna cosa que puede hacerme emigrar —dijo Jennifer— es lo que usted ha dicho, que uno debe quedarse aquí para el buen término del experimento.
—Esta muchacha tiene una ideología burguesa —rió Morrison—. No es más que una campesina coloradota, Sanders.
Jennifer volvió a su trabajo aquella tarde, pero el incidente quedó clavado en su mente, irritándola. No tenía nada contra Sanders; sin duda era un joven lleno de salud, que fue oficial en la Marina Real durante la guerra y se le había encomendado una misión en Normandía. Lo que indignaba a Jennifer era la ostentación de su entusiasmo socialista, que a la joven le sonaba un poco a falso. Era manifiestamente imposible para cualquiera que se mofara del socialismo hacer grandes progresos en un servicio público. Si un joven deseaba ascender en su trabajo oficial era necesario que declarase una firme y casi religiosa creencia en los principios del socialismo. Jennifer adivinaba instintivamente que el señor Sanders estaba menos interesado por el magnífico nuevo mundo que por el progreso del señor Sanders en el Ministerio de Pensiones, y la joven se preguntaba cuáles serían sus puntos de vista si mediante una elección se implantase un Gobierno conservador.
Entre tanto, ella se sentía oprimida y restringida por la burocracia. No podía ser verdaderamente cierto que tuviera que quedarse en Inglaterra si ella deseaba de verdad marcharse. Repentinamente la idea de irse a Australia una temporada empezó a parecerle atractiva. Si ellos le decían que no podía marcharse, ella les demostraría lo contrario.
El lunes recibió un cablegrama que decía lo siguiente:
Profundamente apenados por tía Ethel, contentos del curso que dio al dinero y que vengas a visitarnos. Mucho trabajo Melbourne ganando diez libras semanales. Escribimos avión.
JANE DORMAN
Jennifer se asombró de recibir ya respuesta a la carta que ella había escrito una semana antes. Aquello le hizo pensar que Australia quedaba muy cerca. Ella escribía con frecuencia a sus padres a Leicester los domingos y si olvidaba echarla al buzón por la tarde, no recibía respuesta hasta el jueves. Claro que Jane Dorman había cablegrafiado, pero aún así… Jennifer sentía ahora que Jane vivía en el pueblo de al lado, y, sin embargo, Australia se encontraba al otro lado del mundo.
No se perdería nada con hacer algunas averiguaciones. Hizo unas preguntas discretas y pidió permiso el martes por la tarde con el pretexto de que tenía que ayudar a su padre a arreglar los asuntos referentes a los bienes de su abuela. Lo que hizo fue ir a Londres y visitar las oficinas de la P. O. Líneas de Oriente, así como la Casa de Australia y la Casa de Victoria. Volvió con una gran cantidad de impresos que le abrían fascinadoras ventanas a un mundo nuevo y extraño.
El miércoles escribió a la «P. O. Líneas de Oriente» para que inscribieran su nombre como pasajera turista para ir a Australia dentro de cinco meses, la fecha más próxima en que podía conseguir un camarote. Envió diez libras de depósito con la condición de que la compañía se las devolvería si ella cambiaba de opinión. En realidad, podía ocurrir que no se marchara, pero le resultaba agradable saber que podía irse si lo deseaba.
El viernes llegó por vía aérea una abultada carta de Jane Dorman, desde Australia, doce días después de haberle escrito Jennifer. En la carta había cuatro páginas de anuncios de periódicos en las que se pedían secretarias y mecanógrafas con salarios que a la joven la hicieron parpadear. Jane Dorman escribía seis cuartillas y acababa diciendo:
Con respecto al dinero, quédate con él, como te dije por cable. Tía Ethel fue buenísima con nosotros hace mucho tiempo, cuando nos casamos, y lo que verdaderamente me apena es no haberme dado cuenta antes de que estaba necesitada de ayuda, pues hemos ganado mucho con la venta de la lana. Desde luego, sabemos que esto no puede durar siempre, pero la deuda que teníamos sobre las tierras y ganado está cancelada, de modo que todo es ya nuestro, y aunque el precio de la lana bajase a una mitad del actual, o incluso menos, seguiríamos estando bien y ahorrando para el resto de nuestra vida.
Quiero insistir en decirte lo mucho que nos gustaría verte aquí con nosotros. Vivimos en un distrito del campo a ciento cincuenta millas de Melbourne. No creo que a ti te guste la vida que nosotros hacemos aquí, porque es una vida muy tranquila, más que en las montañas galesas o en Cumberland. No hay mucha gente joven por aquí, aparte de los que tienen cariño a la vida campesina, y todos mis hijos viven ahora en las ciudades. Ethel y Jane, en Sidney, y Jack, en Newcastle, que está a unas cien millas al norte de Sidney. Supongo que si vienes te gustará encontrar un trabajo en Melbourne. Te envío algunas páginas del Age y el Argus, para que veas la clase de trabajos que ofrecen. Parece que todo el mundo desea secretarias y no tendrás ninguna dificultad en obtener empleo.
Supongo que si te decides a venir, antes de ponerte a trabajar vendrás a pasar con nosotros una temporada tan larga como desees, todo lo que seas capaz de permanecer en el campo. Deseo hablar de tía Ethel con alguien que la conociera. Hacía ya treinta años que no nos veíamos, pero nos escribíamos cada dos o tres meses. Ni ahora puedo imaginármela siendo vieja.
Ven, aunque sólo sea para hacer un viaje de placer.
Afectuosamente,
JANE DORMAN
Jennifer no tenía amigas muy íntimas en Blackheath, pero algunas veces iba al cine con una muchacha llamada Shirley Hyman, que vivía en la habitación situada debajo de la de Jennifer. Shirley trabajaba en la ciudad y estaba prometida a un muchacho empleado en las oficinas de un abogado. La joven pasaba con él los fines de semana, pero raras veces le veía durante los días laborables. El viernes por la noche se lavaba el cabello para evitarse aquel trabajo los sábados. Jennifer bajó a verla con la carta en la mano.
—Shirley, ¿has pensado alguna vez ir a Australia?
La señorita Hyman, sentada en el suelo ante la estufa de gas, secándose el cabello, repuso:
—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo se te ocurre preguntar eso?
—Yo tengo allí un familiar. Quiere que vaya y que me quede allí.
—¿A qué parte de Australia?
—Mi tía vive en las afueras de Melbourne. Yo, si fuera, buscaría trabajo en Melbourne.
—Perth es el único lugar de allí del que sé algo.
—¿Has estado allí?
La señorita Hyman movió la cabeza negativamente.
—Dick está siempre hablando de eso. Quiere que vayamos cuando nos casemos. Cree que un individuo de allí que él conoce le admitirá cuando lea sus artículos.
—¿Estás disgustada por eso?
—No lo sé. Está muy lejos. Cuando estoy con Dick la cosa me parece razonable. No hay un gran porvenir aquí y si hemos de irnos será mejor hacerlo antes de empezar a tener familia. Pero… está muy lejos.
—Yo me he dado cuenta de que no es así —replicó Jennifer—. He recibido una carta de mi pariente en doce días. Ahora esa distancia ya no resulta tan larga como antes.
—¿Sólo ha tardado doce días?
—Sí.
Jennifer sacó todos los papeles y folletos que tenía.
—Por lo que se ve en estos anuncios, siempre hay mucho trabajo.
Las dos muchachas fueron pasando las hojas de los folletos de propaganda para la emigración que habían dado a Jennifer en la Casa de Australia.
—Dick tiene éste, y este otro también —dijo Shirley—. Aquí todo parece perfecto, ¿verdad? Pero es que no te dicen las cosas malas, como, por ejemplo, que la mitad de las viviendas de Brisbane no tienen sistema de alcantarillado o desagües.
—¿Es verdad eso? —se interesó Jennifer.
—Eso le dijeron a Dick. Él dice que en Perth eso está solucionado, pero yo no lo creo.
—¿Y qué hace la gente? —preguntó Jennifer—. ¿Se va al bosque o a algún sitio parecido?
Las dos se rieron de buena gana.
—Han talado todos los bosques. He leído que Australia se está convirtiendo en un espacio de tierra polvorienta porque están derribando todos los árboles de los bosques.
—No creo que eso sea verdad. Tienen que haber dejado algunos bosques, porque si no no habrían podido hacer estas fotografías —opinó Jennifer, mientras contemplaba con Shirley unos folletos sobre Tasmania, mostrando unas montañas cubiertas de arbolado hasta donde la vista podía alcanzar.
—Seguramente reservan esto para hacer estas fotografías que tienen que ver tontas como nosotras —dijo, escéptica, Shirley—. Probablemente tras la cámara que captó esta foto estaba todo negro y desierto.
Volvieron a reír y luego permanecieron un rato en silencio.
—¿Qué es lo que realmente piensas de esto? —preguntó por fin Jennifer—. ¿Te parece que haré bien en ir?
La joven jugueteaba en el suelo con su cepillo de cabeza, sentada ante la estufa, muy pensativa.
—Dick espera tener éxito —dijo al fin—, y yo creo que lo tendrá. Él tendrá más oportunidades fuera de aquí. Mucha gente va allí aportando nuevas ideas.
Levantó la cabeza, miró a Jennifer y preguntó:
—Después de todo, ¿qué es lo que puede tener éxito en Inglaterra? Lo único que hacen aquí es abrumarle a uno con impuestos y más impuestos. Lo que Dick pretende, de quedarnos en Inglaterra, es lograr trabajo en alguna oficina del Gobierno porque así queda siempre una pensión. De todos modos, quiere salirse con la suya.
—No sé qué pensar —dijo nuevamente Shirley—. Hasta hace un par de meses nunca se me había ocurrido dejar Inglaterra. Parece una cosa horrible irse, si es verdad que debemos quedarnos para ayudar a que las cosas mejoren. Dick opina que hay demasiada gente en este país. No lo sé. Pero si ha de marcharse alguien desearía no ser yo.
—¿Crees que te sentirías extraña? —preguntó Jennifer—. ¿En Australia no será la gente como tú?
—No lo sé. Hay muchos ingleses y supongo que se podrá encontrar amigos. Hay gente que no ha salido de allí hace años. Me parece que debe de ser como irse a trabajar a Escocia. Ya sabes que algunos tienen un acento muy raro.
—No creo que el acento de los australianos sea tan malo como el de Escocia. Fui una vez a Edimburgo y no podía entender lo que decía la gente. No creo que con los australianos resulte tan difícil entenderse.
—Desde luego, para ti no hay problema —comentó Shirley—. Tú puedes volver si no te gusta. Puedes guardarte el importe del pasaje de vuelta. Para nosotros es distinto. Si nos vamos, será para siempre.
—Lo sé. Lo malo es que creo que me gustará y me quedaré allí definitivamente. Y no quiero hacer eso…
Eran todavía demasiado fuertes los lazos que unían a Jennifer a su tierra: lazos de amistad, de lugares conocidos, de cosas junto a las que había crecido. Prosiguió su trabajo y su vida en Blackheath durante tres días más, sintiéndose desconcertada e irresoluta.
El martes recibió un telegrama de la compañía «Líneas de Oriente».
Tenemos un único pasaje para Melbourne en el «Orion», que zarpa el 3 de diciembre, que le reservamos a usted hasta el 23 de noviembre.
El veintitrés de noviembre era dos días después y si Jennifer pedía que le reservasen aquel pasaje tendría que embarcar antes de quince días. Su primera reacción fue considerar imposible aquella marcha. Era demasiado rápida; no tenía tiempo de pensar. Había recibido el telegrama al volver del trabajo. Shirley Hyman estaba fuera aquel día y no había nadie más con quien pudiera discutir el asunto.
Resultaba imposible para Jennifer permanecer en su habitación aquella tarde; estaba demasiado preocupada e inquieta. Tomó el té abstraída y salió para coger un tren hacia Charing Cross, mientras pensaba que tenía a su alcance dejar de ver Charing Cross y todo lo demás. No llovía, pero la noche estaba fría y soplaba el viento. En la plataforma se filtraba el frío bajo la oscuridad. En Australia sería ahora pleno verano…
El tren, debido a las restricciones de combustible, iba a media marcha y Jennifer tenía mucho frío cuando llegó a Charing Cross. Salió de la estación y se encaminó hacia el este por el Strand. Y allí encontró un motivo para mostrarse en desacuerdo. Había esperado que las luces brillantes y el tráfico la animaran y que Inglaterra le tendiese una mano para evitar que ella se fuese. Pero los escaparates de las tiendas estaban sumidos en la oscuridad a causa de las restricciones eléctricas, y el Strand parecía sombrío y desierto, sin vida. Sin embargo, ella estaba allí, sintiéndose helada, y siguió andando rápidamente hacia oriente para no dejar de hacer ejercicio. Se detuvo una vez ante un escaparate para mirarlo a la luz de un arco voltaico, pero no le proporcionó ningún placer.
El calor y el tacto habían vuelto a sus pies cuando pasaba el puente de Waterloo. Pasó ante el Palacio de Justicia, bajando por Fleet Street, vacía y oscura a pesar de los faroles y la animación que se notaba en las redacciones de los periódicos. Cuando llegó a Ludgate Hill volvía a sentirse caliente y confortable y empezó a preguntarse por qué había ido allí y a dónde se dirigía. No había motivos para internarse en la ciudad. A una marcha más lenta subió por la colina buscando una parada de autobús, y así llegó a la Catedral de San Pablo, un inmenso bloque que se elevaba en la oscuridad entre la desolación que la rodeaba.
Jennifer se acercó, deteniéndose a contemplar la obra arquitectónica. Cosas como aquélla serían las que no podría encontrar en Australia. Allí no había ninguna obra maestra de Wren. Si ella se marchaba de Inglaterra dejaría aquello para siempre; aquella Catedral y otras bellezas que una ciudad moderna no podía mostrarle. Se detuvo pensando en estas cosas hasta que dos palabras acudieron a su mente:
—¿Y qué?
Jennifer había estado en el interior de la Catedral una vez, siendo estudiante. La recordaba como una construcción única y la más grande de las que había visto. Se daba cuenta de que ello era probablemente una tontería, puesto que hay otras muchas catedrales dedicadas a San Pablo. Se fue separando de la catedral hasta que pudo contemplarla completamente a la fugaz luz de la luna, mientras las nubes pasaban una y otra vez sobre ella.
Jennifer tendría que dejar aquello para siempre y debía ser sincera consigo misma.
¿Sería perder mucho? Procurando examinar sus sentimientos se dijo: «¿Es que ahora siento una emoción extraordinaria?». Hubo de confesarse que no. Aquella enorme masa de piedra y cemento representaba muy poco para ella. Nada, en aquellas grandes y pétreas columnas, podía inducirla a seguir un camino u otro.
Retornó hacia el West End muy pensativa. Llegó un autobús a toda velocidad y se detuvo cerca de ella. Jennifer corrió para tomarlo y dirigirse a Fleet Street. Se apeó en Charing Cross y se encaminó a Trafalgar Square. Se detuvo en los Campos de San Martín un rato, mirando a su alrededor: la Galería Nacional, la Columna de Nelson, el Arco del Almirante, el Ayuntamiento. Aquél era el centro de la ciudad, la esencia de ella. Allí estaban las cosas insustituibles que tendría que abandonar si se alejaba de Inglaterra. ¿Sería intolerable estar lejos de ellas?
Se dio cuenta de que debía estar algo desquiciada, puesto que todo aquello no lo consideraba capaz de perturbarla con su ausencia. La verdad era que la tenía sin cuidado no volver a ver nada de aquello nunca más.
Percibió la rara sensación de que estaba convirtiéndose en una extraña para su país y que nunca volvería a amoldarse a él. Tenía que consultar con sus padres el asunto del pasaje y quedaba poco tiempo. Después de pensar unos momentos, entró decidida en el Hotel Charing Cross y habló con la muchacha del mostrador. Pidió un café con bizcochos en el salón de escritura, donde entró y se sentó a escribir una carta a sus padres.
Les exponía el asunto con toda sencillez y pedía que le telegrafiasen para decirle lo que debía hacer.
Después bajó a la estación del metro de San Pancracio y echó la carta en el buzón especial de la plataforma. De este modo, ellos la recibirían a la mañana siguiente.
Al día siguiente, al volver del trabajo, recibió el telegrama con la respuesta:
Consideramos conveniente tu marcha, pero antes ven a casa unos días. Cariñosamente,
PAPA Y MAMA
Quince días más tarde, embarcó en el «Orion» rumbo a Australia.